El comunismo resultó complicado

El comunismo visto a través de su resaca cultural

por Martín Rodríguez

“Me piden que escriba y me acuerdo de mi viejo: “nunca hay que darle patadas al que está tirado en el suelo”. Me piden que escriba y me digo: los regímenes comunistas podían tirar enemigos al suelo, pero, la re puta madre, ahora es el comunismo el que está en el suelo, ¿y vamos nosotros a darle patadas?” (Mariano Schuster)

En el principio era el verbo. Y empecemos por ahí, entonces. Por el desajuste de las palabras. La educación argentina nos inculcó saber que el comunismo no quedaba estrictamente en el Partido Comunista Argentino, aunque tuviera ahí su “personería jurídica”. Y sí: el PC era todo, era Nadra, eran las agachadas soviéticas, era también el partido de la valiente Teresa Israel, la campesina rusa inmortalizada en un local legendario del barrio de Almagro; pero era la pequeña jaula de hierro que quería atrapar un río más grande de la Historia. En Argentina, a fin de cuentas, como en todo el mundo, era pertinente e incierto preguntarse y responderse quiénes eran y qué eran los comunistas. ¿Cualquiera podía ser comunista? El siglo 20 nos dejó paranoicos. Cualquier podía ser comunista. Y si bien nuestra ojeada melancólica imagina un siglo 20 con las tuercas más ajustadas entre significados y significantes (recordamos el siglo pasado como un Orden), ese ajuste es retroactivo. Porque las palabras y los hechos siempre se sueltan. Hoy, como ayer, a cualquiera se le dice comunista. Al Perro Santillán o a Larreta.    

La pregunta por el comunismo es la pregunta del siglo 20. Una de ellas, al menos. Pregunta de mesa de café, pregunta de mesa de tortura. “En Argentina, los comunistas somos nosotros”, le escribió John William Cooke a Perón en una carta de 1961. Ya existía la revolución cubana. Cooke estaba más cerca de José Martí que de José Hernández. Pero la correspondencia entre el líder y su fallido delegado anticipaba en su prosa la guerra de una década después. Cooke y Perón, como el Charly Parker de Cortázar: “¡esto lo estoy escribiendo mañana!”. En 1965 en un Luna Park repleto, el Almirante Rojas conmemoraba los diez años del golpe a Perón diciendo en una línea: “Cada día que pasa podemos diferenciar menos al peronismo del comunismo”. Así, las palabras del gordo Cooke y de Rojas entraron espalda con espalda a la década “siguiente”, como una beatlemanía. Por supuesto, llamaban comunismo (¡lo universal!) para aliviar la complejidad de nombrar un espíritu más pesado (¡lo particular!): el peronismo. El peronismo era la verdadera revolución que, también, sofocaba esa otra revolución, la comunista. Pero nuestro comunismo criollo, piel y hueso, concreto, era ese viejo comunismo barrial, Villa Crespo y más allá la inundación, el del honor de un Osvaldo Pugliese (que sacó cuentas para afiliarse leyendo la prensa “bolche” de los años treinta sobre la guerra civil española) o un Horacio Guarany que conectaba el corazón oscuro de La Forestal con los pájaros de Hiroshima. La Internacional argentina. El comunismo era el Mundo, y porque también pintaba la aldea: “nada más argentino” que esas viejas bibliotecas, cooperativas, sindicatos, aristocracia obrera, ese partido que, después del peronismo, se fue convirtiendo en un centro cultural para las capas medias. Le quedaron más banqueros que obreros. Más libertad que igualdad. A nuestros estalinistas los democratizó el tiempo. Razón principal: nunca tuvieron el poder.       

La pregunta por el comunismo es la pregunta del siglo 20. Una de ellas, al menos. Pregunta de mesa de café, pregunta de mesa de tortura

Pero nunca fue fácil saber qué era y quiénes eran los comunistas. Del otro lado de la cordillera, Pablo Neruda, un poeta, así, “magnánimo”, de las alturas metafísicas de América, pero cuya poética mejoraba en sus odas elementales (una poesía de la observación de cosas menores), la dejó servida para otra “cancelación” con su oda menos elemental al carnicero Stalin: “Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra, / descansando de luchas y de viajes, / cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano”. Había más semillas de verdad en su mirada sobre una alcachofa chilena que sobre un dictador soviético. Cada vez que leemos “yo estaba junto al mar”, retorna pensar en el dardo de Viñas (Neruda, un “boludo con vista al mar”). Así era la “ideología” también, engendraba monstruos.  

El comunismo era el nervio del volcán, y, a la vez, esa nueva clase, esos discípulos de Stalin propagados por el mundo y, como decía el yugoslavo disidente Milovan Sjilas, “incapaces de crear nuevos sistemas o nuevas ideas a causa de su entrega a las realidades burocráticas vitales”. “Sólo son capaces de sofocar o hacer imposible algo nuevo”. Y entre las líneas paralelas de la guerra fría comunista era el Che con su asma y su diario final (su diario era también un diario del asma, de su sofocación ideológica, del pulmón cerrado y “la bota podrida en la selva del mundo”) en La Higuera tumbado contra una pared, ordenándole al “soldadito boliviano” que se ponga sereno y apunte bien, “¡Usted va a matar a un hombre!”; y comunista era también el hombre gris sentado en una oficina del Tercer Cuerpo del Ejército discutiendo cupos de exportación a la URSS. Los barcos de trigo, la hoz y el martillo, la guerrilla suicida y la fe en el progreso. Comunistas contra comunistas. Todo. Nadra y la bella Teresa. Picahielo.   

“¡Ese es comunista!” El tono acusatorio no termina de definir lo que es bueno o malo. Pero es, a su modo, una melodía dulce y melancólica que viene del siglo pasado, el que Milei no quiere largar: el siglo de la “infiltración comunista”, el juego de mesa de espionaje mundial en la mesa familiar. Mi abuela recordaba la infancia criando a mi madre, y ahí, nombraba una familia vecina de su barrio: “¿Te acordás, Alicia, la familia de comunistas?”. Como los Invasores, ¿de dónde venían? La guerra fría, la familia misteriosa, americanos, la KGB, el Plan Andinia, comunismo y sida: ojo que viene el virus en la sangre. Como me contó en una entrevista Osvaldo Papaleo de su interrogatorio, “pregunta de picana”, decía, en las mazmorras de Ramón Camps y a grito pelado: “¡¿dónde está el oro de Moscú?!”. La picana lisérgica como una serpiente buscando el oro judío. El comunismo era el clóset de occidente.      

"¡Ese es comunista!" Es, a su modo, una melodía dulce y melancólica que viene del siglo pasado, el que Milei no quiere largar.

La palabra brotaba un manantial de agua negra. Veamos “Soñar, soñar”, estrenada en julio de 1976, filmada en el 75, pasada sin pena ni gloria por las salas del momento (y hoy película de culto), última de Favio por casi veinte años en que se lo traga el exilio, el retorno democrático y la derrota peronista en las urnas. Road movie afligida sobre un paisaje que, visto hoy, con estos años, y el contexto, suena a “fin de fiesta”, “Soñar, soñar” tiene algo en un borde alegórico, la Argentina que muere en el 76 y esos dos personajes perdidos por los campos y ciudades. Monzón, como un muchacho silvestre “tardíamente alfabetizado”, diría el poeta Hélder, y Gianfranco Pagliaro, intérprete italoargentino siempre vestido de bohemio (escuchemos esta canción un poco grasa y psicobolche, pero más conmovedora que la de cualquier trova solemne), bueno, los dos arman esta “pareja” por las rutas argentinas. Monzón lo admira. ¿Qué hilaba Favio ahí? ¿Una primera película queer, como se suele decir? ¿La alianza de clases? Monzón con ruleros. Pero esta escena: en un bar de la ciudad a la que viajaron para pegarla, discuten, es casi el final, hay un enano (un enano clásico de las películas y televisión de los 70 y 80). El enano reprocha que Gianfranco lo vendió a un circo. “¡Vos decías que eras comunista!”, le dice el enano. “¿Yo comunista? ¿Yo comunista? Jurá por esta que soy comunista”, le responde Gianfranco mostrándole una cruz.

Hecha la palabra, hecha la trampa. El número 1 de Supernova vino exhaustivo. Dejo esta nota navideña cruzando al final una canción de Moris; y porque, además de todo, a Moris habría que hacerle un monumento. Tiene varios discos, pero hay dos: “Treinta minutos de vida” y “Ciudad de guitarras callejeras”. El primero de 1970, el segundo de 1974. El primero es de un año auroral y el segundo es de un año en que lo peor está por venir. Pura intemperie. Muerto el General. Pero en ese primer disco de 1970 Moris grabó “Pato trabaja en una carnicería”, una canción que saca caretas (“sos el burgués mas corrompido que existe / y te engañas pensando que sos un hippie / vos explotas a todos y no das nada”). Pero adentro de la canción (una canción de supersticiones: ¿Pato era carnicero, usurero, o qué?) esta línea después de ver el mundo en los diarios: “el comunismo resultó complicado”. Una línea que tenía lo que el rock argentino de esa década podía contener sin hacerlo programa: mirar con extrañamiento y distancia lo que su generación naturalizaba. La violencia, la colectivización de los bienes, la disciplina militar y militante, la colimba militar y la colimba guevarista, los imperios. ¿El comunismo? El comunismo resultó complicado. Complicado de hacer, complicado lo que hace con nosotros. Moris traducía lo que escribió Lennon en su Revolución del 68 (“¿Revolucionar a los demás sin revolucionarme a mí mismo?”). Moris, fresco como una lechuga, dijo que el comunismo resultó complicado, así, como la verdad de un tango que el joven sabía por viejo: no hay que cambiar el mundo, hay que sacárselo de encima.