Hollywood, el sueño más perfecto de Occidente
Hollywood, como sinónimo de cine norteamericano, se fundó como un intento de escapar de las catástrofes del mundo real, eso que venía de afuera pero que fue incorporando para narrar la historia y los traumas de una nación, hasta cerrarse de nuevo y solo relatar un sueño dentro de otro sueño.
por Sergio Wolf
I
¿Hollywood es un lugar, un estilo, un modo de vida, un deseo? ¿O es la forma más perfecta del arte popular, el camouflage más perfecto de objetos de la industria traficados como obras de arte? ¿O el sueño de un lugar que se volvió el aspiracional del resto del mundo?
Producir sueños. A Hollywood nunca le interesó la realidad y por eso su fundación consistió en la multiplicación de productoras afincándose en ese barrio de Los Angeles, con mano de obra barata que les permitía construir sus hangares gigantescos y disponer allí todos los departamentos específicos de la maquinaria, todo destinado a duplicar el mundo. Un sueño realizado: el mundo se podía controlar y también perfeccionar. Pero la construcción del sueño más perfecto de la cultura occidental en el siglo XX sólo era posible sin la amenaza de catástrofes que lo asolaran y terminaran despertándolo. ¿Cuáles catástrofes? Las del mundo real.
Lejos de las catástrofes climáticas. Hay que recordar que en el origen de Hollywood, entre 1908 y 1912, esos negociantes afanosos que aún no podríamos llamar empresarios escapan de las heladas neoyorkinas y van tras un clima templado que, a la vez, les permite filmar en exteriores si lo necesitaban, así como la circulación rápida que les garantiza el ferrocarril. Hollywood primero fue la fundación y la conquista de un territorio y luego va a volverlo un tema, a través del western, como si filmara el flashback de la invención misma de Hollywood: “en este mismo lugar, pero casi cien años atrás, comenzó…”. La fundación de Hollywood como réplica de la fundación de una nación.
Pero también lejos de las catástrofes europeas. Hambrunas y pogromos de los que muchos judíos escaparon para aterrizar en Estados Unidos y vieron en el cine un negocio de recuperación rápida, incipiente y que les permitía a los hermanos Warner, a Selznick, a Goldwyn, a Thalberg, a Zanuck, a todos esos moguls, a esos restos errantes de una tradición de Mitteleuropa, a esos “hijos del pueblo del libro” borronear esa frontera entre industria del espectáculo y cultura elevada. Cuando imaginaron Barton Fink, con ese dramaturgo de obras existenciales de Broadway que termina escribiendo el guión de películas de luchadores en Hollywood, los hermanos Coen abrazaron con felicidad la imposibilidad de escindir esas dos dimensiones del arte y lo popular.
Y otras catástrofes de Europa. Si bien recién estaba en su momento de formación cuando estalla la Primera Guerra Mundial, ya que no había descubierto el modo de incorporar el sonido a las películas, cuando estalla la Segunda Guerra ya Hollywood estaba en su plenitud, con sus estrellas, sus géneros, su estilo visual y sus modos de producción sistematizados. Si hasta comienzos de los años 30 el cine europeo le discutía al cine americano ese predominio ―y en las grandes ciudades cosmopolitas, como Buenos Aires, se veía casi tanto cine de Francia y de Italia como de Estados Unidos―, ya los años de la guerra y la inmediata posguerra son los del triunfo. El cine ya era y nunca dejará de ser el cine norteamericano, y Hollywood y el cine se volvieron términos intercambiables. Dadme un gran mercado interno y conquistaré el mundo.
II
Esas productoras que escapan hacia esa Meca llamada Hollywood huían también del intento de control de Thomas Edison y su persecución en Nueva York a todos aquellos que lo desafiaran al no usar su invento, el Kinetoscopio, que rivalizaba con el Cinematógrafo de los Lumière. Ahí ningún estado vigilaba: era el reinado jactancioso de la ley de la oferta y la demanda, aunque luego usaran malos modos para que los modestos exhibidores vendieran sus salitas ―ofertas imposibles de rechazar― y aquellas que no querían dar ciertas películas de ciertas productoras veían cómo se ayudaba con dumping a las que competían con esas que desafiaban al poder. (Es lo que algunas décadas más tarde algunos sociólogos, siempre perezosos para ver lo particular en lo general, llamaron "el capitalismo como dramaturgia", por su conversión de los valores del libre mercado, la competencia y el éxito individual en estructuras narrativas además de conceptuales).
A partir de los años 30 Hollywood y el cine se volvieron términos intercambiables
Para peor era tan barato ese entretenimiento que por 25 centavos de dólar ―un níquel, de ahí los primeros y pequeños cines: los nickelodeon― prometía todas las emociones de corrido, de la aventura a la comedia, del paisaje exótico al amor urbano. Pero nadie puede creer en un hecho masivo sin regulación y así es que reina la ley de la oferta y la demanda pero con código moral puritano. Había demanda para competir pero previamente la propia corporación de productores fogonea el Código Hays, que advertía: "¡cuidado con lo que dicen y muestran!". El Código desplegaba una larga lista de prohibiciones y recomendaciones que iban desde la brutalidad de los crímenes a los personajes desnudos o en modo perversión o en estado de pasiones extremas, o consumiendo alcohol o sustancias, desde la mostración del cuerpo ―con indicaciones sobre el modo de filmar a la gente bailando, ya no besándose― hasta las blasfemias, adulterios y la infaltable infiltración comunista. Y ese código moral obligó al sistema a crear otro, un código visual: cuando la pareja se metía en la cama, la cámara encuadraba un velador, que se apagaba, inventando una complicidad que se volvía código. Hasta bien entrados los 60, el modo de control fue el cerrojo con el que Hollywood se blindó a lo que venía de afuera.
III
Eso que viene de afuera. Probablemente es inventada pero merecería ser verdadera aquella escena maravillosa que contó Jean-Luc Godard: un día, en la cafetería de la Paramount, a comienzos de los 40, se juntaron tres cineastas que venían del polo Berlín-Viena, Fritz Lang, Otto Preminger y Billy Wilder y al terminar de tomar ese café habían inventado el cine policial negro. Lo que ahí deslizaba Godard es que todos ellos traían una formación muy sofisticada en el deslumbrante cine alemán de los años 20 y primeros 30, y que esa invención del claroscuro alemán fue la base de las luces y sombras del film noir.
A la vez, ese invento de Godard trae la idea de que no hay modo de esquivar la influencia de los europeos que habían huído de las persecuciones y las bombas, intentando continuar sus carreras artísticas, y lustraron a ese país llamado sin tradición llamado Hollywood, sin realeza ni Renacimiento. Cuando Estados Unidos abrió sus puertas al otro lado de Occidente brilló como nunca y Hollywood fue la usina omnívora de incorporarlo todo, haciendo confluir a los genios propios, como el escritor William Faulkner o el músico Bernard Herrmann, con los que rescataba de Europa, desde dramaturgos como Bertolt Brecht a cineastas como Alfred Hitchcock, actores y actrices como Peter Lorre o Marlene Dietrich, o compositores como Dimitri Tiomkin. La paradoja: traducir esa diversidad en una imagen para el mundo, que muchos creyeron unívoca.
Eso que viene de afuera, acto II. La creación del Oscar a fines de los 20 pasó a ser la ceremonia en la que se premia el cine. Esa industria, que llaman de artes y ciencias ―quizás porque el cine está a veces de un lado y a veces del otro―, se premia a sí misma al punto de que van a pasar casi treinta años desde la creación del premio hasta que se decidan a dar un “Oscar a Película Extranjera”. ¿Extranjera de quién, sino de El Cine, entendido como un país? Hollywood es lo propio: el idioma propio, los hábitos propios, los conflictos propios, los lugares propios, las historias y la Historia propios (y por eso los únicos que se ríen de todos los chistes de la ceremonia del Oscar son ellos mismos). En aquello de Hollywood como la fábrica de sueños ―hermoso oxímoron que se le atribuye a Ilya Ehrenburg, alguien muy de afuera, nada menos que un escritor más soviético que ruso― están los que prefieren ver “la fábrica” y desprecian por repetitivo y esquemático ese mundo y esos relatos que produce Hollywood, y están los que prefieren ver “los sueños” y se dejan fascinar por ese mundo de fantasías y optimismo. Sin dejar de ser ambas cosas, esa fábrica pudo crear los sueños más bellos cuando tuvo un Hitchcock que los envolvía en papel metalizado de pesadilla, como en Vértigo. En ese momento Hollywood podía honrar la tradición occidental de Grecia, inventando una tragedia griega moderna, con su Icaro acercándose demasiado al sol.
Cuando Estados Unidos abrió sus puertas al otro lado de Occidente brilló como nunca y Hollywood fue la usina omnívora de incorporarlo todo, haciendo confluir a los genios propios, con los que rescataba de Europa, como Bertolt Brecht o Alfred Hitchcock
Cuando esas puertas se fueron cerrando a lo que venía de afuera se potenció un aislamiento que mutó el melting pot en solipsismo. Esa desconfianza o desinterés con lo que está más allá de sus fronteras se fue agudizando. Lejos quedaron los tiempos en que lo que venía de afuera los deslumbraba, y así se llevaban el “Oscar Extranjero” desde Akira Kurosawa con Rashomon o Ingmar Bergman con La fuente de la doncella hasta Jacques Tati con Mi tío o Federico Fellini con Ocho y medio. Esa curiosidad por lo otro se invirtió y ahora estar en el Oscar es ser aceptado, dejar de ser un otro para integrarse a una comunidad, aunque para lograrlo haya que parecerse a ellos: narrar como ellos o contar historias afines a ellos. Y así es que cuando los países mandan sus películas a que las consideren debaten cuál es la que tiene más chances. No la mejor sino la que mejor se adecúa al gusto de ellos.
No parece casual que en el Hollywood de los años dorados las dos gran miradas que ironizaron sincrónicamente sobre la Segunda Guerra Mundial y el nazismo en pleno drama las dieron dos comediantes que llegaron de afuera, europeos, como el londinense Charles Chaplin con El gran dictador y el gran genio berlinés Ernst Lubitsch con Ser y no ser. El cine de Hollywood nunca fue especialmente sensible a lo que no los incluyera y por eso no deja de ser curioso que cuando Spielberg decidió volver sobre la Segunda Guerra Mundial en los años 90 hizo dos películas, Rescatando al soldado Ryan y La lista de Schindler: una de un episodio cuando ya la guerra casi había terminado, centrada en el desembarco en Normandía y tenía a Estados Unidos como protagonista, y la otra narrando la historia de la increíble salvación que un empresario hace de más de mil judíos de un campo de concentración, pero lo hace a la manera del cine americano, atenuando la realidad, con esos grifos que en vez de lanzar gas zyclon lanzan agua.
Eso que viene de afuera, acto III. Occidente y el otro, Oriente (de los chinos y el Lejano Oriente a los árabes y el Medio Oriente, pasando por los rusos, donde lo que amenaza el comunismo es “Occidente tal como lo conocemos”). Cuando en los 50 se desató la paranoia de la invasión, ese cine clase B que era el otro lado, el menos controlado, desplegaba extraterrestres pero todos entendían que debajo de la alfombra estaban la Guerra Fría y la Unión Soviética. Siempre es lo que viene de más allá: de los invasores de El enigma de otro mundo a El espía que vino del frío. La idea de que Hollywood es la imagen de Occidente, su rostro y su relato, está tan difundida que nadie dejó de ver en el atentado de Al Qaeda a las Torres Gemelas un espejo invertido de los films americanos. El mundo árabe le dijo al mundo: hemos aprendido de ellos, fueron también nuestra escuela, miren qué bien podemos hacerlo si hasta evitamos el simulacro y lo hacemos en el mundo real. Si Grecia y Roma civilizaron al mundo, Hollywood lo educó en la era audiovisual.
IV
La gran paradoja: Hollywood definió una singularidad que produjo epígonos. Países que copiaron el modelo, y solo para hablar de América: México, Brasil y Argentina tuvieron su cine y su período de cine de estudios, pero también copiaron y adaptaron su estilo, y así es que la idea de convertir la propia historia en mitología, a través del western, dio paso a que Argentina tuviera su southern con la llamada "Conquista del Desierto" y Japón lo tradujo en el jidaigeki, ese mundo feudal en las películas de Akira Kurosawa. Hollywood hizo de dos de sus géneros una marca: el musical y el western. Uno producía los sueños y el otro mitificaba su fundación. (Y yendo más lejos: si en la fundación de Occidente está la polis, en la fundación del cine americano está el western, que narra lo mismo: el comienzo de las poblaciones, sus límites y su ley, su banco y su iglesia y su oficina del sheriff, y el desarrollo de sus sistemas de comunicación, el telégrafo y el ferrocarril).
Si en la fundación de Occidente está la polis, en la fundación del cine americano está el western, que narra lo mismo: el comienzo de las poblaciones, sus límites y su ley
Cuenta la leyenda que de todos los aspectos que se discutieron en el mítico encuentro de Yalta, en ese febrero del 45, al término de la Segunda Guerra, hubo uno que Roosevelt no aceptó negociar: el límite a las películas norteamericanas en Europa. No es solo que tuviera presente que el cine era la quinta industria de Estados Unidos sino que Roosevelt entendía perfectamente que el cine era el gran embajador de un modo de vida: primero los espectadores del mundo veían esas historias, esos personajes, esos hábitos, esos autos y esas casas y luego querían manejar esos mismos autos, tener esas mismas heladeras y comer esas mismas hamburguesas. El cine era por entonces la quinta industria pero abría el paso a todas las otras. Roosevelt sabía que detrás de las películas entraban todos los otros productos.
V
Quizás esa endogamia que Hollywood fue potenciando haya estado larvada siempre, porque ese cine fue construyéndose también como mitología en tiempo real: casi al mismo tiempo, mientras Cantando bajo la lluvia contaba su nacimiento y la perfección de su sueño en Sunset Boulevard se contaba su ocaso. Proyectó su imagen hacia afuera pero al mismo tiempo esculpió su mirada hacia adentro porque si hay y hubo un cine nacional fue el cine americano, al punto de que a través del cine se define el país, algo que solo sucede con su otro rival eterno, el cine francés.
El cine de Hollywood fue el psicoanálisis de masas de una nación. La forma que encontró Estados Unidos para tramitar sus glorias y sus traumas fue a través de las películas. Otto Friedrich escribió en Las ciudad de las redes que “ese lugar fue la fábrica de sueños de los años cuarenta que forjó buena parte de lo que los norteamericanos actuales consideran realidad”. Pareciera confirmarse en su recurrencia obsesiva sobre los magnicidios de Lincoln y Kennedy y sobre la Guerra de Vietnam (esta vez sí, porque era una guerra que los tenía como protagonistas) pero se puede hacer un tiro más largo y comprobar que no hay historia ni personaje ni tema discutido socialmente que haya escapado al dominio del cine americano. Narró su historia fáctica pero también sus anhelos más profundos: la conquista del Oeste y cuando no quedaba territorio por conquistar fue la conquista del espacio: no solo somos Occidente, somos el universo todo. Así, el american way of life se volvió el cinematographic american way of life.
Quizás ahora, cuando pareciera que Hollywood abandona su adultez y riza el rizo, después de haberse mirado con cinismo como un mundo en descomposición del que hay que huir en The Player, o con un filo agudo como la nueva forma de la mafia en Mulholland Drive, o como el mejor camino para reescribir la historia en Erase una vez en Hollywood, decide volver a la infancia, al juego y la fantasía, cuando los superhéroes de Marvel pelean el cielo del futuro con los de DC Comics. Ya nadie podrá imitarlos: solo ellos pueden hacer realidad ese sueño, porque ya solo hay sueño. Aquel cineasta que Preston Sturges creó en Los viajes de Sullivan, a comienzos de los años 40, como un fanático capaz de disfrazarse de vagabundo para atravesar el país y filmar la miseria hoy parece un cuento no de otro cine sino de otro país, porque cine y país siempre fueron una misma cosa. Hollywood: un sueño dentro de otro sueño. Hollywood: un país que se permitió el sueño más perfecto (como en la serie Hollywood, creada por Ryan Murphy). Solo ellos saben cómo pueden prescindir tan brutalmente de la realidad. Y quizás otra vez, en alguna catacumba, reaparezca ese otro sueño de la independencia que le haga ver a Hollywood la cara de ese otro sueño que fue.
El cine de Hollywood fue el psicoanálisis de masas de una nación. La forma que encontró Estados Unidos para tramitar sus glorias y sus traumas fue a través de las películas
