La batalla cultural será televisada
La controversia en Argentina en torno a la reemisión del programa cómico Poné a Francella permite analizar el contexto más amplio de una batalla cultural que viene marcando desde hace ya bastante los tiempos del debate político y social del país
por Diego Labra
Por orden de mi madre, en casa no estaba permitido ver a Francella. No vi los Benvenuto, tampoco los Bañeros. Cuando mis compañeritos se peleaban durante el recreo por quién hacía de Brigacop, yo me quedaba afuera del juego. La prohibición fue levantada por fuerza mayor años después, cuando la crisis económica y un divorcio me dejó sin cable por primera vez en mi vida. Los domingos almorzábamos fideos con tuco, sintonizábamos Telefé, uno de los pocos canales de aire que llegan a Mar del Plata para mirar las repeticiones de Poné a Francella y nos matábamos todos de risa. Incluyendo mi madre.
No fue la primera vez que el canal de las pelotas reciclaba el ciclo humorístico, ni tampoco la última. Poné a Francella integra ese grupo selecto de latas incombustibles, con Los Simpsons y El Zorro a la cabeza, que garantiza un buen piso de rating sin importar cuántas veces se las haya repetido. En la actual reposición, la primera en más de una década, le fue inicialmente tan bien que ganó el prime time, superando a La Noche de Mirtha. Algunos leyeron el hecho como signo de un cambio de época. Otros no le encontraron la gracia. Como el Quijote de Pierre Menard, la reproducción idéntica del viejo material evoca veinticinco años después nuevas interpretaciones. Invirtiendo los términos del axioma atribuido a Steve Allen y popularizado por Woody Allen, esta vez comedia más tiempo es igual a tragedia.
A continuación ensayaré un par de claves de análisis sobre Poné a Francella, y trataré de ubicar la controversia en torno al programa en el contexto más amplio de una batalla cultural que viene marcando desde hace ya bastante los tiempos del debate político y social del país.
El wokismo realmente existente
Almuerzo con una colega alemana. En un momento, me dice en perfecto castellano que está harta de sus “alumnos wok”. Dejo pasar el comentario y me quedo pensando de qué podrían quejarse los jóvenes estudiantes sajones que cursan en un campus con docentes afrodescendientes, seminarios de gender studies y una Mensa que solo vende comida vegana. Afuera, alumnos musulmanes leen a través de un megáfono la lista de niños palestinos muertos en Gaza. En la oficina al lado de la mía, un profesor adorna su puerta con una bandera de Israel.
A diferencia de Alemania, que por proximidad política y lingüística se encuentra totalmente permeada por el discurso de las redes sociales estadounidenses, en Argentina el wokismo es solo un hombre de paja importado contra el cual apuntar las armas de la batalla cultural desde la derecha. Nadie acá se llama a sí mismo woke, y ni existe un clamor de base por aumentar la representación de minorías en el cine y la televisión. No circulan Change.org juntando firmas para que una actriz hija de bolivianos protagonice una tira de Polka, ni para liberar a Agustina Cherri del destino de mucama o villera de ficción al que lo condena su tez en la televisión argentina. Las películas de Disney continúan dominando la taquilla vernácula sin importar si la Sirenita o Spider-Man son ahora negros.
En todo caso, el debate acerca de la producción de la industria cultural realmente existente en nuestro país fue encabezado por los feminismos, que pusieron en tela de juicio el tratamiento de la mujer y la representación de la violencia de género en la pantalla. De hecho, la denuncia de la ONG Red de Contención contra la Violencia de Género que sacó del aire a Poné a Francella en 2013, argumentando que el sketch “La Nena” es “ofensivo, promueve el acoso y el abuso sexual a menores” bien podría leerse como el grado cero de la batalla cultural encabezada por el feminismo. Un debate que no puede sino leerse en el marco del contemporáneo recrudecimiento de la lucha por la Ley de Medios, donde defensores y detractores litigaban los méritos morales del programa humorístico, y de fondo, la relación entre la televisión y la sociedad, entre la ficción y la realidad.
En una nota sin firma publicada en Clarín al momento de la denuncia se afirma que los “programas televisivos […] muy exitosos” como el de Francella “promueven” y “reproduce[n]” “modelos sociales que en nada contribuyen a que las niñas y adolescentes entiendan su papel en la familia y la sociedad, así como los vínculos con hombres mayores en forma clara”. Con ocasión de la actual emisión, Dolores Curía en Página/12 caratuló al sketch como “un delito” en tanto hace apología al estupro o, llanamente, a la pedofilia. También lo asocia al “espíritu de la época” mileista, estableciendo una relación tendencial entre la decisión de Telefé de reponer el ciclo y la “batalla cultural” librada por sectores “neoconservadores” contra políticas públicas concretas, como la Educación Sexual Integral. Por el contrario, el guionista Daniel Dátola consideró la denuncia inicial como “una locura”, aduciendo que “los medios de comunicación no son tan poderosos como la gente cree”. De lo contrario, “todo aquel chico que ve Superman se tiraría de un balcón para volar o el que ve un policial, saldría a tirar tiros”. “Hay cosas muchas más serias de las que ocuparse”, cerró su descargo.
Un saldo del debate sobre la Ley de Medios y la importación de la batalla cultural anglosajona es la creencia en la relación unívoca entre lo que pasa en la pantalla y fuera de ella

El huevo y la gallina de la discusión sobre medios. ¿La televisión es solo un reflejo de la sociedad que la hace? ¿O acaso tiene también el poder de modificar lo que piensan sus televidentes? La respuesta será diferente si le preguntas a Theodore Adorno o a Walter Benjamin, a Raymond Williams joven o viejo. Como connota la referencia a la Ley de Medios promulgada en Argentina en 2009, el debate público en Argentina se decantó (por izquierda) hacia lo segundo. Lo cierto es que Poné a Francella no salió de un repollo, sino que puede leerse como el emergente de tanto una larga tradición de humor nacional, como de transformaciones en la sociedad argentina que venían desarrollándose en la década pasada.
Adolescencia, divino tesoro
Estrenado a comienzos del 2001, el programa de Guillermo Francella puede leerse como corolario a la larga década de los noventa que terminó violentamente ese mismo año. Como permite adivinar la televisión producida durante ese decenio, el imaginario social de la adolescencia se encontraba en un proceso de transformación. Entre los guionistas del ciclo humorístico figura el veterano Sergio Vainman, responsable junto a Jorge Maestro de crear la telenovela juvenil en la televisión argentina con Clave de Sol (1987-1990), así como de La Banda del Golden Rocket (1991-1993) y Montaña Rusa (1994-1995). Cris Morena tomó la posta y construyó su imperio de ficción púber con Chiquititas (1995-2001), Verano del ´98 (1998-2000) y Rebelde Way (2002-2003). Apropiadamente, ésta última fue objeto de parodia dentro del ciclo humorístico No hay 2 sin 3 de los ex Videomatch Freddy Villareal, “Pachu” Peña y Pablo Granados, quien entablaría una relación sentimental con su coprotagonista Soledad Fandiño, veinte años menor que él.
La adolescencia, esa moratoria social cristalizada durante la segunda posguerra y asociada en la Argentina con la importación del rock and roll y la psicología de divulgación de Florencio Escardó y Eva Giberti, era cada vez más elástica: comenzaba con los primeros síntomas de pubertad y potencialmente no terminaba nunca. No es casual que detrás de esta nueva oferta cultural se encontraran creativos como Morena, quienes por edad y clase social pertenecen a la primera generación de argentinos que disfruto de una adolescencia. Ante el nuevo horizonte de consumo posibilitado por la economía neoliberal, el adolescente se configuraba como el consumidor perfecto, rendido ante el impulso libidinal y la presión de los pares.
Dentro y fuera de la tele se imponía la figura de la “lolita”, la más famosa de las cuales fue Nicole Neumann, fichada por Pancho Dotto como modelo a los 12 años. En los kioscos se multiplicaban las revistas para niñas y adolescentes donde los consejos de moda y maquillaje dialogaban con las publicidades de agencias de scouting y escuelas de modelos. Al repertorio de sueños ofrecidos por las valijas de juguete Juliana (doctora, veterinaria, maquilladora, y el clásico madre), se sumaba la glamorosa salida laboral del modelaje internacional. La mencionada Fandiño había saltado a la fama por su participación en Super M, el reality show de la productrora Cuatro Cabezas que venía a usufructuar con el boom de las modelos.
La carrera de Julieta Prandi siguió esa misma trayectoria. A fines de los noventa, comenzó a trabajar como promotora recién salida del secundario, graduándose luego al modelaje y la ficción televisiva con Poné a Francella. En el sketch de la discordia, único en el que participaba, Francella era Arturo, un hombre casado con Eleonora (Mariana Briski) y padre de Laura (Florencia Peña), quien a menudo volvía de la escuela con su amiga y vecina Juli (Prandi). Si bien en algunas notas se señala como agravante que Juli es preadolescente, en su primera aparición se explicita casi a la defensiva que ella tiene 17 años.
La edad intradiegética no quita que la actuación de Prandi sea deliberadamente aniñada, entre la timidez y el beboteo, como queda claro desde su introducción. La escena comienza con la cámara posada sobre un televisor en el cual se reproduce “Oops!...I Did It Again” de Britney Spears. El plano se abre para revelar a Juli de espaldas bailando una coreo, vestida con una remera batik atada sobre el ombligo y jeans ajustados. Desde el primer momento la mirada de la cámara fuerza la perspectiva para presentar el cuerpo de Prandi como un objeto de deseo para Arturo (y los televidentes también). Mientras Eleonora siempre se refiere a la amiga de su hija como una mujer “casi adulta”, el personaje interpretado por Francella la infantiliza al dirigirse a ella como “nena” o “chiquita”. Un mantra que repite en un supuesto llamado a la represión, pero más bien funciona como recordatorio de la tentación.
Lecturas contemporáneas impugnan que el deseo de Arturo no sea castigado de manera unívoca dentro de la ficción, aunque de manera tácita se reconoce en el sketch que ésta es una atracción prohibida. Justamente por eso resulta tan irresistible para Arturo, mientras que su entusiasmo y frustración es el propuesto motor de la comedia. Como el carnaval, cuyo estado de excepcionalidad tendía a reforzar el statu quo el resto del año, según teorizaba Umberto Eco, “La Nena” causaría gracia porque trabaja sobre el consenso que lo puesto en escena está mal. ¿O será que, como supone la denuncia de la ONG, mostrar implica necesariamente normalizar?
El debate acerca de la producción de la industria cultural realmente existente en Argentina fue encabezado por los feminismos, que pusieron en tela de juicio la representación de la mujer en la pantalla
Mientras tanto, el personaje de Prandi no solo parece estar prestando su consentimiento, sino que, cual la lolita de Nabokov, se insinúa como la instigadora. En este sentido, su iniciativa refleja un deseo que a los parámetros culturales contemporáneos resulta problemático e, incluso, desautorizado. De todos modos, poco se explora en el sketch el mundo interior de Juli, cuyo accionar simplemente es condición necesaria para que Francella haga morisquetas. De hecho, todo los personajes femeninos existen en mayor o menor medida solo para obstaculizar o habilitar el accionar de Arturo. Al final, el actor disipa cualquier sospecha al mirar a cámara y rematar “¡Si es una nenaaa!”. Lo hace a la pesca de la última carcajada, pero también en busca de la complicidad de un espectador que se queda así tranquilo al recordar que ningún límite fue transgredido. Solo es la tele, ¿verdad?
A mí eso nunca me causó gracia
Romper la cuarta pared no es un invento de Poné a Francella. Lejos de ser la anomalía que parece indicar su tratamiento particular en la opinión pública, el programa se inscribe en una larga tradición de picaresca televisiva argentina. Con la modernización que trajo la creación de los canales 11 y 13 a comienzos de la década del sesenta aparecieron ejemplos tempranos, como Operación Ja-Já (1963-1967) de los hermanos Gerardo y Hugo Sofovich o Matrimonios y algo más… (1968-1972) de Hugo Moser. Posteriores hitos son No Toca Botón (1981-1987) con Alberto Olmedo, Las Gatitas y Ratones de Porcel (1987-1990), Peor es Nada (1990-1994) de Jorge Ginzburg o Rompeportones (1998). De hecho, el controversial personaje de Prandi bien podría ser un homenaje a la “bebota” que interpretaba Adriana Brodsky en los programas de Sofovich de los ochenta. Más atrás en el tiempo, esta genealogía cómica hunde sus raíces en la robusta historia del teatro de revista nacional, deudo a su vez del music hall y el vaudeville. La mirada cómplice y la tentada como recursos infalibles pueden pensarse como recursos con origen en las tablas.
Podría argumentarse que el castigo ejemplar al programa de Francella lo convierte en chivo expiatorio de toda la tradición de la que es ungida como heredera. O, quizás, la condena pública se substancia en el hecho de que no se perdona que este tipo de humor, tolerable en los tiempos sepia de nuestros padres, siguiera existiendo en pleno siglo XXI. En este sentido, si bien desde la industria se argumenta que el final de este tipo de producciones se debe a lo comercialmente inviable que resultan para una televisión drenada de espectadores y auspiciantes, es igual de cierto que el sentido del humor (de al menos cierto sector) del público televidente argentino ha cambiado.
Desde los sesenta se pueden encontrar transmisiones exitosas de sitcoms estadounidenses en los canales de aire, pero la oferta ampliada del cable realmente trastocó el menú cultural disponible en la televisión. En los noventa, canales como Fox, Sony Entertainment Television y Warner Channel permitieron consumir telecomedias importadas durante las veinticuatro horas, en idioma original y con estreno simultáneo. Además, el cable alcanzó en nuestro país una penetración altísima, solo comparable con la de Estados Unidos o Canadá. En la década siguiente se sumó el consumo digital en diferido gracias a los reproductores de DVD y el comercio informal de discos truchos. Friends era un perennial seller para los manteros. Ahora, en el imaginario del televidente, Sin Codificar tenía que medirse con The Office o Curb Your Enthusiasm.
Entonces, Néstor García Canclini llamaba la atención sobre los efectos de la aceleración de la globalización posibilitada por el Consenso de Washington y los avances en la comunicación. “La transnacionalización de las tecnologías y de la comercialización de los bienes culturales disminuyó la importancia de los referentes tradicionales [nacionales] de identidad”, advertía en Consumidores y ciudadanos, en detrimento de nuevas “redes globalizadas de producción y circulación simbólica” que atraviesan límites geográficos y barreras idiomáticas. A quienes nunca le causaron gracia Olmedo y Porcel ya no estaban obligados a apagar la tele, sino que podían simplemente cambiar de canal. Mi madre estaba feliz de poder ver por primera vez Hechizada en colores. De las sitcoms contemporáneas prefería Mad About You. Ciertamente hay allí un elemento de clase, de hacer valer un capital cultural. Ella odiaba las comedias autóctonas por su misoginia, sí, pero más aún por ordinarias. Un juicio en el cual coincide la citada columnista de Página/12, quien critica a Poné a Francella por el “despliegue de toda su chabacanería”. Se ordenan así los consumos culturales en un esquema que separa los productos mesocráticos de los grasa, y que no necesariamente se alinea de manera perfecta entre nacional/importado: el Club del Clan era mersa, pero Almendra y Sui Géneris no.
Claro que la globalización corta en ambas direcciones. Poné a Francella no solo fue un éxito a nivel local, sino que disfruto de muy buena recepción en toda América Latina. Según le contó el actor a Migue Granados, su popularidad en Cuba es tal que al visitar La Habana en 2003 no podía caminar por la calle. El mismísimo Fidel Castro habría sido un fan, empezando su día con episodios grabados en un VHS. “Tú haces feliz a mi pueblo”, lo felicitó el Comandante. No hace falta decir que para el público mesocrático argentino ese éxito latinoamericano no hace más que confirmar sus prejuicios sobre el mal gusto del programa.
Ciertamente hay allí un elemento de clase, de hacer valer un capital cultural en un esquema que separa los productos mesocráticos de los grasa, y que no necesariamente se alinea de manera perfecta entre nacional/importado
De vuelta en Argentina, en la (poca) telecomedia producida en los últimos quince años, por ejemplo los sketchs de Cualca y de Guillermo Aquino o las sitcoms de Malena Pichot, Martín Piroyansky y Santiago Korovsky, es palpable una cesura en el humor nacional: se troca el show del chiste por el stand-up, la comedia teatral de puertas por una apuesta más formal enfocada en la posproducción. En este sentido, vale señalar que la tradición ad hoc construida por los cómicos millenials locales empieza directamente con el aséptico humor observacional de Jerry Seinfeld y el ensamble comedy de Taxi, ignorando mayormente el stand-up más comprometido de los sesenta, así como el filón más guarango de comediantes negros como Richard Pryor y Eddie Murphy. También resulta interesante identificar los pliegues en un quiebre que nunca es limpio. Por ejemplo, años antes que Casados con Hijos ya podían verse experimentos sincréticos entre la situational comedy yanki y la picaresca criolla en el segmento del hospital de Poné a Francella, que apostaba al humor de montaje con clara inspiración en Scrubs (2001-2010) y Family Guy (1999-). ¿Qué más había en el programa además de “La Nena”?
No es lo que parece (o sí lo es)
Entre abril 2001 y diciembre de 2002, Poné a Francella acumuló 73 episodios a lo largo de dos temporadas. Entre su gran elenco se contaba, además de las mencionadas Briski, Peña y Prandi, Claudia Albertario, René Bertrand, Roberto Carnaghi, “Toti” Ciliberto, Andrea Frigerio, Gabriel Goity, Cecilia Milone y Manuel Wirzt. Si bien la propuesta original incluía un estudio con bailarinas y Francella de smoking (otro guiño al teatro de revistas), en posteriores emisiones se obviaron estos segmentos. Una versión remix que abre el interrogante de por qué Telefé simplemente no obvió el segmento de “La Nena” en las repeticiones.
No existe hilo conductor entre los sketchs que componen un episodio de Poné a Francella. Una actriz puede interpretar a la esposa del comediante al comienzo, y para el final hacer de su amante. El ejemplo no es caprichoso. Si bien el ciclo es recordado por personajes ingeniosos, como “Enrique el Antiguo”, los enredos de la comedia de ídem eran mayormente atribuibles a la infidelidad. Al igual que en “La Nena”, la comedia nace de la transgresión de un límite, en este caso, de los votos matrimoniales. Vale preguntarse qué tanta gracia puede causar el miedo de un tipo que anda de trampa a una sociedad que se casa cada vez menos y tolera arreglos consensuales como la pareja abierta o el poliamor. Si bien en segmentos más logrados como “Cuñados” la calentura de los personajes de Frigerio y Peña aparece también como dinamizadora del conflicto, mayormente las mujeres eran el remate del chiste, como la cornuda a sabiendas que interpretaba Milone en “Mujeriego en apuros”. Eso sí, ellas solían aparecer con más ropa encima que en programas contemporáneos como Rompeportones, donde parecía que el vestuarista compraba exclusivamente en sex shops.
La excepción era “No es lo que parece”, el segmento que reemplazó a “La Nena”. Francella es Marcos, un restaurador de arte que tras ser echado de la casa se muda con una pareja amiga compuesta por Julio (Goity) y Latoya (Wirzt). Marcos simulará también ser gay para poder acercarse a la vecina Campanita, papel que catapultó a la fama a Luciana Salazar, y la tenía mayormente semi desnuda. Luego de la infidelidad, la homosexualidad es probablemente el recurso humoristico más recurrente en Poné a Francella. Personajes como Pato (Goity) en “Ojitos azules” reincidían en el estereotipo de la “loca” o “mariposón” en línea con el recordado Huguito Araña de Matrimonios y algo más… Aquí también se puede identificar en la trasgresión de la norma dentro de la ficción una tensión entre ridiculizar y normalizar al objeto/sujeto del chiste. Francella daba por cerrado cada sketch mirando a la pantalla y gritando “¡No es lo que pareceee!”. No fuera que alguien confundiera lo que pasaba en la tele con la realidad.
El sketch más interesante es “Sambucetti”. Acá Francella hace del titular contador apocado obligado por su jefa, la señora de Robles (Peña), a disfrazarse y actuar sus fantasías sexuales. No solo hay aquí una inversión de la dinámica, con la mujer en el lugar de poder y deseo, sino que también es palpable el duelo humorístico entre iguales de Peña y Francella. Un favorito del público, “Sambucetti” es el único segmento presente en las dos temporadas. Al final del sketch, el estudio es envuelto por luces rojas y humo mientras a Sambucetti se le sale “el demonio” de adentro, abalanzándose sobre su jefa. Como teoriza Hernán Vanoli en el podcast Desinteligencia Artificial sobre las películas de Suar, el protagonista cómico argentino parece condenado a ser un winner, imposibilitado a perder y adquirir así algún grado de tridimensionalidad. No vaya a ser que el espectador deje de creer durante un segundo que la tiene atada.
El Ministerio de Mujeres y Diversidades terminó involuntariamente sintonizando con una agenda cultural que a fines de los noventa fue enarbolada por sectores conservadores
En cuanto a Peña, su biografía artística es particularmente representativa de la encerrona de las mujeres en la industria argentina del espectáculo. También una lolita, se hizo conocida a los 17 por interpretar a la hija de Claudio García Satur en Son de Diez (1992-1995). Cansada del apodo de “Pechocha”, optó por someterse a una operación de reducción de busto, decisión introducida en la ficción como motivada por el hartazgo de su personaje con el acoso callejero. Poné a Francella le permitió reinventarse como actriz cómica. Años luego, contrariada por la decisión de Erica Rivas de bajarse de la puesta teatral de Casados con Hijos en sintonía con su militancia feminista, Peña comenzó una defensa vocal de la libertad de expresión. Mas cuando en 2022 intentó lanzar La Puta Ama, su propio show de variedades subido de tono, fue recibido con escarnio tanto por derecha como por izquierda. De ser víctima de la publicación sin consentimiento de un video intimo robado de su celular a emprender como creadora de contenido erótico para el “Only Fans uruguayo” Divas Play. De sacarse tetas a volver a ponérselas. Todos los caminos llevan a exponerse para el placer del consumidor. En todo caso, lo que se abrió fue una paritaria para renegociar como se reparte la ganancia.
Cuando la ficción supera a la realidad
A más una década de la denuncia de la ONG contra Poné a Francella, el límite de lo que se puede decir y hacer en los medios ciertamente ha sido redibujado. Bromear al aire con ponerle burunganga a tu locutora no solo ya no causa gracia, sino que te puede costar el laburo. Telefé puso al aire al programa de Francella, pero a ningún gerente de programación se le ocurriría reponer las viejas cámaras ocultas de Videomatch cuyo remate consistía en que todo el elenco masculino se desnudara frente a una joven modelo sin su consentimiento. Hoy probablemente terminarían todos en Tribunales.
La ficción, sin embargo, prueba ser algo más escurridizo. Un ejemplo ilustrativo es el caso de Dragon Ball Super. En septiembre de 2021, el Ministerio de Mujeres y Diversidades de la Provincia de Buenos Aires expresó “preocupación” y alertó a la Defensoría del Público sobre un episodio del dibujo animado donde “se representaba una situación de abuso sexual por parte de un mayor hacia una adolescente en el marco de una serie destinada a la niñez”. La denuncia fue recibida de manera crítica en las redes, incluyendo sectores del feminismo criados a base de animé, desde donde se señaló que la serie misma deja en claro que el accionar del Maestro Roshi es reprobable, además de lo inútil y políticamente contraproducente de requerir sacar algo del aire en tiempos de Internet. Ante el reclamo, Turner mudó el programa de Cartoon Network al canal más general Warner, al que cualquier chico o chica puede llegar con solo apretar dos botones más en el control remoto.
Del episodio extraigo dos corolarios y una pregunta. Primero, que al poner el foco sobre el potencial efecto del animé sobre la infancia argentina, el Ministerio de Mujeres y Diversidades terminó involuntariamente sintonizando con una agenda cultural que a fines de los noventa fue enarbolada por sectores conservadores. Es célebre un video de 1995 donde la por entonces diputada peronista Patricia Bullrich busca instalar desde un programa de cable a la violencia en los dibujos animados como eje de su campaña electoral. Cuatro años más tarde, un juez cordobés sacó de circulación una historieta importada de Dragon Ball porque atentaba “contra la moral y las buenas costumbres”. Esta agenda, tan importada como el animé, no parece haber tenido tracción proselitista, ni se hizo eco en corporaciones con poder cultural de veto como la Iglesia, por lo que fue abandonada rápidamente. El consenso era entonces que cada adulto responsable decide que permite ver a sus hijos. Hoy ya no estoy tan seguro que lo siga siendo.Segundo, la existencia de voces feministas dispuestas a defender a Dragon Ball, pero no a Poné a Francella y su “chabacanería”, habla menos de la diferencia en calidad de los productos culturales (la cual existe), que de la asociación de ciertos consumos culturales a un status de clase y su correspondiente capital cultural. El recambio generacional en la conversación pública evidencia la lenta erosión del prejuicio setentista sobre la cultura masiva, especialmente la extranjera, a mano de adultos de clase media urbana criados jugando al PlayStation, mirando sitcoms subtituladas y navegando en Internet. Pero esa nueva postura conciliadora es una oferta disponible para Jerry Seinfeld, no para Hugo Moser. Aunque, también es cierto, burbujea bajo la superficie una recuperación hípster de la obra de los hermanos Sofovich, así que quién sabe a futuro.
En cuanto a la pregunta, volvemos a la relación entre ficción y realidad. Como escribió Nora Mazzotti, si bien “ningún título [o] ningún género ha influido o puede influir en las conductas de los espectadores de manera puntual, directa y mesurable”, al mismo tiempo “…toda ficción tiene una pertinencia ética”. Es decir, ni la televisión es la implacable máquina de propaganda que aterraba los semiólogos de los setenta, ni es el inocuo entretenimiento que esgrimía como defensa el guionista de Poné a Francella. De hecho, un compañerito mío de la primaria casi pierde un dedo tratando de volar como Superman, pero en ese caso cabría cuestionar que hacían los padres antes que las decisiones del programador de un canal.
En algún punto debe comenzar la responsabilidad individual de quien mira la televisión, una autonomía que, por más que sea menospreciada en denuncias y análisis, es igualmente ejercida
Es cierto que el discurso de los medios tiene más potencia cuando no tienen competencia. El mayor ejemplo es la pornografía que, en la ausencia de educación sexual en las escuelas y el hogar, se vuelve el discurso dominante sobre el sexo. También lo es que la importación de productos culturales extranjeros puede tener efectos imprevistos y, por qué no, beneficiosos. Ese mismo animé que preocupó a políticos y jueces no solo decantó en una suerte de ESI improvisada que presentó la diversidad de género dibujada a toda una generación, sino que gracias a su oferta de dibujos animados e historietas hecho por mujeres para mujeres abrió la puerta a una cohorte de artistas que hoy triunfan en el mundo entero.
Debe contemplarse entonces la dimensión del Estado como actor que puede mediar entre la ficción y la realidad. Fanáticos de los superhéroes y la cultura pop yanki tienen siempre presente la persecución moralista que suele caer sobre las industrias culturales en los Estados Unidos. En el caso específico de los cómics, la cruzada conjunta de agrupaciones cristianas e intelectuales frankfurtianos que redundó en la instauración de un órgano de autocensura llamado Comics Code Authority en 1954. En contraste, en Japón el sentido común dicta que la ficción no es un consumo peligroso por su potencial efecto en la realidad, sino más bien un espacio de fantasía. Así se explica que la misma sociedad que continua empujando a los homosexuales a vivir en el closet haga un éxito de un subgénero llamado Boy’s Love. Por no decir nada de la controversial postura del Estado frente a la pornografía infantil dibujada que tantos problemas le trajo frente a organismos internacionales.
En Argentina, donde el imaginario social contemporáneo asocia a la intervención censora estatal más con preocupaciones ideológicas que morales, el Estado argentino ha jugado en el siglo XXI un rol más propositivo que interventor, direccionando la producción cultural mediante un financiamiento necesariamente sesgado que aparece como cada vez más vital para quienes aspiran a vivir de una industria disminuida. La ficción se vuelve una prerrogativa de plataformas de streaming extranjeras mientras los canales vernáculos producen solo programas baratos, como talk shows, realitys y concursos. Si ni siquiera una película de Los Simuladores aparece como un proyecto comercialmente viable, claramente el mercado de la cultura en Argentina está roto.
Un saldo del debate sobre la Ley de Medios sostenido desde el Estado y la importación de la batalla cultural anglosajona vía internet parece ser la creciente creencia en la relación unívoca entre lo que pasa en la pantalla y fuera de ella. Tanto que los aspectos indeseables de la sociedad son reproducidos por la televisión, como que una ficción más representativa y justa necesariamente redundará en una sociedad ídem. En este sentido, Carolina Justo von Lurzer y Carolina Spataro señalan que la bienintencionada denuncia de la ONG contra Poné a Francella adhería a “una mirada dominante sobre la relación entre industrias culturales y audiencias” que pinta a las mujeres primero “como ‘víctimas’ cuando son representadas en la cultura de masas” y luego como “‘tontas’ cuando la consumen”. Una postura con ecos del siglo XIX, cuando era común que fueran diagnosticadas con la enfermedad del “mal de lectura” o “bovarismo”, pero que se extiende más allá. Ulteriormente, toda postura que concluya sin matices la imposición de los medios sobre (la masa de) la audiencia la trata, en el mejor de los casos, de consumidores pasivos y, en el peor, de idiotas.
¿Dónde debería terminar la injerencia del Estado, y dónde comenzar la responsabilidad del espectador? Este es un límite contingente que, lejos de evidente, es negociado una y otra vez dentro de una sociedad. Igual de cierto es que en algún lugar tiene que estar trazada esa línea, en algún punto debe comenzar la responsabilidad individual de quien mira la tele (o del adulto responsables por ellos y ellas). Una autonomía que, por más que sea menospreciada en denuncias y análisis, es igualmente ejercida. En el caso de la reposición de Poné a Francella, el rating fue cayendo semana a semana, hasta que el canal decidió levantarlo. Desde medios de derecha se denunció presión del “feminismo radical” y “censura”, palabra que compite por el título de significante más vacío. Peña y Prandi declararon a movileros que hoy el humor del programa simplemente ya no resulta tan gracioso. Telefé probablemente llegó a la conclusión que no valía la pena exponerse al fuego cruzado de la batalla cultural por tres puntos de rating. El público decidió, y lo que eligió fue mirar otra cosa.