“Contener el ascenso de China definió la agenda bipartidista de Washington desde Obama”

Entrevista con Jorge Argüello, especialista en asuntos internacionales y ex Embajador argentino en Estados Unidos

por Federico Zapata

Jorge Argüello es abogado por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Administración y Políticas Públicas por la Universidad de San Andrés. Toda su vida profesional y política transcurrió en torno a la gestión de asuntos internacionales: fue dos veces Embajador argentino en los Estados Unidos, Representante Permanente de Argentina ante la ONU, Embajador en Portugal y Cabo Verde, ejerció la Presidencia del G77-China y fue Sherpa de la Argentina en el G20. Asimismo, y en el marco de su actividad política, fue dos veces diputado de la Nación, convencional constituyente de CABA y ejerció dos mandatos como legislador de la Ciudad de Buenos Aires. Actualmente, es Presidente de Fundación Embajada Abierta. Es autor de Diálogos sobre Europa (2014), Historia urgente de Estados Unidos (2016), ¿Quién gobierna el mundo? (2018), Las dos almas de Estados Unidos (2024) y compilador de El desafío de los países americanos en el G20 (2024).

¿Qué son y cómo se expresan las dos almas de Estados Unidos? La idea que le pone título a tu libro.

Esas dos almas se fueron forjando a lo largo de varias décadas, en un proceso que podemos rastrear como mínimo hasta los años 90. La caída de la Unión Soviética dejó a Estados Unidos como único poder hegemónico por un tiempo y la euforia de la globalización neoliberal impuso un paradigma de ganadores-perdedores, bajo la administración de Bill Clinton. En ese camino, los demócratas se desconectaron de las necesidades de base electoral tradicional, trabajadores y vulnerables, para apoyarse en franjas urbanas y cosmopolitas. Cuando el crack financiero de 2008 cortó esa euforia, la demanda social de protección ante la crisis y de recuperar valores tradicionales fue satisfecha por el discurso de sectores ultraconservadores que coparon el Partido Republicano, primero el Tea Party, después el trumpismo.

Los profundos cambios que trajo el nuevo siglo no hicieron más que alimentar esa división en dos de la sociedad estadounidense, entre quienes eligen mirar hacia adelante y afrontar los riesgos, y quienes se aferran con fuerza a los valores más tradicionales con un enemigo común: el inmigrante que los amenaza. Esa grieta fue potenciada al máximo en la política y se radicalizaron las posiciones sobre educación, religión o género. Cada elección las expresó y no las pudo conciliar; al contrario, les añadió violencia, como se vio en el asalto al Capitolio de 2021, el hito moderno más oscuro que recuerde la democracia estadounidense.  

¿Qué juicio hacés del gobierno de Biden en la historia norteamericana? ¿Fue un interregno? ¿La derrota electoral de los demócratas implica un fracaso de su gobierno? 

La Administración Biden se inició marcada a fuego por esa fractura social, cultural y política. Al asalto al Capitolio, que puede ser atribuido a unos miles de fanáticos, hay que sumarle a las decenas de legisladores republicanos que se negaron a votar por la certificación del resultado electoral, una actitud institucional sin precedentes. Tampoco puede obviarse que la gestión de Biden heredó una pésima gestión de la pandemia de Trump y debió sacar al país de esa coyuntura tan complicada. 

Desde una perspectiva amplia, las estadísticas que dejó Biden sobre la marcha de la economía, el empleo y hasta la inflación hubieran sido suficientes para la reelección de cualquier presidente. Los resultados de su apuesta por la transformación tecnológica y ambiental de la matriz productiva estadounidense, con un apoyo del Estado comparable al que dedicó Franklin D. Roosevelt con el New Deal, serán recogidos tarde o temprano. Pero eso fue “la macro”. Las distorsiones microeconómicas que dejó la pandemia pegaron debajo de la línea de flotación de su administración: los precios de muchos productos básicos nunca bajaron, el acceso a la vivienda se volvió muy difícil, en especial para los jóvenes y la comparación con el nivel de vida de la primera gestión de Trump fue electoralmente letal. Resta ver si ese regreso a un tiempo mejor es todavía posible.

Se ha problematizado mucho sobre las discontinuidades que introduce Trump en la política norteamericana. En tu libro, profundizás esos aspectos, pero también las continuidades que se produjeron en los gobiernos de Obama, Biden y Trump. ¿Cuáles serían esas continuidades? ¿Puede desarrollarlas?

Lo que más resalta a la vista de un observador extranjero es, efectivamente, la discontinuidad de formalidades institucionales a las que Estados Unidos, como primera potencia mundial, nos tenía acostumbrados: desde la lluvia de acciones ejecutivas (o decretos) que trae otra vez Trump -aun teniendo mayoría en las dos cámaras- hasta los sucesivos regresos y salidas de Estados Unidos de organismos y tratados de un orden internacional que el propio país fundó el siglo pasado.

Más allá de las formas que expresan los presidentes demócratas y republicanos, es en la arena internacional donde quedan claras las continuidades, en un marco general de repliegue y aislacionismo de Estados Unidos como potencia. Puntualmente, desde Barack Obama (2009-2017), contener el ascenso de China es lo que ha definido la agenda bipartidista de Washington. Comienza con el “giro al Indopacífico” que practica Obama postergando a Europa y sigue con la guerra comercial abierta de Trump contra China desde 2017. Biden la mantiene y la extiende al nuevo terreno de la disputa: el tecnológico, la guerra de los chips que definirá la hegemonía económica, militar y de desarrollo tecnológico-espacial en el resto del siglo.

Con el Partido Republicano copado por el trumpismo y el surgimiento de figuras jóvenes, como J.D. Vance, debemos esperar una gestión más consistente y radicalizada en su agenda: guerra comercial, inmigración y competencia con China

¿Cómo explicás el triunfo de Trump? ¿Es el mismo Trump que ya conocemos o estamos asistiendo a la emergencia de un nuevo Trump? 

Como dije antes, creo que el factor económico fue decisivo en la vuelta de Trump. Muchos votantes repetían ante las encuestas que habían vivido mejor durante la gestión de Trump y que querían volver a eso (aunque apareciera como muy difícil). Ello pesó más que los desbordes personales del candidato, sus procesos judiciales y condenas. Pero si miramos los resultados, Trump sólo mantuvo sus votos. Fueron los demócratas los que perdieron una parte sustantiva de los suyos, por la confusión que envolvió la renuncia de Biden y la falta de pericia de Kamala Harris. Demasiados votantes demócratas optaron por no votar.

Está claro que este Trump no es el mismo de 2016, cuando se lanzó a la carrera presidencial como si fuera un reality de TV que lo depositó inesperadamente en la Casa Blanca, sin experiencia alguna de administración y sin equipo propio. Ahora, con el Partido Republicano copado por el trumpismo y el surgimiento de figuras jóvenes leales al presidente, como su vice James D. Vance, debemos esperar una gestión más consistente y más radicalizada en los temas principales de agenda: guerra comercial, inmigración y competencia con China. Su alianza con el multimillonario Elon Musk para desmontar el Estado federal con aires libertarios no hubiera sido posible hace ocho años. 

En el fondo, sigue siendo el mismo Trump, decidido a terminar una guerra comercial o un conflicto bélico como si fuera un trato inmobiliario, a fuerza de amenazas, golpes y un acuerdo final (deal). Pero esta vez, además, el control republicano de las dos cámaras, una Corte Suprema de mayoría conservadora (6-3) y dos años sin oposición suficiente (salvo la de fiscales y jueces que traban sus medidas) pueden dejar cambios duraderos acomodados, solamente, a una de esas dos almas.

Estamos viendo los primeros impactos del ascenso de Trump al poder: la decisión de llevar adelante una política económica mercantilista y de generar una suerte de zonas de influencia en coordinación con China y Rusia. ¿Dónde nos deja esa política a la Argentina en particular y América Latina en general?

“Lo lamento, mi amigo, tenemos déficit con Argentina”. Esa frase de Trump dirigida a Milei grafica dos realidades. La primera, es que su administración observa el déficit comercial crónico (de un billón de dólares anual, un tercio del cual se genera por el intercambio con China) como un mal económico que debe ser erradicado a cualquier costo, inclusive a golpes de aranceles que pueden favorecer a fabricantes locales pero encarecer los bienes a sus consumidores y recortar el PIB. 

La segunda es que Argentina, por más seguidismo ideológico o personal que ensaye nuestro presidente, entra sin remedio en la bolsa de países castigados: se trata de Washington, no de Trump. Socios directos como México o Canadá fueron incluidos. En ese contexto, también parece bastante inviable pensar en un acuerdo de libre comercio, con un país con el que competimos en varios rubros, más que complementarnos, y a riesgo de romper el Mercosur.

El hecho de que Milei y Trump tengan la afinidad ideológica-personal que hemos visto a lo largo de estas semanas ¿considera que preanuncia un lugar especial de Argentina en el nuevo orden que busca impulsar Trump? En todo caso, ¿Cuál cree que será nuestro lugar en este mundo?

Milei ha viajado varias veces a Estados Unidos desatendiendo muchos de nuestros intereses históricos en la región. Pero sus viajes han sido, básicamente, privados. La relación entre los países se verifica con acuerdos formales y visitas de Estado, y en ese sentido habrá que esperar. Trump y Milei apenas se encontraron, fugazmente, en un par de ocasiones. Hago notar esto, también, porque hay políticas básicas del presidente estadounidense que escapan claramente a esa afinidad ideológica, como la suba de aranceles y otras políticas de protección del empleo y las empresas estadounidenses ajenas al liberalismo económico puro.

Tampoco parece una alternativa con futuro echarse en los brazos comerciales o económicos de otros bloques o potencias como China. Es preciso evitar de una vez por todas movimientos pendulares bruscos y buscar consensos internos que nos den, por fin, un lugar en el mundo, conveniente para nuestros intereses y confiables para la región y la comunidad internacional. Debemos evitar ese falso dilema que nos demanda optar entre Washington y Beijing. La diversificación de relaciones ha sido siempre lo más conveniente para una región como América Latina, y hoy esa autonomía es más necesaria que nunca en un mundo que carece de las hegemonías y liderazgos claros de décadas anteriores. Argentina debe multiplicar sus vínculos, no reducirlos.

Debemos evitar ese falso dilema que nos demanda optar entre Washington y Beijing. La diversificación de relaciones ha sido siempre lo más conveniente para una región como América Latina, y hoy esa autonomía es más necesaria que nunca

Imagen editable