El futuro de la autoridad 

Un brillo en el ocaso de la autoría de la era electrónica

por Santiago Gerchunoff

La imprenta de Gutenberg fue fundamental para la creación del individuo y el Estado modernos, ligando estrechamente autoría y autoridad. Sin embargo, la era electrónica, con su capacidad para la comunicación inmediata, masiva, anónima y colectiva ha comenzado a corroer esas estructuras. Hoy, la autoría se disuelve en la conversación pública de masas y sus robots, y la autoridad se dispersa en un mar de voces digitales, marcando potencialmente el final de una era y el comienzo de una nueva forma de entender la creación y el poder. Esta transformación nos obliga a reconsiderar qué significa ser un individuo y cómo funciona la autoridad en un mundo interconectado y descentralizado

A medida que experimentamos la nueva era electrónica y orgánica, con indicaciones cada vez más definidas de sus perfiles principales, la era mecánica precedente se va haciendo cada vez más inteligible (Marshall McLuhan, 1962)

El fenómeno mediante el cual la inmersión actual en la era electrónica nos hace cada vez más inteligible la “era mecánica precedente” es el de una diferenciación dolorosa, acompañada por una sensación de decadencia. Es aquello que se va deteriorando, corroyendo y mutando de la era anterior, la que McLuhan llama la “era mecánica” lo que salta a la vista a medida que nos sumergimos más en la nueva era electrónica y orgánica. Digamos que es gracias al futuro, a lo nuevo, que conocemos y distinguimos mejor el pasado, en un proceso que es, naturalmente, doloroso, porque consiste en hacerse consciente de una pérdida en el mismo movimiento en el que logramos conocer bien lo que estamos perdiendo. De ahí los tonos tristes del famoso pasaje de Hegel, que, al fin y al cabo, va en la misma dirección que McLuhan en el sentido de que lo único que podemos conocer es el pasado: “cuando la filosofía pinta con sus tonos grises ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo alza su vuelo en el ocaso”.

Y al mismo tiempo, como en un mecanismo de retroalimentación (o dialéctico), es la visión clara y distinta de aquello que va muriendo o mutando de la era mecánica precedente, lo que nos permite reconocer mejor qué es lo nuevo de la era electrónica en la que ya estamos inmersos y nos permite, no digo conocer, pero sí fantasear con “el futuro”. 

¿Y qué es eso que se deteriora o que va mutando o corroyéndose de la era precedente, la era mecánica, y que nos permite vislumbrar también el perfil de la nueva era electrónica?

Seguramente podrían nombrarse muchísimas cosas, pero si atendemos a la angustia y a la sensación de decadencia con la que vivimos estos últimos años de despliegue de la era electrónica, diría que hay dos elementos universales actualmente en plena corrosión y puesta en duda, dos elementos que se revelan, por eso mismo, como grandes pilares de la era mecánica precedente que va quedando atrás o mutando: la autoridad y la autoría. Si señalo juntas a la autoridad y la autoría no es solo por su familiaridad léxica, sino porque creo que sus significados alojan un vínculo vital para el corazón mismo de la era moderna, de la era que McLuhan llama “mecánica”. Autoría y Autoridad, Individuo y Estado se corresponden, se oponen, se complementan y se copertenecen en el núcleo mismo de la era mecánica. Y es el efecto corrosivo de la era electrónica sobre esos dos elementos lo que nos los muestra cada vez más cristalinamente como los grandes pilares sociopolíticos de una era mecánica que se va diluyendo poco a poco.  

La conversación pública de masas digital por un lado y el desarrollo de la inteligencia artificial generativa por otro, y los dos en salvaje combinación, son algunos de los fenómenos estelares de la nueva era electrónica que están sacudiendo y cuestionando hasta los cimientos la autoridad y la autoría modernas, evidenciando, así, cuán esenciales eran para la era precedente.

Me he atrevido a decir “mecanismo de retroalimentación” o “dialéctico” para poder desarrollar estas hipótesis. En lo que sigue tendré que dar necesariamente un rodeo por el pasado para poder fantasear con el futuro. En definitiva, como decía David Foster Wallace en La broma infinita, en el ámbito del conocimiento, “lo que solemos llamar el futuro es el pasado que viene hacia nosotros”. Así que voy a explicar sucesiva y combinadamente: 

1. ¿Por qué y en qué sentido la autoridad y la autoría fueron pilares fundamentales de la era mecánica?

2. ¿Por qué y en qué sentido la conversación pública de masas (la transformación de la esfera pública posterior a internet) y la aparición de la inteligencia artificial generativa vienen a corroer, transformar y quizás en algún caso liquidar a la autoridad y la autoría?

 ¿Por qué la conversación pública posterior a internet y la aparición de la inteligencia artificial generativa vienen a corroer y quizás liquidar a la autoridad y la autoría?

Me encantaría mostrar que tanto en el caso de su nacimiento, como en el de su corrosión y decadencia, la autoría y la autoridad están indisolublemente ligadas.

¿Qué fue la autoría? ¿Por qué digo que fue algo específicamente moderno, propio de la era mecánica?

Los derechos individuales y la soberanía absoluta modernos cristalizaron hacia el siglo XVII como dos caras de la misma moneda. En la obra de Hobbes puede descubrirse este hecho: el nacimiento del individuo (y el individualismo, y el ideal de autonomía, los derechos de propiedad) por un lado, y el nacimiento del Estado de derecho moderno por otro, son dos fenómenos mutuamente necesarios de un mismo proceso histórico. 

Pero además la herramienta mediante la cual Hobbes vincula individuo y Estado es una teoría de la representación/autorización. En efecto, en Leviatán se desarrolla una teoría de la persona artificial (categoría bajo la cual caerá el Estado mismo) que utiliza dos ejes entrecruzados: autor/actor y representante/representado. Por eso decimos que la cuestión de la autoría (individual) es crucial en el mecanismo mediante el cual la modernidad construye el concepto de “autoridad legítima” (Estado de derecho).

Si quisiéramos expresarlo de un modo superficial, que no repare en la relevancia de la cuestión de la “autoría” en la teoría de Hobbes, diríamos que la afirmación de que los derechos individuales y la soberanía absoluta se coimplican en Hobbes, se basa en que el reconocimiento de derechos individuales (propiedad, autonomía, etc.) no puede existir sin un Estado que los proteja y regule. El individuo moderno (el ciudadano) nace cuando transfiere su poder natural a un soberano, permitiendo así la protección de estos derechos. Y al mismo tiempo, en que el Estado moderno surge de la necesidad de estos individuos de protegerse, estableciendo la soberanía como la autoridad suprema que garantiza la paz y el orden, elementos fundamentales para que los derechos individuales tengan sentido y soporte real. 

Pero lo interesante es que Hobbes mismo pone de relieve cómo, para que todo lo anterior sea posible -sin un mero pacto de sumisión total de una multitud a un individuo- hace falta la entrada en acción de una teoría de la representación y de la autorización, en la que la cuestión de la autoría es crucial.

Las personas y las acciones de ciertas personas artificiales son reconocidas como suyas por aquel al que representan. La persona [el Estado] es entonces actor, y el dueño de esas palabras y acciones [el ciudadano] es el AUTOR. En casos así el actor actúa en virtud de la autoridad que ha recibido. Pues aquel que es llamado “propietario” (Dominus, Kurios) en materia de bienes y propiedades, es llamado “autor” en materia de acciones. Y al igual que el derecho de posesión es llamado “dominio” sobre una cosa (dominion), el derecho de llevar a cabo alguna acción es llamado AUTORIDAD. Así “autoridad” se entiende siempre como el derecho de llevar a cabo alguna acción; y llevarla a cabo en virtud de la autoridad recibida quiere decir que se realiza por comisión (by commision) o permiso de aquel a quien pertenece el derecho (Hobbes, Leviatán, XVI)

No se trata de un pacto de sumisión como tantas veces se ha interpretado. Hobbes está resolviendo el legendario problema filosófico de “lo uno y lo múltiple” en su declinación política, con una elegancia y un ingenio soberbios. Porque lo que está intentando contestar es ¿cómo una multitud de individuos puede convertirse en una persona civil única? Y ¿cómo puede construirse una voluntad política única a partir de una multiplicidad de voluntades dispares? Y la respuesta es una en la que los individuos, “los autores”, no entregan sus derechos naturales (no se someten) sino la autoridad por comisión para representarlos. Esto hace pensar en Hobbes, guste no a ciertos estudiosos, como el fundador del liberalismo político. 

Pero no olvidemos que Hobbes no está “inventando” la soberanía absoluta, ni “creando” el Estado, ni tampoco “construyendo” a los individuos. Los filósofos, si son serios, no suelen “crear” las cosas, sino llevarlas a conceptos. Hobbes se encuentra de hecho en el mundo real con la soberanía absoluta, con el Estado Soberano europeo del Siglo XVII (ya no exactamente homologable a un Reino Medieval), se topa en su contemporaneidad con el embrión de ese nuevo animal gigante, el Estado Absoluto, y para entender “su mecanismo”, lo desarma como si de un reloj se tratara, para ver cómo funciona por dentro. Y es al desarmarlo conceptualmente separando todas sus piezas, hasta llegar a las más pequeñas, que se encuentra con los individuos, los autores, los átomos últimos con los que está construido el Estado soberano. Y de ahí la ficción científica del paso de un estado de naturaleza con una libertad individual natural y salvaje, al Estado social a partir de un pacto de los individuos-salvajes que se convierten así en ciudadanos-autores. Y es que en el centro de esa ficción que explica el funcionamiento del “reloj” del Estado y los derechos civiles de los individuos hay, muy librescamente, una teoría de la autoría. La concepción del ciudadano como un autor (representado) y del Estado (representante) como un actor. El individuo y sus derechos naturales son el fundamento y la garantía de toda la legitimidad de la soberanía pública. La relación autor-actor es la clave de esa garantía. 

Imprenta, autoría y autoridad

No deja de ser sorprendente el paralelo de esta interpretación de la soberanía moderna hobbesiana con la visión que tiene Marshall McLuhan, en los años 50 y 60 del siglo XX, del surgimiento del Estado-Nación y del individuo. O, en los términos que usa McLuhan, del nacimiento del individualismo y del nacionalismo como -otra vez- dos caras de una misma moneda; ni uno ni otro término dicho en términos peyorativos. “Individualismo” como representación del punto de vista individual, de la autonomía, de la independencia, y “nacionalismo” como término de cohesión, homogeneización, unidad, consistencia. Autoría y autoridad, otra vez. Y el punto es que McLuhan, a diferencia de Hobbes, no solo viene a decir que son dos caras de una misma moneda, sino que le interesa también hablar de “la moneda” misma y no solo de sus caras. Y la moneda para McLuhan es el descubrimiento y la expansión de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg (siglo XV) y la posterior cultura del libro desarrollada a partir de dicho medio en los cuatro siglos siguientes. La expansión industrial del libro trajo nuevas costumbres y abrió nuevas posibilidades, y cambió por completo el modo en el que se aprendía, enseñaba y producía. La uniformidad de la tipografía mecánica, aumentó la velocidad de lectura, y propició la lectura en silencio e individualizada. El hecho de ser portable, sumado a la abundancia resultante de su producción mecánica transformó al libro de un objeto de lujo a uno cotidiano. Y las consecuencias de esto se notaron tanto a nivel de la forja del individualismo como de la del Estado Nación. Así, dice el propio McLuhan: “La exteriorización o expresión de la experiencia interior personal y la acumulación de sentimiento nacional están estrechamente relacionadas por la acción y efectos de la tipografía, en cuanto la nueva tecnología se hace visible, centra y unifica la lengua vulgar”.

La “aparición” histórica tanto del “individuo” como del Estado, se debió a la transformación sociológica, antropológica, epistemológica, y económica posibilitada por la imprenta y la cultura del libro

La “aparición” histórica tanto del “individuo” (el punto de vista individual, el reclamo de derechos individuales, la interioridad, el ideal de autonomía y pensamiento crítico) como del Estado, se debió a la transformación sociológica, antropológica, epistemológica, y económica posibilitada por la imprenta y la cultura del libro. El invento de la imprenta supuso el inicio de la producción en serie y de las sociedades de masas, pero al mismo tiempo, quizás paradójicamente, el libro alojaba el germen de la singularidad y la auto expresión, y creó tanto la persona privada como los “objetivos personales” y el individualismo. De tal modo que el nacimiento del individuo y las masas es simultáneo históricamente. A este respecto dice el sabio canadiense:

El individualismo, sea en el pasivo sentido atomístico de una ejercitada soldadesca uniformada o en el activo sentido agresivo de una iniciativa o autoexpresión personal, presupone de igual modo una tecnología previa [la imprenta], formadora de ciudadanos homogéneos. Esta ruda paradoja ha hechizado a los hombres cultos de todas las épocas (McLuhan, La galaxia Gutenberg, 84)

 De tal manera que tanto en McLuhan como en Hobbes se ve la imbricación, tan propia de la era mecánica, de autoría y autoridad. 

Los derechos de propiedad intelectual (tanto económicos como simbólicos), que son el punto de intersección del papel real del ciudadano como autor privado (de sus obras) y de su papel como autor metafórico del pacto social conformarán un pilar fundamental a lo largo de toda la era mecánica. La relevancia y la construcción de una firma, original, singular y reconocible, como un trasunto de la identidad personal constituyen una de las bases de lo que conocemos como modernidad. La defensa de la subjetividad y el ideal de la libertad personal estarán estrechamente ligados a la recognoscibilidad de una firma, una identidad, una propiedad, unos derechos y unos deberes sobre lo dicho y lo hecho. 

Más allá de que vayamos intuyendo ya que esta autoría musculosa y esencial no siempre será así en el futuro, viene muy bien saber cómo tampoco fue siempre así en el pasado anterior a la era mecánica.

Antes de la autoría moderna

Cuenta Claudio Magris que el primer libro que leyó en su vida, a los seis años, fue Los misterios de la jungla negra de Salgari, una de las grandes aventuras de Sandokán y sus tigrecillos. Ese libro, dice Magris, quedaría destinado a ser "El libro", “el primer encuentro con la palabra que contiene y a la vez inventa la realidad”. ¿Quedó entonces, correlativamente, Salgari marcado para Magris por siempre como “El autor”? Es interesante ver cómo no: 

Así pues, aprendí a leer con Salgari y, además, las hazañas de Kamamuri y del tigre Dharma quedaron ligadas a la voz que me las contaba, arrastrado por la historia e indiferente al autor, más aún, ajeno en aquel tiempo a qué era un autor o a que una historia lo necesitara, convencido de que las historias se narraban solas y de que los hombres, escritores o no, no tenían más trabajo que repetirlas y transmitirlas. Desde entonces, en cierta manera, siempre he pensado que la literatura, en su esencia, es un relato oral y anónimo; que sería mejor si los autores no existieran o si, al menos, no se identificaran, si estuvieran siempre muertos, como le dijo una vez una niña de Grado a Biagio Marin, u obligados al incógnito y a la clandestinidad.

Es innegable que no hay lugar más digno para un autor que el incógnito o la clandestinidad. ¿Qué cosa insufla más épica a la figura de un autor que su desaparición? Lo saben bien los libreros: en cuanto un autor muere hay que pedir precipitadamente muchos ejemplares de todos sus libros, aún más que cuando ese autor es premiado. Pero esto responde precisamente a la mitificación moderna de la figura del autor; no tiene nada que ver (es todo lo contrario) con la irrelevancia, la invisibilidad de la figura del autor para un niño, tan bellamente traída por el recuerdo de Magris. El autor está siempre ya muerto para el niño lector (quizás el grado no ideal pero sí más simple de la lectura, el más cercano a la oralidad antigua) porque no existe, porque no se le ocurre preguntar por él; se le ocurren mil preguntas sobre la historia, pero no se le ocurre preguntar por el autor. El papel de los hombres, respecto de las historias, es un papel de pura mediación, el trabajo de los hombres es repetir y transmitir las historias. 

Esta lectura infantil, que baja del pedestal de la creación al autor, para ponerlo en el lugar de la transmisión, coincide con lo que Platón le hacía decir a Sócrates en Ión, acerca de una especie de cadena de transmisión de la inspiración de la que el poeta sería sólo un anillo: 

“(…) una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría heráclea. Por cierto, que esta piedra [el imán] no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal, que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que a veces se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así, también la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo” 

Desde el punto de vista de la oralidad infantil y desde el punto de vista de la sociedad antigua, también oral (aunque en transición a lo grafológico en el momento en que Platón escribe), se manifiesta un modelo de autoría que desde el punto de vista moderno es débil, corroída o hasta tácita. Es en parte anónima y en parte colectiva, no está enfocada en “lo individual”. Y lo mismo ocurre en la Edad Media, inmediatamente premoderna o pre mecánica. Es una era donde la escritura ya está instalada como tecnología, pero no todavía la imprenta, verdadero motor de la era mecánica y de la autoría. 

La incomodidad y la posición crítica con la idea de autoría moderna desde el punto de vista medieval aparecen reflejadas con maestría y profundidad en el film F de Falso de Orson Welles, en 1972.

Se trata de un falso documental cuyo tema parece ser la falsificación de obras de arte, pero que constituye una gran crítica en forma de burla a la idea moderna de autoría ¿Era verdaderamente un genio Pablo Picasso? Welles entrevista y sigue la trayectoria e ideas del mayor falsificador de arte moderno, Elmyr de Hory, que era capaz de pintar un Picasso en quince minutos sin que los mayores expertos (ni el propio Picasso, según se sugiere) pudiera reconocer el engaño.

La película es un poco barroca en su desarrollo, pero es brillante y tiene una profundidad filosófica inusitada.  Llegando al final, en una conversación con Welles, el genial autor de falsas obras maestras, Elmyr, sostiene que cuando una falsificación pasa muchos años en un museo y nadie percibe que es una falsificación, la obra acaba por convertirse en verdadera. O sea, sostiene que, en realidad, la originalidad (sino la verdad) es una convención.  Entonces viene un momento solemne (quizás el único, todo el resto de la película tiene un tono ácido, burlesco), en el que Welles hace un gran encomio de la catedral de Chartres, y en general, del arte monumental medieval. Allí, mientras filma la catedral sostiene que se encuentra ante, probablemente, la obra maestra de toda la historia del arte humano y que ésta no tiene firma, no tiene autor. Fue construida por cientos o miles de creyentes a lo largo de décadas y no sabemos quiénes son. Es una obra anónima y colectiva. Welles contrapone la tristeza vana de la obsesión por la autoría y la originalidad del artista moderno a la alegría y celebración infinita de la vida en el arte colectivo y anónimo medieval. La frase final es fina, esperanzadora, y melancólica a la vez: “maybe a man’s name does´t matters that much”.

La actual corrosión de la autoridad y la autoría en la era electórnica

Y así arribamos a un presente revolucionario. La inteligencia artificial, tanto en sus aplicaciones “generativas” que producen obras de arte a partir de otras ya existentes, como en sus aplicaciones de asistentes de redacción que componen textos “nuevos” nutriéndose de textos y todo tipo de información audiovisual de autores individuales humanos que encuentran en la red, suponen otro desafío (quizás el límite) posterior a la autoría moderna. 

La aceptación (la no persecución legal ni moral) del arte o el pensamiento producido por la inteligencia artificial coinciden con cierto alejamiento de la idea de autoría individual moderna. A mis hijas les da exactamente igual que una imagen sea de IA o de un autor humano conocido. No hay falso o verdadero, no sabemos cuántos Pierre Menard escribieron el Quijote, y no Cervantes, o ni apenas Cervantes. Pero eso ya se empezaba a vislumbrar en el siglo XX. Chatgpt y todos sus hermanos son el epítome de la autoría colectiva y anónima: para cada respuesta que da, un programa de IA recurre virtualmente  a todo el saber acumulado de la humanidad y construye un resultado nuevo a partir de esa combinación. ¿Es una gigantesca expropiación o es como si construyera una pequeña catedral de Chartres con cada respuesta que emite? La respuesta que demos no es trivial y tiene un profundo significado político. Por supuesto, desde el punto de vista de la individualidad, de los derechos individuales, concretamente, desde el punto de vista de los derechos de propiedad intelectual, más bien se trata de un gran expolio. Y esto es una fuente de gran malestar social (y una posible revolución económica) en la actualidad.

La misma corrosión de la relevancia de la autoría y la firma se da en la proliferación del anonimato en la conversación pública de masas. El anonimato permite la circulación de discursos que serían imposibles desde identidades públicas. La vieja era mecánica se rebela contra esta posibilidad (ayer mismo Pedro Sánchez pedía en el foro de Davos la prohibición del anonimato en las redes sociales). Todo el sistema jurídico moderno está construido en torno a los derechos y las responsabilidades individuales, de individuos con firma. El anonimato atenta contra esta estructura jurídica y productiva. Y contra “valores” propios de esa era mecánica: el orgullo y la ofensa también se van diluyendo en la sustancia esencialmente irónica del magma electrónico. 

La aceptación (la no persecución legal ni moral) del arte o el pensamiento producido por IA coinciden con cierto alejamiento de la idea de autoría individual moderna

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Por otra parte, en la propia conversación pública de masas digital -si fijamos nuestra atención en los consumos de los más jóvenes, en el tipo de contenidos que producen los youtubers y los influencer-, hay una desvalorización cada vez mayor de la autoría en favor de la crítica. Lo que consumen los que miran un canal de youtube son las “reacciones” del youtuber y no al autor mismo de la obra comentada (sea una canción, un videojuego u otro vídeo creado para internet). Muchas veces (la mayoría) el público de esos canales de streaming de “reacciones”, ignora quién es el autor de aquello ante lo que el youtuber reacciona, porque lo que importa es la reacción y no la autoría. Lo mismo ocurre en plataformas como Roblox, se comparten videojuegos nuevos continuamente y nadie sabe ni les importa quién los creó. 

No hablamos aquí de obras colectivas con una voluntad ideológica de ruptura con el anonimato realizadas por colectivos ideologizados, ni de intelectuales inspirados en Roland Barthes que militen “la muerte del autor”: es la propia lógica de la tecnología que usan y la multiplicación de voces (de creadores más o menos anónimos) la que genera espontáneamente esta disminución de la relevancia de la autoría, esta expansión del anonimato y la colaboración involuntaria.

Por supuesto que la idolatría sigue existiendo y también la celebridad. Una era no se extingue del todo cuando es recubierta por otra nueva. Pero la celebridad está democratizada y rebajada, este es el efecto esencial de la conversación pública de masas. En la medida en la que se ha cruzado por completo la barrera entre productores y consumidores, las voces audibles se han multiplicado y así todos tenemos acceso a un público. Esta multiplicación de voces llena el mundo de un ruido que la cultura vertical de la autoría moderna había evitado. Es ese ruido, de autorías repartidas y diluidas la que corroe también, inevitablemente el otro polo, la autoridad.

El final de la era del silencio y el ocaso de la autoridad 

La era mecánica, la era del libro, también fue la era del silencio. Y en este sentido también nos conviene, para pensar con menos saña y necedad, conocer sus límites, tanto por lo que le precedió, como por lo que la está sucediendo: nuestra era electrónica y orgánica. 

En el pacto social que da lugar al Estado moderno, la cesión de la libertad salvaje incluye de hecho también la cesión de la voz del “autor” (el ciudadano) que va a ser representado por el “actor”, el Estado. Si bien la libertad de expresión ha mantenido, de derecho, la voz y la posibilidad de expresarse, la cultura del libro que dominó la era mecánica es una cultura vertical, siempre tendiente de un modo creciente hacia el igualitarismo, pero por otro lado también hacia un elitismo, hacia una casta de emisores, que se está revertiendo violentamente en la era electrónica (y en esto habría que separar fases de la era electrónica, porque, la radio  y la TV mantuvieron un verticalismo, tribal sí, pero verticalísimo). Se está acabando el silencio. La era mecánica fue en su pico, una era del silencio. ¿En qué sentido? En el de que el público solo llegó a ser audiencia o masa, pero no propiamente “público” con voz. 

Pero antes de la era mecánica, en la era del manuscrito, el silencio no era tan central: la lectura misma no era un acto silencioso, ni individual, había una persona entre muchas que sabía leer y además había pocos libros porque era muy caros. Los libros eran reproducciones de discursos orales, y resultaba evidente que estaban ahí para ser leídos en voz alta colectivamente. No se concebía la idea de leer en silencio y para uno mismo (por el contrario, se lo consideraba demoníaco). Y lo mismo en el teatro y en el parlamento: la gente hablaba, conspiraba e interactuaba con los actores. No había surgido la idea que había que interponer en los espectáculos el silencio del público convirtiéndolo en audiencia. La costumbre de que el público permaneciera pasivo, sumiso frente a los emisores, en silencio, es el summun de la era mecánica, de la cultura del libro en el pináculo de su desarrollo, ya en el siglo XIX. Claro que ya entonces asomaba la era eléctrica (el telégrafo es de finales del XIX), pero todavía los primeros grandes productos de comunicación masiva de la primera fase de la era eléctrica (los periódicos, la radio y la tv) eran totalmente verticales y se presuponía unos emisores (periodistas, artistas, políticos, expertos, científicos) que hacían cotidianamente uso público de su razón y por otro lado una audiencia enorme (las masas) que recibía pasivamente esa información. 

Los individuos con voz son cada vez más, y sus firmas importan cada vez menos. Pero el ruido también afecta a todos los centros de “autoridad” que emitían sus mensajes con cierta exclusividad

Esto recién ha cambiado con el advenimiento de internet y la conversación pública de masas que ha traído la posibilidad de que casi todos los ciudadanos sean emisores desde cualquier lugar de un mundo que ha implosionado, como visionaba McLuhan, y se ha convertido en una aldea. Los individuos con voz son cada vez más, y sus firmas importan cada vez menos. 

Pero el ruido también afecta a todos los centros de “autoridad” que emitían sus mensajes con cierta exclusividad y munidos del respeto de la autoría cedida que los legitimaba. Ni los periódicos, ni los científicos, ni los políticos parecen ya poder hablar en nombre de nadie. No parecen ya “actores” autorizados por los “autores” ciudadanos. Como si estos, después del proceso de silenciamiento de su voz en que consistió la construcción de la sociedad moderna, estuvieran retirando el permiso que habían entregado (by commision) para ser representados. He aquí la política en el centro de la escena, como venía advirtiendo. No estamos hablando de innovaciones comunicacionales. Si elevamos la mirada, estamos hablando de una rebelión contra la Autoridad (¿contra el Estado?).

¿Qué sentido y qué destino tiene esa rebelión de tintes anarquistas? Más allá del entusiasmo de los rebeldes, alguien tiene que gobernar, y si se aproxima la guerra, volviendo al viejo Hobbes, el que manda es el que puede declararla. Lo que quiero decir es que la corrosión tiene un límite. Detrás de esta corrosión todavía pervive la estructura de la soberanía del Estado moderno. Quizás la mutación de la relación autor-actor, individuo-estado, se transforme esta vez sí, (contra lo que esquivó Hobbes y la tradición liberal) en un mero pacto de sumisión para ser protegidos de la pobreza y la muerte. Pero quizás no haya en realidad sumisión, varios se estén preguntando en serio, como si volviéramos al siglo XIX, sobre el reparto de los frutos de la productividad de las nuevas tecnologías, más todavía porque ahora que se torna evidente que el nuevo capital es básicamente trabajo acumulado por centurias, puede ser puesta en cuestión, con mucha más visibilidad que en los tiempos de aquel insistente alemán que peroraba sobre la “la propiedad privada de los medios de producción”

Pero más allá del entusiasmo de los rebeldes, alguien tiene que gobernar, y si se aproxima la guerra. La corrosión de la autoridad tiene un límite, todavía pervive la estructura de la soberanía del Estado moderno. Quizás la mutación de la relación individuo-estado se transforme en un mero pacto de sumisión para ser protegidos de la pobreza y la muerte

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 [Agradezco a chatgpt, es decir a la humanidad entera, su colaboración para la redacción de este artículo. ¡Omnia sunt comunia!]