Hay un gran desorden bajo el cielo

El filósofo José Fernández Vega revisita aquí el debate sobre la secularización y sobre el lugar del sentido en un tiempo fuera de quicio. De la mano de autores como Gianni Vattimo, Joseph Ratzinger, Perry Anderson y Jürgen Habermas, entre otros, se busca una respuesta filosófica al mundo contemporáneo.

por José Fernández Vega

Dios sin iglesias

En la modernidad, fe se solía contraponer a saber. Mientras que la primera no tenía sustento intelectual alguno, el segundo era la orientación justa de la vida, aquello a los que todo el mundo Ilustrado aspiraba. 

La fe era algo sospechoso, irracional. No se la consideraba una gracia, como en la teología católica, un atributo que volvía especiales a los individuos que la poseían y eran bendecidos por ella, sino más bien un rasgo de ignorancia. El saber, en cambio, señalaba el camino deseable que cualquier ser humano podía recorrer mediante el estudio puesto que cada uno estaba dotado de razón. 

A este sucinto esquema le faltan, por cierto, muchos matices. La teología siempre aspiró a razonar sobre Dios, la fe, las virtudes y las revelaciones; para la teología, fe y saber se complementaban en lugar de oponerse. Por otro lado, muchos pensadores ilustrados eran creyentes aunque no necesariamente miembros de una iglesia determinada. Una fracción de ellos se oponía a las autoridades eclesiásticas, a sus afirmaciones dogmáticas y sus conductas autoritarias, afines a las de una clase dominante brutal y supersticiosa que sometía al pueblo recurriendo también a la religión institucional y sus dogmas para confundir a ignorantes crédulos. 

Dios, para esos pensadores, era una entidad quizá sólo filosófica; las Iglesias, católica o reformistas, eran entidades de otro tipo, nada teóricas, aliadas a los peores enemigos de la humanidad, según la interpretación que sostenían algunos Ilustrados. Dios era algo muy distinto de las iglesias que lo invocaban o pretendían monopolizarlo. Había un Dios más allá de ellas.

Todavía hoy estamos exigiendo pruebas sobre la existencia de Dios. ¿Para qué? Si se probara algo en ese sentido, tampoco generaría fe necesariamente. Además, como dijo alguna vez un teólogo alemán citado por Gianni Vattimo, “un Dios que existe no es un Dios”. Porque existen los muebles y las montañas y los niños en bicicleta. Pero Dios no necesita existir. Es Dios. “Creo porque es absurdo” es una famosa expresión que nos viene de la Antigüedad.

En el siglo XI Anselmo de Canterbury desarrolló un argumento ingenioso: el concepto de Dios incluye necesariamente su existencia. ¿Cómo definimos “Dios”? Un ser omnipotente, omnisciente: lo más grande que podemos pensar. ¿Y cómo sería posible que le faltara  existencia? En ese caso tendría un defecto y entonces no sería lo “mayor pensable”; incluso quienes lo niegan lo ven así: como lo más grande que se puede concebir. Pasaron siglos hasta que Kant pudo desmontar la argucia. Y lo hizo con simple claridad: de algo en la mente no se puede derivar un hecho. No es lo mismo pensar en tener dinero en el bolsillo que tenerlo realmente. Pero nos ocurre a menudo porque las fantasías nos acosan, necesitamos creer. 

Del llamado argumento ontológico de Anselmo, Borges hizo una parodia en su último buen libro (según Juan José Saer), El Hacedor. La tituló: argumento ornitológico (lo puso en latín). Pasa una bandada de pájaros. No alcanzo a contarlos. La cifra es indefinida o alguien la conoce. Si alguien la conoce, Dios existe. Pero la fe es otra cosa. No consiste en saber o probar algo, sino en creer algo. Con todo, y al contrario de lo que consideró la modernidad, la época de la religión también aspiró a conocer y argumentar.

Amores seculares

En uno de los más bellos libros contemporáneos escritos sobre la fe, Creer que se cree (1996), Vattimo despliega unos desarrollos muy sutiles que vinculan la fe cristiana con la modernidad (en lugar de contrastar ambos términos, como es lo habitual). La famosa “muerte de Dios” proclamada con éxito por Friedrich Nietzsche sería en realidad parte del mensaje cristiano desde el inicio. ¿Qué significa acaso la crucifixión? Ella anuncia incluso la secularización antes que al integralismo (para el cual la sociedad debe organizarse según lo que establece el dogma católico, o sus gestores e intérpretes institucionales). ¿No es claro desde hace siglos y para todo el mundo que Cristo, o sea Dios, murió en una cruz? ¿Qué novedad aportó la frase de Nietzsche? La muerte de Dios no es el fin del cristianismo sino su comienzo. 

La secularización, palabra clave de la modernidad, no es para Vattimo una negación de Dios; es su propia realización. ¿No se ha secularizado (y debilitado) voluntariamente Dios a través de su encarnación en Cristo? Cristo se hizo ser humano; era el hijo de Dios y se secularizó. Lo hizo por puro amor a la creación. Ello, lejos de cuestionar la fe, en verdad la refuerza, sentando las bases para su aparición sincera y esencial, no condicionada por el miedo a la ira del Padre (dominante en el violento Antiguo Testamento, según el autor). Fe no es intimidación. Vattimo respalda sus reflexiones en Nietzsche y Martin Heidegger con mucha elegancia y erudición. No son fuentes habituales para la reflexión teológica.

Todavía hoy estamos exigiendo pruebas sobre la existencia de Dios. ¿Para qué? Si se probara algo en ese sentido, tampoco generaría fe necesariamente

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La encarnación cristiana despeja el vínculo que, sobre la base de los análisis de René Girard, Vattimo atribuye a lo sagrado-natural con lo violento. Este proceso se duplica en la escena de la vida histórica con el ocaso de la autoridad divina atribuida al soberano; el dios rey se seculariza en gobernante mortal. Es un pasaje donde el autor sugiere toda una interpretación de la cultura sostiene que la modernidad no es adversaria de la tradición judeo-cristiana, sino su propia descendencia. Dios mortal es, dicho sea de paso, la expresión con la que Thomas Hobbes describió a su Leviatán; un Estado es omnipotente pero no eterno. El Estado exige obediencia a cambio de protección; su oferta de seguridad es fiable, la amenaza para quienes se rebelen contra él resulta, a su vez, muy verosímil.

Creer que se cree desafía al dogma en su intento radical por desplazar la centralidad que este pone en la cuestión del pecado en beneficio de la idea de amor (entendido como caritas, y distinto del amor sexual o eros) y de la prohibición de la violencia. En verdad, para la interpretación de Vattimo, el mensaje cristiano incluye un único mandamiento, el del amor, un mandato cuyo contenido asimila a la formalidad del imperativo moral kantiano para evitar llenarlo de cargas dogmáticas que se desfasan fácilmente de la moral histórica a la que deben atender y dar respuesta actualizada (cosa a la que la Iglesia se empecinaría en rehusarse). 

El amor es la esencia misma de la revelación; todo otro contenido queda, pues, librado a la interpretación. Del mismo modo que el imperativo moral kantiano no manda nada específico sino que es una fórmula que ayuda a razonar a la hora de actuar. Por ejemplo, en términos muy sencillos: no hagas a los demás lo que no quisieras que te hagan a ti. 

Amor a Roma

Con otra visión, opuesta a la del filósofo italiano en tantos puntos esenciales, Joseph Ratzinger razonó en la misma dirección cuando dio a conocer en 2005 su primera encíclica como pontífice romano. La tituló Dios es amor (en latín). La primera cita del texto remite a Nietzsche y más adelante discute con T. W. Adorno y otros pensadores contemporáneos con un nivel polémico jamás visto en la cátedra de Pedro. Fue el promisorio inicio de un papado que acabó en una crisis completa. 

Vattimo publicó su libro a finales del siglo pasado cuando todavía se hablaba intensamente de la posmodernidad, a la que muchos asimilaron su visión del cristianismo. Como sea, dos ideas todavía relevantes para nuestro momento histórico se desprenden de su obra. El Dios secularizado, o sea, el gobernante, debe renunciar a la violencia fundada en sus ínfulas omnipotentes: no es un padre despótico, todopoderoso, que somete a su prole. La fe en él sólo se funda en el amor. Estas ideas simples, casi ramplonas, pueden ser interpretadas de una manera menos inocente de lo que parece.

¿Relegitimar?

La catastrófica falta de fe en la política y en su personal (más o menos) profesional llevó a una crisis de legitimidad radical a todos los sistemas de gobierno occidentales. Es como si las poblaciones viesen en su clase política al Dios del Antiguo Testamento: un ser violento, que se cree capaz de infligir cualquier castigo y que no suscita ningún sentimiento amoroso. El poder desnudo. Pero además, obsceno. Porque el Dios del Antiguo Testamento era, detalle importante, un Dios y no una persona cualquiera, sin atributos especiales para ejercer el poder a su arbitrio. Es decir que no era  usurpador corrupto como se visualiza hoy al representante de la clase política.

¿Cómo relegitimar las democracias? ¿Cómo devolver la fe de la ciudadanía en sus sistemas seculares de gobierno sin un Dios? En otras épocas, Dios facilitaba las cosas de la fe, tanto la religiosa como la política. Dios combatía el mal, favorecía el bien y debías comportarte para que atendiera tus plegarias. Bendecía a los gobernantes, estaban ahí porque Él lo decidía y eran de algún modo dioses ellos también. Así que había que creerles y obedecerles. Las cosas cambiaron un poco desde ese impreciso tiempo.

La modernidad decidió que el Dios del poder era el pueblo reunido, la soberanía popular expresada a través del voto a autoridades transitorias y limitadas por la ley, revocables. Gobernantes y gobernados eran iguales. Pero en la medida en que la confianza en la autoridad de los primeros se extinguía y la política se volvía un empleo cada vez más informal, un territorio para aventureros, la fe y el amor se hacían más difíciles. Sobre todo en un contexto donde la economía atacaba a la gente común, expulsándola de los mercados de trabajo formales, arruinando sus formas de vida, descalabrando los órdenes familiares por medio de adicciones diversas: desde la droga a la tecnología. Quitándole la fe en el progreso que había animado a generaciones anteriores y disolvía la ideología familiar según la cual era indudable que los hijos tendría una vida mejor que la de sus padres.

La política implicaba progreso en esta vida. Pareciera que la política está sufriendo hoy el proceso de secularización que antes sufrió la fe. Todas sus promesas parecen exhaustas en una época donde los jóvenes no pueden imaginar un futuro.  Y los viejos tampoco tienen una vida asegurada. La depresión general respecto de las posibilidades de que los votos o las instituciones mejoren la vida popular conduce al escepticismo generalizado, a la desmovilización y a la desafectación. La secularización moderna condujo a la crisis de la fe. Un proceso similar, universal, parece estar extendiéndose hace tiempo en el plano político. La política ya no es un plano de trascendencia, ni de promesas de progreso, ni de fe, ni de esperanzas: es una cloaca inmunda de la que habría que tomar distancia. Nada bueno puede venir de allí. El resentimiento hacia ella es moneda corriente. 

Pareciera que la política está sufriendo hoy el proceso de secularización que antes sufrió la fe

Ante la fe religiosa, indiferencia; a la fe política, se la repudia. La actitud contemporánea frente a la política evoca un poco la que tuvieron los Ilustrados contra las iglesias de su tiempo. Pero ellos eran un grupo de intelectuales (como se los hubiera llamado en el siglo XX); en cambio, las posturas actuales son masivas. Y producen movimientos tectónicos e inesperados en los sistemas políticos. Incluso algunos ejemplos que van en la dirección opuesta, porque algunos movimientos religiosos que promovieron a Bolsonaro o a Trump, activos en otros países de América, parecen haber descubierto el puente que comunica a la religión con la política y potencia a ambas. 

Respuestas (puramente) filosóficas

El mismo ensayo se intentó, desde una plataforma muy distinta y con fines totalmente diferentes hace unos lustros cuando esos movimientos cristianos ya estaban muy activos, pero todavía no había logrado éxitos políticos tan impactantes en países tan influyentes como Brasil y EE. UU.

 Jürgen Habermas imaginó que podía extraer energías de la fe para inyectarlas en la democracia. La última, efectivamente, parecía en proceso de agotamiento; pero la primera tampoco mostraba signos de exuberancia considerando el derrotero de la modernidad. El punto de partida era ya un poco débil. No se entiende muy bien que este pensador haya ido a buscar energías políticas en una religión exhausta. Tampoco podemos imaginar otras muchas regiones que le pudieran aportar estímulos cívicos a una ciudadanía desilusionada.

Habermas, además, ponía razonables limitaciones a la proyección de la fe en la esfera pública. Los creyentes deberían restringir sus argumentos a los que pudieran compartir con todo el mundo, vale decir, no debían exigir que sus mensajes supusieran una comunidad religiosa, una fe común. A los creyentes se les exigía un esfuerzo por volver aceptables sus postulados ante quienes no compartieran su fe. Por supuesto que la idea de Habermas no tuvo ningún recorrido. Ni los creyentes ni el resto del mundo le prestaron atención. Era desafiante desde el comienzo, pero no tuvo consecuencias fuera de algunos papers que la debatieron. 

Además, la alcanzó un tiro de gracia adicional. Fue la polémica del filósofo con el entonces cardenal de Múnich e inminente futuro papa, Joseph Ratzinger que tuvo lugar en 2004. Ambos eran alemanes de la misma generación, los separaban pocos años.

En la discusión, para resumir, Ratzinger le explicó pacientemente que no podía tomar por partes a la doctrina cristiana (hablaba sólo por los católicos). O la aceptaba completa o la rechazaba. El cristianismo no estaba pensado para estimular las alicaídas fuerzas de la socialdemocracia que Habermas quería impulsar. No había sido la idea inicial de los católicos dos mil años atrás, no era tampoco la idea vigente entre ellos ahora. Si se quería tomar algo del catolicismo para animar la esfera pública en realidad resultaba imposible porque no estaba dividido en fragmentos opcionales. La parte implicaba el todo, no había un menú como para elegir algunos platos y no otros. Se aceptaba por completo o se rechazaba. La fe cristiana implicaba creer en un dogma. Es factible que Habermas haya salido conmocionado de esa lección de catecismo porque no volvió a hablar del tema.

La de Habermas parecía una propuesta algo desesperada. Que la democracia secular de comienzos de siglo XXI tuviera que recurrir a la alicaída fe religiosa en las iglesias para revitalizarse parecía desde el inicio una vía sin destino. Incluso la pura comparación de una supuesta vitalidad religiosa con el deprimido espíritu democrático tendía al patetismo. Difícil establecer qué dimensión se encontraba en peor estado. 

Actualizaciones

Habermas impulsa en estos momentos el armamentismo europeo. Nunca fue un opositor de cierto establishment ni de sus políticas. Tampoco se ocupa de marcar mayores distancias. Lo apoya con entusiasmo, si bien el antiguo radical que habita en él a veces ofrece destellos críticos. Ahora parece asegurar que el rearme alemán sería muy bueno. Habermas es el conocido filósofo de la teoría de la acción comunicativa. Si hubiera más misiles en casa, aparentemente nos podríamos entender mejor. ¿Es ese un complemento de la teoría que lo poryectó a nivel mundial? Su obra sobre la acción comunicativa tuvo una enorme influencia en el sur de Europa y en Sudamérica a lo largo de los años 1980; la primera región se hallaba en franca transición hacia la democracia, la segunda recién iniciaba el camino. Habermas se convirtió en una referencia mundial de la filosofía. Era el representante de una generación que había logrado tomar distancia del pasado nacionalsocialista y había conseguido construir un puente entre las tradiciones especulativas alemanas con las preocupaciones pragmáticas y lingüísticas del pensamiento anglosajón. 

En un reciente artículo para el Süddeutsche Zeitung, titulado “Por Europa” el atlantista Habermas admite que su larga devoción por EE. UU. no será retribuida. Las últimas medidas de Donald Trump parecen confirmar los temores del filósofo. El secretario del Tesoro de EE. UU. acaba de festejar en un reportaje la voladura de una parte del gasoducto Nord Stream que alimentaba a Alemania desde Rusia, ocurrido un par de años atrás. El atentado multiplicó las cuentas de todo el país, hogares e industrias. El país dependía del gas ruso; para recibir el suministro transatlántico del “aliado” estadounidense, Alemania tuvo que construir de urgencia un puerto para recibir su gas licuado que cuesta mucho más caro. 

En nuestro tiempo no hay fe ni saber eficaz contra el neoliberalismo imperante

Habermas ni siquiera menciona el sabotaje de EE.UU. La prensa alemana, la esfera pública sobre la que Habermas escribió su primer libro, que cambió con el tiempo y fue el más vendido de todos los que escribió, no logró enterarse de ese hecho que alteró radicalmente la vida cotidiana y la economía. Una agresión estadounidense de ese calibre contra un  aliado muy estrecho equivale por sus consecuencias a una declaración de guerra. Los hogares alemanes vieron alterados los costos de calefacción para sus crudos inviernos; las industrias se volvieron de pronto no competitivas por el alto precio de la energía y Alemania entró en  recesión. Los efectos fueron enormes. Berlín no se quejó; intelectuales como Habermas no abrieron la boca. Pareciera que todo lo que haga Washington está muy bien y no merece discusión alguna.

Los intentos de reconstrucción de la legitimidad  que esboza ahora Habermas, con sus 95 años, no inspiran mucha fe. Se trata de la fe en un sistema, un tema del que se ocupó tantas veces y de maneras tan distintas y originales durante su extensa trayectoria intelectual. Entretanto, su país entró en una espiral de radicalización a derecha que preocupa a todo el mundo. El nihilismo –y no algún tipo de fe—parece haberse apoderado de las mentalidades. Y no sólo de las alemanas. 

El otro gigante de la Unión Europea, Francia, está a merced del partido de Marine Le Pen. Las últimas noticias indican que la ultraderecha alemana ya sería el principal partido del país; a Marine Le Pen le acaban de aplicar el lawfare, una medida cada vez más habitual en occidente cuando no se sabe cómo frenar a los adversarios. Por supuesto que no quiere decir que ella sea inocente, sino que el poder vigente ya no ve cómo contener su ascenso.  

En un artículo reciente aparecido en la London Review of Books, Perry Anderson explicó que “populismo” es una palabra que utilizan las elites políticas tradicionales para designar a quienes se oponen a su dominio neoliberal, al menos de palabra. Los populismos de derecha no cuestionan la economía, pero tienen una ventaja: su desenfadado lenguaje xenófobo. Ya no es el amor lo que nos vincula con los gobiernos y entre nosotros, la famosa fraternidad de los revolucionarios, sino el odio al extranjero. El gobierno de Milei pulsará pronto esa cuerda, eficaz lugar común de su familia política internacional, cuando, para fortalecer su imagen en las elecciones de medio término, envíe al parlamento un proyecto sobre inmigración, tema que su agenda estuvo relegando.

Los populismos de izquierda carecen de una política clara sobre la emigración y eso les resta atractivo. Por supuesto, ese tema es sólo una de las debilidades de ese sector político. Su problema de fondo es la escasez de ideas alternativas, señala Anderson. Para esa tradición, no hay fe sin ideas. Muchas veces en el pasado se le ha reprochado disfrazar de ideas a una fe robada de otras vertientes, por ejemplo de la religión. La noción de la marcha histórica hacia el socialismo era el reproche principal: ¿de qué otro venero provendría sino del judeo-cristiano? ¿Qué “ciencia” podría respaldar una afirmación semejante? 

Pero en nuestro tiempo no hay fe ni saber eficaz contra el neoliberalismo imperante. Como escribió Anderson, “¿Qué tipo de reconstrucción, en estos momentos inevitablemente radical, de la democracia liberal existente se requeriría para poner fin a las oligarquías que ella engendró?”.  La pregunta carece de una respuesta clara desde la izquierda.

Es difícil, como insinúa Anderson, que una idea alternativa provenga del mero reformismo, una zona política o inexistente o colonizada. El problema es que una respuesta radical a la secularización disolvente de la política no tiene ninguna estructura.