El canon occidental

Un canon occidental no es una lista de libros ni una defensa de la tradición: es la puesta en escena de un vaivén. Entre la fe en el progreso y el anuncio del fin, entre lo cursi y lo paródico, lo sagrado y lo profano, la cosa y su representación, Occidente se reconoce en la oscilación permanente. Este recorrido propone leer 18 obras como radiografía y autopsia a la vez: un espejo roto donde todavía se intuyen rostros humanos y, a veces, la sombra del Misterio.

por Marco Marcelo Mizzi

“No es que desaparezcan, pero está claro que ninguno de los dos bandos es capaz de sostener la dialéctica que permitió a Occidente conquistar sus libertades”

Paolo Prodi

Lo que distingue eso que llamamos Occidente es una certeza: todo en el mundo empieza y termina. Los hombres, los pueblos, los Estados, la Historia…

Por eso mismo hay quienes todavía creen que Occidente avanza. A empujones, pero para adelante. Como una flecha, como un dogma, como una línea recta que va de Homero a GPT, de las murallas de Jericó a la Franja de Gaza.

En el reverso de esta moneda, los pesimistas anuncian por enésima vez el final. Velan al muerto a cajón vacío. Anhelan, aunque lo nieguen, la eternidad.  

Ambas visiones son correctas. En tanto son denominaciones de origen. La Fe en el Progreso, la lógica que guarda el Apocalipsis: nada es más occidental.  Aclararlo es un pleonasmo. Como decir que una piedra es pesada o que el Sol enceguece. Como decir canon occidental. 

Porque todo canon implica jerarquías móviles, discriminación mutante, sacar una cosa y poner otra. Tensiones que a veces se sueñan rupturas.

Eso también es Occidente: la oscilación. Un péndulo que gira entre la épica y la sátira, entre el éxtasis y el vómito, entre el Verbo y el ruido.

El canon occidental que proponemos hoy en Supernova no es una lista de los mejores libros. Tampoco es una defensa de la Tradición, que es eterna, ni una apología de lo que prorrumpe en cierta época. Es -intenta ser- una radiografía de lo occidental. Una autopsia de su cuerpo literario. 

Occidente es un temblor que no cesa. Por eso haremos un repaso de las tres grandes oscilaciones que lo fundan y lo deshacen

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Occidente es un temblor que no cesa. Por eso haremos un repaso de las tres grandes oscilaciones que lo fundan y lo deshacen:

1. La tensión entre lo cursi y lo paródico.

2. La tensión entre lo sagrado y lo profano.

3. La tensión entre la cosa y su representación.

Utilizamos para ello 18 obras literarias canónicas, presentadas en forma cronológica. Que el lector no se confunda. Las tensiones que marcamos no obedecen al tiempo lineal. Se fueron -se vienen- dando al mismo tiempo. La cronicidad, acá, es apenas una necesidad expositiva.

A quien estas líneas le parezcan exageradas, le concedemos algo: no estamos haciendo ciencia literaria. Aunque hablemos de autopsia, esta es una lectura viva. Una lectura de bondi y de encierro. Una lectura hecha con culpa, con cansancio, con la sospecha de que la biblioteca no alcanza, pero tampoco la experiencia.

Nuestro canon evita los premios y las absoluciones. Y sí, cae en lugares comunes. No es el canon correcto. Es un espejo roto de una literatura donde puede verse, todavía, el rostro de los hombres. Y, muy de vez en cuando, la sombra del Misterio.

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Todo lo que nace, nace cursi. No es necesariamente un defecto. La cursilería es el precio de fundar algo que nos excede. 

Lo cursi es algo bello que todavía no encuentra su forma perfecta. En ese sentido, la primera obra de nuestro canon son los relatos orales que permitieron la creación de la primera gran obra literaria de Occidente: La Ilíada

Cantos de guerra para una civilización que todavía no hace distinciones entre la sangre y la gloria, entre el destino y el deseo, entre la lengua y la escritura. Homero no sabía que estaban inventando una literatura. Por eso es tan serio y un poco… ridículo. El suyo es un mundo sin ironía. Más puro, pero también más chato. Incluso la puja entre aqueos y troyanos es circunstancia. Capricho. Lo que es natural, porque los dioses y los hombres compartían una misma geometría ética. 

Hasta que alguien traza una diagonal. Hesíodo, en Los trabajos y los días, se aleja de los grandes asuntos, y funda una épica de la fatiga. Es el primer poeta de Boedo. En sus palabras entran el sudor del laburante, los calendarios campesinos, consejos del padre para el hijo.  

Homero eleva, Hesíodo desciende. Es un vaivén donde lo cursi muta: matar ya no define al héroe. Esto es El Aguante. El destino se vuelve material. Y el Misterio se presenta en lo mundano. 

Entonces llega Eurípides. Con su Heracles la máquina épica termina de romperse. Heracles, el campeón mascampeón de Grecia, vuelve a casa y en un rapto de locura asesina a sus propios hijos. La fuerza que antes lo había hecho glorioso ahora se revela destructiva. Lo heroico deviene enfermedad. El sentido tambalea. 

La tragedia es, en este punto, el reverso oscuro de la épica: todavía no es una sátira, si no un desborde. Algo incontenible. Algo -a todas luces- injusto. Entre la súplica de Príamo por el cadáver de Héctor, y el abrazo de Anfitrión a su hijo filicida ha ocurrido algo. El cristal de lo cursi estalló contra el suelo. Donde antes había honra, ahora hay delirio. Donde había canto, hay llanto.

Con la Eneida, Virgilio intenta recuperar la nobleza homérica, pero ya es una imitación. El Emperador le pide al Poeta que cante algo en lo que valga la pena creer. 

Eneas es un héroe pero también es un arquetipo. Un instrumento de la autoconciencia. Su heroicidad, que es innegable, está en función de algo más grande que la Gloria: la consolidación de un Orden. Lo mistérico se confunde con el símbolo. 

De ahí a la parodia es medio paso. 

El Satiricón convierte la guerra en orgía y la profecía en estafa. Petronio hurga en lo que queda. No hay Eneas posible entre esclavos. Los polvos de Júpiter difícilmente puedan pasar por trascendentes en las sábanas de un prostíbulo de provincia. 

La monstruosidad de la gloria repetida hasta el exceso, la vuelve paródica. Encolpio, el impotente protagonista de esta historia, nos lleva a la última montaña. Vía lo grotesco, anuncia su verdad: la vanidad del héroe.

Este objetivo autoconsciente sólo puede desembocar en el nihilismo práctico. Un No sin grandes sistemas filosóficos que lo sostengan. El Epigrama I.X de Marcial es su expresión más cabal:

Gemelo pide en matrimonio a Maronila, y la desea y la

acosa y le suplica y le ofrece regalos. —¿Tan guapa es?

—No, no hay cosa más fea. —¿Qué busca, pues, y le

agrada en ella? —Tose.

El amor como transacción, la muerte como instrumento. ¿Qué más decir? 

En esa oscilación entre épica cursi y caricatura paródica es donde Occidente rompe el espejo. Encuentra a Dios e inventa el meme. 

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Occidente es un loco que se cree Dios y un Dios que se hace mendigo. 

No hay nada más occidental que esa disyuntiva desgarradora entre cuerpo y espíritu, carne y verbo, voluntad y redención. La tensión entre lo sagrado y lo profano ya estaba patente en el mundo grecorromano. Una cosa es negar a Dios. Otra muy distinta es discutirle. 

El Evangelio de San Juan abre el juego con una declaración de guerra ontológica: "En el principio era el Verbo". Es decir: no hay más comienzo que la palabra. El mundo es una traducción. El Misterio habla y también da qué hablar. Por eso este híbrido entre poema, crónica, ensayo y biografía. San Juan sintetiza así lo que parecería dividido: todo se funde en el lenguaje.

Y este se retuerce hasta soñar castillos. En la Divina Comedia, Dante reescribe el mensaje crístico con métricas de luz y de castigo. El Infierno se vuelve una arquitectura. Y en ese laberinto el poeta ofrece un mapa para la salvación. Un templo construido de verbos, donde lo sagrado es algo geométrico. Y el pecado, apenas una desviación en la curvatura del alma.

Occidente es un loco que se cree Dios y un Dios que se hace mendigo. 

Santa Teresa va a llevar ese gesto al límite. En Muero porque no muero, la palabra ya no busca mensaje. Es puro cuerpo. Que sigue siendo instrumento de tortura y, paradójicamente, de Gloria. Teresa arde por Dios y si arde es porque no puede alcanzarlo. Lo que plantea es radical. Se trata de un erotismo invertido, una teología del vacío: la falta como plenitud. 

Pero si en Santa Teresa todavía había una búsqueda, Miguel de Cervantes se propone no buscar ya nada. En El Quijote la trascendencia se ha vuelto alucinación. El héroe no es un mártir ni un apóstol. Es alguien que leyó demasiado. 

Alonso Quijano tiene empacho. Eructa -casi escribimos erupta- sobre los restos del banquete sacrificial. El suyo es un quiebre. Y por algo es la mejor obra jamás escrita, la primera novela total: es la afirmación más grande de la autonomía del hombre frente al Misterio. Sea esto lo que sea que es. El Quijote solo se basta a sí misma.

Por esa vía, ensayada ya por Cervantes cediendo la autoría a Cide Hamete, llegamos al doble. En William Wilson, de Poe, el hilo del alma se cortó. Hay una escisión. Mejor: un yo multiplicado. Sin Otro posible, el protagonista encuentra al infierno adentro. Incluso colocándose afuera, no hay salida de Uno Mismo.

Baudelaire lo ve. Lo sufre. Y canta. En Las Flores del Mal, nada puede salvarnos. Porque si todo es oscuro, la palabra es sombra. Lo sagrado se invierte. Toda blasfemia lleva consigo el nombre de un Dios muerto.

El alma quiere subir, pero el cuerpo se arrastra -o es arrastrado, ¿hay algo marxista en el poema El Albatros o es demasiado forzada la lectura?- entre prostitutas y tumbas. 

Pendula Occidente: se arma y se desangra, y ahí está su Redención.

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Occidente alumbró modernidades: etapas donde se empezó dudando del Misterio, y se terminó desconfiando de uno mismo. 

La nuestra, la más reciente, no fue la única. Pero nos sirve como ejemplo de una imposibilidad metafísica: decir deja de alcanzar. La literatura pasa de ser una traducción a ser un holograma. 

En Así habló Zaratustra, Nietzsche camufla de filosofía lo que es, en verdad, una poética. El Superhombre no es ni siquiera un personaje: es una música. Resuena. Hay tierra bajo los pies, sí, pero es movediza. La voluntad nietzcheana se narra a sí misma mientras se devora. Y canta, porque sólo la poesía puede volver a lo que ha quedado sin substancia. 

De ahí en adelante, es todo caída libre. Subrayamos: libre. Excepto de sí.Tzara rompe el poema para encontrar una pulsión y Breton invoca el sueño para sabotear la vigilia. 

Los Manifiestos Dadá y Surrealistas son, como Nietzsche, más performáticos que teóricos. Un pase para enderezar la cabeza. Solo en el desvío -lo automático, lo onírico, lo irracional- pueden el lenguaje deshacerse del peso muerto de la palabra. Pero si hay verdad ahí, es una sin garantía.

Con Trilce, César Vallejo supera esta tensión de modo casi perfecto. No hay verso de ese libro que no se sienta recién inventado. La lengua se sustrae de la materia, incluso de sí misma. Y al mismo tiempo, busca consuelo. Se puede leer Trilce como un intento de decir lo real por primera vez, sin mediación, pero también como un testimonio de que eso es imposible. La literatura como culpa: el acto fallido de querer ser cosa.

Y así, en ese trance, surge otro atajo: la erudición. Ezra Pound, con sus Cantos, escarba la palabra entre ruinas. Historia, economía, mitología y odio se acumulan en un museo del ritmo. Es la sinfonía de una Babel lúcida y cruel. Lo real que sólo puede reconstruirse de esos escombros.

Pendula Occidente: se arma y se desangra, y ahí está su Redención.

Claro que no encajan del todo. Hay tantas voces que ninguna termina afirmándose.  Faulkner, en Mientras agonizo, al hacer que cada personaje narre su duelo, muestra cómo el mundo se deshace en monólogos. La muerte arrastra el lenguaje. El cadáver que se transporta no es solo el de la madre, sino el del orden perdido. Y por eso no hay un cuerpo, sino versiones. 

Desde el Fin del Mundo alguien cierra la mano. Un argentino apaga la música, enciende las luces: es hora de ir a casa. Los cuentos de Ficciones están más allá de la representación. Como la cópula, como los espejos, Borges multiplica al hombre. Y lo hace reorganizando todo lo dicho, de forma tal que parezca nuevo. No como juego, sino como desesperación lúcida. Si todo es texto, ¿por dónde va la cosa?

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Más allá de esta última tensión no hay nada. Sigue habiendo escritores, y muy buenos. Sin embargo, con este último movimiento se clausura algo. 

Mencionamos a Ficciones pero podríamos hablar del Canto del escudo de Aquiles en la Ilíada. O del capítulo del barbero y el cura en la biblioteca del Quijote. O también de las mejores canciones de Dylan o el Watchmen de Moore. En todas estas obras hay algo más allá del estilo: se trata de una forma de habitar un lenguaje donde ya todo ha sido dicho. Y sólo queda el repliegue. Relecturas, repeticiones, reescrituras. Hay talento, hay hallazgos. Pero no hay ruptura posible.

Algunos ven en eso un problema. Quieren solucionarlo o se lamentan en la impotencia. Nosotros en cambio, nos alegramos. Cursi y paródica, sacra y maldita, ser o cosa, la literatura empieza cuando se descubre a sí misma como imposible. 

Es natural entonces que ChatGPT -o su descendencia- se impongan como el futuro del canon occidental

Hasta ahora en la literatura occidental hubo autores, obras, lectores e intérpretes. La mal llamada Inteligencia Artificial supone un quinto elemento. Desborda la experiencia. Es el lenguaje cobrando, por fin, real autonomía.

Sus posibilidades no son infinitas: hay ‐todavía- quien monopoliza sus algoritmos. Pero sí son -vértigo- inconmensurables: ¿puede una máquina angustiar a un poeta? 

El péndulo, por fin, se objetiviza. 

No hay que inquietarse. Siempre estuvimos ahí. En la oscilación reside la ilusión de una materia. Lo único que permanece quieto es el Misterio.

Es natural entonces que ChatGPT -o su descendencia- se impongan como el futuro del canon occidental.