El modo de vivir la Fe en China
La palabra que hoy hace referencia a la religión en China, no existió hasta finales del siglo XIX: zōngjiào (宗教) es un neologismo propiciado por el encuentro con Occidente. Este texto no pretende analizar la presencia de las religiones institucionales en China, sino indagar en torno a la coexistencia de determinados sistemas de ideas y prácticas que configuran, entre otras cosas, el modo chino de vivir la espiritualidad y la fe.
por Sofía Benencio
Entre sincretismo y eclecticismo
Las montañas y el mar son buenos umbrales para comenzar a hablar sobre espiritualidad y fe en China, respectivamente. No símbolos, más bien umbrales. Y se puede comenzar por las primeras. Intervenidas con cientos de escalones de piedra, las montañas chinas abren paso tanto hacia las Tres Enseñanzas (Sān Jiáo, 三教): el confucionismo, el taoísmo y el budismo, como así también hacia un conjunto de creencias tradicionales populares. Tal como lo sugiere el nombre, las tres primeras forman parte de la columna vertebral de la cosmovisión china desde hace milenios. Tanto el confucionismo como el taoísmo nacieron en momentos de la historia que fueron considerados caóticos, agitados, en términos sociales y políticos. El confucionismo fue fundado en el siglo V a.e.c. por Kǒng Fūzǐ, más conocido como Confucio, pensador y funcionario imperial. Un siglo más tarde comenzaron a ser sistematizados los saberes que dieron nacimiento al taoísmo, siendo sus principales referentes Lǎozǐ y Zhuāngzǐ. Cada uno de estos sistemas respondió a su contexto con particularidades bien diferenciadas que, sin embargo, coexisten hasta la actualidad. En pocas palabras, podría decirse que el confucionismo optó por el camino de la rectitud, la ética y la jerarquía, mientras que el taoísmo eligió desde sus inicios una respuesta atravesada por la contemplación, el equilibrio y la adaptación. Por su parte, el budismo llegó en el siglo I d.e.c. a China, en el marco de los desplazamientos generados por la antigua Ruta de la Seda. La dinastía Han, en su marcada apertura cultural, posibilitó su ingreso y expansión, aunque como casi todo lo que llega a China, adquirió rasgos específicos, o dicho de otra forma, atravesó un proceso de sinización. En cuanto a los saberes y prácticas que reúne la cosmovisión tradicional (chuántǒng xìnyǎng, 传统信仰), se los puede rastrear aún más atrás en el tiempo: son anteriores a las Tres Enseñanzas, aunque también se nutrieron de ellas con el paso de los años y con la fuerza de los usos y costumbres. Allí se pueden encontrar, por ejemplo, el culto a los antepasados, la noción de qì (气), la teoría de los cinco elementos y el calendario lunar.
Por dentro de estos bordes trazados por estas cuatro tradiciones converge aquello que no puede ser calificado como religión ni como filosofía, en términos occidentales, pero que tampoco podría ser etiquetado bajo otra categoría única. Se trata de un espacio en el que confluyen pensamiento, ética, práctica, fe, espiritualidad; y para ir más allá de los umbrales, es necesario mantener este solapamiento en mente.
Volver la atención a las montañas para pensar la espiritualidad en China permite dar cuenta de la complejidad histórica que surge de una coexistencia que ha oscilado entre momentos de tensión, flexibilidad y afectación, pero que definitivamente no se ha ordenado por una demanda de exclusividad. Templos budistas, templos taoístas, salas de estudio confucianas, quema de inciensos, homenaje a los ancestros, ofrendas de alimentos, fēng shuǐ, cintas rojas colgadas de árboles, monjes, practicantes, máximas éticas enmarcadas, campanas, cantos en coro, alcancías físicas y virtuales, reclinatorios, altares, estatuas, monasterios. Todo puede convivir en una misma montaña. El tipo de sincretismo que se puede observar allí no es un fenómeno moderno, ni se limita a una expresión de las montañas, sino que tiene sus raíces en la antigüedad y se extiende al modo mismo de vivir la espiritualidad en China, en un sentido más general. Este sincretismo no es total, ni se corresponde exactamente con aquel surgido en contextos de colonización. Se trata de una integración que, si bien implica una transformación mutua entre los distintos sistemas, no llega a generar uno nuevo producto de una fusión. En el marco de una coexistencia prolongada, lo que se ha constituido es, más bien, una lógica de mundo compartida -a partir de entrecruzamientos, algunas veces sutiles y otras bien evidentes- sobre la cual se puede proceder e intervenir desde una diversidad de prácticas.
La fe en China no se apoya en certezas dogmáticas, sino en una sabiduría sedimentada en el movimiento mismo del proceso, es una forma de orientación práctica que se cultiva en el tiempo

A lo largo de la historia imperial, muchos gobernantes peregrinaron hacia las montañas procurando legitimación del mandato celestial, pero también en busca de un lugar de conexión con la sabiduría ancestral, emulando de forma circunscrita la vida de los ermitaños que habitaban y habitan los templos. Afirmación del ordenamiento del mundo, afianzamiento del propio legado histórico, ritual de agradecimiento y petición: las peregrinaciones implicaban, sobre todo, un modo de comunicación con los súbditos, un gesto soberano y político, un ejercicio de análisis y reflexión, un emplazamiento inmanente y no una veneración de carácter trascendental. Más allá de los gobernantes imperiales de otros tiempos, la peregrinación hoy es una práctica habitual entre la población china, en la cual se encuentran el deseo de visitar la naturaleza, el de conocer lugares históricos y, también, el de vincularse con un costado más espiritual. En el paso por montañas y templos, y en la vida en general, la misma persona o la misma familia puede honrar y hacer pedidos al dios de la riqueza (財神, cáishén) perteneciente al panteón tradicional, sobre todo durante el año nuevo lunar; a la diosa de la misericordia (观音, guānyīn) del budismo chino, en el contexto de un embarazo; y al dios de la literatura (文昌帝君, wénchāng dìjūn) cuando alguien está por rendir un exámen importante. Se presenta así un eclecticismo en el modo mismo de vincularse con la espiritualidad, una selección deliberada de rituales, dioses, elementos, prácticas, que responde a lo que demandan las circunstancias. Este tipo de selección, desde una visión externa, puede llegar a ser entendida como un gesto utilitarista. Sin embargo, para los chinos no alberga contradicción alguna y, de hecho, implica algo más que un proceso de selección aislada, dado que en esa misma práctica se van generando afectaciones a partir de los cruces.
Desafiando las definiciones y la distinción misma entre sincretismo y eclecticismo, la gramática espiritual china está consolidada bajo una idea de complementariedad que entiende que distintas tradiciones pueden cubrir diferentes aspectos de la vida. Se suman también nociones de procesualidad e integración orgánica, mediante las cuales se entiende la espiritualidad no como un campo cerrado, sino como un proceso que se adapta a la vida, en un hacer cotidiano y de carácter fluido. En esta gramática espiritual se expresa algo que la excede: un humanismo poroso, con raíces muy profundas en la tradición china.
Otro humanismo
A diferencia del humanismo occidental moderno, por sus propias condiciones históricas, el humanismo chino no surgió de la ruptura con un orden social erigido en alianza con una religión institucionalizada, ni con la pretensión de disputar centralidad a un dios trascendental y, por lo tanto, se configura de forma totalmente distinta. Más que divisiones tajantes, ofrece porosidad, pequeños espacios que dan paso hacia o permiten absorber algo más allá de lo humano, sin dejar de ser un humanismo. Es decir, continúa siendo una perspectiva que, como mínimo, se estructura a partir de un lugar de relevancia concedido al ser humano. Sin embargo, encontramos aquí un humanismo con cierta permeabilidad, un tanto más flexible que el que ha ordenado la modernidad occidental. No se trata de un humanismo secular ni antropocéntrico, ni está regido por un racionalismo instrumental, sino que más bien está traccionado por la unión con una visión cosmológica. Es un humanismo holístico, más integrado, cronológicamente anterior respecto del humanismo del Iluminismo, que se distingue por postular una convergencia entre la dimensión antropológica y la dimensión cosmológica de la condición humana.
La caracterización como humanismo poroso que se propone aquí, si bien encuentra resonancia directa en su perspectiva de mundo, está circunscrita a una época atravesada por la crítica de corrientes posthumanistas hacia el humanismo occidental moderno, cuyo objetivo es el desplazamiento de la noción de humano que ha derivado de este último. A grandes rasgos, lo que busca el posthumanismo es cuestionar una visión antropocéntrica y dicotómica del mundo, por consiguiente, regida por categorías mutuamente excluyentes como naturaleza/cultura, sujeto/objeto, razón/fe. Se detecta un problema en este ordenamiento de las cosas y lo identifican como una de las causas que condujo a la humanidad hacia varias de las crisis actuales, entre ellas, la crisis ecológica. En este contexto, han llegado a proponer una amplia gama de ordenamientos ontológicos divergentes hasta llegar, por ejemplo, a ontologías planas en las cuales no existen diferencias jerárquicas entre lo humano y lo no humano. Como le sucede a muchas otras cosmovisiones que fueron relegadas a los márgenes, en general, el humanismo chino no encuentra novedad en los desplazamientos posthumanistas que se presentan como urgentes entre intelectuales de tradición occidental. En algunos casos, estas propuestas son celebradas por su afán de apertura y extensión a partir de la incorporación de otras ópticas; en otros casos, se las considera un retroceso en el marco de una línea de pensamiento progresivo. Pero más allá del posicionamiento en relación al posthumanismo contemporáneo, aquí resulta sugerente entender qué tipo de perspectiva aloja este humanismo poroso recogido de la coexistencia entre el confucionismo, el taoísmo, el budismo y las creencias tradicionales. Por la naturaleza misma del espacio que delimitan estos cuatro bordes, no se puede afirmar que se trata de una porosidad que solo se expresa en términos espirituales; también emergen, como mínimo, dos sentidos más: ontológico y temporal.
En la espiritualidad china, el sincretismo es una lógica de mundo compartida y el eclecticismo una selección deliberada de rituales, dioses, elementos, prácticas, que responde a lo que demandan las circunstancias.
Por un lado, un humanismo de carácter poroso, no puede entender el tiempo de manera escindida entre presente/pasado/futuro, sino que lo postula como un flujo, como un proceso continuo, abierto a transformaciones graduales, como se lo podría entender desde un pragmatismo procesual. El tiempo en esta visión no es una línea en progresión, sino un movimiento cíclico, espiralado, que se mueve en sintonía con los distintos ritmos del mundo. El cambio, las interferencias, por lo tanto, no son leídos como ruptura violenta, sino como una modulación constante. Por otro lado, en términos ontológicos, propone una relación distinta de la parte con el todo: del humano con el cosmos, del individuo con la comunidad. En lugar de una separación tajante entre humanidad y naturaleza, como en el humanismo occidental, el pensamiento chino articula cierta continuidad entre los seres vivos, los elementos naturales y las fuerzas cósmicas. El ser humano es un nodo dentro de un sistema dinámico y relacional que, sin embargo, actúa bajo el principio de complementariedad con su entorno, alcanzando equilibrios momentáneos, pero constantes. Así, el entorno por momentos se impone y condiciona la capacidad de agencia humana, aunque deja siempre un intersticio para hacer y adaptarse en torno a los cambios.
La forma en que concebimos el ordenamiento del mundo, la forma en que entendemos el tiempo, condicionan profundamente de qué modo se vive y se piensa la fe. Si el ser es visto como estable, fijo, trascendente, entonces la fe suele estar ligada a la adhesión a una verdad absoluta, algo que está más allá del mundo y debe ser revelado. Si la estructuración del mundo es de carácter relacional, dinámico, en devenir, entonces la fe se puede vivir más bien como confianza en el proceso, sin necesidad de certezas absolutas. Por su parte, si el tiempo es lineal, progresivo, entonces la fe puede orientarse hacia el futuro como redención o salvación. Se cree en un fin que dará sentido al presente. Si el tiempo es cíclico o procesual, la fe se ancla más en un presente en transformación, en la confianza construida sobre la observación del ritmo del cambio. Esto nos conduce al segundo umbral: el mar.
Una fe en movimiento
Entre otras cosas, la fe es una de las formas en las que el ser humano se sostiene frente a la incertidumbre del tiempo, según cómo concibe lo que existe. En este sentido, la porosidad estructural del humanismo chino resulta determinante: el "yo" no emerge como entidad aislada y autónoma, sino en un vínculo fundamental con un otro que puede encontrar anclaje conjuntos que van desde la familia hasta el cosmos, pasando por la comunidad más próxima, la nación, la región, el planeta. En ese entramado, antes que un dogma o una institución, se constituye un tipo particular de fe en China: relacional, inmanente, procesual, pragmática.
En el contexto de la intensificación de la guerra comercial impulsada por Donald Trump a comienzos de abril de 2025, mediante el aumento de tarifas a las importaciones chinas como gesto de presión económica, se viralizó en redes sociales un video en el que Xi Jinping habla de China como un mar. Aunque fue difundido como si se tratase de una declaración reciente, el video corresponde en realidad a la ceremonia de inauguración de la Primera Exposición Internacional de Importaciones de China, realizada en Shanghái el 5 de noviembre de 2018. En ese discurso Xi expresa con potencia aforística las siguientes líneas:
China es un mar, no un estanque. Hay momentos de calma y tranquilidad, también momentos de viento fuerte y lluvia torrencial. Sin viento fuerte ni lluvia torrencial, no sería un mar. El viento fuerte y la lluvia torrencial pueden volcar un pequeño estanque, pero no pueden volcar al mar. Después de haber atravesado incontables tormentas, el mar sigue allí. Tras más de 5000 años de dificultades y sufrimientos, China sigue allí. De cara al futuro, China estará siempre aquí.
En esa imagen resuena algo más que un mensaje político coyuntural, por eso es que aquí puede funcionar en tanto umbral. Como una hiperstición confuciana emitida milenios atrás, Xi habla de una forma de fe que se expresa no como adhesión a un sistema de verdades reveladas, sino como actitud vital: la disposición a transitar un camino, a actuar en torno al cambio, tanto con flexibilidad como con determinación, a confiar en la potencia acumulativa del proceso. La fe en China no se apoya en certezas dogmáticas, sino en una sabiduría sedimentada en el movimiento mismo del proceso, como una confianza profunda en lo que se recoge de una transformación que surge del trayecto. Es una forma de orientación práctica que se cultiva en el tiempo, más cercana al arte de la navegación que a una obediencia doctrinaria. Se funda en la experiencia, en la observación de los ciclos, en la adaptación al cambio.
El humanismo chino no surgió de la pretensión de disputar centralidad a un dios trascendental, más que divisiones tajantes, ofrece porosidad, pequeños espacios que dan paso hacia o permiten absorber algo más allá de lo humano
La civilización China, en particular, pero también todos aquellos pueblos que fueron alcanzados por este tipo de humanismo en Asia oriental, actualmente se reconocen como civilizaciones construidas sobre la piedra basal del aprendizaje, lo que en idioma chino se conoce como xiūshēn (修身), el cultivo del carácter, entendido no como un trabajo de perfeccionamiento individualista, sino como la tarea de ajuste, de afinación de la relación consigo mismo, con los otros y con el cosmos. En ese ejercicio de cultivo, huella simbólica de un pueblo campesino, una vez más, se revelan las pistas de la constitución y el sostenimiento de esta civilización, en esta ocasión, los rastros de su modo de vivir la espiritualidad y la fe.
Si un teólogo o un practicante de una religión institucional visitaran China, probablemente afirmarían no haberse encontrado con un pueblo religioso. Vale la pena, sin embargo, agudizar la mirada y el oído, poner atención a los modos en que allí se articula la fe y se habita el espíritu, especialmente en un mundo cuyas estructuras están en movimiento.