¿Quién dijo comunismo?
Vivimos un tiempo de anti-comunismo sin comunistas. No queda muy claro qué quiere decir hoy el término pero lo seguro es que ya no hay partidos políticos ni movimientos políticos marxistas relevantes en Occidente. Para entender cómo llegamos hasta acá vale la pena re visitar la historia y así dilucidar por qué hoy encarna al enemigo número uno de las nuevas derechas radicales en ascenso.
Un espectro recorre el mundo: el espectro del anti-comunismo. Más de treinta años después de la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría el comunismo vuelve como fantasma y amenaza. Asistimos a un auge de un anti-comunismo sin comunistas. No hace falta ser muy estrictos con el término para decir que el comunismo no está en condiciones de tomar el poder en ningún lado. A no ser que no seamos muy estrictos y llamemos «comunismo» a otra cosa.
El auge del anti-comunismo actual coincide con el giro reaccionario de la última década que con la pandemia se aceleró. De repente toda una constelación dispersa de referentes, fundaciones, partidos, movimientos y gente suelta encontraron un nuevo léxico popular después del gran encierro. ¿Qué era el comunismo en 2020? Como decía un cartel reproducido mil veces en aquel tiempo: «la distancia social». A esto se agrega la cuarentena y en diversos lugares y para distintas miradas también la mera intervención estatal. Pero no la intervención «a la China», sino la mera intervención del Estado en la vida de las personas. Por eso gente como Emmanuel Macron, pese a ser uno de los líderes más liberales de la historia reciente de Francia, o Angela Merkel, pese a ser una vieja anti-comunista (real) y líder de centro-derecha, son «socialistas». Europa es, Canadá también y, curiosamente, como veremos más adelante, Estados Unidos también lo es parcialmente. Pero vamos por partes.
El comunismo, de fantasma a alienígena, 1847-1991
El comunismo nació como un concepto malquerido. En 1847 se formó en Londres la Liga de los Comunistas, un grupo de intelectuales y activistas exiliados antes llamado la Liga de los Justos; y aún antes, la Liga de los Proscritos. El cambio de nombre fue una propuesta de dos miembros alemanes refugiados en Bruselas, Karl Marx y Friedrich Engels. El término «socialista», nacido en 1834 durante las revueltas lyonesas de obreros textiles, había sido adoptado por diversos grupos de intelectuales utopistas: «El socialismo representaba en 1847 un movimiento burgués ―recordó Engels años más tarde―; el comunismo, un movimiento obrero. El socialismo era, al menos en el continente, muy respetable; el comunismo era precisamente lo contrario». Más allá de espantar a la burguesía, el «comunismo» —es decir la reivindicación de los comunes y de la vida comunal— arrastraba un imaginario campesino y cristiano que se extendía desde las revueltas anabaptistas del siglo XVII hasta la frustrada conspiración bauvista de 1796, la última y fallida ofensiva jacobina de la Revolución Francesa. El regusto arcaico del «comunismo» salió a flote cuando la Liga le encargó a Engels la redacción de una «profesión de fe comunista» en forma de preguntas y respuestas, a la manera de los libros y panfletos catequistas de la época. Abrumado por una tarea frustrante, Engels le pasó el trabajo a Marx, que le dio otra impronta y así compuso uno de los grandes poemas en prosa del romanticismo tardío: el Manifiesto del Partido Comunista, un documento que no expresaba a «partido comunista» alguno, sino que convocaba a una aún inexistente facción obrerista y radicalizada dentro del más amplio movimiento democrático y revolucionario europeo. Peter Hitchcock llegó a definirlo como un texto medium, que invoca a un fantasma para que tome cuerpo.
El destino posterior del «comunismo» no fue más feliz que ese origen. La escatología marxiana ubicó al comunismo como una fase intermedia entre el capitalismo y el socialismo, caracterizada por la intensificación de la lucha de clases y la dictadura del proletariado sobre la burguesía. El moderno socialismo traería igualdad y abundancia; el viejo comunismo prometía violencia. Quizás por eso, cuando los partidos de inspiración marxista se organizaron en la II Internacional, optaron por llamarse «socialistas», incluso «socialdemócratas», de inspiración alemana. Pero lo reprimido siempre vuelve y, años más tarde, cuando la facción bolchevique del Partido Socialdemócrata Obrero tomó el poder en Rusia, Lenin le ordenó a todos los socialistas del mundo interesados en acompañar la aventura soviética que se secesionaran de sus respectivos partidos socialistas y formaran un «Partido Comunista».
Si bien en 1936 la nueva constitución soviética dictaminó que la fase comunista había concluido y que la URSS ya era una nación socialista, el «comunismo» comenzó en esos años su periodo de existencia semántica más exitoso hasta la fecha. La URSS se consolidó y expandió su doctrina gracias al Pacto de Varsovia, la descolonización, guerras como las de Corea y Vietnam, y parte de la conflictividad que vivió América Latina como gran laboratorio de ensayo y error (y terror) entre las dos máximas potencias en conflicto. El precio de ese éxito fue la territorialización. El comunismo dejó de ser una subidentidad dentro del gran movimiento socialista y obrero para transformarse en una pertenencia excluyente, con carnet y número de afiliado. Y también en un territorio y un Estado muy específicos, que había que defender en cualquier parte del mundo. Ese repliegue hizo del comunismo algo mucho más nítido y detectable (y eventualmente, detestable) que los viejos revolucionarios de preguerra: eran los agentes de un orden extraño, jesuitas de un Vaticano ateo que molestaban a cualquier Estado soberano y a cualquier idea de libertad de conciencia, de individuo cartesiano. Desde la didáctica inmisericorde de La Medida de Bertold Brecht de 1930 (que espantó a Occidente e incomodó a Stalin, pero inspiró a Ulrike Meinhoff) hasta el comisario Razinin de Ninotchka (1939, interpretado por Bela Lugosi, nada menos), un «comunista» era un ser vaciado de subjetividad, incluso de humanidad.Fue muy fácil para los publicistas de la Guerra Fría en Occidente inflacionar la figura alienígena del «comunista» para sellar la identidad nacional, hemisférica o civilizacional sembrando la paranoia y trazando una frontera fundamental: el otro era siempre el comunista. El recurso sobrevivió hasta el último aliento de la Guerra Fría. Todavía en los años 90, una directora de colegio católico podía tachar a Raúl Alfonsín, como máximo un líder socialdemócrata, de «comunista» por haber aprobado la ley de divorcio vincular en 1986.
Fue muy fácil para los publicistas de la Guerra Fría en Occidente inflacionar la figura alienígena del «comunista» para sellar la identidad nacional, hemisférica o civilizacional sembrando la paranoia y trazando una frontera fundamental: el otro era siempre el comunista.
Hermanos modernos e ilustrados
Comunismo y liberalismo no siempre se eligieron como enemigos. Supieron ser aliados al menos circunstanciales en la Segunda Guerra Mundial y tuvieron diversos vasos comunicantes entre sus diferentes líneas a lo largo del tiempo. Incluso antes hubo «liberales de izquierda» que apoyaron la Revolución Rusa. ¿Por qué pudo darse esta alianza? Razones contingentes, por supuesto, pero además por tradición filosófica y política.
El comunismo pertenece al mismo tronco filosófico e histórico que el liberalismo. Marx parte del canon de la filosofía y la economía heredados: Hegel y Ricardo. Marx, dicen ciertos polemistas, no es más que un ricardiano. Pero por sobre todo comunismo y liberalismo comparten una cierta lógica derivada de la filosofía de la historia universal, de origen judeo-cristiano, del progreso social, en la búsqueda del régimen político perfecto y definitivo. Cada uno a su modo sueña su propio fin de la historia. Para unos será el comunismo y para otros el liberalismo, pero atravesados por la misma lógica de la historia.
En esta dirección decía Martin Heidegger, alguien que no tenía nada ni de liberal ni de comunista, en su Introducción a la metafísica (conferencias de 1935 publicadas en 1953) percibirá una cierta indistinción entre socialismo y liberalismo. Martin Heidegger dirá que «esa Europa, siempre a punto de apuñalarse a sí misma en su irremediable ceguera, se encuentra hoy en día entre la gran tenaza que forman Rusia por un lado y Estados Unidos por otro. Desde el punto de vista metafísico, Rusia y Estados Unidos son lo mismo; en ambas encontramos la desolada furia de la desenfrenada técnica y de la excesiva organización del hombre normal». Algo similar pensará su amigo Carl Schmitt al decir que a un empresario capitalista el lema leninista de «soviets más electrificación» (una definición sintética y casi tuitera del concepto de comunismo) no debería parecerle muy lejano. En esta misma línea con la caracterízación del autor de Ser y Tiempo, Alexandre Kojève, la gran referencia filosófica del Francis Fukuyama de El fin de la historia y el último hombre, dirá, que los acontecimientos posteriores al último acto de la historia temporal –es decir, 1806– son leídos por el pensador ruso-francés desde esta lógica que hace posible entender a la Revolución China como la mera introducción del Código napoleónico en China. Asimismo los soviéticos serán desde la irónica mirada de Kojève simplemente americanos pobres, que en un futuro no muy lejano devendrán rusos ricos.
La gran distinción es en realidad entre los modernos-ilustrados y sus enemigos como el nazismo y los fascismos y otros derivados más contemporáneos y desde aquella mirada hay una indistinción entre socialismo y capitalismo tanto para críticos como Heidegger, como para entusiastas como Kojève. Bajo la indistinción socialismo/capitalismo está la unidad del triunfo de lo moderno y de la Ilustración. Por eso son primos hermanos, dos ramas de un mismo árbol, enfrentados al nazismo y el fascismo, desde esta lectura, que sería otro tipo de planta.
Expresión de esa confluencia de comunismo y liberalismo (o «americanismo», un término que usaban tanto Martin Heidegger como Antonio Gramsci) fue Un mundo feliz, la novela que Aldous Huxley publicó en 1932 y que sólo muchos años después adquiría estatus de «distopía». En la novela, una sociedad hedonista y alienada es gobernada mediante drogas por un Estado Mundial nacido en 1908, junto al Ford T. En los nombres de los personajes se mezclan referencias comunistas, capitalistas y fascistas: Lenina Crowne, Henry Foster, Benito Hoover, Bernard Marx, Joanna Diesel, Sarojini Engels, Polly Trotsky y Morgana Rothschild, son algunos de los homenajes burlones de Huxley al panteón sincrético y modernista de lo que él entendía como una nueva era. «Los extremos se tocan», decía para explicar su chiste.
Slavoj Žižek explica la hermandad ilustrada y su enfrentamiento ontológico con el fascismo a su modo. Explica que incluso el estalinismo es un proyecto, aunque pervertido, del iluminismo. Por eso imagina dos situaciones. Mientras que es plausible imaginar la posibilidad, aunque de mal gusto, de prisioneros del gulag enviando, en forma forzada, cartas de feliz cumpleaños a Josef Stalin, es irreal imaginar judíos enviándole a Adolf Hitler un telegrama semejante desde Auschwitz. No porque no pudieran obligar a los prisioneros de los campos a escribir esos mensajes sino porque Hitler nunca obligaría a quienes consideraba racialmente inferiores a enviarle las felicitaciones, que los convertiría en sujetos de reconocimiento e iguales. El nazismo es moderno en su vínculo con la tecnología pero es anti-iluminista en su relación con la igualdad y con la jerarquía. Como dice Žižek: «bajo el estalinismo la ideología gobernante presuponía la existencia de un espacio en el cual el líder y sus sujetos podían encontrarse como siervos de la Razón Histórica. Bajo Stalin, todos eran, en teoría, iguales».
Slavoj Žižek explica la hermandad ilustrada y su enfrentamiento ontológico con el fascismo a su modo. Explica que incluso el estalinismo es un proyecto, aunque pervertido, del iluminismo.
Capitalismo anglosajón y comunismo soviético, Rusia y Norteamérica, eran dos potencias universales y materialistas, igualitarias e industrialistas, a los ojos de cierto pensamiento reaccionario. Cuando se mata en la Alemania nazi se extermina a un inferior, se mata en nombre de la raza aria. Cuando los soviéticos matan lo hacen en nombre de la humanidad, y matan a un igual, como los norteamericanos, en nombre de la libertad.
Las paradojas del «marxismo cultural»
En 1930 Karl Korsch, en respuesta a los críticos de su libro Marxismo y filosofía, acuñó el término «marxismo occidental» para distinguirlo del «marxismo oriental» o soviético, sometido a la ortodoxia adamantina del «materialismo dialéctico». En 1955 Maurice Merleau-Ponty popularizó el término en Las aventuras de la dialéctica. Al año siguiente, la izquierda europea se desmarcó con otro hito occidentalista: la «vía italiana al socialismo» formulada por Palmiro Togliatti. A priori, era un proyecto de socialismo democrático y una estrategia del PC italiano, pero su clara inspiración gramsciana («Un grupo social puede, e incluso debe ser dirigente antes de conquistar el poder gubernativo») le daba pertenencia plena al universo del marxismo occidental. Nacía así la idea de un «marxismo cultural», deriva occidental de una doctrina política revolucionaria que, ante la imposibilidad objetiva de tomar el poder, se acantonaba en el mundo de las ideas, las representaciones, los intelectuales y sus debates. Mientras tanto, muchos dirigentes comunistas ortodoxos, como Earl Browder o Rodolfo Ghioldi, se acomodaban dulcemente en la política burguesa que decían combatir.
Así, el marxismo cultural y el estalinismo occidental coincidían en darle un estatuto estable, casi institucional, al comunismo dentro del capitalismo. A cambio, aportaron ideas, intelectuales y esfera pública al tesoro cultural de Occidente. «El Partido Comunista Argentino fue una de las instituciones principales de la democracia burguesa de nuestro país ―escribió Pablo Touzón―. Una vez perdida su batalla política por los ‘corazones y las mentes’ de la clase trabajadora argentina a manos del peronismo, el PC encontró un nicho fuerte en la clase media argentina, y prosperó naturalmente junto con ella. Y se convirtió en un paradójico defensor de las garantías de la democracia liberal, bajo la cual podían desarrollarse. Es curioso: si los PC en el poder tienden a aniquilar y secar la sociedad civil, los que están en la oposición la fortalecen y reproducen».
El marxismo cultural y el estalinismo occidental coincidían en darle un estatuto estable, casi institucional, al comunismo dentro del capitalismo. A cambio, aportaron ideas, intelectuales y esfera pública al tesoro cultural de Occidente.
La primera paradoja de este marxismo domesticado es que, al desterritorializarse en los vapores de la cultura, alimentó nuevas paranoias que lo intuyeron más poderoso que nunca. Por caso, la diáspora de los miembros de la Escuela de Frankfurt, epítome del marxismo occidental y derrotado. Exiliados en la Costa Oeste norteamericana (patria del nuevo espíritu del capitalismo), y, a la sazón también judíos, los marxistas francfortéses tuvieron una influencia evidente sobre la «nueva izquierda» que se incubó en las universidades durante los años 60 y explotó en las calles desde 1968. Para muchos conservadores eso era prueba suficiente del éxito del marxismo cultural en Occidente. La proyección que lograron algunos referentes intelectuales «del 68» durante los años siguientes, aunque fueran críticos del marxismo como Michel Foucault, reforzó esa percepción, que sobrevivió al propio comunismo. Parafraseando a Peter Hitchcock, hoy el medium que invoca al fantasma del comunismo es la propia derecha. «El cuento de hadas del marxismo cultural ―escribió Jason Wilson― proporcionó un adversario poscomunista ubicado específicamente en el ámbito cultural: académicos, Hollywood, periodistas, activistas de derechos civiles y feministas. Desde entonces ha sido un pilar del activismo y la retórica conservadores». Es ese consorcio al que Curtis Yarvin denomina «La Catedral», es ese marxismo cultural al que Agustín Laje detecta en «demandas que exceden al tradicional terreno de las clases», como el feminismo y el ambientalismo.
La segunda paradoja del marxismo cultural es que, en la mirada conservadora, es el responsable de la desintegración de valores y prácticas tradicionales causada por el propio capitalismo. Fue otro conservador, de origen marxista y evidentemente más perspicaz, como Daniel Bell, el que concluyó que era el capitalismo el que horadaba los valores tradicionales al reemplazar a la vieja ética protestante por el hedonismo como justificación cultural. Pero el «marxismo cultural» no solo es un diagnóstico más tranquilizador para muchos conservadores, sino que, como medium, tiene la capacidad de mantener al comunismo permanente vivo, aunque esté muerto, gracias a un feedback argumental: a mayor expansión del capitalismo sobre los diferentes ámbitos de la vida = mayor disolución de valores tradicionales = mayor evidencia del poder ubicuo del marxismo. No hay fin de la Historia aquí, sino un Valhalla macartista en donde la batalla se retroalimenta constantemente.
No hay fin de la Historia aquí, sino un Valhalla macartista en donde la batalla se retroalimenta constantemente.
El comunismo posmoderno: del juego a la aberración
Hacia el final de su mandato al borde del cambio de milenio, el presidente argentino Carlos Menem, ya consagrado como referente del neoliberalismo latinoamericano, dio un discurso convocando a «los peronistas» pero, en uno de sus habituales furcios, se confundió y dijo «los comunistas». Cuando advirtió el error, se rió y cerró el discurso: «Bueno, los comunistas también pueden venir si quieren». Tan poco representaba el comunismo a fines del siglo XX. Como la marca de ropa Soviet.
Si la disolución del marxismo en la cultura para la derecha radical fue una excusa para ampliar aún más su campo de batalla, para cierta izquierda posmoderna fue ocasión de juegos de lenguaje y una deconstrucción del concepto que, al tiempo que pretendía enriquecerlo, lo vaciaba y lo dejaba disponible para cualquier cosa. Dos exponentes del pensamiento posmoderno como Jacques Derrida y Gianni Vattimo, filósofos de raíz heideggeriana que en su años mozos combatieron al marxismo como otro gran relato moderno que ambicionaba el cierre y la totalidad, años después, con el Muro de Berlín ya caído y el «comunismo» lo suficientemente roto, «redescubrieron» al marxismo, lo repensaron de maneras tan originales —desde la «hauntología marxista» de Espectros de Marx (1993) hasta el «comunismo hermenéutico» de Ecce Comu (2009), desde el mesianismo judío al catolicismo sin Dios— como indiferentes a la tradición política a la que pertenecía. Un heredero de ese pensamiento mucho más claramente comprometido con la izquierda como Mark Fisher, en K-punk, el volumen que reúne sus intervenciones blogueras abocadas a la crítica musical, la política británica o la salud mental, emplea la palabra «communism» 149 veces. En muchas ocasiones con una ligereza casi irresponsable, como ponderar al paternalismo cultural de la BBC como una «superniñera comunista».
Dentro de ese dandismo comunista vale la pena destacar las figuras de Boris Goys y Slavoj Žižek, dos pensadores pertenecientes a la generación posterior a Derrida y Vattimo, que pasaron gran parte de su vida y su formación intelectual bajo el socialismo real. Ya consagrados como intelectuales europeos, llevaron adelante recuperaciones deconstructivas mucho más profundas y ambiciosas de la tradición comunista. Groys conceptualizó al estalinismo como la hipérbole del modernismo estético, el intento más pleno de lograr una obra de arte total. Žižek, por su parte, reensambló una tradición leninista a la medida de sus obsesiones: las contradicciones y falacias de lo que el considera el posmodernismo (corrección política, multiculturalismo, etc), la praxis política de un sujeto lacaniano imposible y la necesidad de una recuperación de lo absoluto, de lo Real. «Repetir a Lenin —escribió Žižek— significa distinguir entre lo que Lenin hizo efectivamente y el campo de posibilidades que él abrió, lo que era "en Lenin más que el propio Lenin”».
Este repaso inevitablemente injusto y reduccionista del pensamiento posmoderno (o post posmoderno) no busca más que señalar una deriva del «comunismo» después de 1991, que pareció vaciarlo de sentido pero abrió la posibilidad de rellenarlo con cualquier cosa: desde la ostalgie de éxitos de la industria cultural como Goodbye Lenin! (Becker, 2003) o Limonov (Carrére, 2011) hasta el «socialismo del siglo XXI» latinoamericano de Dieterich Steffan, Sirio López Velasco o Álvaro García Linera, entre otros, que, como señala Jorge Castañeda en esta misma revista, aún no ajustaron cuentas con el socialismo del siglo XX. En el medio hay lugar para una aberración como el «rojipardismo», la bizarra combinación de consignas de la vieja izquierda, reduccionismo de clase, tradicionalismo cultural y nacionalismo (o, en su versión ibérica, hispanismo), con exponentes intelectuales como Diego Fusaro, Maurice Glasman o Santiago Armesilla. El propio Žižek a veces coquetea con estas fintas. Su caso representa la parábola del «comunismo posmoderno»: ¿aquello que hace 20 años eran juegos de lenguaje hoy dejó lugar a una reivindicación acritica de aquello que pretendía repensar, cuando no se trata de atajos para participar del espíritu y consignas de la derecha hoy triunfante pero en nombre de la izquierda? Esperemos sentados su próximo libro.
La pandemia como comunismo
Como decíamos al principio, ya no hay comunistas realmente existentes pero el anti-comunismo funciona muy bien aunque no queden partidos políticos marxistas relevantes en Occidente. Y ya prácticamente no hay ni siquiera catedráticos marxistas en facultades de economía, que es lo que Marx desearía probablemente. Él leía a William Shakespeare pero discutía con David Ricardo. Hoy el marxismo persiste en la teoría cultural, social y la estética y un poco también en la historia, pero la economía lo redujo a parte de su propia historia disciplinar, incluso a su pre-historia al punto que un economista puede terminar su carrera sin haber leído a Marx. ¿Qué queda del comunismo en Occidente? Poco y nada fuera de los claustros y la cultura. ¿Y fuera de Occidente? Ahí sí, lejos, está China que cierra como amenaza geopolítica pero que, a diferencia de la vieja Unión Soviética, no tiene relevantes partidos políticos en Occidente. Si hay una «guerra fría» de Estados Unidos con China, ésta pasa más por el comercio y la economía que por la conquista política de la Tierra. Al menos por ahora.
La pandemia del COVID-19, se dijo muchas veces ―el mal llamado «virus chino»― funcionó como un verdadero acelerador de tendencias que venían de antes. El triunfo del Brexit y de Donald Trump fueron en 2016, y ahí ya empezaban a alinearse elementos que venían de la propia crisis del 2008. Con la llegada del virus en 2020 la cuarentena terminó haciendo mímesis con la sola idea de la intervención estatal y constituyó una nueva divisoria de aguas o frontera política. En partes de América Latina, Estados Unidos, Canadá y Europa las medidas de restricción pasaron a ser sinónimo de autoritarismo, cuando no de «comunismo». Todo esto incluso más allá de que en algunos de los países en los que se aplicaron cuarentenas estrictas gobernaban gobiernos de derecha o conservadores como en el Reino Unido en Europa o Chile en América Latina. De cualquier forma el señalamiento estaba más puesto en casos paradigmáticos como el Estado de California en Estados Unidos o en el continente europeo, de Merkel a Macron, que para la vocería libertaria son todos sinónimo de comunismo. Ahí se mezcla la cuarentena pero también la intervención estatal en la economía, y el Estado de bienestar, aunque hablemos de países capitalistas desarrollados. Curiosos arcos narrativos de un ex banquero de Rothschild y de la heredera de quien unificó Alemania con la caída del Muro de Berlín. Además, como recordamos más arriba: «Distancia social = comunismo», dictaban los carteles de ciertos manifestantes radicalizados anti-cuarentena. Con el tiempo esos carteles y manifestantes terminaron siendo más un indicador del futuro próximo que de una curiosidad psicopolítica.
«Distancia social = comunismo», dictaban los carteles de ciertos manifestantes radicalizados anti-cuarentena. Con el tiempo esos carteles y manifestantes terminaron siendo más un indicador del futuro próximo que de una curiosidad psicopolítica.
La vanguardia es así, más allá que hasta el propio Javier Milei, el presidente argentino y referente global del anarcocapitalismo, elogió inicialmente tanto el encierro como el punitivismo contra los desobedientes civiles, la cuarentena pasó a ser una especie de pseudo-virus en sí mismo, con el que nadie quería haber tenido algo que ver.
El efecto de las cuarentenas estrictas aceleró procesos y agotamientos generales de una época y encontró en la palabra «comunismo» el cemento para un tiempo nuevo. Y así fue como en ese año del desierto que fue 2020, porque hasta los paranoicos tienen enemigos, cristalizó la gran fantasía libertaria frente a un precario simulacro de Estado Mundial que nos recuerda al viejo Jean Baudrillard. Un Estado Mundial que fingió cabalgar al tigre mediante la coordinación, fallida, entre los países, para evitar la circulación junto a una desprestigiada Organización Mundial de la Salud, desde arriba, de la mano de laboratorios e infectólogos desde abajo en cada país. Básicamente, un escenario ideal para el florecimiento de teorías conspirativas en una esfera pública virtual potenciada por la democratización de la tecnología y acelerada por el aumento del tiempo general en las pantallas debido al gran encierro. Un gran estado de excepción global, como lo llamó Giorgio Agamben, quien llevó su teoría, pensada para el nazismo y aplicada a la guerra contra el terrorismo iniciada en 2001, a la nueva normalidad de la pandemia. Hecho que coronó virtualmente a Agamben con un nuevo público libertario en Italia que desde las redes lo postuló como candidato testimonial e involuntario a presidente de la República de Italia.
Es lógico, en cierto sentido, que una época signada por los simulacros invoque fantasmas poco creíbles que curiosamente cumplan su cometido. Por eso la reacción al imaginario Estado Mundial por arriba y al «Estado presente» que «hace presencias» por abajo, unidos por la sobrestimada Agenda 2030, es un libertarianismo que fabrica un enemigo inexistente, un comunismo irreal. ¿Cuánto puede durar esta demonología de cartón? Como decía Zhou Enlai, un viejo y real comunista chino: «demasiado pronto para opinar».