Creer o reventar
La religión como lo que liga, la iglesia como sitio en el que perdemos “identidad” y somos más iguales, la fe como herramienta para el encuentro universal. Este texto nos invita a recorrer un desierto poblado de heridos de la vida normal y de la nueva normalidad excepcional de la pandemia. ¿Cuándo es un buen momento para morir? El autor procede de la mano de compañeros de ruta que se cruzan en el camino y de otros como Gilbert K. Chesterton y Simone Weil, Rodolfo Kusch y Massimo Recalcati, el papa Francisco y Bob Dylan. Creer o reventar.
por Martín Rodríguez
“El tema de la tragedia griega radica en la división entre Dios y el hombre. El tema de la tragedia evangélica radica en la unión entre Dios y el hombre.”
Gilbert K. Chesterton
Un señor entró a rezar un lunes al mediodía a la iglesia. Entró prácticamente corriendo a la Basílica del Santísimo Sacramento. Se puso de rodillas, previo arremangarse el pantalón de su traje negro. Se sentó sobre los pliegues arrugados de ese pantalón. Estuvo su buen rato. Se puede pensar que reza por una promesa, por amor, por un hijo enfermo, su trabajo, su jubilación. ¿Por qué reza? No es pobre, claro. La iglesia queda en Retiro. Un barrio de barrios. Está la villa más antigua de la ciudad, está el Kavanagh (ahí donde Carlos Maslatón y Alicia Castro comparten consorcio) y otros edificios de lujo, están las estaciones del tren Mitre, el San Martín, el Belgrano Norte, la terminal de ómnibus, los tribunales de Comodoro Py, la Capilla de la Marina, la plaza San Martín, los bares del Bajo que licenció Antonio Dal Masetto. El señor entró a rezar un lunes al mediodía a la iglesia antigua de la calle San Martín caminando, acelerado, compartiendo la urgencia de los que cambian dólares.
Lo que tenía ese hombre para decir solo se podía decir en una oración al oído del viejo Dios católico. Lo impersonal nos arroja a la vid. A veces hay sed de Dios. Y hay que correr al templo. Lo que ese hombre rezó en una iglesia al mediodía penetró y se deshizo. La fe no mueve montañas, mueve personas silenciosas la mayoría de las veces, escenas invisibles. Gracias Mercedes Castellano de Anchorena por mandar a construir este templo que vio ponerse de rodillas a miles. Y a tu propia clase también. El agobio de que lo personal es político atrajo un mejor momento para retomar la idea de lo impersonal de Simone Weil.
¿Es la iglesia uno de los pocos lugares públicos donde aún se puede estar sin una “identidad”, donde todos son pueblo (de Dios)? Dice Simone en La persona y lo sagrado que “en la calle hay un transeúnte que tiene largos brazos, ojos azules, un espíritu atravesado por pensamientos que desconozco, pero que tal vez son mediocres. No es su persona ni la persona humana en él aquello que me es sagrado. Es él. Él en su integridad. Los brazos, los ojos, los pensamientos, todo. Yo no dañaría nada de todo ello sin infinitos escrúpulos. Si la persona humana fuera en él aquello que es sagrado para mí, yo podría fácilmente arrancarle los ojos. Una vez ciego, será una persona humana tanto como lo habrá sido antes. Yo no habré tocado para nada a la persona humana en él. No habré destruido más que sus ojos”.
¿Es la iglesia uno de los pocos lugares públicos donde aún se puede estar sin una “identidad”, donde todos son pueblo (de Dios)?

Una creciente desesperación juvenil por no ser o parecer woke, trama el regreso a una fe católica, pero que aún no aparece nítida bajo el halo de esa espiritualidad cristiana. Parece, más bien, una impostura, otro anuncio de política de identidad y un efecto del des-poder contemporáneo: adoptar la fe como sublimación de una atracción tanática por el viejo poder romano. Por el poder perdido. Moral de familia en gente que olvida tener hijos, un rosario sobreactuado colgado en el cuello, sin el aura de una cruz íntima, privada.
Amar la Iglesia “política”, por su exhibicionismo milenario del juego de tronos, pero sin aún el espíritu humilde de Cristo. Más romanos que cristianos, falta la sobriedad, la callada oración sin redes sociales, lo que queda en la intimidad, la solidaridad desinteresada ante el horror del mundo y el silencio de la cruz. Si rezo, y no lo instagrameo, ¿hay Dios? Dice Simone: “elevarse sobre lo personal para penetrar en lo impersonal”. Lo sagrado está en lo impersonal. Tu conversión no será televisada.
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La Pandemia fue un vértigo, un limbo al que no pocos se animaron a interpretar en vivo. Pero ahora todo aquello -desde las decisiones de los Estados hasta las especulaciones filosóficas- quedaron sepultadas. La Pandemia como un tiempo al que nadie quiere volver. Una “experiencia” que se mantiene a puño cerrado; aunque también, al nombrarse, nos traiga el juicio irrevocable de que todo lo que ocurrió en ese tiempo estuvo mal, fue abusivo, un sueño que terminó en pesadilla, y, acá, en Argentina, en nuestra versión, un pasaje entre la quimera mediática de los hashtags (el #Estadotesalva y #LaPedroCahn) hasta la desoladora imagen del papá de una niña cruzando a pie la frontera formoseña mientras le prohibían su paso.
Así, en el país del minuto a minuto, del riesgo país y la inflación diaria, vivíamos el conteo diario de los muertos. La parca anduvo suelta, cuando hasta los graphs del programa de Guido Kaszka venían con ese conteo. Esa fue la gran batalla, luz contra tiniebla, si asumimos que la fe es la lucha para que la muerte no tenga la última palabra. Pero los efectos de aislarnos, detener la economía, cerrar escuelas, convertir a la sociedad en aliado vigilante del Estado que debía asegurar que te quedes en casa reforzaron también ese otro costo que ahora se ve: des-ligarnos más. La vuelta a una religiosidad propone esa misma clave: re-ligarnos.
Las raíces de los procesos son profundas, pero hay una correspondencia insalvable entre el aura de ese aplauso por el personal médico de hospitales públicos de las 9 de la noche y, cuatro años después, el desenlace de aquel gobierno en manos de la presidencia de un Javier Milei arrojado contra “la casta”, es decir, y por empezar, contra la burocracia del Estado. Lo que el peronismo, lo que Alberto Fernández y Cristina Fernández no vieron: la condición privilegiada de una nueva clase. La clase estatal a los ojos de los golpeados. Ni el Estado te salva, ni el Estado se salvó de la Pandemia. Intemperie. Hubo en esa ilusión del aplauso a “lo público” la vivencia de una revancha de Estado y ciencia contra mercado. Muchos adosaron al muro de los lamentos de esa época que “al fin era posible poner en pausa el capitalismo para que no sea el fin del mundo”.
¿Por un instante la izquierda volvía a ser capaz de pensar el futuro poniendo bajo “disciplina militar” a la sociedad? Pero, ¿y ahora? ¿Y este silencio? ¿Y las profecías que no se cumplieron? “¿Adónde van las palabras que no se quedaron?”, decía el trovador del soviet cubano. ¿Dónde está la nueva temporada de “La Serie Pandemia”? ¿Por qué no hay serie? ¿Cuántas ficciones, cuántos libros se escribieron y escriben sobre la Pandemia? ¿Por qué no hay una “narrativa”? La cuenta es escasa. La cuenta se hace en casa: “nos aislaron y, luego, no supieron cómo gobernarnos”.
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Vayamos al 27 de marzo de 2020. El Papa Francisco bajo la lluvia en la Plaza de San Pedro, la plaza desierta. Fue su oración Statio Orbis. La oración universal. “Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”, dijo. Por esos días, también comenzaba a escribirse, editarse y circular (en tal caso ya casi al mismo tiempo) un texto del filósofo esloveno Slavoj Zizek (muy leído entre las elites argentinas) en el que aseguraba que nunca regresaríamos “a la normalidad”. Comunismo o barbarie.
Vayamos al 27 de marzo de 2020. El Papa Francisco bajo la lluvia en la Plaza de San Pedro, la plaza desierta. Fue su oración Statio Orbis. La oración universal.
“Las medidas a largo plazo, como las cuarentenas, tienen que llevarse a cabo con una disciplina militar”. Pero las dos imágenes funcionan simultáneas: el filósofo acelerado, tropezando con sus propias ideas y palabras, todo “en vivo” y, a la vez, la lentitud gestual del Papa, la solemnidad directa que, en el vacío de otro relato sólido, se reabsorbe en el largo calendario cristiano. Las dos velocidades se intersectaron en la apuesta: que haya un cambio. Pero tenemos ese 27 de marzo del que nos separan cinco años, y si es el fin de toda narrativa, acá tenemos por lo menos una humilde fecha que oponer a la nada. Como una evidencia de algo que parece negado: la Pandemia existió. De cara a Occidente y su declinación, quizás a Francisco le hubiera gustado leer en esa oración a su venerado Rodolfo Kusch: “nos llenamos de episodios, pero no tenemos un centro”.
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La Pandemia y su caja negra: ¿cómo fue morir en Pandemia? ¿En qué consistió la muerte cuando el Estado, la sociedad, “el virus”, decidió que fuera un trance aislado y solitario? ¿Cómo fue morir desligado, con la doble muerte de la soledad pandémica? No sin fe, sino, sin la congregación de los que despiden.
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-¿Cómo hacían el laburo en Pandemia?
-Solo podíamos entrar el personal autorizado al cementerio. Y los fallecidos por COVID eran sepultados por el personal municipal en una zona especial.
-¿Nadie los despedía?
-Solo un familiar muy allegado. La mayoría de los familiares no podían entrar.
-¿Y ustedes mantenían las sepulturas?
Sí, el encargado de esa zona.
Antonio cuida sepulturas. Tiene ese “jardín primitivo” en Chacarita. Su trabajo no es a sueldo, no es un municipal. Su trabajo consiste en asegurar el cuidado de las sepulturas de un área específica dentro del cementerio y cobrarles una mensualidad a las familias. Es viejo el trabajo, como la escarapela, y tiene la mecánica de lo que en estos años se llamó “economía popular”: trabajar sin patrón. Aunque un cierto patrón sí: las familias de los muertos. Cruz tallada, lápida, jardincito. Los trabajadores como Antonio conocen ese otro lado de la gestión: qué hacen los vivos con los muertos. Su sindicato (Sindicato Obreros y Empleados de los Cementerios, Cocherías y Crematorios de la República Argentina, SOECRA), supo contar con un histórico de la CGT: Domingo Petrecca, secretario general desde 1973 hasta su muerte, en 2024. Lo que recuerda Antonio de la Pandemia es poco y lleno de “deberías hablar con…” para sacarse de encima las preguntas. En Argentina los traumas se sobrenarran.
La dictadura, la guerra, la AMIA, Cromañón, etc. Le dimos carácter político a una figura: los familiares de las víctimas. Pero no existen los “Familiares de la Pandemia”, más allá de algunas marchas, del jardín de piedras frente a la Rosada. Aquello finalmente ocurrió en un limbo, hubo represiones y brutalidad policial (acaba de presentar un informe el diputado Fernando Iglesias), pero eso nunca pudo salir de ese encierro, de la máquina de picar cosas que es la nada de la grieta, su espectáculo ya sin eco. Como Guantánamo, la mente de aquellos años llevó vivos y muertos a una zona inaccesible o abandonada. Aquella tragedia no cuenta con un aliado poderoso: el aparato narrativo de la izquierda para el relato de las víctimas, probablemente enlutada en la culpa por su vieja “hilacha estalinista” (haber apoyado y celebrado el encierro en el que muchos, inicialmente, creyeron -creímos- pero que se fue transformando más en una suerte de secreto modelo de gobernabilidad que en un instrumento temporario).
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En su “Historia de la canción moderna” Bob Dylan reseña un single de 1928. Se trata de “Old and only in the way”, escrita por Charlie Poole y Norman Goodlieff. El “tema” de la canción es la juventud, los años dorados, la dura vejez, la muerte. Para hacerlo, Dylan menciona una película que interpreta Kirk Douglas, “El gran carnaval”, y de la lección que le cuentan en largo viaje en auto a un joven fotógrafo: el secreto de una buena historia. Se dirigen a las afueras de Albuquerque, a una cacería de serpientes y le explica que “mil serpientes de cascabel entre los matorrales no son una gran noticia. (…) Pero a medida que las van capturando el interés aumenta. (…) Cuando solo queda una suelta, nadie puede dejar de seguir la historia. (…) Es difícil dramatizar el sinnúmero de víctimas de la Gran Purga estalinista, pero una historia personal en tiempos de guerra, cualquier guerra, puede ser fascinante”, concluye Dylan en su cita de “El gran carnaval”. Es cierto el secreto: no el sinnúmero, sino la historia singular.
El primer soldado muerto en la Guerra del Paraguay, según Cándido López, fue velado. ¿Existió? ¿Puede haber registro del primero en una guerra así? No importa. La imagen existe gracias a Cándido: “Velatorio del Primer Soldado Muerto, perteneciente al batallón de Guardias Nacionales San Nicolás”. La pintura capta una luna de testigo, la noche abierta, la carpa en que velan al soldado criollo, el silencio, las chicharras. Cándido López fue un soldado (se alistó como soldado voluntario) en la Guerra del Paraguay, quedó manco y tuvo que “educar el brazo izquierdo en el uso del pincel” y mutó de retratista a pintor de óleos sobre las batallas de aquella Guerra que hundió al Paraguay en la miseria y el mito. Creó lo que después se llamaría “all over” (pintar apaisado en panorama) con una técnica donde el condimento es el plato: prima el detalle, pero ningún detalle le gana a los demás. Fue Bartolomé Mitre quien le dijo que guardara lo que pintaba. La guerra tuvo quien la cuente.
Dominguito, hijo adoptivo de Sarmiento, dejó su diario en esa guerra en que dejó su vida. Las cartas a su madre desde la trinchera. Por ejemplo, el 15 de marzo de 1866 le escribió a su madre Benita: “Me alegro que al fin sepas la verdad respecto a mí. Son las doce de la noche, pero como estoy de servicio, me ocupo de escribirte esta carta, mientras no tengo que ir a revisar los centinelas.” Dominguito murió en la batalla de Curupaytí, el 22 de septiembre de 1866. Las elites argentinas hicieron patria en el siglo 19 mandando también sus hijos a la guerra. Como en el Antiguo Testamento cuando Dios le pide a Abraham el sacrificio de su hijo. ¿Pero quién fue el primer muerto de la Pandemia en Argentina? Fiebre, tos, dolor de garganta fueron los síntomas clásicos que sufrió Guillermo Abel Gómez. Su biografía hecha a los tumbos en los medios argentinos hizo saltar los prejuicios por izquierda (se decía que el virus lo traían los argentinos de clase que viajaban al exterior): porque Guillermo fue un exiliado, ex militante del Movimiento Villero Peronista, preso y torturado en el 75, escapado a Francia, adonde tuvo una hija y una nieta a la que había ido a conocer, ya que había vuelto a la Argentina hacía apenas nueve años.
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Las teorías conspirativas sobre el origen del virus, la Guerra Fría en la carrera por las vacunas, el lobby de laboratorios, persisten en lo que persiste habitualmente como “contra relato”, y que hoy se alimenta por redes. Pero también está ahí. En la zona baldía del subconsciente de una época, lleno de versiones, de conspiraciones, de tramas, de “me dijeron que”. Como ese tren lleno de ataúdes que alguien vio pasar por una estación de tren de madrugada rumbo al sur, al que refería Ricardo Piglia para explicar que los Estados narran y hay otros relatos, en la sociedad, otras versiones de los hechos, donde se balbucea una verdad. El contra-relato de la Pandemia dejó ese sedimento del que nos alimentamos. Un fondo de sentido posible de extraer en caso de necesidad. Me refiero a esto graficado en esta escena, por ejemplo:
Un taxista escucha una conversación. Quien viaja está enviando un audio a un hermano. Menciona varias veces “al viejo”, refiere al padre. En un momento: “hace un mes murió el viejo y todavía no resolvimos cosas esenciales…”. El taxista mira por el espejo. Ve que el pasajero baja el teléfono, terminó su audio, bajó la guardia. “Disculpe, lamento lo de su padre…”. La conversación se abrió.
-¿Y de qué murió?
-Se quedó dormido.
-¿Ve? Se vacunó en Pandemia, ¿no? Así es ahora. Se quedan dormidos. Nunca se va a saber lo que nos metieron con las vacunas.
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Hace unos años, en el entierro de la esposa de un amigo, alguien recordó su pregunta del final, de las últimas horas. “¿Qué hay después de esto?”, dicen que preguntó. Y que sonó simplemente curiosa. El día de su entierro, a dos metros del sepulcro, entre la breve multitud de Chacarita, un amigo de la familia compartía el dolor, estaba callado, y pocos sabían que, pocas semanas antes, había “vuelto de la muerte”. Un susto, cayó redondo, un médico y un desfibrilador pudieron sacar adelante su cuerpo sin pulso, sin respirar. Ese día, mientras los empleados tiraban tierra al cajón, y todos miraban en silencio, uno le preguntó qué vio en esos segundos o minutos en que estuvo “muerto”. Su respuesta no fue original.
-Vi algo blanco. Pero un blanco… blanco. Y la sensación de paz. Aunque después, cuando te traen de nuevo, viene la angustia porque sabés que estuviste ahí.
“Tenemos nuestro Víctor Sueiro”, dijo uno que escuchaba la conversación ahí nomás. “Sí, es eso blanco y después, no sé, vendrá otra cosa, pero llegué hasta ahí”, completó. Y es el hilo del que se agarran todos: las evidencias dispersas de relatos así que nos asegurarían que la conciencia no se pierde.
Al Papa le preguntó el periodista Jorge Fontevecchia, hace un año, lo que todos le preguntarían en un momento de la noche: qué viene después de la muerte. Francisco de pronto titubeó. No sonó preciso, ni del todo convincente, más bien repetitivo: “yo creo que hay una luz blanca”, dijo.
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Durante el 2020 el Santuario de San Cayetano estuvo cerrado. Las viandas se entregaban, pero nadie comía en el comedor. Miguel, sacerdote curtido y casi en misión final, pasó esos días en el encierro. Raro para un cura no tener contacto con quienes sufrían pérdidas o estaban enfermos. No podía ir a darles la unción cuando alguno estaba en terapia intensiva. En el santuario se iban enterando de personas muy queridas que se iban muriendo, y a los que no podían asistir ni acompañar. Había algo de electricidad setentista en ese runrún: como de militantes contando caídas, atando cabos, los que perdían, los que zafaban.
El virus era un secuestro. Pero adentro de una rutina de acero, y lenta. Miguel dice que recién cuando se flexibilizó la cuarentena, a fines de septiembre de 2020, empezaron a depositar las cenizas con una pequeña celebración, “con pocas personas y con todo el protocolo”. Mal momento para morir. “Había una amiga de la Iglesia, María, que vivía sola en una pensión a pocas cuadras del Santuario”, recuerda. La vida de María comenzaba a la mañana cuando daba su vuelta por la Iglesia hasta la tarde, en que volvía a pasar. Rezaba el rosario, charlaba con los curas cuando no había penitentes en el confesionario, era amiga y era del barrio. Una mujer de Liniers, que era Liniers. Siempre traía cuentos de los años en que fue acomodadora en el cine de Liniers, época en que hacía pasar a ver películas gratis a los sacerdotes amigos. María era pícara, dice Miguel, y soltera.
El virus era un secuestro. Pero adentro de una rutina de acero, y lenta. Mal momento para morir.
Tenía 84 años, tenía un hermano mayor en la misma, aislado, y otro que vivía en Brasil, donde ella había nacido, aunque llegaron de chicos a la Argentina. Soltera y creyente fue perdiendo la familia, los sobrinos desperdigados, los que se iban muriendo, y por respeto a la sagrada sobriedad del siglo 20 nadie le preguntó nunca si tuvo amores, o por qué quedó sin hijos. Su vínculo sagrado se centraba en San Cayetano. Pero cuando arrancó la cuarentena, obviamente, quedó encerrada en su pensión. Como miles, su salud se estropeó, así que en el medio de esos meses fríos llegó el peor rumor al santuario: “María murió”. Y la enterró quién sabe quién. No hubo chance, ni vacuna. Solo ají putaparió y morderse la lengua. Murió sola. “Para nosotros fue muy duro porque estábamos acostumbrados a estar cerca de ella y ella cerca de nosotros. Recién pudimos tomar un encuentro con ella a través de sus cenizas que fueron depositadas en el cinerario de San Cayetano a principios del 2021”, dice Miguel.
“María se fue de este mundo sin estar nosotros cerca de ella para llevarle consuelo en el momento final y que pueda tener la sepultura cristiana que hubiera querido y volvió hecha ceniza”. Ya no existe nada de la consistencia de aquello por lo que todo eso se aceptó. Se aceptó el aislamiento, la distancia, la muerte a lo paria y ahí andan las almas en pena que no vemos. La Pandemia sin relato, en agujero negro, hasta que… tuntún hace el ruido del bastón de fresno de María en la memoria de alguno, como un sueño tortuoso. Pide entrar. Bien podríamos imaginar el retorno de los que murieron sin despedida, sin pañuelo, sin lágrimas de nadie para que hagamos de nuevo los entierros. La lección cristiana, dirá Massimo Recalcati, “consiste en pensar que solo aquellos que conocen la caída pueden conocer su gloria”. La muerte tuvo la última palabra sobre demasiadas personas. Fe es recuperar la palabra donde la dejamos.
La lección cristiana, dirá Massimo Recalcati, “consiste en pensar que solo aquellos que conocen la caída pueden conocer su gloria”. La muerte tuvo la última palabra sobre demasiadas personas. Fe es recuperar la palabra donde la dejamos.