El Renacimiento y el espejo roto de Occidente
El temor de los hombres del siglo XV por la decadencia cultural los llevó a construir un puente con el mundo clásico. Pero el ideal del mundo clásico se rompía a medida que era estudiado y el proyecto renacentista fue criticado por su clasismo etnocentrismo. Hoy la invención de un pasado glorioso dejó lugar a una cultura sin herencia, que reivindica al mundo clásico a partir de una película.
por Mariano Vilar
En los albores del siglo XV los hombres cultos que habitaban en las principales ciudades de la península italiana eran muy conscientes de dos peligros. Por un lado, el avance del Imperio otomano y el Islam, que ejercía una presión cada vez mayor sobre los remanentes del imperio romano de Oriente. El otro peligro era interno: la decadencia cultural. Sentían que la herencia grecolatina, aquella que alguna vez hizo de sus ciudades el centro del mundo, había sido tratada con negligencia.
Aunque las causas y consecuencias de ambos peligros fueran distintas, no están desconectados entre sí. Como es sabido, en 1453 la invasión otomana acabaría por derribar los muros de Constantinopla. Según los manuales de historia, esto marca el fin de la “Edad Media”, que así nace casi en el momento en que termina, ya que es justamente el deseo de los hombres letrados del Quattrocento de marcar la distancia temporal y la decadencia cultural que los separaba de los “Antiguos” lo que los lleva a proponer esta denominación y a construir el mito de una edad oscura y retrógrada con el que todavía hoy los medievalistas tienen que lidiar.
Los hombres de letras que escaparon de las ruinas del imperio oriental fueron clave en la recuperación de la herencia griega en las ciudades italianas, y que durante buena parte de los siglos anteriores sólo habían sido conocidos a partir de su transmisión en el mundo árabe. Aunque la linealidad del relato es siempre ideológicamente sospechosa, es también en este período donde se produce la translatio imperii del saber de un mundo islámico floreciente a un Occidente que se sacude el polvo y comienza un renacimiento que irá desde León Battista Alberti hasta Alan Turing.
Pero hay que ser más precisos. Lo que “renace” en el siglo XV no es un vago e indefinido espíritu de “progreso” ni de “lo humano” sino algo bien concreto: los monumentos culturales de de la Grecia y Roma antiguas. Los textos de Platón, que fueron traducidos íntegramente al latín por primera vez en 1468 por el filósofo y mago Marsilio Ficino a pedido de su mecenas, el banquero y ciudadano ilustre Cosme de Médici, las nuevas traducciones de Aristóteles directas del griego, los hallazgos de textos de Quintiliano, Lucrecio, Manilio realizados por Poggio Bracciolini, así como también la recuperación arqueológica de ruinas, inscripciones y frescos.
La palabra latina para el verbo “descubrir” es invenire, raíz de nuestro “inventar”. El caso del mundo antiguo, o de la “antigüedad clásica”, es un ejemplo perfecto. Los textos redescubiertos, retraducidos o traducidos por primera vez fueron la excusa para la proyección de un mundo idealizado en el que todos los saberes se encontraban en el mayor estado de perfección posible y en el que los hombres cultos convivían permanentemente en un intercambio de ideas expresadas en la lengua elegante de Virgilio y Cicerón. La unidad del Imperio romano era el contraste perfecto a la fragmentación y las guerras permanentes entre ciudades italianas, y la libertad con la que se discutían ideas religiosas en los diálogos filosóficos y literarios contrastaba tanto con la hipersofisticación lógica del estilo escolástico como con los rigores del dogma.
La relación entre el mundo pagano de los griegos y romanos y el mundo cristiano ya había sido objeto de una intensa y difícil negociación en la Antigüedad tardía. Los humanistas del Renacimiento reaccionaron específicamente contra la última parte de esa negociación, aquella que había puesto los retazos mal traducidos (y atravesados por el mundo islámico) de la lógica aristotélica al servicio de la teología universitaria. Como tantas veces a lo largo de la historia del cristianismo, querían volver a Agustín, y sobre todo al Agustín de las Confesiones, a aquel que renegaba de las seducciones de la retórica clásica al mismo tiempo que la ponía en uso de forma magistral. También se revalorizó a Lactancio, un teólogo menor pero que escribía como Cicerón. Salvo por unas poquísimas excepciones, los humanistas del Renacimiento fueron profundamente cristianos, aunque sus búsquedas por una renovación de la fe fueron a menudo menos sistemáticas y direccionadas que aquellas que los conducían a la libertad intelectual del mundo antiguo.
Lo que “renace” en el siglo XV no es un vago espíritu de progreso ni de lo humano sino los monumentos culturales de la Grecia y Roma antiguas, la excusa para la proyección de un mundo idealizado en el que los saberes se encontraban en el mayor estado de perfección posible

Pero todo movimiento revolucionario trae consigo las semillas de su propia destrucción. Si en su momento más exaltado los studia humanitatis (el antepasado directo de nuestras modernas “humanidades”) podían imaginar una tradición sapiencial que iba desde los saberes esotéricos egipcios y que se bifurcaba en Pitágoras por un lado y Moisés por el otro, y con la que era necesario reconectarse desde el cristianismo, al mismo tiempo las herramientas filológicas que comenzaron a desarrollar desde Petrarca en adelante acabaron por socavar cualquier ideal de unidad cultural. Marco Tulio Cicerón podía ser un referente incuestionable de la retórica y del pensamiento en general, pero el descubrimiento de varias de sus cartas lo mostraba como una figura de afinidades políticas y moralidad dudosa. Petrarca mismo se lo plantea en una carta que le escribe en 1345:
Y si desde hace tiempo sabía qué clase de preceptor fuiste para los demás, al fin he descubierto quién eras para ti mismo. Dondequiera que te encuentres, escucha a tu vez, no el consejo, sino el lamento que, con gran afecto y no sin lágrimas, profiere muchos siglos después de tu muerte alguien que te admira. (...) Te olvidaste —¡ay!— de los consejos fraternos, y de tus saludables preceptos, como el caminante nocturno que muestra el sendero a quienes le siguen, mientras él tropieza y cae de forma harto lamentable.
Los ejemplos son numerosos. Resucitar a los muertos nunca está exento de dificultades. Pero ese no era el mayor de los problemas. Mientras que los florentinos Marsilio Ficino y Pico della Mirandola comentaban a Dionisio “el Areopagita” y buscaban en sus obras la demostración de una profunda unidad (neo)platónico-cristiana, el humanista y gramático romano Lorenzo Valla ponía en duda (con razón) que el autor de los comentarios atribuidos a esta figura pudiera ser el personaje mencionado en el Nuevo Testamento (Hechos 17:34) como un discípulo directo de Pablo. También Valla, uno de los principales impulsores de la idea de que entre Agustín de Hipona y él mismo había transcurrido casi un milenio de oscuridad “gótica”, desarrolla los recursos gramaticales y retóricos para una filología histórico-crítica que pudiera demostrar la veracidad o falsedad de un documento. Este método es famosamente puesto a prueba en su demostración de la falsedad de la “donación de Constantino”, un texto fraguado en el siglo VIII que servía como una de las dudosas (pero significativas de todas formas) bases para la autoridad terrenal del papado. Pero más allá de este ejemplo célebre, que luego será retomado por los luteranos, todo el proyecto humanístico de los siglos XV y XVI se encuentra permanentemente atravesado por la tensión entre la pasión idealizante e imitativa y el descubrimiento progresivo pero inexorable de que aquello a imitar es producto también de la historia y como tal no es ni perfecto, ni unitario, ni repetible.
Este proceso largo y contradictorio fue acompañado de una reforma pedagógica que es quizás la herencia más perdurable de los studia humanitatis. El ideal romano de que el orador es ante todo un vir bonus dicendi peritus (“un hombre bueno experto en hablar”) sirvió para cimentar una relación estrecha entre la cultura letrada y la formación moral que lentamente fue reemplazando a la educación religiosa por una concepción más civil y secular de la virtud. Citar a Virgilio en latín y a Demóstenes en griego no era solo para especialistas: era el sello innegable de una educación verdaderamente humana que venía acompañada de un conjunto de valores algo difuso pero significativo, y que se expresan con claridad en la figura de Erasmo de Rotterdam en el siglo XVI. Erasmo fue el principal difusor en Europa del norte de los ideales y saberes antiguos que los italianos habían traído de nuevo a la luz en el siglo anterior. Fue el gran pedagogo de príncipes pero también el autor de exitosos manuales de conversación en latín para principiantes, así como también un adalid del pacifismo, del diálogo, del cosmopolitismo y la tolerancia religiosa.
Todo el proyecto humanístico de los siglos XV y XVI se encuentra atravesado por la tensión entre la pasión idealizante e imitativa y el descubrimiento progresivo pero inexorable de que aquello a imitar no es ni perfecto, ni unitario, ni repetible
El puente que construyó el Renacimiento entre el mundo clásico y el mundo moderno (ese mundo de la imprenta, de Copérnico, de la pólvora, los viajes ultramarinos y las guerras religiosas) fue transitado muchísimas veces en los siglos que siguieron, aunque a medida que la distancia entre las orillas se ensanchaba y la corriente de la historia aceleraba su flujo, cada vez requería más mantenimiento. Nunca faltaron quienes propusieron dinamitarlo. Para algunos contemporáneos a Valla o Erasmo, la conciliación del ideal clásico con el cristiano era en última instancia imposible y la exaltación del primero siempre implicaba en la práctica el socavamiento de las bases del segundo. Cristo no es Sócrates, pese a los parecidos, y solo el hecho de pretender compararlos es una herejía. Para otros, el mundo del saber clásico podía convertirse fácilmente en un mero palabrerío, en erudición pedante (algo que ya en la época de Erasmo era frecuentemente parodiado) o en una lista demasiado larga de preconceptos escasamente fundamentados y de dudosa aplicabilidad. Lenta pero inexorablemente, el mundo clásico deja de ser una fuente inigualable de inspiración vibrante de potencial emancipatorio y se convierte en un trasfondo común del que ocasionalmente hay que rescatar selectivamente algunos episodios y figuras.
La idea de que hay que volver al pasado grecorromano de Occidente para salvar su presente y posibilitar su futuro fue esgrimida en el siglo XX por pensadores de la talla de Werner Jaeger y Leo Strauss en contextos culturales y políticos donde ese pasado todavía tenía una resonancia significativa en la sociedad. Más recientemente Michel Foucault en los últimos dos tomos de la Historia de la sexualidad y en la Hermenéutica del sujeto, entre otros textos, propuso un retorno a la ética antigua del “cuidado de sí”, pero el efecto de este enfoque en el pensamiento de izquierda tendió a desenraizarlo de su contexto clásico (lo que por lo demás era sencillo por la naturaleza misma del concepto), e incluso así tiene menos frecuencia de uso que otras ideas foucaultianas.
Pero las críticas arrecian. Walter Mignolo, por citar a un teórico “local” (aunque hace mucho trabaja en la Duke University) ha señalado específicamente al Renacimiento como un período oscuro en el que se consolidan las bases del imperialismo eurocéntrico. Es claro que los motivos para desconfiar de los valores clásicos del erasmismo que se enunciaban en bellas páginas impresas en Lovaina en los mismos años en los que se cometía el genocidio de los pueblos originarios americanos son claros. A un nivel más general, la antropología y epistemología (si es posible diferenciarlas) del “hombre moderno” que se consolida en esos años en el cruce entre ética antigua y renovación cristiana (católica y protestante) dejaron huellas de larga influencia y que, según algunas interpretaciones muy lineales y más bien poco convincentes, se habrían consolidado en la Ilustración.
Pero el problema tiene otras escalas en donde la conexión con el pensamiento renacentista es mucho más directa. La obsesión gramatical de muchos humanistas del Quattrocento no se detenía solo frente a los errores “góticos”. Leonardo Bruni retraduce la Ética a Nicómaco de Aristóteles porque la traducción medieval había sido, a su juicio, escrita en el latín propio del vulgo, al que nunca hay que hacerle caso. El mismo Lorenzo Valla que mencionamos más arriba era odiado por todos sus contemporáneos por la pasión con la que se detenía a marcar cada uno de sus errores respecto del latín quintilianesco-ciceroniano que consideraba el único modo de expresión válido. A quienes se apartaban de él, los acusaba de hablar como cocineros o panaderos. “Clásico” viene de classis, el mismo origen etimológico de “clase” (social). Tal como demostraron Anthony Grafton y Lisa Jardine en su imprescindible From humanism to the humanities: education and the liberal arts in fifteenth- and sixteenth-century Europe, la educación medieval escolástica era notablemente efectiva para lograr la integración al mundo de las letras a jóvenes de distintos estratos sociales. El clasicismo es tendenciosamente clasista. Aprender latín y griego desde la primera niñez era una forma de distinción muy clara. Michel Eyquem, señor de Montaigne, aprendió latín como primera lengua a instancias de su padre. Y no hace falta decir que las pocas mujeres que accedían a las letras, solo podían hacerlo en vernáculo.
Walter Mignolo ha señalado específicamente al Renacimiento como un período oscuro en el que se consolidan las bases del imperialismo eurocéntrico; el clasicismo es tendenciosamente clasista: aprender latín y griego desde la primera niñez era una forma de distinción muy clara
Esta herencia clasista del mundo grecolatina, con sus separaciones estamentales y con esa lógica tan clásica de “a cada cual lo suyo” (que desde el principio entró en conflicto con la estética cristiana con su exaltación de la humildad e incluso lo abyecto) es uno de los motivos por los que a lo largo del siglo XIX y sobre todo del XX su valor formativo se volvió cada vez más ajeno a las agendas inclusivas y progresistas. La literatura contemporánea entra en las facultades de humanidades junto con la masividad universitaria. Roland Barthes le gana una famosa discusión a Raymond Picard y habilita lecturas literarias basadas en marcos teóricos totalmente alejados de la filología clásica con su obsesión por las fuentes, por la lengua original, la contextualización histórica y las grandes continuidades.
Pero Roland Barthes era un gran conocedor del mundo clásico. Su manual de retórica, La antigua retórica no es tan distinto de las síntesis erasmianas sobre el tema. Cuando argumentó en Crítica y verdad en favor de la teoría literaria y en contra de ciertas variantes clasicistas/clasistas de la filología probablemente no sabía hasta qué punto el trasfondo común de la cultura clásica que era la herencia renacentista estaba en riesgo muy concreto de desaparecer de la educación masiva, ya no solo en las universidades (en donde permanece con un rol muy pequeño) sin sobre todo en la instrucción de los adolescentes. Más lentamente, también las élites tenderán a abandonar los pilares griegos y romanos de la formación humana (aunque nunca del todo, ahí siguen las clases de latín y griego en el Colegio Nacional Buenos Aires). El abandono del panteón fue también la consecuencia clara de una adaptación pragmática a un mundo en el que las fuentes del poder, el prestigio y la riqueza habían cambiado de lugar.
Las acusaciones de eurocentrismo y clasismo son, de todas formas, solo una parte del asunto, y probablemente no el más importante. Es la percepción del ritmo acelerado de la historia y del progreso lo que deja a la paideia en una posición incómoda. El aspecto liberador del simposio platónico o las conversaciones tusculanas ya no es tan visible sin el contraste inmediato y palpable de las órdenes monásticas y de las universidades tradicionalistas. Al contrario, se vuelve él mismo una limitación y un constreñimiento. La tensión entre renovación e imitación que atraviesa todo el Renacimiento desde Petrarca a Montaigne deja de ser una contradicción productiva cuando el mundo clásico se domestica. Cualquier renovación pedagógica exitosa está sujeta a la misma dinámica. La historia posterior empieza por descentrar el canon clásico pero no para renovarlo sino para dejarlo atrás. Spengler lo dijo con elegancia en la introducción a su Decadencia de occidente: nos creemos discípulos e imitadores de los clásicos cuando en rigor solo somos sus adoradores, y cuanto más los conocemos, nos damos cuenta de lo poco que realmente los entendemos.
Su contemporáneo Walter Benjamin instaló la idea de que todo monumento de cultura es también un monumento de barbarie. Lo curioso de las reinterpretaciones (tan poco renacentistas) de la cultura clásica que hacen las nuevas derechas es que toman la imagen del horror para invertirla en su favor. Las fasces y el cesarismo, así como también el culto a la virilidad fatalista estoica que te ayuda a sobrellevar la ignorancia de las masas y las crisis cíclicas de los mercados. Pero ellos tampoco leen a Cicerón, ven Gladiador 2: el círculo de la industria cultural también se cerró hace tiempo y ya no tiene sentido volver a un modelo clásico “real” (la obsesión renacentista, tan movilizante como incumplible) si hay tantos modelos más conocidos a mano. La base común no es la Eneida, es una película de hace 10 o 20 años, o como mucho, el estereotipo romano del Hollywood de los ‘50 del que ya Barthes se burlaba en Mitologías.
Spengler lo dijo con elegancia: nos creemos discípulos e imitadores de los clásicos cuando en rigor solo somos sus adoradores, y cuanto más los conocemos, nos damos cuenta de lo poco que realmente los entendemos
Pero frente a la nostalgia protofascista a nosotros nos quedó la indiferencia. Los valores humanistas que Poggio Bracciolini, Erasmo o Montaigne querían revitalizar y compatibilizar con el cristianismo nos resultan más problemáticos que imitables. Nuestra melancolía es por los futuros que perdimos sin habitarlos. Esa indiferencia es el síntoma de un agotamiento. Mientras que los humanistas inventaron un pasado para sentirse herederos de algo y así construir un futuro, nosotros hemos perdido la capacidad de sentirnos herederos; la herencia se ha vuelto una carga o un dato irrelevante. Sin un pasado con el que dialogar, incluso para rechazarlo, nuestro futuro se achata, se vuelve una mera prolongación técnica del presente. Nuestra melancolía no es por una Arcadia perdida, sino por la pérdida de la tensión misma entre pasado y futuro, que era la fuente de energía de la cultura occidental. Desheredados por voluntad propia, nos preguntamos entonces qué podemos rescatar de ese enorme esfuerzo por construir un linaje.
¿Qué nos queda del Renacimiento? El “archivo” clásico que junta polvo en bibliotecas e institutos universitarios especializados con sus colecciones de ediciones críticas con infinitas notas al pie, pero también las colecciones random de pensadores clásicos que se venden sorprendentemente en los puestos de diarios de Buenos Aires. Si ahora está todo ahí, a la mano, es por el trabajo que hicieron humanistas como Poggio Bracciolini o Lorenzo Valla. El “lorem ipsum” que se utiliza como muestra textual en el diseño de páginas web es un fragmento del De finibus bonorum et malorum, texto ciceroniano clave que fue también puesto a circular en el Quattrocento.
Pero como sabemos muy bien los millennials y centennials crónicamente online, el hecho de que algo esté ahí a mano no lo hace relevante o accesible, porque las condiciones de su accesibilidad no son solo materiales. Abandonamos el puente hacia el mundo antiguo y nos entregamos al sueño de un progreso y de una vanguardia permanente en donde la dialéctica descontrolada de los studia humanitatis se entrega a fantasías post-humanas. El espejo de la tradición que el Renacimiento pulió con tanto esmero no solo está roto, sino que ya ni siquiera nos reconocemos en sus fragmentos, porque cada pedazo refleja una imagen distinta y contradictoria. Ahí es donde nos miramos los occidentales, incapaces de encontrar en la tradición las claves para nombrar el futuro y repitiendo una y otra vez que este último solo puede ser enunciado con las palabras más tenues e imprecisas, no sea cosa que lo ensuciemos de pasado.
El espejo de la tradición que el Renacimiento pulió con tanto esmero no solo está roto, sino que ya ni siquiera nos reconocemos en sus fragmentos, porque cada pedazo refleja una imagen distinta y contradictoria, ahí es donde nos miramos los occidentales, incapaces de encontrar en la tradición las claves para nombrar el futuro.
