China, el futuro como organización

Mientras Occidente se concentra en analizar y discutir los aspectos más verticalistas y burocráticos del gobierno chino, el funcionamiento efectivo de China se sostiene de dos rasgos particulares: una improvisación cohesionada, que admite la descentralización e incluso el incumplimiento de normas sobre la base de un proyecto compartido, y una concepción del futuro más concentrada en la organización del presente que en una imaginación desanclada. Este artículo analiza ese particular pragmatismo chino.

por Sofía Benencio

Llegué a China en octubre del año 2022. Mientras en Beijing se celebraba el XX Congreso del Partido Comunista Chino, a unos cuantos kilómetros de la capital, yo atravesaba una cuarentena que duraría un mes. La primera noche en el hotel no alcancé a abrir las cortinas de la habitación. Al día siguiente, las ventanas de un balcón al que no podía salir me mostraron un río que me recordó al Paraná. Río y lluvia insistentes durante días. Con algo de vértigo, ingresé a la aplicación de mapas (una distinta a la que estaba acostumbrada) para ayudar a la orientación geográfica, para buscar un arraigo con ese territorio que en realidad llegaría unos cuantos meses después. Lo que estaba enfrente era el río Yangtze (长江; Cháng Jiāng). De repente, las referencias caían y brotaban por todos lados: prácticamente todas las clases que había tomado a la distancia sobre China comenzaban su narrativa sobre cualquier campo de estudio con base en el río Yangtze y el río Amarillo (黄 河; Huáng Hé), los trazos hídricos de una civilización de unos cinco mil años de vida.  El Yangtze es el tercer río más largo del mundo, después del Nilo y el Amazonas, y, al igual que el Paraná, ese año sufría una sequía histórica que puso a los científicos chinos a probar la siembra de lluvia artificial. Apenas entre aeropuertos y habitaciones de hotel, el primer mes en China ya hacía un guiño: “acá también es distinto el antropoceno”. A unos mil kilómetros aguas arriba de Nanjing (南京), mi primer punto de contacto territorial con China, el Yangtze alberga una oda al brutalismo: veintisiete millones de metros cúbicos de hormigón forman una presa hidroeléctrica, la más grande del mundo: la presa de las Tres Gargantas (三峡大坝; Sānxiá Dàbà). Décadas antes de la publicación del pensamiento de Xi Jinping sobre la posibilidad de una Civilización Ecológica, propuesta que ahora atraviesa el vínculo de China con más de 140 países mediante la Iniciativa de la Franja y la Ruta, se dedicaron más de veinte años a la construcción de esta presa. Con casi doscientos metros de altura y más de dos kilómetros de longitud, se impone este artificio diseñado para la generación de energía y el control de inundaciones y crecidas. Los impactos ambientales de la construcción y el funcionamiento de las Tres Gargantas generaron y aún generan debates dentro y fuera de China, incluyendo las preocupaciones tanto de especialistas, como así también de quienes se ven afectados por habitar sus cercanías. Entre los múltiples efectos de la presa, se presenta uno de carácter planetario. Al utilizar la totalidad de su capacidad, la presa reúne unos 39 mil millones de metros cúbicos de agua en una superficie de 600 kilómetros cuadrados; esto supone un peso de 42 mil millones de toneladas. Cuando esto sucede, el eje de la Tierra se altera mínimamente y las horas de luz llegan a extenderse unas 0.06 milésimas de segundo; nuestros días se ralentizan. Aunque pueda resultar impactante advertir esto como efecto de una construcción humana, se trata de un poder compartido también con fenómenos como tsunamis y terremotos, y sus implicancias no se consideran nocivas en sí mismas. No obstante, resulta significativo recuperar este detalle porque permite comenzar a dibujar algunos trazos determinantes para entender de qué están hechos los modos de esta civilización milenaria: en China el presente es denso y esto configura de un modo particular los vínculos que se establecen con el futuro. 

La pregunta por el futuro, en mayor o menor medida, con distintos rasgos y sentidos de enunciación, se ha presentado en la vida de los humanos desde siempre, en tanto que el vínculo con el futuro es consustancial al habitar el presente. En los últimos años, esta presencia tomó un carácter específico mediada por las transformaciones tecnológicas, la crisis ecológica y el aumento de la desigualdad. Libros, plataformas políticas, conversaciones, estrategias de marketing, lineamientos de programas internacionales, informes científicos, estéticas, producciones audiovisuales, billeteras virtuales: todo habla sobre el futuro. China no es la excepción, aunque -como siempre- se nos manifiesta a través de sus particularidades.

En China el presente es denso por el llamado a hacer que se le presenta a casi mil millones y medio de personas. El presente apremia, se impone y esto configura de un modo particular los vínculos con el futuro

La densidad del presente en China no implica una parálisis del movimiento, sino una ralentización de otras dimensiones, otra forma de lo temporal, otro ritmo, que emerge no tanto para dudar o especular ad infinitum, sino por el llamado a hacer que se le presenta a casi mil millones y medio de personas. El presente apremia, se impone, cuestiona, demanda. Si bien esta densidad tiene mucho que ver con la cantidad de personas involucradas en cualquier tipo de desplazamiento dentro del territorio chino, va más allá de eso. Uno a uno, incluso con fisuras y fugas, los chinos se abocan de manera continua a la construcción de un presente sólido. Desde la confección voluntaria de informes sobre el desempeño y el progreso del trabajo en las universidades, elaborados por profesores para ser enviados periódicamente al Ministerio de Educación, hasta la currícula de la educación básica que integra, por ejemplo, una materia llamada Tareas Prácticas, en la que se les enseña a niños y niñas cómo ordenar su propia habitación y a elaborar al menos tres platos de comida por año de principio a fin. Este presente que se impone es otra cosa que el puro presente de lo que conocemos como la modernidad líquida occidental, aunque esta última también pueda encontrarse en China. Peatones adolescentes que se desplazan sin despegar los ojos del celular, jóvenes que ocupan bibliotecas a las tres de la mañana, ancianos que caminan lento y hacia atrás en la vía pública, encuentros diarios para bailar y cantar colectivamente en casi todas las plazas, miles de familias en las que un auto aparece por primera vez. Las preguntas por el futuro funcionan como una más de las capas acumuladas en un tiempo circular en el que resulta extraño despegarse por completo de lo que hay. 

Sin imaginación no se puede, solo con ella no alcanza

 Anticipación, adivinación, prospectiva, disposición, diseño: el hacer con el futuro toma distintas caras, una de ellas es la imaginación. En el amplio campo político que va desde los progresismos hasta las izquierdas, el diagnóstico parece haber logrado un acuerdo de alcance generalizado. Desde los que ejercen hasta quienes lo estudian minuciosamente, pasando por quienes lo habitan lateralmente por la inclinación de sus intereses: la imaginación política está en crisis. Hay una sobrepoblación de textos que hablan de lo difícil que es imaginar el fin del capitalismo y lo fácil que resulta hablar del fin del mundo en estos tiempos. Textos académicos, discursos políticos de mea culpa, mantras de militantes descolocados; prácticamente, no hay conversación que no parta de allí. No podemos imaginar. Ante este diagnóstico, la capacidad de afectación que la densidad del presente chino tiene sobre su modo de vincularse con el futuro nos da la oportunidad de hacer mejores preguntas y de reconfigurar el diagnóstico mismo. 

Podría decirse que uno de los gestos de imaginación más imponentes que ha tenido este país asiático luego de la Revolución de 1949, de la mano del Partido Comunista de China, fue el proceso de Reforma y Apertura iniciado por Deng Xiaoping en la década del 70. Ese mismo gesto se repite con insistencia en los congresos quinquenales que celebra el gobierno sin interrupción desde la primera vez. Los documentos publicados después de cada congreso están al alcance de cualquiera, son minuciosos y simples al mismo tiempo, una combinación que puede agotar a un lector no chino rápidamente, y se traducen a decenas de idiomas. En general, están llenos de palabras que indican futuro, aunque no exista, como en el español, un trabajo de conjugación a futuro de los verbos. Estos están siempre en infinitivo, por la estructura misma del idioma, y las palabras que aparecen para definir de qué tiempo se está hablando son externas a los verbos en sí mismos; digamos que los acompañan. De alguna forma, el gobierno chino imagina mediante un llamado al hacer, así: en infinitivo. Para la más alta cúpula de poder, el presente también demanda de manera ininterrumpida su estructuración parcial, es decir, organización. Es en ese mismo sentido que se desplaza el eje del problema y de las preguntas por el futuro: de la imaginación a la organización.

Es errónea la idea, muy extendida, de que la capacidad de organización china es producto exclusivo de una imposición verticalista que va de arriba hacia abajo. Quizás esa noción parta de un profundo desconocimiento de cómo piensan quienes son parte del pueblo chino, de la materialidad y la constitución antropológica de ese pensamiento. La organización en China no es y jamás podría ser llanamente una directriz que baja desde el politburó hacia las últimas capas sociales acompañada de sistemas de control de ciencia ficción, sino que hay algo así como un espíritu organizativo labrado durante milenios. Se trata, además, de una complejidad mucho mayor, comenzando por el hecho de que el sistema político-administrativo chino está descentralizado en muchos aspectos, a pesar de tratarse de una sociedad fuertemente estatista y burocrática desde tiempos imperiales.

La improvisación más allá de la magia

La tarde que aterricé en China continental era completamente gris, con lluvia insistente; mi desorientación geográfica, total. Unos minutos antes de aterrizar, las imágenes en plano cenital se transformaron rápidamente en índices del encuentro con algo distinto, no sólo en términos sociológicos, históricos, políticos; la diferencia se expresó con una contundencia material. Desde el avión podía divisarse que los alrededores de esa ciudad eran distintos a los alrededores de las ciudades de Argentina. En China, entre urbe y urbe, las cosas se ordenan de otra manera. No se veían las interminables extensiones territoriales deshabitadas por humanos, con alguna casa hecha para refugiar al peón y las visitas del terrateniente o el arrendatario, como en los campos de las llanuras que me resultan más familiares, sino una red de círculos conectados entre sí, con algunas hectáreas labradas de por medio. Las aldeas (行政村; xíngzhèng cūn) son un tipo de división territorial-administrativa de la población rural, compuestas por un comité en el que se toman decisiones de gobierno de la comunidad mediante representantes elegidos por los habitantes, y algunos otros edificios de gestión de servicios básicos tendientes a la urbanización y modernización de la vida de los campesinos. Lo que veía desde arriba era la existencia e interacción de estas aldeas administrativas, o quizás de aldeas naturales (自然村; zìrán cūn), que se diferencian de las primeras no tanto en términos visuales sino por su carácter legal en el ordenamiento territorial y por su origen: en el caso de estas últimas se trata de algo espontáneo o de tradición, más que de una delimitación artificial con fines administrativos. 

La organización en China no es y jamás podría ser llanamente una directriz que baja desde el politburó acompañada de sistemas de control de ciencia ficción, sino que hay un espíritu organizativo labrado durante milenios

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Ya en el sobrevuelo previo al aterrizaje, China se presentaba indexalmente. De su carácter estatista y de alta burocratización, tal como se mencionó anteriormente, no se deduce que todas las decisiones estén completamente centralizadas. Existe una voluntad común. Más específicamente, una cohesión de sello confucionista. En este sentido, es clave entender la importancia que tiene para el pensamiento chino desde sus bases fundacionales la tarea de cultivo de cada uno de los roles que se detentan en estructuras colectivas. Dicho de otro modo, los chinos realizan un ejercicio permanente de reflexión sobre la historia compartida, unificada, sobre la propia idiosincrasia que, consecuentemente, habilita la posibilidad de una improvisación cohesionada a cualquier chino. En contraste con la sociedad pasiva gestionada mediante mecanismos de control que constituye en general nuestro imaginario sobre China, lo que puede verse desde más cerca es un modo de organización que contiene legitimidad y legitimación colectiva. Así emerge la capacidad de desplegar movimientos no planificados. Es común ver que a veces las personas deciden abiertamente incumplir una regla, burlarla, encontrar un intersticio, una forma indisimulada de mirar a un costado. La primera vez que un guardia chino me habilitó el cruce de un límite fue para saltar un portón haciendo pie en el asiento de una bicicleta pública, quizás una de las primeras sensaciones de arraigo que me ofrecieron. La particularidad es que se trata de una improvisación que claramente tiene por detrás un proyecto común, una estructuración de fondo. Es algo así como un incumplimiento cohesionado para que las cosas funcionen. Cualquier interacción que involucre un trámite se siente así: al principio, parecen haber barreras infranqueables, problemas irresolubles dentro de los marcos de funcionamiento; luego, aparece alguien -en general, una mujer- que parece resolver mágicamente y sin demasiada explicación aquello que parecía trabado en una maquinaria enorme. Esa magia es la improvisación cuando no se la espera. En la organización de China hay algo que se resiste a ser visto desde lejos, un aspecto fundamental que solo se muestra en la territorialidad: los miles de momentos que componen las transiciones y el lugar clave que ocupa en este marco la improvisación. 

Cómo hacer con los procesos

Esta improvisación cohesionada forma parte de algo más grande que es lo que la permite: el pragmatismo procesual. No es una búsqueda ni una apuesta, no se trata de una utopía teórica ni de un modelo conceptual de China: es el modo en el que están organizados y el modo en el que entienden las cosas, en otras palabras, su cosmovisión. No es fe, no es esperanza. Así es como son las cosas. Se trata de una forma específica de enfrentar los procesos y, al mismo tiempo, un modo de abordar la práctica, el hacer. Sin dudas, esto tiene un fuerte vínculo con el hecho de que se trata de una civilización con bases agrícolas, atravesada por una fuerte atención a los procesos. Un ejemplo de ello son los 24 períodos climáticos que conforman el calendario lunar chino, a diferencia de las 4 estaciones con las que se organiza el calendario que utilizamos cotidianamente. En el primero, cada uno de los períodos dura 15 días y expresa una especificidad lograda mediante el estudio del comportamiento de los cambios estacionales, de los cuerpos celestes y de la naturaleza en general. Comienza con el llamado Inicio de la Primavera (立春, lìchūn) y termina con el Gran Frío (大寒, dàhán). La construcción de este saber surge de un ejercicio similar al que configura el diseño de un libro clásico chino que me interesa retomar, fundamental para comprender a qué hace referencia la noción de pragmatismo procesual, sobre el que hice un estudio pormenorizado durante mi paso por China.

El Libro de los Cambios o I Ching (易经) es uno de los textos más antiguos del pensamiento chino y uno de los más divulgados en el mundo occidental. Es considerado un libro clásico del confucianismo, aunque también se encuentra entre los tres más referenciados por los neotaoístas. Considerado desde la antigüedad como un oráculo, una herramienta adivinatoria, es decir, con un vínculo bien específico con el futuro, incorpora luego otros semblantes, incluso más allá de seguir siendo usado de la primera manera en la actualidad. En línea con la perspectiva de Wang Bi, mi hipótesis es que el I Ching funciona como un dispositivo organizacional regido por el pragmatismo procesual. 

El pragmatismo procesual de China no es una búsqueda, ni una apuesta, ni una utopía teórica: es el modo en el que están organizados y su cosmovisión. No es fe, no es esperanza. Así es como son las cosas.

Para hacernos una idea de la estructura que compone el libro, tal como lo conocemos ahora, podemos pensarlo en tres capas, o bien como un núcleo al que se le han agregado contribuciones en forma de círculos que lo rodean, dado que el trabajo de exégesis se mantuvo a lo largo de la historia y continúa hasta el día de hoy. La primera de las capas contiene ocho trigramas (grupos de tres líneas) que, a través de su combinación, conforman los sesenta y cuatro hexagramas (grupos de seis líneas) que son la base del libro. Es decir, esta parte está compuesta únicamente por un sistema gráfico conformado por composiciones de líneas que representan las nociones de yin y yang. Es la parte más antigua del libro y se considera producto de la creación de una figura legendaria china, Fu Xi. Los primeros registros materiales se encuentran en huesos oraculares, artefactos profundamente significativos para la civilización china pertenecientes a la era de la Dinastía Shang Tardía. La segunda capa está compuesta por los enunciados o juicios elaborados sobre cada uno de los hexagramas y de las líneas que los componen. Fue hecha en la era de la Dinastía Zhou Occidental (entre los siglos XI y VIII a.e.c.) por el Rey Wen y su hijo, el Duque de Zhou. Finalmente, la tercera capa está compuesta por lo que se conoce como las Diez Alas (incorporadas entre los siglos V y II a.e.c.). Se conocen de esta manera porque, aunque son siete escritos, están segmentados de tal forma que dan lugar a diez partes distintas; son textos específicos elaborados a partir de la lectura e interpretación de escuelas confucionistas sobre las partes anteriores.  

En efecto, este libro es una composición colectiva extendida a lo largo de los siglos que, además, ha sido interpretada de diversas maneras. No es un objeto que registre la sabiduría de un solo individuo, ni puede decirse que se base en un corpus unificado de mitos remotos de la historia china. Más bien, está compuesto por lo que considero modelizaciones basadas en reflexiones y análisis de varios eventos históricos de esta civilización. Entender el modo en que se construyó este libro sirve para hacer asequible el carácter yuxtapuesto que configura su sabiduría y permite ir más allá de su uso adivinatorio. Desde la antigüedad hasta nuestros tiempos, chinos y no chinos consultan al I Ching lanzando tres monedas, un método simplificado respecto del original que utilizaba cincuenta varillas de una planta llamada milenrama. Sin embargo, para dar cuenta de algunos de los vínculos que este libro tiene con la noción de pragmatismo procesual, resulta pertinente rescatar la perspectiva de Wang Bi. Este pensador neotaoísta perteneciente a la antigüedad china fue el primero que propuso un modo distinto de comprender, estudiar y utilizar este libro. Wang Bi asevera que el I Ching no es un oráculo, sino un dispositivo que sistematiza los cambios sociales y políticos, y nos ayuda a hacer con ellos. Al igual que el nuestro, el tiempo en el que este autor desarrolló su pensamiento, fue uno atravesado por grandes incertidumbres. Durante el Período de los Tres Reinos (220-280 e.c.), marcado por grandes conflictos territoriales, políticos y sociales tras la caída de la dinastía Han, y en el marco de un escenario de desunión, se volvió necesario pensar en la construcción de nuevas instituciones y en la elaboración de nuevas preguntas en un sentido teórico y social. Eran muchos los temas sobre los cuales era necesario reflexionar y hacer una revisión. Además, aquel contexto permitió una ruptura con los pensadores de la era Han y sus reflexiones sobre las obras clásicas, pero también con sus propios métodos de interpretación. El período en el que Wang Bi desarrolló su pensamiento estuvo marcado por una ruptura con determinados pensamientos ortodoxos, en el que la creatividad e innovación en las lecturas emprendidas eran recompensadas, precisamente porque el contexto sociopolítico lo exigía.

Al acercarnos a este libro, ya sea para estudiarlo, o aún si se tomaran cincuenta varillas o tres monedas para consultarle por el futuro, es importante detenernos en su respuesta, en la forma en la que se presenta. Lo que nos ofrece es una imagen del presente en movimiento, es decir, un hexagrama. La totalidad que componen las seis líneas de cada hexagrama representan una situación dada, una imagen, y cada una de esas líneas le otorga, además, movimiento. Al observar la manera en que el libro está configurado, su estructura, sus características predominantes, su composición, es posible recoger de allí contribuciones específicas para pensarlo como un dispositivo organizacional: el retorno a la decisión humana, la modelización como técnica, una perspectiva procesual generalizada y la potencia activa de la dialéctica. Aunque no es posible ahondar en cada una de ellas, cabe aclarar que de algún modo se encuentran vinculadas con el gesto que configura el hacer chino en torno al futuro, que es lo que interesa a este texto. Incluso desde la Antigüedad y en la tarea delicada de la construcción de un saber estratégico y táctico común, la pregunta por el futuro jamás está desvinculada del presente. Como se mencionaba al inicio, no solo porque el futuro es inmanente al presente, sino porque el presente se impone mediante su llamamiento al hacer. China construye deliberadamente futuros a través de una labor pragmática que se lee a sí misma como milenaria, colectiva, circular. Nada escapa de los procesos. Todo se mueve al ritmo de lo que hay. En estas dos últimas oraciones se devela el gesto: hay sitio, pero no hay paréntesis para la imaginación, ni temporal, ni espacial, ni agencial. Inventar forma parte de un movimiento que siempre está en vías de organización.