Contra las analogías con el Holocausto
La analogía de Gaza con el Holocausto no es un exceso retórico ni un error de juicio. Es un síntoma. Expresa la necesidad occidental de mantener viva una escena moral donde pueda proyectar su culpa y su inocencia.
No sé si sabe lo penoso que es para una persona humillada que todo el mundo empiece a mirarla con ojos de benefactor
Fiódor M. Dostoievski, 1880
1. Este texto no va a salvar a nadie en Gaza ni en ningún lugar de Medio Oriente. No trata sobre los que allí sufren, sino sobre quienes los miramos, horrorizados y furiosos, desde lugares lejanos y plácidos. Si el lector considera que ahora mismo sólo es legítimo escribir textos que ayuden a acabar con el hambre, el mal y la guerra, le sugiero que no siga leyendo este. La reflexión que sigue no constituye un gesto de solidaridad con los oprimidos, sino un ensayo de develamiento de la arquitectura fallida de la conciencia humanista que quiere salvarlos. Lo que aquí se analiza no es la guerra, sino el modo en que la imaginación moral la convierte en una escena de expiación. No pretendo hablar por las víctimas, sino sobre una mirada benefactora que las necesita para sostener su propia identidad.
Veamos.
2. Una y otra vez, desde que comenzó en occidente la impresionante movilización de solidaridad con Palestina, el activista humanista occidental que la protagoniza ha tenido que defenderse de las acusaciones de antisemitismo. En la mejor versión que soy capaz de imaginar de su posición, esta defensa es eficaz y legítima. Sus argumentos para defenderse son racionales y sólidos: el activista humanista reivindica la igualdad de todas las víctimas, la universalidad de los derechos humanos, la necesidad de denunciar los crímenes sin mirar banderas ni religiones. Frente a las sospechas de antisemitismo, el activista humanista afirma su imparcialidad; no actúa por odio ni por simpatía, sino por justicia. Su compromiso es con el ser humano en general. Su posición es transparente, coherente y está desprovista de intereses identitarios. Su ética consiste, precisamente, en no tener una identidad. No hay en el activista humanista occidental una antipatía particular por los israelíes, ni una simpatía particular por los palestinos. Lo que hay es una antipatía universal por los opresores y una simpatía universal por los oprimidos. En el activista humanista occidental todo es universal. Se esmera, además, con precisión, en distinguir al Estado de Israel del judaísmo, y al sionismo del pueblo judío.
El problema no está en su defensa contra las acusaciones de antisemitismo, sino en un hecho que la complementa y, al mismo tiempo, la desborda y la trasciende: la compulsión del activista humanista occidental por esgrimir y publicitar analogías con el Holocausto. Creo que esas comparaciones, que aparecen espontáneamente en el lenguaje militante, no son un detalle decorativo, sino uno de los ejes fundamentales de su discurso. Gaza es el Ghetto de Varsovia o Auschwitz, Hamás es la resistencia al nazismo, los israelíes son nazis. Al señalar y publicitar compulsivamente que los papeles se han invertido, que la víctima se ha vuelto verdugo, el activista ya no habla solo de Israel ni del sionismo. Habla, quizás sin advertirlo, del judío, porque las “víctimas” del Holocausto que terminó en 1945 no fueron los israelíes, ni los sionistas, sino los judíos. En ese gesto retórico de la analogía con el Holocausto se borra la frontera que el propio discurso activista parecía querer preservar.
Lo importante es la trasposición subyacente a la analogía misma: el modo en que el imaginario occidental necesita volver a poner en juego la figura del judío, pero ya no como víctima sino como verdugo. Nótese que la analogía con el Holocausto (y por tanto la vuelta a la escena del judío, ya no del israelí o del sionista) no es en absoluto necesaria para denunciar la ilegalidad, la injusticia y la crueldad de la campaña israelí sobre Gaza o la violenta colonización de Cisjordania. Todos los atropellos a los derechos humanos podrían denunciarse sin recurrir a ella, como se ha hecho en otros casos, como Ruanda, Bosnia o con los Rohingya o los Uigures. No hay ninguna obligación intrínseca a la defensa de la causa palestina que implique introducir las palabras “Auschwitz”, “Nazi”, “Varsovia”, ni las imágenes de pijamas a rayas en sus manifestaciones multitudinarias. Pero el hecho es que el discurso sobre Gaza e Israel no puede evitar caer en las analogías con el Holocausto de una forma compulsiva. ¿Por qué?
3. Porque occidente necesita liberar los derechos humanos de toda particularidad, y la figura del judío víctima, desde el final de la segunda guerra mundial, había quedado fijada como su emblema particular. El camino para lograrlo es la transferencia simbólica que hay en el centro de la analogía con el Holocausto. En ella, el judío, víctima universal del siglo XX, es desplazado hacia el lugar del opresor, mientras que el palestino ocupa el sitio del inocente absoluto. Diría que esto último es casi un efecto colateral, el movimiento fundamental es el destronamiento del judío como emblema particular de la víctima universal.
El activista humanista reivindica la igualdad de todas las víctimas, la universalidad de los derechos humanos, la necesidad de denunciar los crímenes sin mirar banderas ni religiones

Porque si bien podemos trazar una historia del universalismo humanista que comience con el cristianismo (al proclamar la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios) y continúe con la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos del Hombre, es recién en 1948, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (a la luz del Holocausto y del judío convertido en paradigma de la víctima de su violación), cuando se cristaliza plenamente la cultura humanista de la que hoy se nutre el activismo occidental. No se trata, claro, de afirmar que el Holocausto haya fundado los derechos humanos, sino de señalar que fue entonces cuando el universalismo humanista adquirió una forma emocional definitiva: la figura del judío como víctima transformó un principio abstracto (la igualdad de todos los hombres) en una sensibilidad moral centrada en la reparación y la memoria. Pero también, en las décadas siguientes, con la infinita producción cultural alrededor de la memoria del Holocausto (películas, libros, series, documentales, clases, conferencias, etc), esa figura del judío como particular víctima universal se convirtió en una mochila pesada para el humanismo universalista. Porque para todo universalismo, cargar con un emblema particular es ya una contradicción; liberarse de él se vuelve casi una exigencia de coherencia interna. No puede haber una particular víctima universal como los judíos. Que los judíos permanezcan fijados en ese lugar de víctimas eternas resulta, en sí mismo, problemático para la cultura de los derechos humanos. Y una manera eficaz de resolver esa tensión consiste en demostrar que no lo son, que también pueden ocupar el lugar del victimario. Que los judíos (en su actual declinación de “sionistas”) se muestren descarnadamente como violadores de los derechos humanos ofrece la ocasión ideal para bajarlos del pedestal simbólico de la víctima universal. Así, la disputa sobre si lo que ocurre en Gaza debe llamarse o no “genocidio” no representa una mera controversia técnica o jurídica: es el punto en que se juega la coherencia misma de la conciencia occidental. Y por eso se acomete en occidente con una pasión extraordinaria, imposible de encontrar en la denuncia de cualquier otro genocidio en marcha. Autorizarse, jurídica y moralmente, a llamar “genocidio” a las acciones de Israel implica una liberación, equivale a restablecer un equilibrio simbólico: el judío ya no es siempre quien padece el mal, sino que puede ser también quien lo ejecuta. Lo distinto de Gaza a otros genocidios contemporáneos como Sudán, Nigeria o Siria no reside en quiénes son las víctimas, sino en quiénes son los verdugos. Al insistir tanto, no ya en la destrucción de Gaza como abominable en sí misma, más allá de toda comparación, sino en la medida en la que puede declarársela equivalente al Holocausto, el humanismo occidental consuma su propia lógica universalista y queda emancipado: se está quitando por fin la piedra de la excepcionalidad judía del zapato.No quiero dejar de subrayar que el activista humanista occidental podría explicar su posición de manera perfectamente coherente. No ama ni odia a nadie. No defiende a los palestinos por afinidad cultural ni condena a los israelíes por prejuicio. Defiende el derecho a la vida, a la dignidad, a la libertad. Actúa por un principio universal. Su ética no distingue entre religiones ni nacionalidades. Pero es precisamente esa forma de universalismo la que permite el gesto que aquí se analiza: la pasión en desplazar la condición de víctima universal del judío al palestino. El universalismo opera en realidad como un sistema de equivalencias simbólicas. Y en ese sistema, el judío no puede seguir siendo el símbolo privilegiado del sufrimiento absoluto sin que el humanismo occidental quede eternamente endeudado con su particularidad. La pureza universal exige que el sufrimiento se reparta, que nadie sea emblema de nada. Y aun así fracasa, porque no puede evitar adquirir un nuevo emblema particular en este trance: el palestino.Desde este punto de vista, la analogía con el Holocausto cumple una función teológica. Permite demostrar que los derechos humanos son verdaderamente universales porque también el pueblo que los inspiró puede transgredirlos. Mostrar que el judío también puede ser verdugo es la forma más elevada de universalización: es afirmar que ninguna identidad es inocente por naturaleza.
El judío no puede seguir siendo el símbolo privilegiado del sufrimiento absoluto sin que el humanismo occidental quede eternamente endeudado con su particularidad.
4. Detrás de esa idea quizás razonable, late una incomodidad todavía más antigua. Emmanuel Levinas explicó en Difícil libertad que el judaísmo no es más que la resistencia a toda encarnación de dios, a toda totalidad que pretenda absorber lo particular en lo universal. Ser judío, en ese sentido, no es poseer una esencia determinada, sino preservar una diferencia irreductible. Por eso el universalismo moderno, cuando se absolutiza, no puede soportar al judaísmo: porque le recuerda que hay algo que no puede ser traducido a la lengua de lo general. La particularidad judía es la frontera que el humanismo no logra cruzar sin volverse intolerante.*Este conflicto entre lo particular y lo universal no es nuevo. Y justamente la historia del antisemitismo es también la historia de los intentos por borrar esa diferencia. La Inquisición medieval no perseguía al judío por lo que hacía, sino por lo que no hacía: no aceptar la conversión, no integrarse en la universalidad cristiana. El judío era la persistencia de una ley propia dentro del reino de la Ley de todos. En el antisemitismo moderno, en la Europa del siglo XIX, esa misma lógica se tradujo en términos seculares; el judío se volvió obstáculo a la nación, al progreso, a la unidad del cuerpo político. Y ya en el siglo XX, con el nazismo, ese impulso alcanzó una forma científica: el judío como impureza biológica que enturbia la raza. En todos los casos, lo intolerable no era la diferencia moral o religiosa, sino la obstinación de una particularidad que se negaba a disolverse. El antisemitismo, en ese sentido, es también siempre una reacción del universalismo contra su límite. Por eso resulta tan desconcertante como innegable que hoy coincidan, aunque por caminos opuestos, dos formas de esa vieja pulsión, pero totalmente ajenas en principio al antisemitismo: el activismo humanista occidental y el ultranacionalismo israelí. Ninguno de los dos puede ser acusado con consistencia de ser antisemita, de tener la judeofobia como punto de partida. Pero el primero necesita desplazar al judío del lugar de víctima para liberar al humanismo de su deuda con la historia y el segundo necesita olvidar al judío víctima para construir una identidad judía fuerte, guerrera y soberana. Ambos necesitan desembarazarse de la figura del judío doliente, ambos quieren clausurar de una vez la memoria del sufrimiento judío. El activista humanista lo hace en nombre de la justicia universal; el ultranacionalista israelí, en nombre de una soberanía nacional desaforada. En apariencia se enfrentan, pero en el fondo coinciden en su deseo de eliminar la singularidad que el Holocausto había fijado como emblema moral. En esa coincidencia, el universalismo y el particularismo extremos se tocan: ambos buscan una pureza que solo puede lograrse borrando la diferencia.
5. La analogía con el Holocausto, entonces, no es un exceso retórico ni un error de juicio. Es un síntoma. Expresa la necesidad occidental de mantener viva una escena moral donde pueda proyectar su culpa y su inocencia. La indignación que se desata detrás, más que salvar a ningún oprimido, salva al propio sujeto que la siente. La comparación con el Holocausto garantiza la pureza de esa emoción y la convierte en un rito de autoafirmación.
Señalar este síntoma no implica renunciar a la aspiración universal de justicia o a la defensa de los derechos humanos. Lo que se cuestiona no es la validez de los derechos universales, sino su fetichización: la forma en que una causa justa puede encarnarse en una liturgia de auto indulgencia. El problema no es el universalismo, sino su trasposición en rito expiatorio. Confrontarse a la compulsión por las analogías con el Holocausto no niega el sufrimiento ajeno, pero rechaza el modo en que lo convertimos en materia de purificación moral. Implica renunciar a usar el mal absoluto como espejo invertido de nuestras virtudes. Y recordar que, si toda injusticia se mide con la vara del Holocausto, no hacemos memoria de las víctimas: hacemos teología con sus restos.
Tanto el activismo humanista occidental como el ultranacionalismo israelí quieren clausurar de una vez la memoria del sufrimiento judío: el activista humanista lo hace en nombre de la justicia universal; el ultranacionalista israelí, en nombre de una soberanía nacional desaforada