El anticomunismo nunca dijo adiós

Marina Franco y Ernesto Bohoslavsky son dos historiadores argentinos especialistas en historia reciente enfocados respectivamente en procesos de violencia política e historia comparada de grupos e ideas derechistas. En Fantasmas Rojos: el anticomunismo en la Argentina del siglo XX (UNSAM Edita, 2024) estudian  los usos de la categoría «comunismo», las formas en cómo se manifestó el anticomunismo, los miedos y los clivajes que alimentó esa posición. En este entrevista analizan por qué el «comunismo» vuelve a estar en boca de algunas derechas argentinas.

por Mariano Schuster

En el primer capítulo de Fantasmas rojos afirman que la lógica bajo la que se desarrolló la prédica anticomunista alcanzó incluso a los anarquistas, lo que indica que las formulaciones utilizadas para atacar al «comunismo» precedían incluso al desarrollo mismo de esa identidad política. ¿Cuáles fueron esos dispositivos y esas lógicas sobre las que se estructuró el discurso anticomunista y a qué sectores fue alcanzando progresivamente?

Marina Franco: Pensar los usos del concepto «comunismo» en boca de los anticomunistas fue un verdadero reto, y una de las conclusiones a las que arribamos es que la categoría operó como un significante vacío. Efectivamente, al indagar en el fenómeno adoptamos una mirada extensa, centrada en el siglo XX, y, a la vez, específica, en tanto nos concentramos en un caso como el argentino que es muy distinto al de otros países del continente. En Argentina, los sectores anticomunistas utilizaron la categoría de «comunismo» para describir y señalar a actores, fenómenos y experiencias muy diversas, que no se circunscribían a los militantes del Partido Comunista o a los de otras fuerzas políticas que reclamaban para sí ese apelativo. El término comunista estaba, en boca de los anticomunistas, cargado moralmente, a tal punto que era entendido como un «mal radical» que debía ser «erradicado» o «eliminado». En ese marco, el concepto era utilizado como una imputación a toda una serie de proyectos o espacios de izquierda a los que se veía como amenazas al orden establecido. En tanto en Argentina, a diferencia de otros países de América Latina como Chile y Brasil, el comunismo –como identidad de los partidos comunistas— careció, excepto en unos pocos momentos, de una verdadera relevancia político-electoral, la categoría adoptó un tono fantasmagórico. Y, tal como decías, los dispositivos sobre los que se montó el anticomunismo precedieron incluso el desarrollo del comunismo como fuerza política concreta. En tanto los sectores anticomunistas apelaron a los mismos dispositivos para pensar el anarquismo, las críticas a esa identidad deben ser incorporadas en la larga genealogía anticomunista. 

Que el comunismo –entendido nuevamente como la identidad de los partidos estrictamente comunistas— no haya tenido gran pregnancia en Argentina no implica que no lo tuvieran otras experiencias de izquierda. Allí están el anarquismo a fines del siglo XIX y principios del XX, el propio comunismo en la década de 1930, las organizaciones político-revolucionarias en las décadas de 1960 y 1970. Pero el hecho de que no hubiera una fuerza comunista con una fuerte gravitación política a lo largo del tiempo nos indica que debemos pensar los usos anticomunistas de la categoría «comunismo» como otra cosa, como un modo de clasificar a una diversidad de experiencias que no necesariamente referían al comunismo stricto sensu. Al estudiar este fenómeno detectamos un mismo dispositivo que se replica a través del tiempo: primero se dirige al anarquismo, luego a los sindicalistas revolucionarios y a los comunistas propiamente dichos, más tarde a las organizaciones revolucionarias, pero también a agrupaciones estudiantiles, jóvenes hippies, mujeres que luchaban por derechos sexuales y reproductivos y hasta a los jóvenes que hacían uso de drogas de modo recreativo. Los dispositivos de la persecución simbólica, de la persecución discursiva, de la persecución concreta desde el Estado fueron, aunque con marcas contextuales claras de cada momento histórico, similares a lo largo del tiempo. Si lo pensamos en términos de anarquismo y comunismo, por utilizar el ejemplo que proponías, a pesar de la diferencia entre ambas identidades, los mecanismos de construcción del enemigo fueron análogos. El anarquismo constituía, a priori, un peligro mayor, en tanto apelaba a la destrucción absoluta del orden dado. Sin embargo, el peligro se volvió más concreto después de la Revolución Rusa de 1917, porque la posibilidad de una revolución anticapitalista comenzó a permear el paisaje de lo posible. Esa es la razón por la que en ese momento el anticomunismo devino un clivaje organizador del escenario político para tratar a los sectores populares. Y es también la razón por la que el horizonte de expectativas anticapitalista comenzó a volverse real para actores del mundo obrero. Si las elites argentinas interpretaron esa revolución con el temor propio de quienes no la deseaban y la impugnaban, los sectores obreros y de izquierdas la vieron como parte de su nuevo horizonte de expectativas. No se trató solo de que las elites tuvieran más temores que antes, sino de que la clase obrera y las izquierdas renovaron sus horizontes de expectativas y ello agravó el miedo de las elites.

Ernesto Bohoslavsky: Quisiera añadir que el aspecto fundamental de nuestra investigación consiste en mostrar que el anticomunismo es, principalmente, un modo de imaginar el conflicto político y de imaginar al enemigo. En el caso del comunismo, ese enemigo es, para las distintas derechas, portador de una ilegitimidad absoluta y radical. Con el comunismo, parecían afirmar permanentemente los anticomunistas, no había transacción posible porque lo que estaba en juego frente a él era la posibilidad misma del orden. No importaba si ese enemigo se llamaba a sí mismo comunista o anarcosindicalista, o si se llamaba hippie o Frente de Liberación Homosexual. Porque lo que estaba sobre la mesa no era, para estos actores, lo que el enemigo decía de sí mismo, sino lo que ocultaba de sí mismo. Esto se conecta con un aspecto planteado por Ernesto Semán en su libro Breve historia del antipopulismo. Semán argumenta que el antipopulismo tiene dos siglos, algo que parece a priori imposible si uno piensa que, para que haya antipopulismo se precisa que exista primero el populismo. Pero el punto central es que no, que puede haber uno sin el otro, igual que hubo y hay anticomunismo sin comunismo. Ha habido anticomunismo antes de la Revolución Rusa (incluso de la primera, de la de 1905) y lo ha habido después de la caída del Muro de Berlín. El comunismo y el anticomunismo no son siameses que nacen juntos y mueren juntos. El anticomunismo es más antiguo y más longevo que el propio comunismo. 

Los dispositivos sobre los que se montó el anticomunismo precedieron incluso el desarrollo del comunismo como fuerza política concreta. El anticomunismo es, principalmente, un modo de imaginar el conflicto político y de imaginar al enemigo. 

 ¿Cuáles fueron los clivajes principales sobre los que se asentó el anticomunismo en nuestro país? ¿Con qué tipos de espacios se vinculó? 

Bohoslavsky: Un aspecto que es muy importante tener en cuenta es el del acentuado anticomunismo de la Iglesia Católica en Argentina. En el mundo católico, y particularmente en el llamado «integrista», el comunismo era considerado un mal, en tanto negaba a Dios, era manifiestamente «anticristiano», y rechazaba la trascendencia en nombre del materialismo. Esta posición recorrió claramente al catolicismo, al menos hasta mediados de la década de 1960, cuando el Concilio Vaticano II comenzó a modificar ciertas perspectivas, llegando incluso a generar diálogos entre católicos y marxistas. Hasta ese momento, buena parte de los espacios católicos y, sobre todo, los más integristas y ultramontanos, manifestaban un anticomunismo virulento, y lo asociaban, a su vez, a una condena del liberalismo. En las lecturas del integrismo católico argentino, que tuvieron un gran despliegue durante la década de 1930, el comunismo, más que un crítico del liberalismo, era una consecuencia de él. La genealogía que trazaban estos sectores para mostrar la relación de afinidad comenzaba con el desarrollo de la Reforma Protestante, continuaba con la emergencia de un paradigma antropocéntrico, y seguía con la Revolución Francesa y el desarrollo de una cosmovisión liberal. El comunismo, en esta lectura, no era un contendiente o un crítico de esas tendencias históricas, sino su consecuencia. En ese marco, la vocación de sostener que la identidad argentina era una identidad católica, y la vocación de «restaurar» ese rasgo de manera permanente, se tiñó de anticomunismo, de antiliberalismo y, por supuesto, de antisemitismo. 

Franco: Otro clivaje que es importante mencionar es el del permanente anticomunismo de las Fuerzas Armadas. Ese anticomunismo estuvo muy lejos de ser simplemente un elemento más dentro del mundo militar: fue, en toda regla, su faro ideológico. Lo fue, en buena medida, por la combinación entre nacionalismo y catolicismo que comentaba Ernesto, y eso explica el hecho de que su desarrollo, lejos de haberse cifrado en los tiempos de la Guerra Fría, emergiera tempranamente, ya en las décadas de 1920 y 1930. Es cierto que hubo otros actores que desarrollaron posiciones anticomunistas: las derechas conservadoras, buena parte del mundo católico, una porción importante del peronismo. Pero dado el papel troncal de las Fuerzas Armadas en el juego político de la Argentina del siglo XX, el anticomunismo militar tuvo un peso decisivo en el conjunto del aparato estatal y en las lógicas del conflicto político, incluso en su ejercicio de la violencia en conflictos internos como fue el terrorismo de Estado. En un país que tuvo elevadísimos niveles de violencia política, el hecho de que las fuerzas militares adoptaran el anticomunismo como faro ideológico no hizo otra cosa que reproducir y ampliar esos niveles de violencia. En los tiempos de la Guerra Fría esto se verificó de manera más que clara. De hecho, mientras hacíamos nuestra investigación, encontramos algunas cosas notables: por ejemplo, que a partir de 1958, es decir, durante el gobierno de Frondizi, el Estado mismo devino un aparato netamente anticomunista. ¡Y hablamos de un gobierno civil! Pero claramente estaba atravesado por la lógica que impregnaba a las Fuerzas Armadas que se habían apropiado por entonces de la doctrina francesa de la guerra revolucionaria y, poco después, de la Doctrina de la Seguridad Nacional.

En el apartado inicial del libro estudian lo que denominan como «el gran miedo rojo» entre 1902 y 1932 y muestran que el combate al comunismo se interpretó, fundamentalmente, como una defensa del orden. ¿En qué medida la crítica anticomunista era también una crítica a la naciente democracia de masas? ¿Cómo se combinó, por ejemplo, con posiciones xenófobas y antisemitas?

Bohoslavsky: En efecto, la particular recepción del miedo por la réplica de la Revolución Rusa en Argentina es inseparable de las preocupaciones que ya circulaban en la escena nacional. Y una buena parte de esos miedos de las elites tenían que ver, por un lado, con los impactos no previstos de la reforma electoral de 1912 –que le dio el triunfo a los radicales cuatro años después– y, por el otro, con la intensidad de la conflictividad sindical alentada por trabajadores extranjeros inspirados por el anarquismo o el anarcosindicalismo. El anticomunismo permitió zurcir todos esos miedos y darle alguna pátina de coherencia. 

El «miedo rojo» coincidió, entre 1918 a 1921, con los numerosos problemas socioeconómicos que trajo la posguerra para un país que era exportador de bienes primarios que dejaron de ser tan demandados como en tiempos del conflicto bélico. Y a ello se sumó la percepción, por parte de los conservadores y los grandes propietarios, respecto del presidente Hipólito Yrigoyen, a quien no veían como alguien dispuesto a implementar la represión de manera automática, tal como lo habían hecho los presidentes ungidos por el régimen oligárquico. Ello fue llamado «obrerismo», un término con el que se quería decir que el presidente radical había elegido el campo del desorden y de la demagogia por sobre el del orden. El presidente, sostenían, era irresponsable o cómplice. 

La caracterización que diarios como El Pueblo o La Fronda hacían de los trabajadores involucrados en los conflictos sociales insistían en argumentos xenófobos y, en algunos casos, abiertamente antisemitas. Se trataba del antisemitismo moderno, aquel que achacaba a los judíos no ya la muerte de Jesús, sino la voluntad de dominar el mundo sea través del control de las finanzas o de los ejercicios revolucionarios. La perfecta simbiosis de anticomunismo, xenofobia y antisemitismo se produjo en enero de 1919 en Buenos Aires, con el desarrollo de un episodio de violencia urbana masiva, una suerte de ejercicio de autodefensa de clase (alta) contra lo que suponían que era complicidad o desidia del gobierno nacional.

Franco: Agregaría solo una cuestión y es que aquella coyuntura, el anticomunismo siempre ha mostrado una relevancia y una violencia mayúscula cuando ha interpretado y leído los conflictos locales -importantes e inquietantes para las élites- en una clave internacional basada en un peligro absoluto para el orden de Occidente. Eso puede verse con claridad tanto en el «miedo rojo» de estos años como en el contexto más álgido de la Guerra Fría, durante las décadas de 1960 y 1970. Desde luego, las élites y las derechas veían el conflicto local en términos de un peligro marxista o maximalista que avanzaba, y a veces sencillamente usaban y explotaban ese temor para justificar políticas regresivas o represivas. Convicción, utilización y temores reales e imaginarios se han mezclado y se mezclan todo el tiempo. 

Al margen de esto, solo quisiera insistir en que el antisemitismo es un rasgo muy fuerte del anticomunismo argentino y muy poco presente, por ejemplo, en otros países del Cono Sur, y debe ser tomado muy en serio. 

El antisemitismo es un rasgo muy fuerte del anticomunismo argentino y muy poco presente, por ejemplo, en otros países del Cono Sur, y debe ser tomado muy en serio.

A lo largo de todo el libro, dejan en claro que las estrategias represivas contra la pretendida «amenaza comunista» fueron acompañadas, en distintos momentos, de una serie de «políticas de integración» de la clase obrera, que tenían el objetivo de alejarla del «peligro rojo». ¿Cómo se desarrollaron esas políticas de integración y cuánta efectividad tuvieron? 

Bohoslavsky: Una de las particularidades de Argentina fue la de la capacidad de algunos actores anticomunistas para extender, progresivamente, su marco ideológico hacia los sectores populares. Esto en buena medida reflejó parte del éxito de la forma que tuvo el peronismo de imaginar la comunidad nacional. En términos estrictamente históricos podemos hablar de una dimensión productiva del anticomunismo peronista. El peronismo logró producir un relato nacional, un relato sobre «quienes somos nosotros, los argentinos», que, o bien excluye la pertenencia clasista o la hace compatible con la nacionalidad. Esa idea se sustancia en la noción peronista de que el único ciudadano efectivamente digno es aquel que trabaja. Ahí se evidencia una fusión entre lo nacional y la pertenencia a la clase trabajadora. Esa operación funcionó, y creo que muy bien, porque produjo una forma de identificación que no solo es diferente, sino que es claramente contradictoria y antagónica con la de la pertenencia clasista. Este fenómeno ayuda a entender una variación en el clivaje sociológico que se produce, justamente, a partir de la década de 1940. Si durante la primera mitad del siglo XX el anticomunismo se mostró claramente como una idea y una preocupación de «los de arriba», después del proceso peronista el anticomunismo se extendió progresivamente a otros sectores sociales. Bajo ningún aspecto podemos decir que tiene una pregnancia inmediata en los sectores populares y tampoco que se vuelve universal entre ellos, pero podemos ver que cala más fuertemente y de un modo que no es forzado. En definitiva, el anticomunismo se integra bien con otro tipo de pertenencia política. Después de la Semana Trágica de 1919, o incluso durante la década de 1930, no había manera de convencer a un trabajador de que el anticomunismo no se dirigía contra la clase trabajadora. El peronismo logró, progresivamente, que eso no sea visto necesariamente de ese modo. Y le funcionó bastante bien. Claro que cuando cambió el signo político, tras el golpe de 1955, se produjo un problema y es que el Estado ya no dominó ni articuló la herramienta de integración social del mismo modo, y tampoco produjo un relato capaz de integrar a la clase trabajadora. Ese relato lo retuvo el peronismo, pero por fuera del Estado. Y ahí se verificó el funcionamiento de dos anticomunismos –el peronista y el de las derechas tradicionales— que permanecieron enfrentados hasta 1973/1974.

Franco: La complejidad del fenómeno anticomunista es tal que solo se vuelve realmente comprensible cuando cruzamos distintas aristas a la vez y lo observamos desde líneas diferentes. Esto implica asumir que el componente anticomunista puede tener presencia en los actores políticos, en el Estado y en la misma sociedad civil, pero también comprender que puede desplegar una dimensión persecutoria y represiva o una basada en la integración social. Al pensarlo desde la dimensión integradora, lo primero que constatamos es que su éxito es mayor en términos sociales. La razón es evidente: a diferencia del que se expresa en una práctica meramente represiva, el anticomunismo desplegado desde la lógica de la integración social es capaz de producir consensos más amplios. Durante los primeros gobiernos de Juan Domingo Perón, una parte de la clase obrera no tuvo inconvenientes en aceptar el marco anticomunista, en la medida en la que este venía dentro de un paquete caracterizado por la integración social. El anticomunismo se volvió, así, más multiclasista, menos centrado, como decía Ernesto, en «los de arriba». Esa dimensión de integración, desarrollada desde el primer peronismo, contribuyó a cierta expansión del anticomunismo en Argentina. Y, además, consiguió expandirse en la medida en que el discurso anticomunista fue expresado por la propia voz de Perón, considerado el líder capaz de «encarnar los intereses nacionales». Allí tenemos una clave para entender la forma en la que se expandió el anticomunismo, una clave que se articula con el peso de las Fuerzas Armadas luego del golpe de 1955. Desde entonces, el anticomunismo peronista se afincó y tuvo arraigo, sobre todo, en el sindicalismo y el peronismo de derecha. Y convivió, al mismo tiempo, con el anticomunismo y el antiperonismo de las Fuerzas Armadas. Ambos atravesaron la segunda parte del siglo XX. 

Al estudiar las formas que adquirió el anticomunismo durante las gestiones de Juan Domingo Perón, apelan a una idea de Omar Acha, según la cual el anticomunismo peronista constituyó, «un aspecto de la refundación ideológica de la clase obrera». ¿En qué medida esa vocación refundacional encontró un eco amplio entre las masas obreras? 

Franco: Para hablar de un «anticomunismo popular» en Argentina se requieren investigaciones y análisis que todavía no tenemos. Lo que hay, por ahora, son ciertos indicios que nos señalan que se produjo una popularización mayor del anticomunismo, pero que no nos permiten afirmar que este se convirtiera en un fenómeno realmente masivo. Por lo tanto, con la documentación y los análisis con los que contamos hasta ahora, lo que podemos concluir, de manera provisoria, es que hubo actores en el gobierno peronista, en particular las Fuerzas Armadas y, por supuesto, el propio Perón, que fueron claramente anticomunistas. Y que, tal como mostramos en el libro, produjeron en los primeros tiempos una persecución muy sistemática a los comunistas y a otras fuerzas de izquierda. Perón tenía muy claro que el comunismo era su adversario real en la búsqueda de la clase obrera. También sabemos que el anticomunismo permeó fuertemente a la dirigencia sindical peronista y que ello se mantuvo a lo largo del tiempo. Qué sucedió con los sectores populares es otra cuestión. Si el anticomunismo constituyó una variable dentro del peronismo, de ninguna manera fue un vector fundamental en términos populares. En todo caso, el anticomunismo formó parte del conjunto ideológico peronista, pero no tenemos ningún elemento para afirmar que se trató de una variable central en términos populares.

Una de las particularidades de Argentina fue la de la capacidad de algunos actores anticomunistas para extender, progresivamente, su marco ideológico hacia los sectores populares. Esto en buena medida reflejó parte del éxito de la forma que tuvo el peronismo de imaginar la comunidad nacional. El anticomunismo se volvió, así, más multiclasista.

Bohoslavsky: Lo que propondría, en cualquier caso, es analizar el fenómeno en espejo con el momento actual. Pensemos en el gobierno de Milei: ¿cuántos de los que hoy lo apoyan y se muestran efectivamente a favor de su gestión lo hacen por las declaraciones altisonantes sobre la «conspiración progre y LGBTIQ para dominar el mundo» y cuántos lo hacen pensando que lo importante es que controle la inflación? Para mí es bastante evidente que esa segunda sería la respuesta mayoritaria. Y en el caso del peronismo deberíamos preguntarnos lo mismo. ¿No será que el anticomunismo del peronismo venía en el combo, en el paquete, como decía Marina? Es bastante presumible que un trabajador pudiera pensar: «lo del aguinaldo está bien, el aumento del salario real está bien, el turismo social está bien, las vacaciones pagas están bien. ¿Qué es todo eso del comunismo? No sé, a mí no me interesan los rusos. Están lejos. Yo veo que aquí en la fábrica hay un compañero que es del PC. Es un buen compañero. El siempre insiste con su verso. Viajó a Moscú. Dice que allí viven bien. Pero no me importa mucho». Ese mismo peronista podía reírse con el comunista que tenía de compañero en la fábrica. Este tipo de fenómeno, que se encuentra bastante bien documentado, muestra más a una clase obrera más satisfecha que anticomunista. El anticomunismo viene en el vector estatal del peronismo, pero en el terreno social la situación no es necesariamente así. Para esos obreros el conflicto seguía siendo más con la burguesía que con otros obreros que podían ser comunistas. Algo distinto pasa, sin embargo, con los jerarcas sindicales que, efectivamente, querían expulsar a muchos comunistas.

Un aspecto sustancial del comunismo como fuerza política fue el de su capacidad de producir una cierta capilaridad política a través de organizaciones asociadas a la lucha por los derechos humanos, al combate antifascista, a los derechos de las mujeres y a la promoción de la cultura. Los miedos anticomunistas ¿tuvieron algún vínculo con esa capilaridad, con el temor a que diversas organizaciones fuesen «disfraces del comunismo»?

Bohoslavsky: Hay algunos miedos asociados a la capilaridad, pero creo que lo fundamental en el anticomunismo en Argentina es el temor a un enemigo interno que no muestra su verdadero rostro. La idea de que se trata de un enemigo que se oculta, que usa «múltiples máscaras» y «diferentes disfraces» es una constante, que es justamente de la que se valen los anticomunistas para sindicar como comunista a actores tan diversos. Esto se ve, por ejemplo, en las múltiples acusaciones de «comunistas» a las organizaciones antifascistas o a la misma Unión de Mujeres Argentinas. Ese es un miedo que se ve con toda claridad a fines de la década de 1950 y a principios de la década de 1960, pero que tenía ya antecedentes durante los años 30, cuando la persecución al Partido Comunista asumía esos canales asociados al «disfraz». Sin embargo, el mayor éxito del Partido Comunista no se produjo tanto a través de esas organizaciones, sino de su inserción en el mundo sindical durante la década de 1930. Una inserción que luego pierde, pero que, como muestran los trabajos de Hernán Camarero, fue fundamental en aquel tiempo.

Franco: Es cierto que se producen temores ante una supuesta cierta capilaridad del comunismo, aunque considero que están particularmente asociados al eventual impacto de las figuras intelectuales y universitarias asociadas al comunismo. Las derechas temen permanentemente la pregnancia de las ideas que consideran comunistas en el ámbito académico y universitario, en el campo de la literatura y de las artes. Esto muestra lo altamente conspirativa que es la lógica del anticomunismo, en tanto supone que el comunismo penetra como un virus lentamente en las raíces de la sociedad. Y este tipo de idea entronca perfectamente con la lógica de la Guerra Fría.

En el capítulo dedicado al anticomunismo durante el período de la Guerra Fría indagan el modo en el que la categoría «comunista», junto con el término  «marxismo», se extendió también a actores políticos, sociales y culturales muy diversos, . ¿Sobre qué lógica se desarrolló esa ampliación de los usos de la categoría de comunismo? 

Franco: Efectivamente las décadas de 1950 y 1960 constituyen el momento en el que la categoría de «comunismo» como significante vacío se vuelve fundamental. Es el momento de mayor desanclaje entre las acusaciones que hace el anticomunismo y la actuación real de los comunistas stricto sensu. Por supuesto que hay comunistas y hay fuerzas de izquierda, pero la utilización de la categoría se amplía, en esta época, a una infinidad de sectores y de actores casi sin incidencia y sin vínculo alguno con el comunismo. En esa categoría pasan a entrar todos o casi todos. Dicho de modo no académico: se convierte en una bolsa de gatos. Toda percepción de una amenaza al orden dado pasa a ser considerada como «comunista» y esas amenazas pueden ser políticas, económicas y sociales, pero también en términos morales. De ahí que, en ese contexto, deviene «comunista» la juventud que aboga por el uso de drogas recreativas, los distintos jóvenes que utilizan una estética hippie, quienes participan de las vanguardias artísticas, las mujeres que se expresan en favor de una sexualidad libre, y, por supuesto, todas las izquierdas que manifiestan una crítica del capitalismo o de las formas en las que se gestiona ese capitalismo en el país. Ese es el gran momento en el que el anticomunismo da un salto y se transforma en una forma genérica y difusa, en una mancha acusatoria para designar cualquier cosa peligrosa. Allí aparecen, por ejemplo, actores como la Federación Argentina de Entidades Democráticas Anticomunistas (FAEDA) –que se lanza en 1963 luego de la celebración del Primer Congreso Anticomunista desarrollado en Buenos Aires— que, además de hacer eje en la crítica del mundo soviético, se manifiesta contra el «ateísmo rojo», y acusa a los hippies de ser una «organización» que responde al comunismo internacional. 

Allí se ve, claramente, una lógica que nos permite trazar un paralelismo con el momento actual, en tanto ahora la categoría «comunismo», pero también la de «progresismo» –de la cual algún día se estudiarán los usos— se utiliza para designar a actores muy disímiles que se extienden desde las militantes feministas hasta a quienes defienden las teorías del cambio climático, desde los kirchneristas hasta los radicales que creen en algún tipo de intervención pública. La diferencia es, claro, que llamar «comunista» a cualquier cosa en las décadas de 1950 y 1960 tenía todavía algún tipo de consenso social. Hoy creo que llamar «comunista» a una diversidad de actores y experiencias no tiene ya ese eco, pero aunque la palabra parezca anacrónica no implica que no tenga un impacto en construir a partir de ella un enemigo. Es decir, una parte de la ciudadanía puede no coincidir en que los kirchneristas son comunistas, pero va a coincidir en que los kirchneristas son enemigos. Lo que resulta anacrónico es llamar a eso «comunista», pero no el hecho de que aquello que se designa con ese término sea el enemigo. La diferencia entre los años 60 y el momento actual es, en definitiva, que la palabra comunista tiene menos capacidad de generar consensos sociales por sí misma, pero no hay diferencia en relación con la construcción de un enemigo y la vocación de que se produzca una apropiación social de esos actores como tales.

Las décadas de 1950 y 1960 son el momento de mayor desanclaje real entre las acusaciones que hace el anticomunismo y la actuación real de los comunistas. En los 60 uno podría decir que efectivamente el orden estaba siendo cuestionado por una diversidad de actores. La pregunta es: ¿qué orden está cuestionado hoy?

Bohoslavsky: Soy de la idea de que las izquierdas pueden definirse como aquellas ideas y aquellas fuerzas que procuran la desnaturalización de las diversas formas de dominación. Las izquierdas buscan, en términos generales, mostrar que la obediencia está basada, esencialmente, en la posición de más fuerza –de la tradición, de las armas, etc.— y pretenden quitarle, por ende, la característica pretendidamente natural que le asignan ciertas derechas. Lo que encontramos en la década de 1960 son numerosos esfuerzos, no necesariamente coordinados, de desnaturalizar formas de dominación. Por un lado está, lógicamente, la desnaturalización de la dominación del capital sobre el trabajo, pero también la de los varones sobre las mujeres, la de los heterosexuales sobre los homosexuales, la de los adultos sobre los jóvenes. En la medida en la que todo eso comenzó a operar de manera simultánea, aunque, insisto, no coordinada –ni coherente—, entre los diversos sectores que predicaban posiciones anticomunistas se produjo una sensación de que la situación podía desmadrarse. En un contexto en el que se estaban modificando muchas cosas en la región y en el que se producían fenómenos como el de la propia Revolución Cubana, donde un grupo de guerrilleros de menos de 30 años depusieron a un dictador y desafiaron la posición privilegiada de Estados Unidos, la sensación de que estos fenómenos compartían la crítica de un orden empezó a calar fuertemente entre las derechas. Si nos situamos en nuestro país, lo que vemos, es que distintos actores, sujetos y fuerzas comenzaron a desafiar las formas de dominación tradicionales. A fines de los años 60 y comienzos de los 70 en Argentina había debates sobre si el ritmo de trabajo en una planta fabril debía ser discutido por el gerente o por el delegado gremial. Ante este panorama, los actores tradicionales de la derecha, fuertemente anticomunistas, se preguntaban cuánto faltaba para que se discutiera la propiedad privada. No olvidemos que, en 1970, el socialista Salvador Allende asumió la presidencia de Chile y, cuando quiso acelerar la reforma agraria se percató de que ya la estaban haciendo por mano propia los campesinos. Era bastante evidente que los tiempos estaban cambiando, lo que llevaba a pensar que valía la pena reaccionar frente a las naturalizaciones de la dominación que estaban dadas y asumidas.

Franco: Se puede añadir un paralelismo con lo que sucede actualmente. En los 60 uno podría decir, mirando a la distancia, que efectivamente el orden estaba siendo cuestionado por una diversidad de actores que cuestionaban el orden político, económico, moral. La pregunta es: ¿qué orden está cuestionado hoy? Lo interesante es que las derechas sienten que el cambio social, político y económico es tan vasto que perciben que el orden mismo está en cuestión, pero nosotros intuimos que ese orden no solo no está cuestionado, sino que no lo ha estado en absoluto en las últimas décadas. Tal vez el único de los órdenes que ha tenido algún tipo de cuestionamiento ha sido el patriarcal, lo que podría explicar la insistencia de las derechas radicales contemporáneas en su lucha contra las políticas de género. Pero, más allá de eso, no hay un cuestionamiento real del orden económico, político y social. Y, a pesar de ello, las derechas sienten que todo está en peligro.

Ustedes identifican una sinergia entre el discurso antiperonista y el discurso anticomunista, luego del derrocamiento de Perón en 1955. De hecho, afirman que el peronismo ingresó en el discurso anticomunista dentro la lógica de la Guerra Frías. ¿Qué actores combinaron esos dos antagonismos y de qué modo lo hicieron? 

Bohoslavsky: La intensidad de los choques políticos entre los grupos peronistas y antiperonistas entre 1945 y 1955 dificultó el aterrizaje y traducción de la lógica de la Guerra Fría en claves locales, como sí ocurrió en Brasil o Chile. La preocupación de los antiperonistas era que terminara la experiencia peronista, no evitar la expansión del Partido Comunista. Y el gobierno peronista, que tan duramente persiguió a este partido, no lo hizo para afirmar el poder de los capitalistas, como sucedió en muchos otros países.

La caída del gobierno peronista en 1955 desató también una lucha por sancionar una interpretación sobre lo qué había ocurrido en el país durante diez años. Y, como sabemos, los peronistas fueron excluidos violentamente de esa conversación. Muchos de los antiperonistas triunfantes entendían que la experiencia peronista había sido un breve e irrepetible mal sueño, que sería rápidamente olvidado. En todo caso, fue entonces cuando la fractura que introducía la Guerra Fría consiguió traducciones un poco más ajustadas a problemas locales: en particular, se intensificó la pregunta acerca de si la política económica estadocéntrica del justicialismo no había sido un camino -abortado, pero intentado- para imponer un régimen económico comparable al soviético. Y otros se preguntaron, sobre todo después de la Revolución cubana de 1959, si el peronismo no había sido en realidad un eficaz antídoto contra posibles tentaciones obreras con el marxismo. Algunos actores, como Julio Meinvielle, entendían que peronismo y comunismo eran mucho más similares de lo que ellos mismos postulaban, y afirmaba que en realidad compartían el materialismo, el alejamiento de Dios y la liberalización de las costumbres familiares. Pero otros actores, como el Movimiento Nacionalista Tacuara, suponían, por el contrario, que peronismo y catolicismo eran parte de las fuerzas sanas de la nación, que podían desplegar un combate contra el comunismo y el liberalismo.

Si bien es claro que la dirigencia oficial peronista fue claramente anticomunista, no necesariamente el comunismo fue permanentemente antiperonista. Durante la Resistencia Peronista en la calle y en las plantas fabriles hay una tarea de colaboración entre comunistas y peronistas contra la dictadura de 1955 y contra los distintos gobiernos que se suceden. 

¿En qué términos las convergencias entre anticomunismos peronistas y anticomunismos antiperonistas permiten pensar en una disputa ideológica al interior del propio peronismo? 

Bohoslavsky: Creo que es importante señalar que la irrupción del fenómeno peronista la dicotomía izquierda/derecha, tendió a romperse y a dar lugar a una disputa de otra naturaleza: la que se produjo entre peronistas y antiperonistas. Y, en ambos campos (peronista y antiperonista) se expresaron quienes tendían hacia las izquierdas y quienes tendían hacia las derechas. Ese enfrentamiento se sostuvo después del derrocamiento de Perón, pero el clivaje volvió a modificarse a partir de 1973. En ese momento la situación se reacomodó y, nuevamente, la díada izquierda/derecha volvió a organizar el conflicto político. Fue así como Montoneros, que claramente era una fuerza que no tenía nada que ver con el comunismo o con el guevarismo, terminó ubicada en un lugar político mucho más cercano al del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de lo que ella misma hubiera previsto y, sobre todo, deseado. Y, simultáneamente, el sindicalismo peronista terminó más cerca de los actores conservadores e incluso de las Fuerzas Armadas, ubicándose así en un lugar que tampoco pretendía inicialmente. Creo que hoy estamos viviendo nuevamente una presencia cada vez más fuerte de esa dicotomía izquierda/derecha que obliga a que muchos peronistas terminen asumiendo como parte de su identidad que también están marcados por ese clivaje. Dicho de otro modo: la pertenencia peronista no da muestras hoy de ser suficiente. Requiere sí o sí la adjetivación –tácita o explícita— hacia uno u otro lado de la contienda política organizada sobre un eje que ya no es el de peronismo/antiperonismo.

¿Cuáles fueron las modulaciones anticomunistas que adquirió la reacción antiplebeya frente al peronismo? 

Franco: Creo que este es un punto fundamental, porque si bien muchas veces se ha omitido hasta qué punto el peronismo desarrolló una prédica anticomunista, lo cierto es que, en Argentina, lo más importante es el fenómeno inverso: cuán anticomunista ha sido el antiperonismo. Ello ha tenido mucho más impacto social y político y permite explicar buena parte de lo que acontece en las décadas posteriores al golpe de 1955. En ese contexto, se produce un ascenso de unas derechas que son anticomunistas y antiperonistas a la vez y que, por supuesto, manifiestan una fuerte marca antiplebeya. Aunque tenemos una línea de un peronismo anticomunista que persevera y que va a volver a hacerse nítida en los 70, la línea más potente y con mayor impacto histórico es la otra: la de las derechas antiperonistas, anticomunistas y antiplebeyas. Son antiplebeyas porque el peronismo es quien efectivamente representa el proyecto plebeyo, y en esa medida su antiplebeyismo las hace antiperonistas, y su antiperonismo las vuelve antiplebeyas. Porque, esto es fundamental, esas derechas son marcadamente elitistas. Lo que encuentran en el anticomunismo es una estructuración ideológica que, en el marco de una geopolítica internacional permeada por el «peligro rojo», les permite librar un combate eminentemente local. La Guerra Fría en Argentina se explica, en buena medida, porque el antiperonismo ingresa en la clave ideológica del anticomunismo. El peronismo es, así, presentado como la punta de lanza de un peligro mucho mayor: la penetración del marxismo. De este modo, el anticomunismo internacional potencia el antiperonismo, produciendo un ida y vuelta que va a estructurar la historia argentina entre 1955 y 1976. En el medio, una vez más, vuelve a incorporarse el peronismo anticomunista, pero se trata de líneas que conviven y que, en rigor, se suman, y que permiten explicar por qué el anticomunismo es tan fuerte en la segunda mitad del siglo XX en Argentina. El anticomunismo acumula todas las fuerzas: las de un lado y las del otro.

Bohoslavsky: Añadiría un aspecto asociado: Si bien es claro que la dirigencia oficial peronista fue claramente anticomunista, no necesariamente el comunismo fue permanentemente antiperonista. Claramente lo fue hasta 1947, pero luego fue mucho más cambiante, zigzagueante, ambiguo. La relación con el peronismo marcó intensos debates dentro del propio Partido Comunista, a tal punto que produjo disputas internas e incluso algunas purgas. Y abrió, finalmente, un camino sobre el que vale la pena pensar. Si bien los comunistas habían formado parte de la Unión Democrática en las elecciones en las que triunfó Perón, cuando el líder justicialista fue depuesto en 1955, el Partido Comunista se reveló, sin duda alguna, como una de las fuerzas de izquierda más amigables con el peronismo. En aquel contexto, el Partido Comunista condenó el derrocamiento de Perón y llegó a publicar toda una serie de comunicados en contra del golpe. Si bien seguían considerando que el peronismo no era un fenómeno agradable –al fin y al cabo habían sido reprimidos y encarcelados muchos militantes—, manifestaban la convicción de que lo que llegaría tras el golpe era mucho peor. Y, entre otras cosas lo sería, porque entendían que ese golpe de estado era una maniobra del imperialismo estadounidense. Lo que se ve en ese contexto es que el comunismo le extiende al peronismo el clavel rojo y lo llama incluso a desarrollar un frente antioligárquico. Y aunque el peronismo le ladra, y le ladra bastante, la realidad es que, tal como está documentado, las bases confluyen en numerosas oportunidades durante el período conocido como la Resistencia Peronista. En la calle y en las plantas fabriles hay una tarea de colaboración entre comunistas y peronistas contra la dictadura de 1955 y contra los distintos gobiernos que se suceden. Y hay, por supuesto, encuentros comunes en las cárceles. Hasta que se llega, históricamente, a aproximaciones más políticas. Estos hechos también tuvieron, y esto es lo que pretendo marcar, una incidencia en la mirada de las derechas antiperonistas y anticomunistas.

Creo que hoy estamos viviendo nuevamente una presencia cada vez más fuerte de esa dicotomía izquierda/derecha que obliga a que muchos peronistas terminen asumiendo como parte de su identidad que también están marcados por ese clivaje. La pertenencia peronista no da muestras hoy de ser suficiente.

Con la última dictadura militar, pero ya antes de ella, aparece un nuevo significante que parece extender el de «comunismo» e incluso el de «marxismo». Me refiero al de «subversión». ¿Qué implicó en términos conceptuales el uso de ese apelativo? 

Franco: El rastreo histórico muestra que cuanto más se avanzó en el tiempo, más se amplió el significante vacío. A fines de la década de 1960 y durante toda la de 1970, el significante se volvió aún más vacío, y se reactualizó con nuevos términos, a la vez que el peligro también se volvía más real y amenazante para las derechas. La palabra «subversión» mostró, aún más que la de «comunismo», cómo podía introducirse en ella absolutamente cualquier cosa que, según los actores anticomunistas, alterara al orden establecido. El término «subversivo» fue, así, el extremo más ampliado de todas las posibilidades del significante vacío que es comunismo. Sus usos tuvieron, claramente, una potencia cada vez mayor en la década de 1970 y la derecha peronista ciertamente se valió de él en su combate contra aquellos a los que también denominaba como «infiltrados marxistas». A la vez, los grupos revolucionarios armados se transformaron en un peligro muy real desde la mirada anticomunista, y la lógica «antisubversiva» acabó por desplegarse desde el Estado a partir de los decretos firmados en 1975 por la entonces presidenta María Estela Martínez de Perón. Los decretos le dieron poder a las Fuerzas Armadas para ejercer la «lucha antisubversiva» primero en Tucumán, y luego en todo el territorio argentino. La construcción de un imaginario basado en la «guerra contra la subversión marxista» y el clima de violencia de los años setenta permite entender parte del consenso que tuvo el golpe de Estado de 1976. La dictadura se valió del anticomunismo como su principal faro ideológico, incorporando como subversivos y comunistas a actores absolutamente diversos. Lejos de circunscribirse a los miembros de las guerrillas, la categoría abarcaba a sus simpatizantes, pero también a una infinidad de personas sin ninguna adhesión o cercanía con esos grupos, pero que podían ingresar, por distintos criterios, en la categoría de subversivos o marxistas. La persecución a los «elementos subversivos» se volvió así cada vez más abierta y difusa, mostrando las formas en las que operaba el uso de esas categorías en el terreno práctico durante la dictadura. Y esa aplicación incluyó, como sabemos, toda una serie de atrocidades que incluyeron la tortura, el secuestro, la desaparición forzada y el robo de bebés.  

El actual presidente argentino, Javier Milei, ha tachado de «comunistas» a representantes del arco kirchnerista, a dirigentes de la centroderecha, a organismos internacionales y a mandatarios extranjeros muy distintos entre sí.  ¿Cómo entienden este renovado discurso anticomunista presente en el gobierno de La Libertad Avanza? ¿Tiene algún tipo de coherencia? ¿Puede tener pregnancia?

Bohoslavsky: Considero que en el discurso de Milei no hay nada demasiado coherente. A diferencia de lo que uno podía leer de parte de los anticomunistas en los años 30 o en los 60 y 70, no hay una articulación ideológica sólida por parte del actual presidente argentino. Sí la hay, por ejemplo, en Agustín Laje, y en aquellos que tienen pretensiones intelectualizantes en ese campo de las derechas. Ahí uno encuentra una lógica más coherente, formulaciones más sistemáticas y articuladas que las del propio Milei y algunos de sus adherentes y funcionarios. Me refiero, claro, a sus usos de la noción de «comunismo». Entiendo que una parte de esos usos son for export y que otra parte se dirige, directamente, a extremar efectivamente los enfrentamientos internacionales. Tengo mis dudas, sin embargo, de cuánto convence realmente ese discurso. Es evidente que Milei fue elegido con un mandato popular esencial que es el de contener la inflación, pero no tengo la impresión de que la mayor parte de sus votantes estén realmente muy preocupados por la marcha de la Agenda 2030 a la que tacha de comunista. Pero sí es evidente, al mismo tiempo, que detrás de la coalición política de Javier Milei hay pretensiones que van mucho más allá del control de la inflación: hay desde autoritarios de derecha clásicos, derechistas radicalizados, empresarios dispuestos a todo para desregular áreas de la economía, y hasta algunos neonazis nostálgicos de la dictadura. Pero eso no implica que el discurso más ideológico, más estructurado, sea el que le aporta más apoyo. Más bien tendería a creer lo contrario.

Franco: Haría una pequeña distinción. Si bien ese discurso ideologizado es el que atrae a la menor porción de los votantes de Milei, hay un clivaje de ese discurso que sí parece impactar sobre un grupo más amplio y es el antifeminismo, al menos es lo que muestran los últimos estudios en sectores juveniles masculinos. Creo que ahí se muestran apoyos más sólidos y más amplios. Al mismo tiempo no parece evidente que estos elementos desaparezcan en el futuro si su gobierno fracasa en el terreno económico. Es decir, creo que aún con un fracaso económico de la extrema derecha, el conglomerado ideológico que han traído no desaparecerá ni caerá totalmente. Tanto la reacción anti-género como la construcción de subjetividades más individualistas, examinadas muy bien en el libro coordinado por Pablo Semán Está entre nosotros, persistirán aunque se produzca una crisis del gobierno, porque lo que han cambiado son las sensibilidades sociales y estamos ante un momento claramente «antiprogresista». Creo, eso sí, que la construcción ideológica de Milei en su formulación anacrónica anticomunista, incluso en términos de los significantes que utiliza, no parece tener, por ahora, un verdadero acompañamiento social (es decir, esos temas pueden ser aceptables porque vienen en el conjunto de la propuesta de Milei, pero no son la razón especial de apoyo). Al mismo tiempo, y tal como lo decimos en el final del libro, es claramente visible que Milei y su gobierno han recuperado el significante «comunismo» como un modo de clasificar toda una serie de experiencias, ideas y actores a los que se identifica como un «mal» que, nuevamente, como en el viejo anticomunismo, debe ser erradicado. Y entre esos males pueden ingresar desde el feminismo hasta el kirchnerismo, los defensores de las políticas sociales o quienes luchan contra el cambio climático. En este sentido, mi planteo es que, aun cuando esos discursos en clave anticomunista no terminen de calar, hay ciertos aspectos que hay que observar con cuidado. Y uno de esos aspectos es que en la configuración de Milei el «comunismo» ya no aparece como la subversión del orden, sino como el orden mismo. El comunismo o «los zurdos» son, en su discurso, el Estado, ciertos políticos, el feminismo. En ese esquema, él mismo, como libertario y, por supuesto, como anticomunista, se ve como un antisistema. Si el anticomunismo era, en las discursividades previas, utilizado para la preservación del sistema, con Milei se transforma en «el sistema» instituido, en el que entran la casta, el Estado, el kirchnerismo, el feminismo y un largo etcétera. Uno puede discutir, lógicamente, cuánto de todo eso es sistema, pero lo importante aquí es que en su discurso se presenta como tal. Y eso también es parte de su fuerza, de su atractivo electoral, de su potencia disruptiva. En un país tan lastimado y vapuleado entre distintas gestiones, el discurso antisistema tiene todos los componentes para ser popular.

Aún con un fracaso económico de la extrema derecha, el conglomerado ideológico que han traído no desaparecerá ni caerá totalmente. Tanto la reacción anti-género como la construcción de subjetividades más individualistas persistirán  porque lo que han cambiado son las sensibilidades sociales 

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