Auge y caída de la clase política occidental

Entre la posguerra mundial y la posguerra fría, los políticos occidentales se transformaron en una clase política profesional, global y liberal. Desde 2001 esa clase entró en crisis, es percibida como casta y confrontada por una política de la polarización y los outsiders que dará forma a una nueva clase política.

por Federico Zapata y Pablo Touzon

¿Cuándo se forjó la versión contemporánea de lo que conocemos como “clase política” de este lado del mundo? Una pregunta políticamente relevante hoy: sin lugar a dudas, en esta época de crisis de las élites, “fin del poder” y “rebelión del público”, la lucha de clases más mentada no es entre burgueses y proletarios sino entre dirigentes y dirigidos. La clase política como clase explotadora, un punto de coincidencia de derecha a izquierda. Una primera hipótesis posible es que la clase política occidental que conocemos tuvo su primer origen distante hace 80 años, entre las ruinas de la Cancillería de Berlín en 1945, y una suerte de segundo nacimiento y consolidación en la misma ciudad y sobre otras ruinas, en este caso las del Muro de Berlín, en 1989. Curioso destino el de esta ciudad partera de la Historia. Surgen entonces, de las dos grandes ideologías occidentales sobrevivientes (el liberalismo y el marxismo), las estructuras y formas políticas que constituyen la política como clase hasta la crisis actual. 

The West Wing (posguerras y esperanza)

En 1945, al oeste, había que domesticar al Leviatán nacionalista que había producido las tragedias del siglo XX, de las guerras mundiales a las matanzas industriales de los campos de concentración. Para eso era urgente conformar una nueva élite, entendiendo que las anteriores habían o bien fracasado en su defensa de la democracia liberal frente al fascismo y la guerra o bien colaborado abiertamente en su llegada. Era necesario, también, para enfrentar al enemigo comunista que rápidamente empezó a dibujarse en el horizonte, y que tenía en las fábricas y universidades su propia quinta columna. Lo sucedido en la entreguerras dejaba también latente una suerte de conclusión no escrita sobre el carácter emocional, pulsional y destructivo de las masas en política, presa fácil de “demagogos” y de hechizos totalitarios. El fascismo (y de alguna manera, también el comunismo) como la consecuencia lógica del proceso de democratización social, el "despotismo democrático" del que habló antes Tocqueville. Había que procesar estas nuevas energías de otra manera, construirles un dique distinto.

Del triunfo de la democracia liberal en occidente emerge la nueva clase política profesional de estas democracias: las élites que serían protagonistas de edificar órdenes nacionales compatibles con regímenes internacionales de cooperación multilateral e integración. Esa “clase”, estaba conformada por políticos profesionales, hombres de Estado, pacificadores de posguerra que se fijaron como objetivo (más allá de las fracturas nacionales partidarias), fundar y defender una nueva democracia: liberal y hegemonizada por partidos políticos modernos. Sociológicamente, la nueva clase se nutría del ascenso social y económico de los Treinta Gloriosos y de la nueva y poderosa clase media que se expandía por todo Occidente. Autonomía y diferenciación en gestación, para enterrar para siempre los fantasmas del corporativismo y el autoritarismo. La Unión Europea, proyecto surgido en un ciento por ciento de arriba hacia abajo, es el símbolo más gráfico y concreto de la ideología de estas nuevas élites. La clase política como motor de la Historia

Para esta fuerza política ascendente, 1989 fue un 1789 recargado, el triunfo aparentemente definitivo del proyecto de esta la clase política occidental. Bajo la novena sinfonía de Beethoven y el Tratado de Maastricht, la expansión del proyecto europeo representaba mucho más que un mero juego de TEG en un hipotético tablero geopolítico: era el triunfo de una civilización y de sus representantes. Efectivamente, el triunfo de la razón capitalista bajo la hegemonía norteamericana inauguró un período global marcado por el encanto democrático. La caída del Apartheid en Sudáfrica, de Pinochet en Chile, de Stroessner en Paraguay, la paz en Irlanda y los Acuerdos de Oslo entre Israel y Palestina, una era de paz universal bajo el marco imperial de la Pax Americana. El dúo británico Pet Shop Boys le pondría en 1993 título, letra y música a este proceso entonces irrefrenable: Go West.

El politólogo norteamericano John Ikenberry comparó en su gran libro After Victory: institutions, strategic restraint, and the rebuilding of order after mayor wars los procesos de las posguerra mundial del 45 y de la posguerra fría del 89. En ambos, Estados Unidos tuvo que afrontar la coyuntura crítica de decidir qué hacer con su poder. La respuesta que se dio fue radicalmente diferente a la que otras potencias se habían dado en otros momentos formativos del orden internacional: optó por la que se denomina “restricción estratégica”. Es decir, en lugar de utilizar la abundancia de poder para dominar o abandonar, la empleó para transformar: crear un entramado de instituciones internacionales que restringieran el poder norteamericano en el corto plazo a cambio de extender el orden liberal en el largo plazo, facilitando además sistemas de información, cooperación y decisión capaces de romper la lógica westfaliana de la competencia estatal. 

De la ONU y Bretton Woods, de la Unión Europea al Mercosur, del ingreso de China en la OMC a la Corte Penal Internacional. Del balance de poder a un orden internacional cuasi constitucional. Años más tarde, Toni Negri y Michael Hardt acuñarían el término “Imperio” (2000), para diferenciar una nueva fase de poder imperial inédita, sustentada en un ejercicio posmoderno del poder. Así, la transición democrática fue acompañada internacionalmente por una acción inédita de ampliación y consolidación de instituciones. En palabras de Ikenberry,

esta lógica institucional es útil para explicar la destacable estabilidad del orden post ’45, un orden que persistió a pesar del fin de la Guerra Fría y de la gran asimetría de poder que produjo. Esto es porque su lógica preexistió y fue en parte parcialmente independiente de esta misma Guerra Fría. 

Y lo mismo podríamos decir en la mayoría de los casos del sistema de partidos políticos de las democracias occidentales, que se mantuvo prácticamente idéntico después de la caída del Muro, con la excepción, claro, del colapso de los Partidos Comunistas. 

En esta época de crisis de las élites y “rebelión del público”, la lucha de clases más mentada no es entre burgueses y proletarios sino entre dirigentes y dirigidos

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Las jóvenes y no tan jóvenes democracias liberales se poblaron de políticos profesionales que, en los términos de Max Weber, no solo vivían “para la política” -como solían hacer los antiguos notables o los viejos revolucionarios-, sino que también intentaban ganarse la vida “de la política”. En otros términos, la actividad política dejó de verse exclusivamente como una lucha por el poder o un esfuerzo por la configuración de las condiciones colectivas de vida, y pasó a ser entendida también, en el imaginario de la sociedad, como una profesión. Fue el auge de un proceso de profesionalización facilitado por la crisis de las grandes ideologías del siglo XX, que permitió el desarrollo de la actividad política como una técnica, y que tuvo como componentes auxiliares la institucionalización de las ciencias políticas y de las relaciones internacionales. 

La mejor expresión (y también la más idealizada) de los sueños y aspiraciones de esta clase está en los personajes de The West Wing, la gran serie norteamericana de fines de los noventa. Inteligentes, jóvenes, formados, democráticos, progresistas culturales y libremercadistas en lo económico, liderados por un presidente premio Nobel de economía, católico social e internacionalista militante de la causa de la democracia. 

Básicamente, contra todo lo que está hoy Donald Trump.

La Moncloa Way Of Life

El concepto de la clase política había sido una invención italiana en las postrimerías del siglo XX.  Para Gaetano Mosca (1958-1941), la nota diferencial de ese fenómeno propio de la secularización, era la presencia de un interés colectivo en un grupo social, ligado a la posibilidad de obtener un ingreso confiable de la política y desarrollar una carrera profesional relativamente estable. La presencia de un propósito consciente y colectivo (y no sólo de una situación estructural similar), los convirtió en actores centrales de la vida democrática. En términos de Marx, de la clase en sí (políticos profesionales) a la clase para sí (clase política). Institucionalización de partidos, proceso legislativo, reforma del estado, nueva gestión pública, cooperación internacional, la clase para sí vino también con un nuevo diccionario político lleno de optimismo noventista. 

Por supuesto, este proceso global tuvo múltiples trayectorias nacionales: en Europa, la clase política se nutrió de la carrera que proporcionaban los partidos; en Estados Unidos, de las legislaturas; en América Latina, del nuevo Estado; en China, del nuevo Partido nacido al calor de las reformas post maoístas. El politólogo alemán Jens Borchert especifica las precondiciones estructurales del surgimiento de la clase política profesional de la democracia: una fuente confiable de ingresos en política atractiva en relación a otras carreras alternativas y la posibilidad de desarrollar una carrera profesional con ascensos progresivos y cierta estabilidad en el tiempo. Parafraseando a Weber, si la élite política del nuevo orden se sustentaría en la decisión estratégica sobre el uso del poder y el interés público (la política como vocación), la clase política lo haría en la profesionalización y autopreservación (la política como profesión).  

Luego de la caída del Muro de Berlín, las sociedades acompañaron con entusiasmo la primavera de la clase política profesional. El bautismo de fuego de la primera generación de políticos profesionales de la posguerra fría implicó, en los nuevos países en transición, nada más ni nada menos que protagonizar y consolidar las jóvenes democracias contra las tensiones de las viejas fuerzas que pujaban por abortar los procesos en curso. El estereotipo del político abogado, la mística de la ley, el consenso, el acuerdo y el pacto. El ADN de las poliarquías de Dahl. Allí donde las transiciones fueron exitosas, una segunda generación de políticos profesionales debió afrontar una agenda de reformas tan o más complicadas que la institucionalización del régimen: transición de la estrategia nacional de acumulación, reformas del estado, estabilidad macroeconómica y seguridad. 

Las sociedades que antes habían exigido sufragio y constitución, ahora reclamaban organizar la relación de la democracia con el mercado en una fórmula de “gobernabilidad capitalista” socialmente exitosa. El pacto de representación: la sociedad aceptaba la conformación de una corporación política legítima a cambio de un sistema democrático y de mercado dinámico. Moncloa y clase media. En muchas de las nuevas democracias, este proceso consolidó a la vez sistemas judiciales parciales, clientelares, contaminados por lógicas políticas y económicas. El lado oscuro de la transición a la democracia y al capitalismo de mercado. Al amparo de esos sistemas opacos florecieron prácticas sistemáticas de corrupción, que en el marco de la vigilancia de medios de comunicación propios de sociedades del espectáculo, se proyectaron a las pantallas como verdaderos escándalos. 

Las jóvenes y no tan jóvenes democracias liberales se poblaron de políticos profesionales que no solo vivían “para la política”, sino que también intentaban ganarse la vida “de la política”

Mientras el delivery de la globalización funcionó, este incipiente malestar social con la política se canalizó por la vía de la aparición de nuevos partidos políticos identificados con discursos de combate a la corrupción. O por la vía de la alienación y resignación: “roban pero hacen”. Con el comienzo de la crisis asiática (1997) y su impacto en la economía global (ya habían emergido la nueva cuestión social), el malestar comenzó a profundizarse. Había comenzado la crisis de los políticos profesionales. 

La clase militante

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 transformaron en pesadilla el sueño de la democracia liberal: la securitización de la agenda doméstica e internacional arrancó a los Estados Unidos de su auto restricción y la lanzó a una cruzada militar por la democracia; la utilización de las organizaciones internacionales para justificar el ataque a Irak (entre otras dimensiones) rompió la legitimidad del sistema multilateral. La War on Terror fue el último consenso estratégico de las élites políticas norteamericanas. Con honrosas excepciones por izquierda y derecha –entre ellas, el senador Barack Obama- la casi totalidad del establishment político apoyó la guerra. Y no sólo aquella allende los mares en Irak, también la “guerra” interna. 

La Guerra contra el Terrorismo modificó sensiblemente la arquitectura institucional norteamericana. La sanción de la Patriot Act cristalizaba la inadecuación entre el sistema vigente y las demandas de la nueva guerra, una gran dislocación en los usos y costumbres de la democracia americana: Guantánamo, el uso legal de la tortura, la construcción de un sistema de control interno masivo y tecnológico –el departamento de Homeland Security- y la reeducación de la sociedad americana a un estado de guerra permanente que le es constitutivamente hostil. Una transformación institucional que no había existido nunca en el siglo XX. Por aquellos días, era un lugar común en los medios americanos sostener que el verdadero triunfo de Osama Bin Laden solo tendría lugar si sus acciones lograban modificar el “modo de vida americano”. Retrospectivamente, podría decirse que tuvo éxito: la hibris republicana que desató había destruido en una década el sueño de la nueva Roma de la posguerra fría. 

El ascenso económico de Asia vis a vis Occidente dañó el poder blando del capitalismo democrático, golpeó la sustentabilidad de las clases medias y produjo una fractura social sustantiva que transformaría a las sociedades democráticas en usinas de polarización. El “acuerdo” ya no sería la herramienta nuclear de la política, sino “la polarización” como estrategia de construcción y movilización de mayorías. El siglo XXI nació y maduró al calor de las “batallas culturales”. De los políticos profesionales a los políticos militantes. 

En muchos países, el boom de los precios de commodities facilitó el despliegue de estrategias más o menos sistemáticas para intentar suturar la cuestión social, universalmente considerada como la deuda más importante de la última gran década del siglo. Estados de bolsillos llenos que financiaron una importante mutación intraclase: la nueva política de la era de la polarización fue rebelde y revisionista, pero no dejó de ser profesionalista. Así, los nuevos liderazgos utilizaron al Estado para construir sus partidos y crear una carrera estable que les permitiera conformar una nueva clase de dirigentes: las clases medias profesionales y radicalizadas de la crisis de la globalización. La nomenklatura de la batalla cultural. 

El ethos profesionalista cambia de signo. De profesionales de la Moncloa a profesionales de la Revolución, en una metamorfosis que trae aparejado una transformación en la percepción de la realidad misma. El “cuarto poder” del siglo XX, el periodismo independiente, fue un aliado estratégico clave de la clase política occidental, en un sentido paradojal que está lejos de ser obvio. El político y el periodista se recelaban pero coincidían en no coincidir. Es decir, en que existían en esferas de sentido separadas. La crisis paulatina de este paradigma preexiste en verdad a la aparición de las redes sociales, y puede rastrearse en el ahínco con el que esta clase se lanzó a la edificación de sistemas de comunicación militantes: hay que crear uno, dos, tres, Fox News. El poder es uno sólo. 

La nueva clase fue relativamente efectiva mientras los precios de los commodities permitieron subvencionar el crecimiento acelerado de los partidos de Estado, pero generó en paralelo dos problemas estructurales que comenzarían a estallar luego de la crisis financiera del 2008. Más temprano que tarde, la polarización pasó de estrategia de movilización a una cultura general en las sociedades occidentales, fenómeno que se aceleró con la llegada de las redes sociales y los sesgos cognitivos de los algoritmos; pero, además, el Estado Militante desacralizó al Leviatán, deslegitimando su intervención en la vida cotidiana de las personas sobre las que aspiraba a regir. 

Esto puede notarse en la teoría y método de la corrupción estatal, el primer tema que había engendrado malestar ciudadano en medio de la hegemonía de la globalización y los políticos profesionales. Si la corrupción de antaño había sido una práctica vergonzante denunciada desde la auditoría de los medios de comunicación corporativos que se consolidaban, en la nueva democracia posglobalizada, la corrupción tendió sutilmente a justificarse como una herramienta necesaria para la construcción de la autonomía de la política frente los grupos económicos y mediáticos. Una doble moral explícita que fue ahondando la ruptura entre la sociedad y la política como clase.  

 Una élite que no produce nada se convierte en casta, el carácter potencialmente parasitario de toda clase dirigente

Los países no occidentales tuvieron sus estallidos a lo largo del 2010: la Primavera Árabe sembró una saga de protestas, levantamientos y guerras civiles que en muchos casos terminaron con el derrocamiento de regímenes autoritarios. Asia aprendió la lección y reforzó el perfil tecno-autoritario de gestión de sus sociedades. En Occidente, por el contrario, luego del 2008, la polarización analógica evolucionó a polarización algorítmica, acentuando la alimentación de una cultura política iracunda, sectaria e identitaria. La tecnología digital no había creado la polarización pero la alimentó y se alimentó de ella. ¿Cuánto tardarían las sociedades occidentales en polarizar contra los polarizadores?

De la casta a Trump Gaza

Barack Obama y Donald Trump comparten, contraintuitivamente, un origen de fábrica: ambas presidencias nacen de la crisis de una élite, con una nueva consciencia de “debilidad “ subyacente en el rol global de Estados Unidos después del colapso económico-social de 2008 y las guerras perdidas de Irak y Afganistán. La clase de clases en Occidente, la clase política norteamericana, tuvo que soportar la llegada de un primer outsider en aquel 2008, un hecho que hoy parece olvidado. 

Un fenómeno que después se universalizó. Hay palabras que hacen “época”, que se abren paso, se emancipan y desarrollan una vida propia mucho más allá de la voluntad de sus propios creadores. Frankenstein conceptuales, dicho en el mejor de los sentidos. Algo de eso sucede con la palabra “casta”, que recorre el mundo como un fantasma, desde, por lo menos, la gran crisis mundial del 2008. Reflejo de un poder político en crisis y bajo osteopatía permanente, y fruto de una ola que transformó en buena medida todos los sistemas políticos de Occidente. De Iñigo Errejón a Javier Milei, del Brexit a Trump, de la Primavera Árabe al Mensalão. El outsider es el nuevo insider

El fin definitivo del sueño de la vieja clase política occidental se sincroniza de manera absoluta con la crisis existencial del “hombre blanco de clase media”, que trata de sobrevivir entre la guerra que le declara la cultura woke, la fuga de sus trabajos a China y la competencia interna, económica y cultural, con las distintas versiones de la inmigración no occidental. Las clases medias occidentales fueron el pilar sociológico, el aspiracional y el “sujeto” de la clase política profesional, y esta crisis del sistema un resultado de su resistencia a morir. Una cosmovisión no podía entrar en crisis sin la otra. Como señaló el historiador soviético Michael Voslenky: “una clase se hace parasitaria desde el instante en que su rentabilidad social disminuye: esta clase comienza a costar a la sociedad más de lo que aporta”. O el carácter potencialmente parasitario de toda clase dirigente. Una élite que no produce nada se convierte en casta.

¿Existe hoy la clase política en Occidente? ¿Qué queda de ella? ¿Es el Deep State progresista que denuncia la alt right lo último que queda del viejo hardware del siglo XX, incrustado en el Estado? Observando la dinámica política de los últimos años, puede observarse algo. La pandemia, ya se ha dicho, funcionó como un acelerador de procesos y si bien la ruptura del pacto de representación se venía cocinando a fuego lento, esta escenificó, aceleró y cosificó esa ruptura. Nunca antes se expandió tanto en democracia el poder de la clase política sobre la vida y obra de los ciudadanos con un resultado tan discutible, en una suerte de imitación en los hechos del modelo chino, que patentó la tecnicatura de la gestión a través del modelo de la cuarentena. Una hibridación esta, la de Occidente y Oriente, en donde tal vez se encuentren algunas de las claves del futuro. 

China y los países del sudeste asiático en general “importaron” el capitalismo como modelo de desarrollo en distintas etapas de los últimos con 80 años, con resultados apabullantes. Más tarde, Rusia se sumó al lote, a partir de 1991. ¿Estarán los países de Occidente inconscientemente “importando” parte del modelo político oriental, ante todas las imposibilidades que tiene hoy la democracia occidental? Vladimir Putin es el aspiracional de todo strong man occidental, incluso hoy después de los resultados de su guerra en Ucrania. El objetivo de Trump fue –es- convertir a Estados Unidos en Rusia. Un país gigante, con intereses geopolíticos duros y mercantilistas, pero ya no más un faro civilizacional. Una América desnaturalizada y brutal a la que le amputaron la idea de progreso y que mira con terror a un futuro que ve con ojos rasgados. Su admiración por todo lo autoritario, por farsesca que sea, revela una verdad oculta. En la era del poder roto ¿Qué político no mira con envidia al politburó chino, esos hombres sin Instagram ni reels ni CM que pueden dedicarse a la tarea de gobernar sin el enjambre cancelatorio en que se convirtió la discusión pública en Occidente? El Rey de Occidente admira lo que no tiene. 

En los últimos meses de la URSS, hubo un intento de golpe por parte de la KGB que fracasó, pero que podría decirse triunfó una década después en la consolidación del poder de Putin. Su primer núcleo de acumulación política fue la estructura de los servicios de inteligencia, il vero Deep State de la Rusia soviética. El sistema ruso derivó en una amalgama entre Estado y Mercado que reformula en clave capitalista la relación entre el Zar y los boyardos. Un poder omnímodo que disciplina pero contiene y gobierna a los oligarcas, la nueva versión del águila bicéfala. En China, mucho más sofisticadamente a través de la conducción y estructura del Partido Comunista, sucede algo análogo. En ambos casos el poder político y el poder económico parecen haber evolucionado hacia una suerte de nueva fusión, de políticos millonarios y millonarios políticos. Las vicisitudes de la relación entre Elon Musk y Donald Trump revelan a la vez la voluntad de imitar este proceso y las dificultades reales que tiene para llevarse a la práctica en otro marco civilizatorio. 

La paradoja democrática de hoy consiste en que la legítima rebelión contra una clase política autorreferencial, endogámica y crecientemente ineficaz auspicia su reemplazo por una clase dirigente nueva

La paradoja democrática de hoy consiste en que la legítima rebelión contra una clase política autorreferencial, endogámica y crecientemente ineficaz auspicia, en el vacío que deja su destrucción, su reemplazo por una clase dirigente nueva. El teorema de Pareto en acción, del cual es imposible escapar. Si la clase política profesional de la democracia se armó sobre la tumba de la Revolución (sea roja o parda), la desarticulación política de la clase obrera y el triunfo de la cosmovisión de las clases medias, ¿la nueva clase se armará sobre la derrota de la clase media? ¿Están los super ricos usurpando el resultado de su rebelión? ¿Sustituirán al Deep State? ¿Son los que vienen a llenar el vacío después de la motosierra?  El video con la canción de Trump Gaza y su utopía a la Biff Tannen proyectan este sueño con crudo realismo. El futuro llegará, y tendrá la forma de un jubilado millonario en Las Vegas. La doctrina Thiel del Rey CEO anticipa el encuadre intelectual, y la doctrina Bannon las dificultades que puede encontrar para hacerse realidad. 

¿Hay salida? Escribió alguna vez Atahualpa Yupanqui: los hombres son dioses muertos de un templo ya derrumbado. La clase política profesional de la democracia nació al calor de grandes aspiraciones, algunas de las cuales se transformaron en realizaciones relevantes y moldearon la edad dorada de esa generación. Conjuraron la guerra, que ahora retorna, y un mundo con aspiraciones de igualdad. El Rey ha muerto, Viva el Rey. Volver al pasado es imposible, el futuro que amanece parece indeseable. Quizás sea hora de dejar de ver el mundo arder.