Diez proposiciones sobre el cine y la guerra

¿Qué tiene que ver el cine con la guerra? Como dice el autor de este artículo, entre cine y guerra hay una alianza tan técnica como simbólica. Este texto explora cómo el cine ha representado la guerra desde sus orígenes hasta hoy. Wolf dibuja una verdadera cartografía del cine que va de John Ford a Francis Ford Coppola, pasando por Werner Herzog, y de Lucas Demare a Lola Arias, pasando por Alberto Fischerman.

por Sergio Wolf

1/ Ir a la guerra

El cineasta revisa el plan de rodaje en su computadora en un bar. Llega un colega y le pregunta si va a esperar o si va a guerrear. Un verbo anticipa que filmará un documental y el otro que filmará una ficción, pero la diferencia entre ambos supone, más bien, distintas estrategias frente a esa porfìa de intensidad extrema que es una filmación, acuciada por el clima, el costo del tiempo y el ajuste al plan, las mil decisiones previas y el millón de decisiones a tomar sobre la marcha, las distintas cabezas de equipo que deben responder, el equilibrio para tramitar los egos y las propias exigencias del cineasta. Por eso Werner Herzog decía que para dirigir una película no importaba lo que alguien supiera de cine sino el estado físico. Lo mismo se podría decir de un general en una guerra. 

Si bien podemos comprobar esa analogía del cineasta como general cuando vemos (por tomar un caso) el backstage de James Cameron en el set de Titanic, a veces lo fueron literalmente, como cuando John Ford, Frank Capra, William Wyler, George Stevens y John Huston, cinco grandes cineastas del cine norteamericano de los `40, fueron al frente a rodar documentales de propaganda, y algunos se convirtieron literalmente en hombres de guerra, como John Ford, que es nombrado comandante de la Reserva Naval de los Estados Unidos para dirigir la unidad fotográfica de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), incluso con resultados que tuvieron reconocimiento artístioco, como el del cortometraje La Batalla de Midway, que gana el Oscar en 1943. O incluso ver que Alas, en 1927, fue la primera película en ganar el Oscar, dentro del “género aviones”, y contratan como director a William Wellman porque en ese momento era el único director de Hollywood que tenìa experiencia como piloto de combate en la Primera Guerra Mundial.  

2/ Un lenguaje para la guerra

¿Películas de guerra o cine bélico? Lo primero, supone que el tema es la guerra (y en tal caso, queda por verse cómo se lo enfoca o cómo es la mira, para estar a tono); lo segundo, supone que la guerra es un género y eso lleva a pensar en leyes que lo definirían, como ciertas estructuras particulares de narración (por ejemplo, los tres tipos de combate: aire, mar y tierra) así como ciertos arquetipos para los personajes (el estratega, el soldado valiente, el desertor), cierta problematización para dar una información siempre compleja por los factores en juego, ya de lo que la produjo como de los resultados parciales y del desenlace (si la película lo contara) y, sobre todo, cierto tratamiento del espacio, en tanto la guerra siempre implica una puja por un territorio. 

Justamente, el espacio del combate y el nacimiento del cine -dice Mariano Llinás- tienen un nexo de mutua implicación, porque cuando David Griffith “inventa” el lenguaje del cine buscaba que fuera un arte mayor que el teatro y para eso el invento de los planos generales le permitía dar cuenta de la multitud, ya no de un modo alusivo sino material. Dicho de otro modo: el gran plano general se inventa para poner en escena batallas. De allí que cuando Griffith filma en 1915 la gran saga de la Guerra de Secesión en El nacimiento de una nación, esa lucha entre las fuerzas del Norte y el Sur, que había terminado en 1865, apenas cincuenta años antes, ponía la cámara arriba de la montaña y vaya a saber qué tipo de megáfono usaba para que los extras que hacían de soldados se alinearan. 

“Las películas siempre encuentran su género por el tipo de cosas hacen, si llaman a especialistas en explosiones o a consultores militares, esas decisiones muestran que están pensando en cómo filmar la guerra”, agrega Llinás.

“Las películas siempre encuentran su género por el tipo de cosas hacen, si llaman a especialistas en explosiones o a consultores militares, esas decisiones muestran que están pensando en cómo filmar la guerra”, agrega Llinás. Si tomamos esa idea, el gran salto cualitativo lo dió Napoleón, también de 1927, en la que su director Abel Gance probó diversas formas de filmar las batallas, incluída “la cámara como una bala”, para concluir con tres pantallas -que luego llamaron Polyvision- en las que se debían proyectar, simultáneamente, a veces tres situaciones distintas en cada uno de los tres tercios, y en otras tres se unían volviéndose un único espacio panorámico. Así como se habla de las guerras napoleónicas como un gran momento ineludible de la historia, así, también, hay que hablar de las guerras cinematográficas napoleónicas, como un gran momento ineludible de la historia del cine.

3/ Vamos a ver la guerra

A la vez que se inventó un plano para filmarla también se inventó un público para verla. La guerra y el cine alineados en su afán de presente. Y ese presente era el drama y casi inmediatamente su farsa: no había terminado la Primera Guerra que ya Chaplin la burlaba con su soldado de la mala suerte al que todo le salía bien, en Armas al hombro. (Nota bene: los comediantes siempre tuvieron un radar especial para intervenir sobre los presentes trágicos (Chaplin en El gran dictador) o esperar su oportunidad (Jerry Lewis en ¿Dónde está el frente?, cuya trama del atentado desquiciado parece una inspiración de la de Bastardos sin gloria, aunque Tarantino prefiera que se la hermane con las misiones de las de Sam Fuller). 

Pero si bien concedían un espacio para los noticieros, en aquellas funciones del cine mudo la presencia de noticias reales de la Primera Guerra no tenían la omnipresencia que tuvieron en el sonoro, en el que la mayoría de los estudios de Hollywood o bien tenían su propia división de noticias (Fox Movietone, Universal Newsreel), o bien las compraban a otros (The March of Time para MGM) para completar los programas que ofrecían en sus salas: antes de la o las películas de su cosecha (el melodrama para damas y el drama doméstico para las parejas) iba el corto de animación y el newsreel (noticiero), en el que la guerra ocupaba el lugar estelar, y que se renovaba semanalmente. Iban a ver la película pero también iban a ver cómo iba la guerra (a completar la sinergia informativa que traían de los diarios y la radio, menos espectaculares). 

La alianza entre cine y guerra ya se verificaba en el territorio de la ficción y en el territorio de lo documental, pero las ficciones de guerra siempre tuvieron su olfato alerta para que lo verosímil de la trama tenga su correlato con el verosímil de la guerra.

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La alianza entre cine y guerra ya se verificaba en el territorio de la ficción y en el territorio de lo documental, pero las ficciones de guerra siempre tuvieron su olfato alerta para que lo verosímil de la trama tenga su correlato con el verosímil de la guerra. El documental puede reflexionar sobre la guerra pero lo que siempre se espera de el es ese estar ahí, poder temblar cuando la cámara pierde el pulso por las bombas porque estamos en el punto de vista del soldado, en la Irak de Occupation: Dreamland, de Scott y Olds, o bien por las demoliciones israelíes del poblado palestino en Cisjordania en No other land, de Basel Adra y Yuval Abraham, que se llevó el Oscar a Mejor Documental porque logró esa proximidad.

Pero cuando Christopher Nolan toma las decisiones sobre su monumental ficción Dunkerque, centrada en la evacuación de los aliados en 1940, para evitar el tan temido psicologismo casi prescindió de los diálogos, para portenciar el efecto de agobio trabajó con el plano secuencia y usó fílmico para recuperar la textura del grano del cine bélico de los ´40, descartando las comodidades de la imagen digital, y buscó que todos los efectos y la espectacularidad de las escenas de masas fueran con actores y no con efectos de posproducción. Nolan fue un estrategia militar ya en la escritura del proyecto, una estructura desde tres perspectivas, aire. tierra y mar, y entendió que hay una dimensión documental ineludible en la guerra como espectáculo cinematográfico.

4/ Cada uno con su infierno

La guerra es una contraseña de singularidad. Es el modo más local y a la vez más universal de identidad. En ningún otro capítulo de su historia un país despliega con más fuerza sus afán de grandeza y sus vicios privados, sus heroísmos y sus miserias, sus debates y sus naufragios, sus certezas y sus melancolías. La guerra es una máquina que permite ver los tres tiempos de un país y el cine es el dispositivo que mejor permite verlo, por ofrecerle imagen y sonido pero, además, porque -como ella, como la guerra- es un hijo de la técnica. Así como se puede hablar de la Primera Guerra Mundial a partir de los nuevos modos de industrialización de la fábricación de armas y de las armas en sí -el submarino y el tanque- y su incidencia en los nuevos modos de organización táctica, lo mismo puede decirse de la Segunda Guerra Mundial -esta vez, el radar y las armas químicas y atómicas- y todas las posteriores, marcadas por la informática y los misiles a distancia o las armas bacteriológicas, así como la guerra cambia siempre aliada con la técnica, el cine también. 

Si hay un lenguaje cinematográfico para filmar la guerra también hay una técnica cinematográfica para filmar la guerra, y así es que para poder filmar en las trincheras de la Segunda Guerra se producen cámaras más portátiles y resistentes y película más sensible y que podía imprimir en las peores condiciones climáticas y de luz. Y si hacemos un salto hasta 1980, tenemos que Abraham Karem inventa los llamados vehículos aéreos no tripulados (UAV), conocidos hoy como drones, principalmente para fines militares y solo más tarde para usos civiles y comerciales y por tanto para el cine, como reemplazo de las tomas en helicópteros y aviones, más costosas y muchas veces difíciles o imposibles por el tipo de terreno o por ser zonas prohibidas. (Paul Virilio, en Guerra y cine, no solo entreteje los lazos entre técnica y guerra, sino también entre cine y guerra como variación de la velocidad, de una guerra a otra y de una época del cine a otra). 

Las guerras nacionales fueron y son filmadas, mayormente, por los cineastas de los países en disputa, desde la Guerra de los Balcanes hasta la guerra árabe-israelí, pasando por casos particulares como -por tomar apenas uno- el de la Guerra Anglo-Bóers, de la que que se ocupó aquel gran cine australiano de los ´70 y ´80, con películas excepcionales como Breaker Morant y Gallipoli. 

Quizás el gran caso en el que es imposible disociar la guerra de un país como rasgo excluyente del cine de un país sea el de la Guerra Civil Española. Que tuvo documentos y pienso en dos, muy dispares, ambos con archivos, mucho más singular en atrapar la materia de la guerra el Basilio Martín Patino de Canciones para después de la guerra que el Fréderic Rossif con sus trucos de montaje en Morir en Madrid. Pero sobre todo tuvo ficciones, quizás cien, o que parecen cien, y al cabo -como ocurrió con la Guerra de Secesión o la Guerra de Vietnam en el cine norteamericano- se volvió un género. Una guerra que corta en dos un siglo y un país, y eso despliega una necesidad y una apropiación.

Y por eso la Guerra Civil Española dió un cine documental de régimen (el noticiero No-Do) y películas de ficción de régimen (Sin novedad en el Alcázar, La ciudad perdida o Raza, basada en una historia del propio Francisco Franco), luego hubo comedias costumbristas (Las bicicletas son para el verano y Belle epoque), alegorías (Ana y los lobos), versiones deudoras de la literatura de hechos (Soldados de Salamina), o episodios recortados y puestos en foco (el Unamuno de Mientras dure la guerra o Arriba Hazaña, con su sublevación en un internado religioso), desde la mirada del niño (La lengua de las mariposas) o de las mujeres (Libertarias).

Y finalmente se volvió auto-conciente yendo hacia el cine hablando del cine (La niña de tus ojos) y por último, género, estación final en la que un cine puede pensar su historia y mitificarla primero para reinventarla después, llevándola hacia el fantástico (El laberinto del fauno), o dando por sentado lo que sabemos de la guerra y permitiendo la sinécdque de la parte por el todo (Frente al Guernica, de Gianikián y Ricci Lucchi: los efectos o “presencias” del bombardeo, de la guerra hoy), o jugando al límite el tema de los enemigos irreconciliables y “las dos trincheras” como puntos de vista opuestos en el cruce de una trinchera a la otra en modo comedia screwball (La vaquilla). Por eso es que quizás el mayor debate sucedió cuando fue un extranjero el que decidió narrar las traiciones, como Ken Loach en Tierra y libertad, más allá de que su perspectiva de inglés estuviera validada por el rol que ahí tuvieron las brigadas internacionales.

5/ La guerra como fuera de campo

Si aceptamos que filmar la guerra es filmar el espacio, si es el modo en que se ponen en escena los cuerpos en lucha en/y/por un espacio, si es la planificación para que la explosión del tanque pueda ser encuadrada creando la ilusión de que estalla cerca del protagonista, si es el experto en radares asesorando a los guionistas, si aceptamos que eso es “el cine bélico”, ¿a dónde van a parar aquellas películas que hacen ver y oír la guerra sin que la veamos? Muchas veces, porque se elige que estemos en un refugio antiaéreo mientras los bombardeos y ametralladores solo se oyen, como en Voces distantes, de Terence Davies. O porque se narran hechos del pasado, en películas sobre historias amorosas o juicios militares que pueden evocar momentos ìntimos -una calle de una ciudad, una trinchera- pero evitan la idea de espectáculo que está en el germen del matrimonio entre el cine y la guerra.

Como en la película checa Diamantes de la noche, de Jan Nemec, en la que dos chicos judíos huyen de un tren que los llevaba al campo de concentración y esa fuga deja la guerra en un fuera de campoo activo, que asoma y tensiona cada momento, haciendo que el plano real y el plano imaginario no puedan distinguirse. O en Lo que queda del día, de James Ivory, con la guerra del otro lado de la puerta y vista por un mayordomo -aunque es más “sobre mansiones que sobre guerra”, como bien dice Llinás-, o el ya clásico uso del dispositivo teatral de Por la patria, de Joseph Losey, para evocar ese espacio, partiendo de esculturas que recuerdan y archivo documental que traen al presente ese universo al que nos hacen viajar. (Apunte al paso: esas últimas son formas cinematográficas que permiten ver el avance del psicologismo o lo íntimo-subjetivo por sobre lo espectacular de la guerra, que aparecen con las películas de la Segunda Guerra Mundial y no estaban en la Primera -y no solo porque en ese período el cine no tenía sonido- y que tienen su correlato en los años ´60 con lo que se llamaba “cine antibélico”, ese cine de posguerra pacifista y que dió películas en las que recurrían a los peores guionistas, llamados buenas intenciones y lugares comunes).

Pero también se puede pensar ese fuera como campo como un modo de filmar la guerra a partir de las condiciones de producción, como en Casco de acero, en la que Samuel Fuller contó la historia de un pelotón capturado por los norcoreanos y la filmó en diez días, con poco más de veinte extras que eran estudiantes de la Universidad de California, en un estudio de filmación ahumado con un falso tanque de chapa y exteriores en el Parque Griffith de Santa Mónica, en las afueras de Los Angeles. ¿Fuller? ¿Nada menos que Fuller, que decía “el cine es como un campo de batalla”, será el confinado al reino de los réprobos del cine bélico? A Fuller siempre le interesó más la tensión extrema y el salvajismo hacia el interior del grupo, y las paradojas de las pasiones -amorosas, pero no solamente- que el azar une cuando no debieran unirse, todo más que el combate en sí, pero eso no impidió que haya un cuerpo de obra de cinco películas en su filmografía diversa -policiales, westerns, films de terror- que defina su cine primordialmente como un cine bélico.

Hace Bayonetas caladas justo después que Cascos de acero pero con el mismo enemigo y luego, en la misma década del ´50,  seguirá la sensacional Verboten!, otra vez con la ciudad desierta y el enemigo oculto y un romance prohibido como el título, y luego con Las puertas rojas, situada en la Primera Guerra de Indochina, pero siempre con el combate en estudio -y hasta con fotos y maquetas en escala-, con la marca de la subtrama amorosa. Y finalmente en Más allá de la gloria, en la que el propio Fuller incorpora sus propias experiencias en el Primero de Infantería en la Segunda Guerra, con un sargento (Lee Marvin) y cuatro de sus soldados, un grupo errante y asolado por fantasmas que va de África a Sicilia o Normandía, casi sin acción cuerpo-a-cuerpo.    

Si hay un lenguaje cinematográfico para filmar la guerra también hay una técnica cinematográfica para filmar la guerra, y así es que para poder filmar en las trincheras de la Segunda Guerra se producen cámaras más portátiles y resistentes y película más sensible y que podía imprimir en las peores condiciones climáticas y de luz

6/ Narrar la guerra, una estrategia

La guerra lleva todo al límite y el cine fuerza sus límites, tanto cuando intenta narrarlo todo (en La guerra y la paz, de Serguei Bondarchuk, con sus cuatro partes y ocho horas y su rodaje en 70 mm), como cuando intenta contemplar los dos puntos de vista del conflicto (en Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, en que Clint Eastwood decide hacer dos películas para contar los dos puntos de vista, y casi como un modo de refutar todo lo que no explica la célebre foto de esa, la más famosa batallas norteamericanas del Pacifico), o cuando intenta narrar la guerra desde un punto de vista restringido y más físico (en Lebanon, de Samuel Maoz, es la Guerra de Líbano desde el interior de un tanque israelí, o en El barco, de Wolfgang Petersen, es la Segunda Guerra desde un submarino de combate alemán). O cuando piensa que el trauma es un agujero narrativo que la película repone y viaja de la ficción animada como sustituto tranquilizador de lo real de la guerra como algo insoportable e irrepresentable (en la poderosa Waltz with Bashir, de Ari Folman, sobre la Guerra del Líbano y la masacrecde Sabra y Chatila).  

Allá por los ´80, al cine se le ocurrió preguntarse quién cuenta la guerra y si bien probó algunas fórmulas antiguas (la clave episotolar en Pelotón, de Oliver Stone) descubrió que el periodismo podía abrir un camino nuevo y merodeó la revolución sandinista aunque revolución no es género bélico (en Bajo fuego, de Roger Spottiswode), el golpe de estado al dictador Sukarno en Indonesia aunque golpe de estado no es género bélico (en El año que vivimos en peligro, de Peter Weir) y por fin la guerra del Líbano que sí es género bélico, en Círculo de engaños, de Volker Schlöndorff, que en un fallo salomónico más parecido a una tregua, compartió la Palma de Oro en Cannes nada menos que con Apocalypse Now. Dos reporteros viajan a una Beirut bombardeada y logran imágenes de los muertos, “una guerra polaroid -al decir de Serge Daney-, con personajes “que se vuelven traficantes de imágenes así como hay traficantes de armas”. 

Nadie la menciona porque no hay cascos ni tanques aviones ni patrullas pero la gran película bèlica es la que cierra esa década del ´80: La guerra de los Roses, de Danny De Vito. Parodiando la Guerra de los Dos Rosas -la Casa Lancaster contra la Casa York, pugnando por el trono de Inglaterra, entre 1455 y 1487- esta historia del matrimonio que estalla entre Barbara Rose/Kathleen Turner y Oliver Rose/Michael Douglas es un ejemplo que la guerra del cine es la guerra por otros medios, si tomamos la premisa de Clausewitz como punto de partida indistinto para ambos, y que de los tres elementos de la guerra como fenómeno uno crucial es que “está compuesta de violencia primordial, odio y enemistad”. Tácticas y estrategias de aniquiulación, avances y retrocesos de fuerzas en un territorio minado, mapas y armamentos de combate, eliminación de lo más preciado del enemigo y lucha hasta el fin son los puntos de giro del programa bélico de esta cumbre contada por un abogado que no pudo mediar -no pudo hacer que la polìtica sea la guerra por otros medios- y lamenta la guerra final como una fatalidad que no ha dejado nada en pie. "Si conocés al enemigo y te conocés a vos mismo, no debés temer el resultado de cien batallas", decía Sun Tzu en El arte de la guerra

7/ Nuestro cine, nuestras guerras

¿Qué hizo el cine argentino con sus guerras nacionales? Curiosamente, el cine argentino del período del cine de estudios, entre los 30 y los 50, eligió la Guerra de la independencia y no la de la Triple Alianza, que había terminado apenas sesenta años antes del cine sonoro, con la posibilidad de trabajar o investigar con personas que la habían vivido, o sobrevivido. A cambio de eso, preferían a Güemes contra los realistas (La guerra gaucha, de Lucas Demare), o bien insólitos casos como el del documental mudo En el infierno del Chaco, que hizo Roque Funes en 1932, yendo a registrar el inicio de la Guerra del Chaco, el conflicto entre Bolivia y Paraguay, y quedándose ahí hasta 1935, también contada en off en Hamaca paraguaya, de Paz Encina. Lo más cerca que estuvo el cine argentino de la llamada Guerra con el Paraguay fue la búsqueda de “la perspectiva imposible” del pintor Cándido López en sus cuadros de la Batalla de Curupaytí en el documental Cándido López y los campos de batalla, de José Luis García, con planos en esos mismos lugares de los cuadros. 

Lo que propone Eduardo Russo es que el espectador tiene que “sentirse afectado por cierto grado de contemporaneidad con la guerra en cuestión” y que las otras guerras, lejanas o futuras, ya no pertenecen al género bélico sino al cine histórico o épico o a la ciencia-ficción (en ese sentido, las películas de batallas que filmó Kurosawa, como Kagemusha o Ran, serían cine épico y no bélico, y las alegorías de guerras no situadas, como Los carabineros, de Godard, serían algo que no es bélico, pero parece difícil aceptar esta premisa y pensar que Star Wars, de Lucas, o incluso Aliens, de Cameron, se aloje solo en la ciencia-ficción sin cohabitar con el bélico, cuando el combate entre ejércitos es indesmentible). En todo caso, es lo que sucede con el cine argentino, que desde su nacimiento como cine cultivó con suerte adversa el “género histórico” en su registro de “Guerra de la Independencia”, incluyendo las batallas cuerpo a cuerpo, como ese San Martín en dos tiempos y cuarenta años de distancia: de El santo de la espada a Revolución: el cruce de los Andes.

O bien los casos de La muerte en las calles, de Leo Fleider, o El prisionero irlandés, de Carlos María Jaureguialzo, que pensaron de modo opuesto las invasiones inglesas (con combate módico una, con un irlandés y una criolla en romance de posguerra la otra). Aunque, claro, película de invasiones no es película de guerra. (Dicho sea de paso: queda para algún entusiasta pensar por qué ese género histórico proliferó en los 40-50 y 70, los dos momentos en los que el cine argentino se pensó como industria). 

Pero nos queda la única guerra, la Guerra de las Malvinas. Así como la literatura sí pudo pensar modos de narrar la guerra (dos sistemas complementarios: de Los pichiciegos de Fogwill a Dos veces junio de Kohan), así la política nunca supo bien qué hacer con Malvinas y así es que el cine argentino tampoco pudo pensar un punto de vista. No pudo trascender el trauma, el miedo de la dictadura en un antes y durante la guerra desde la posguerra (Los chicos de la guerra: una trinchera sin combates) o el flashback desde el presente y la historia del soldado aterrorizado (Iluminados por el fuego: el combate sin enemigo visible), las dos basadas en memorias de ex-combatientes. 

En todo caso, y exceptuando esas películas con “la guerra como telón de fondo”, con su giro epocal de la radio o el televisor donde se oye el “estamos ganando” o el discurso de Galtieri, y otras que orillaban la abyección (Fuckland: los dos que viajan a embarazar isleñas para repoblarlas de argentinos…), quizás haya tres películas que más que pensar cómo filmar la guerra filmaron cómo pensar la guerra. Una es Los días de junio, de Alberto Fischerman, filmada apenas dos años después de la rendición, con sus tres amigos en plena guerra y uno que está exiliado y vuelve en ese momento, y ahí la guerra es vista irónicamemente pero también como un atajo para la vuelta a la democracia (queda como dato a recuperar la idea de una película que merodea Malvinas con un grupo de amigos que no son combatientes sino militantes de los `70 que la dictadura olbigó a separar y Malvinas vuelve a reunir, como una patrulla reencontrada).

Otra fue La forma exacta de las islas, de Edgardo Dieleke y Daniel Casabé, ya incorporando los modos mixtos del nuevo cine argentino, con una investigadora que va a Malvinas a ver con sus propios ojos y despojada de prejuicios la vida allí. Y finalmente Teatro de guerra, de Lola Arias, que nace como una experiencia teatral con ex-combatientes de ambos bandos y que luego muta en película, en un modo de ejercicio inmersivo y provocador. ¿Es eso todo lo que puede o pudo hacer el cine argentino con la incomodidad que produce la Guerra de Malvinas? ¿Se puede dejar en puntos suspensivos?...

¿Qué hizo el cine argentino con sus guerras nacionales? Curiosamente, el cine argentino del período del cine de estudios, entre los 30 y los 50, eligió la Guerra de la independencia y no la de la Triple Alianza

8/ La guerra de un hombre es todas las guerras

Quizás, junto con el de Napoleón y el de Fitzcarraldo -Herzog nunca fue más a la guerra como en ésa-, el de Apocalypse Now y Francis (ex Ford) Coppola sea un caso único donde el rodaje y la película se mimetizan y donde las condiciones materiales de producciòn se superponen con las condiciones materiales de los personajes y las situaciones que se filman. Ésta fue otra guerra, debía ser otra guerra y quizás todas las guerras, aunque tomara una guerra colonial del siglo XIX como la que narraba Conrad en la novela El corazón de las tinieblas -y que debió ser la primera película de Orson Welles: uno que dio la guerra a los estudios de Hollywood y fue aniquilado- y la convirtiera en la Guerra de Vietnam, la gran guerra del cine de la segunda mitad del siglo XX, la más extensa entre países no vecinos. ¿Cuál colonialismo? ¿El imperialismo? 

La trama básica que Coppola tomó del libro de Conrad es el viaje de Willard (ya no Marlow) con su patrulla hacia el coronel Kurtz, que ha roto comunicación y fundado una especie de reino en medio de la selva, y a quien le han encomendado eliminar. Los tormentos del viaje fueron los mismos que los del rodaje (el tifón, la enfermedad y locura de Sheen-Willard, los que van abandonando el set) y hasta lo interminable de la guerra-filmación (rodaje de catorce meses en la selva filipina). Solo las astucias y el deseo de un cineasta nacido bajo el signo de la guerra pudieron sostener todo (no hay que olvidar que Coppola fue guionista de Patton).

De todo lo que se ha escrito sobre Apocalypse Now, sobre la narración con un protagonista fuera de campo durante más de horas y que aparece para el duelo-combate final hasta la “danza valquiria” de los bombardeos aéreos, pasando por la guerra de los sentidos y el olor del napalm hasta escenificar con el Coronel Kilgore/Duvall disfrutando los surfistas, como si ahí concediera de modo fabuloso a aquello que escribe Eduardo Russo, diciendo que la guerra de Vietnam fue mostrada por la TV y criticada por el cine. (En realidad, deja a Taxi Driver en el rubro del hombre traumatizado de posguerra sin guerra, a Regreso sin gloria del lado de las películas anti-bélicas sin guerra y a Rambo del lado de los superhéroes con anabólicos gym antes que los anabólicos de posproducción de Marvel). 

Hay un día en sus Notas a Apocalypse Now -Diario de filmación-, en el que su esposa Eleanor Coppola -que filmó y escribió al mismo tiempo- detalla esto: “Anoche hubo la mayor explosión de todas. Era el recorrido del napalm por el templo principal. Los de efectos especiales nos dijeron que jamás se había escenificado algo como aquello, aparte de en las guerras de verdad. Yo estaba en el búnker con los de efectos especiales, filmando una vista a través de los dos puestos por los que miraban mientras calculaban el tiempo de cada efecto en particular. Los efectos estaban calculados para hacer explosión con segundos de diferencia; así, se produciría una cadena continua de explosiones. La conmoción fue tan poderosa que un minuto pareció durar años.

Al final, la gente gritó y aplaudió. El cielo parecía de día hasta Pagsanjan. La toma del helicóptero fue quizás la más espectacular. Cuando terminó me puse a grabar sonido. Dean dijo en el grabador lo que yo había estado pensando: -Dios mío, en ninguna parte del mundo podrías comprar una entrada para ver un espectáculo como éste. Francis decía: -No hay demasiados sitios en el mundo donde podrías hacerlo, en Estados Unidos jamnás te lo permitirían. Los ecologistas te matarían. Pero en una guerra no pasa nada”. Lo que se puede y no se puede en una guerra como sinónimo de lo que se puede y no se puede en un rodaje. 

9/ ¿Dónde está la guerra?

Ahí era Willard y su patrulla. No una patrulla perdida, uno de los grandes temas del cine bélico, tanto como la toma de la colina enemiga (en la extraordinaria La delgada línea roja, de Terrence Malick), la supervivencia del grupo que cae prisionero (ya se ve el germen antibelicista en El puente sobre el Río Kwai, de David Lean, otro ariano que filmaba como yendo a la guerra, pero mejor vestido que Coppola), el rescate del soldado cautivo del otro lado o la trama de especialistas como el grupo de desactivación de artefactos explosivos en la Guerra de Irak de The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow. La patrulla perdida fue una película situada en la Gran Guerra y filmada en 1934 por John Ford que inventó un tópico, con ese grupo errante en las arenas árabes y acuciado por tropas ocultas. (Southern Comfort, de Walter Hill, es más una versión colectiva del trauma, con el pelotón asolado por fantasmas, que va desgajándose al perder soldados por un enemigo invisible).

La patrulla perdida como un modo de dejar la guerra fuera de campo o, mejor, como un sistema para contar la conformación y crisis de un grupo en una situación límite (y que Kubrick desplazó hacia la decisión de los jefes en La patrulla infernal, solo para que el Coronel Dax/Kirk Douglas pueda reducir el film a un subrayado antibélico en esa cita de Samuel Johnson del patriotismo como último refugio de los canallas). 

Cuando Alain Resnais filmó La guerra ha terminado el centro era la creación foquista de un grupo de exiliados -¿una patrulla dispersa?- que buscan atentar contra el franquismo. Pero las películas de guerrillas tampoco son películas de guerra, ¿no?, aunque los grupos armados hayan estudiado el momento en que se explican las tácticas de insurgencia y contrainsurgencia del FLN y el ejército francés en La batalla de Argelia, que sí es del género bélico. En todo caso la patrulla perdida y aquella pregunta de si la guerra ha terminado se unen en una de las grandes historias de guerra, la de Hiroo Onoda, el último soldado japonés en rendirse después de terminada la Segunda Guerra Mundial, en…. 1974, y que no es casual que justo sea Herzog quien la escribió como novela: El crepúsculo del mundo. Onoda estaba en la isla filipina de Lubang con otros tres compañeros, manteniendo el territorio ocupado hasta el retorno del ejército imperial. Leían signos aislados como pruebas de que la guerra continuaba.

Aprendieron que la selva era un buen escondite, sobreviviendo como podían pero varios van muriendo hasta que en 1974 llegó a esa jungla Norio Suzuki, un explorador japonés, y le contó todo lo que había sucedido en el mundo en esos casi treinta años desde el fin de la Segunda Guerra. Onoda le dijo que se rendiría solo ante un jefe que le de una orden militar de hacerlo. Suzuki consiguió a un casi nonagenario comandante Yoshimi Taniguchi y recién ahí Onoda aceptó entregar su fusil Arisaka y sus municiones. En el conmovedor homenaje que le hace a las patrullas perdidas Mariano Llinás al final de Historias extraordinarias están todas las patrullas perdidas, las que fueron y las que serán.

10/ La guerra ha terminado. ¿La guerra ha terminado?

Hace un tiempo, el diario Libération tituló: “La guerra está en todos lados”. Siempre habrá una guerra para el cine y un cine para la guerra. Y siempre habrá una nueva pregunta. Desde si las situadas en la llamada “Guerra fría” son de guerra, aunque no haya combate ni violencia fìsica ni aviones, y preferimos contestar que no, que son de otro género del de espías, hasta interrogar a los cineastas acerca del “¿qué hiciste tú en la guerra?” y que podría tener en interrogador estrella a Fassbidner o a Godard, o escalar la cólera al ver a aquellos que -como decía Daney- usan “las guerras justas en los países pobres como pobre decorado de su psicoanálisis personal, su diván salvaje”.

Están esas películas de la Liberación y la Resistencia, que el cine italiano desde poco antes del fin de la Segunda Guerra hasta los años 50 y entre ellas Paisá, que dirigió Roberto Rossellini en 1948 y se divide en seis episodios, que van de Sicilia a Nàpoles, de Roma a Florencia y de la Emilia al valle del Po, todas con un prólogo documental sobre el que se incrusta una breve ficción, y que van desde las heroínas olvidadas hasta el romance trágico y la historia del soldado perdido y los temas de incomunicación y los capellanes y los temas de fe o los nazis despiadados, logrando quizás la película de guerra más conmovedora, la que respeta la integridad de los “hechos” -como bien pensaba André Bazin-, la que nos reconcillia con la emoción y la tragedia de la especie y el sentido del cine como revelación y materia. El cine puede ser la guerra por otros medios pero también un instrumento que late como late un corazón.

Hace un tiempo, el diario Libération tituló: “La guerra está en todos lados”. Siempre habrá una guerra para el cine y un cine para la guerra.