Croquis y siluetas proletarias

El trabajo en el siglo XXI, sostiene el autor de esta nota, no habilita una épica, ni promete redención alguna. El trabajo es precariedad y resignación, pero también astucia y ternura. Estas son siete escenas, siete ausencias de ese derrumbe. Siete máscaras, siete figuras mínimas del proletariado argentino. Porque la estructura murió, es cierto, pero la gente sigue trabajando, y en un mundo de fragmentos, los inventarios se imponen frente a los manifiestos.

por Marco Marcelo Mizzi

“Pasé por grandes cambios/me miré al espejo y dije/ese no soy yo”

Brian Wilson

Apenas apoya el vino sobre la mesa, se produce la reacción. Es inmediata. Casi química: un burbujeo de risa recorre la ronda.

—Aaaah, anda bien el Rodri, ¿eh?

—Un vino de catedral trajo el tipo

—¿Estás cobrando en dólares o qué? 

La botella de Alto Uxmal queda ahí, como un mojón de su torpeza. Becerra lo ataja en la zozobra. Le cruza un brazo por los hombros y lo lleva a la parrilla. Pollo, chorizos, achuras y medio cabrito.

Es el primer asado que comparte con sus vecinos de La Paz, una ciudad chica y terrosa al pie de las Sierras de los Comechingones. Rodrigo llegó hace unos meses desde La Plata, estirando al mango la plasticidad del home office. Vino tratando de forjar una nueva vida para su hijo. Con menos pantalla y más cielo. Pero hay mañas que no se quitan fácil.

Rodrigo baja la mirada. Su viejo le enseñó: “Cuando llevás un vino, llevás respeto”. Le pareció un buen gesto. 

Usando una silla como mesa, el Gordo Seba mezcla un cartón de Toro Viejo con Paso de los Toros hasta que el líquido se vuelve de un rosa translúcido y espumoso.

—Probalo. Acá no tomamos vino. Nos lo aguantamos.

Tiene la mano vendada con cinta de pintor.

—Me la enganché con alambre ayer. Atando una malla —dice—. Pero ya se va a arreglar.

Se encoge de hombros.

—¿Dónde estás laburando? —pregunta Rodrigo, por decir algo.

—En todos lados. Ayer ayudé a tirar unas viguetas acá en el bordo. Y me llamaron para poner cerámicos en Las Chacras la semana que viene, en unas cabañas.

Cabañas. Esa es la palabra mágica. Todo gira en torno a eso. Cabañas con bloques huecos, con chapa trapezoidal y machimbre de pino. Cabañas ofertadas en AirBnB, en GoogleMaps y en páginas webs repletas de publicidades de cabalgatas, parques temáticos y más cabañas. Cabañas de ladrillo que venden en dólares en efectivo los horneros bolivianos de Los Mates. Cabañas de barro y palets reciclados para turistas soñando en seco con una experiencia rústica.

El otro día, cuenta el Gordo, un amigo se cayó de un andamio y estuvo dos días sin moverse. Lo curaron con jarilla, ibuprofeno y silencio.

Nadie tiene ART. Nadie sabe lo que es una factura. 

Y sin embargo…

Rodrigo mira la botella de Uxmal, que sigue solitaria sobre la mesa. Después a sus compañeros. Son chuncanos: gente sencilla, de campo. Pero ninguno vive mal. Al contrario. Becerra, por ejemplo, posee  una decena de casas en alquiler. El Gordo, cuatro locales comerciales en Merlo. El viejo Menseguez acaba de contar que sumó 2 hectáreas de olivo a las 7 que ya tenía. Todos están gorditos, todos andan en 4x4 cero kilómetro. 

El boom inmobiliario que sacude La Paz desde que se pavimentó la ruta 14, transformó a cientos de campesinos en terratenientes en una década. Claro que también arruinó a muchos. Pero los que, por suerte o maña, pudieron resistir los cantos de sirena del venda venda venda, están salvados para  toda la vida. 

La mayoría podría retirarse y vivir tranquilamente de sus rentas. Sin embargo, todos trabajan. No saben hacer otra cosa. Siguen tirando alambrados, haciendo zanjas, cosechando yuyos o subidos a un techo de chapa con 38 grados de térmica.

No se jubilan porque no entienden el ocio. No delegan porque no confían en nadie. No aflojan porque no pueden. Las superestructuras cambian más lentamente que la estructura.

No se jubilan porque no entienden el ocio. No delegan porque no confían en nadie. No aflojan porque no pueden. Las superestructuras cambian más lentamente que la estructura.

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Y por eso Rodrigo le erró con el vino. Sus vecinos no entran en ninguna categoría que él, que llegó a cuarto año de abogacía, pueda entender. No son clase media. No son pobres. No son empresarios. Son algo distinto. Una forma vieja, dura, casi improbable. Algo que resiste a desdibujarse. O un secreto que ya está en otra parte. 

***

Son las cinco y media de la mañana en Salta. El aroma a levadura todavía flota en la caja de la Kangoo blanca mientras Gabriela acomoda los canastos. Tiene los dedos duros por el frío.

Después arranca. Conduce por calles húmedas, esquivando perros y algún borracho. El embrague se traba: tiene que pisarlo a fondo con sus crocs. Las mismas que llevó puestas toda la noche en la maternidad del Hospital San Bernardo. Viene de un turno doce horas y no hizo tiempo a ponerse zapatillas. Asistió dos partos. Uno casi fue un velorio. 

“Cuidate, Gabi”, le dijo otra enfermera cuando se despidieron. Pero el alquiler no se cuida solo. Hace unos meses cortaron las horas extras. “Hasta nuevo aviso”, dijeron. Por suerte su primo le consiguió esta changa. 

El Cabildo todavía sigue a oscuras. La ciudad parece sostenida por el olor a pan recién horneado y la resignación.

Primera entrega: cuatro docenas de facturas a un almacén en barrio Solidaridad. Segunda: bizcochos y pan en una panadería que ya no hornea. Tercera: medialunas en la clínica Güemes.

Ahí frena. Baja, entra. El guardia la reconoce. Le hace un guiño.

—¿Otra vez vos?

—Siempre yo —dice Gabriela—. No hay otra.

Deja la bolsa sobre el mostrador. Le duele la espalda. Sus manos todavía huelen a recién nacido.

***

Al mediodía, la Feria del Eucalipto también huele. A eucaliptos, claro: hay más de veinte en este baldío al costado de la Comisaría 19, que los vecinos de la zona sudoeste de Rosario toman dos veces por semana para armar una de las ferias populares más grandes de la ciudad. Pero también a aceite caliente, a plástico chino, a basura amontonada en containers con una bulimia que lleva semanas. Los parlantes de un puesto de baratijas para celulares vibran una cumbia evangelista: "Alábale que Él vive, alábale que Él vive...".

Flores acomoda los vasos en la lona azul con una paciencia que sólo puede existir en alguien que pasó cinco años en Coronda.

 —Para qué acomodás, Tuerto, si te los llevan de a seis.

 —Que se los lleven, pero derechos.

Horacio El Tuerto Flores tiene 52 años, aunque aparenta más de 60. La espalda gigante, torcida, y el cuello ancho. Usa gorra de lana y una camisa abotonada hasta el cuello. La tela barata se transparenta y permite leer un versículo tatuado en los hombros: “He peleado la buena batalla”. 

Al costado de la mesa, hay un cartel de cartón escrito a mano:

“Juego de platos $3500. Solo efectivo. Dios te bendiga.”

Una sombra pasa a su lado. No dice nada. Solo camina. Pero a Flores se le congela el único ojo que le queda.

 —Ese era el Tolo —dice, apenas audible—. El Tolo...

Después duda. No sabe si… Han pasado años. Pero el andar es el mismo, de eso está seguro. Los hombros levantados, una leve renguera que lo inclina hacia la derecha, en un ángulo exagerado por la posición de la mano, guardada tensa en el bolsillo. Como si siguiera llevando la 22.

El Tuerto vuelve a sentir el olor a cera de piso. El pulso eléctrico del ascensor. El silencio dentro de un departamento vacío que llena de cosquillas la pared de la nuca.

 —Entrábamos como si fuéramos los dueños, ¿entendés?

Le habla a nadie. A todos. A sí mismo.

—Siempre de traje. Sólo me animé a usar traje en esa época. Ni ahora en las celebraciones uso. Me siento un negro de mierda. 

 Baja la mirada.

 —Cinco pisos por escalera. El fierro en la cintura, la ganzúa en el bolsillo del saco, y una señal de la cruz antes de entrar. Pero nunca jamás un tiro.

Un africano se rie a carcajadas desde su puesto lleno de oro falso. Una nena le grita al padre que quiere un globo. Flores está en su propio mundo. Su ojo muerto clavado en las luces del pasillo de un puticlub del viejo Pichincha. Antes de la soja, antes de los sicarios, antes de los videos virales de pibitos con armas largas.

 —Ahora te vacían el cargador por una moto. O porque los miraste mal.

 Se inclina a acomodar un vaso que alguien dejó fuera de línea.

—Los que tenían código, ya no están. Todos muertos. O vendidos. Pechocho, El Colorado Leguesi, Benavente: muertos. Fede Gutiérrez usaba Rolex y terminó vendiendo merca. El Lobo se hizo pata de plomo de los putitos de los Romero, allá en Nuevo Alberdi. 

Suspira.

 —Yo zafé porque me agarraron. Y ahí me encontró Dios. Menos mal. Antes que terminar así. 

Una mujer se le acerca a mirar los platos. Miguel sonríe.

 —Hermana, llevatelos por dos mil. Están como nuevos.

 Ella paga y se va.

Flores mira el vidrio templado, lo levanta contra el sol. 

—No se rompe fácil, ¿sabés? —dice—. Pero si lo rajás apenitas, una línea mínima, un golpe chiquito lo hace mierda.

Y lo deja en la lona. Después, levanta la cabeza. Sus dos ojos buscan entre la sombra de los eucaliptos, pero el Tolo ya no está. 

***

Los turistas, en su mayoría, no quieren carne. Quieren fotos. Quieren mostrar que son hombres. Claudio les devuelve los celulares, y después cuerea y carnea en silencio. A veces se lleva algo para la familia. A veces entierra los restos en una zanja.

En Mabragaña, Entre Ríos, los eucaliptos no dan sombra. Son flacos y altos. Estiran la sequía hacia arriba. Ahí vive Claudio, en una casa sin revoque. Vigila el campo de su patrón: veinte hectáreas de nogales jóvenes y una plantación de eucaliptos que crecen en líneas apretadas. 

El patrón vive en un departamento en Paraná. Viene una vez al mes. Le deja instrucciones y algo de tabaco.

Hace unos años, Claudio trabajaba en un matadero de pollos de San José. Estaba encargado del “relleno”: punzaba a los animales ya muertos bajo las alas, los sumergía en agua caliente para que se abrieran los poros y chuparan líquido, y luego los hundía en un tacho con hielo. Los fanáticos de la alimentación saludable hablan de hormonas, pero el truco es más simple: los pollos se inflan. Claudio una vez hizo números, y calculó que su sueldo y el de todos sus compañeros se pagaba con agua. 

—Antes estuvo en la parte de vísceras —dice—. El olor te queda. En la ropa, en las uñas, y no hay con qué sacártelo.

Cansado de esa vida, hizo un arreglo con el patrón. Por la mitad de sueldo, le cuidaría sus tierras en Colonia Mabragaña. Pronto, Claudio descubrió una forma de multiplicar sus ingresos: organiza cacerías.

Por derecha, le dan casa y le pagan en blanco, anotado como empleado de comercio. Por izquierda, cobra por salidas nocturnas para turistas de Colón: cazan carpinchos y ciervos axis en los alrededores del Parque Nacional El Palmar. Entran por la parte trasera, por un alambrado que da a una vieja cantera de ripio. Claudio prepara el camino: deja un par de ramas partidas, esparce sal gruesa, acomoda las linternas. Les da instrucciones y los rifles. Después de los disparos, él se encarga del resto.

Los turistas, en su mayoría, no quieren carne. Quieren fotos. Quieren mostrar que son hombres. Claudio les devuelve los celulares, y después cuerea y carnea en silencio. A veces se lleva algo para la familia. A veces entierra los restos en una zanja.

—Si no hay hambre yo no sé si es caza —dice.

Mientras prepara empanadas de gallo, cuenta cómo mataron al hermano en una riña en Ubajay. La pelea era por plata. Pero también por orgullo. Su hermano no lo dejó pasar. Tampoco el otro.

—Se matan por boludeces. No tienen otra cosa.

El fuego chispea bajo el disco y la fritura reborbotea sobre el hierro. Claudio le pega con un palo a un cuero de carpincho que cuelga junto a unas sábanas. 

—Antes cuando eramos chicos el monte nos daba miedo. Ahora es negocio. Como todo.

Se seca las manos con un trapo. Saca una empanada de la grasa, la muerde y el líquido cae en su remera, oscureciéndola.

***

—Lo primero que se pierde es el brillo— asegura Aldana, mientras seca un mechón con un secador viejo. Lo dice sin mirar a nadie, como si hablara sola. Pero se lo está diciendo a la cámara de su celular.

En otra época tuvo su local: "Passion Look", sobre Avenida San Martín, justo enfrente de la estación de Rafael Calzada, partido de Almirante Brown. Lavacabezas blanco, sillones hidráulicos, posters de Madonna, y una planchita importada que le trajo un cuñado de Florianópolis. Era 2009. Los casamientos, las quinceañeras, los egresos, la llenaban de turnos. Llevaba el pelo lacio, uñas rojas y tacos negros. Entraban autos, sonaba Maroon Five, las chicas salían con mechas californianas y olor a keratina.

Después... bueno. Todo eso que pasa.

Ahora corta en su cocina. Un led de 7w, pelado, se balancea sobre el cable. Una vecina viene "solo para emparejar". Aldana le cobra cuatro mil pesos. Usa tijera y navaja. Tiene una tabla de madera donde apoya las tinturas. Las clientas son las mismas de antes, pero, como ella misma, están envejecidas, apuradas, con hijos encima y el monedero virtual con pocas monedas.

—No sabés cómo les labura el shampoo con sal —dice—. Les quema el pelo como la vida.

Al secador lo compró usado por Market Place. Hace un ruido agudo que asusta a su gato. Tiene solo una planchita que calienta demasiado y quema las puntas si no presta atención. A veces la llaman de la peluquería low-cost que hay en la galería frente al Bingo de Adrogué, donde todas las chicas “son como antes”, y tienen el pelo color malbec y usan las uñas largas como navajas. Aldana va. Cobra poco. No habla. Vuelve en el 514 mirando por la ventana. Todavía sueña. No lo dice, pero le da vergüenza.

—La peluquería era mi lugar, ¿sabés? Ahí era alguien.

Vive con la madre, una señora amargada que mira novelas turcas y pregunta por qué no busca algo “en blanco”.

—Lo único blanco en mi vida son las canas — se ríe Aldana tocándose las raíces—. Se están poniendo de moda. 

Tiene una hija de ocho años que juega con las muñecas y dice que de grande quiere ser “influencer de peinados”. Aldana no ríe cuando lo cuenta. A la noche, barre el piso. Guarda las tijeras en una lata de galletitas importadas.

Antes de acostarse, sube un reel a Instagram, dando consejos de moda. Usa muchos filtros. Pone música pop de los 80. En la descripción, escribe:

“Seguimos firmes con #Passion. ¡Consultá por ofertas!”

Cinco likes. Uno es suyo.

***

El círculo azul gira en la pantalla una y otra vez. Camila se quedó sin datos saliendo de una reunión en un coworking de Thames y Honduras. 

Es una de esas tardes porteñas sin temperatura: ni calor ni frío, ni entusiasmo ni bronca. Revisa el saldo. Cero datos.

Cruza a un kiosco. Los leds del centro del local caen directamente sobre una pila de dos metros de botellas Aquarius, robándole destellos naranjas al porcelanato blanco. Parece una instalación de Marta Minujín sobre el consumo y el azúcar.

—¿Me pasás la clave?

 —¿Vas a consumir algo?

El pibe ni la mira. Sus ojos están clavados en el teléfono, y tiene los auriculares puestos. Ella suspira, elige una barrita de cereal que no piensa comer, y saca la American Express Black. Le tiembla un poco la mano cuando la apoya en el mostrador, como si tuviera que explicar algo. Pero nadie la está mirando. Su orgullo se resiente todavía más.

El pibe le pasa la clave: 987654321. Con eso, Camila carga saldo. Y vuelve a entrar al sistema.

El celular vibra con una notificación: un clip editado. Un político grita frente a una pantalla. Laura lo mira sin pestañear. Ella hizo eso. Editó los cortes, los subtítulos, la música. Sabe que es basura, pero no lo dice en voz alta. Cobra por eso. 20 lucas por clipeo. Es poco pero no tiene jefes ni horarios. Tampoco certezas. Pero es dueña de una American Express heredada que paga a fin de mes, todos los meses, sin ayuda de los padres. Eso la hace sentir bien.

Una vez lo contó en una cena y todos la felicitaron. Después dijo que bancaba a Guillermo Moreno y todos se rieron. Ella no. Dijo que la inflación era un fenómeno político, no económico. Que había que nacionalizar los datos móviles. Nadie la contradijo, pero desde entonces piensa dos veces lo que dice frente a extraños.

Sale del kiosco, guarda el teléfono. Camina por Honduras, esquivando un corralito de madera donde se amontonan hojas y bolsa de nylon. Camila se considera una persona lúcida. Pero empieza a pensar que no entiende nada.

***

¡Y claro que volvió al tabaco! ¿Qué esperaban? Toda esa épica de la caña agroecológica, del machete hombro con hombro, del trapiche comunitario, del fertilizante orgánico hecho con bosta y voluntad... Todo muy lindo. 

¡Y claro que volvió al tabaco! ¿Qué esperaban? Toda esa épica de la caña agroecológica, del machete hombro con hombro, del trapiche comunitario, del fertilizante orgánico hecho con bosta y voluntad... Todo muy lindo. Pero Cristobal tiene setenta años. Setenta. Y un pulmón izquierdo silbando como pava sobre el fuego, y la espalda a la miseria, y unos ñudos en la espalda que suben como enredadera hasta los brazos.

Así que claro. Volvió al tabaco.

Cristobal pidió permiso a sus compañeros de la cooperativa La Dignidad, de San Vicente, en el corazón de la selva misionera. Lo explicó con voz calma.

—Dos hectáreas, nomás. Para mí y para Sandra.

Nadie dijo que no. Todos saben. Todos entienden. Todos, mientras asentían, se preguntaban cuándo les va a tocar hacer lo mismo.

El ingeniero vino a la semana, con semillas, bidones y un protocolo. Una biblia en A4 con tapas de plástico celeste y hojas foliadas, cada una con un encabezado: “Tipo Virginia, variedad 401, veinte plantas por metro”.

En una hoja final, había indicaciones de seguridad. Una advertencia en letras grandes: “Usar protección.”

Ja.

Cristobal ya sabe cómo es. Lo hizo durante treinta años. Caminar entre hileras de tabaco con la mochila cargada, el chorro de Round Up cayendo como ácido por la espalda, el olor que se mete por la nariz y por la boca hasta adormecer la lengua.

Y después, a la noche, la picazón. Las uñas negras. El silbido en el pecho. 

Pero la obra social, hermano. Eso es otra cosa. Eso es médico gratis, farmacia gratis. Eso es el precio del miedo. Eso es un lujo.

Su esposa, una polaca flaca de mirada dura, cocina como si el funeral fuera mañana. Guisos colosales, mandioca hervida, caldo con choclo y hueso. Él, empuñando la cuchara, dice que se quedaron solos. Pero que sigue yendo a las reuniones de la cooperativa. Escucha. Asiente. Aporta algo. Después vuelve y riega el tabaco con la mochila al hombro.

Es un tipo de los de antes. Así le dijo al militante del Movimiento Agrario Misionero que vino a hacer un relevamiento socioambiental. Él es de los buenos. No renuncia ni siquiera cuando ya no queda nada por pelear. 

Se sienta bajo el alero de zinc. Mueve los pies descalzos en el piso de porlan. Y dice:

—Yo sé que esta porquería me está matando. Pero si no, me moriría peor.