La catástrofe de lo escolar y el futuro de la enseñanza
Llevamos décadas escuchando hablar de la crisis de la educación. Sin embargo, la ¨catástrofe de lo escolar¨ debería invitarnos a volver otra vez a la pregunta por un futuro de la educación que en tiempos de aceleración tecnológica y cambios sociales profundos no deja de interpelarnos. ¿Vamos hacia una uberización de la enseñanza? ¿Educación sin educadores? ¿Qué hay de nuevo bajo el sol? Mientras algunos fantasean con una automatización total de la ¨tecnología educativa¨ otros vislumbran una educación sin interfaces.
Nuestro catastrofismo no es un tic psicológico sino una obligación rigurosamente teórica.
Se sigue, ineludiblemente, de una ley de hierro histórica.
Mirar el lado oscuro es el único modo de ver.
Nick Land, Dark Enlightenment
Los eventos que sucedieron están sucediendo ahora.
Doctor Who, T4, E17
Advertencia, particularmente para educadores
Soy un educador profesional desde 1981 y en marzo cumplo 44 años en este trabajo. Lo digo para aclarar que me caben las generales de la ley: soy totalmente corporativo y no vería con agrado la desaparición de lo escolar, incluida su mutación a otras modalidades tecnológicas de enseñanza. De hecho, y como lo saben mis estudiantes, doy clase en el más bello y puro sentido de la palabra, como si fuera un profesor del mil seiscientos. Ni siquiera uso pauerpóin.
Tengo tres motivos para mantener una posición conservadora respeto de lo que hago. El primero es totalmente egoísta: si voy a perder mi laburo a manos de una nueva tecnología solo pido que el cambio ocurra después de que me jubile. El segundo, más egoísta, según me dicen mis alumnos lo hago razonablemente bien así que no veo motivos para cambiar. Tercero, y menos prosaico, porque una transformación de tal envergadura difícilmente sea influida por nuestra voluntad o, para ser, si cabe, más frontal, al futuro no le interesa lo que yo quiera o lo que deje de querer y creer.
En resumen, seguramente estoy equivocado en todo lo que voy a exponer pero que quede claro que no estoy a favor (ni en contra) de las consecuencias de lo que analizo. No se la agarren con el cartero. Por más que sea un mal cartero y traiga la correspondencia equivocada, sigo siendo un cartero.
Dicho esto, arranco.
Lo que fue
Desde finales del siglo XX la tecnología escolar perdió su carácter monopólico en la distribución de conocimiento. Por un lado, porque lo electrónico primero y lo digital después crearon nuevos escenarios y conquistaron otros antes inexplorados, desplegando espacios virtuales infinitos y extendiendo el mundo físico, siempre tacaño. Por otro, la tecnología escolar y su combustible: el adulto que sabe, el maestro, va dejando tras de sí girones de legitimidad de origen obligada, entonces, a la construcción de legitimidad en el ejercicio cotidiano, lo que implica que algunas batallas se ganan y otras se pierden, como cualquier docente aprendió a los golpes, literales a veces.
Este escenario incluye dos elementos que subvierten para siempre la armonía controlada de la tecnología escolar: la construcción de una noción de futuro y la aceleración. La historia de la tecnología escolar desde su configuración en el siglo XVII muestra que su desarrollo se ajusta a ritmos que conforman gradualidades que atraviesan meses, años y décadas para concluir trayectorias planificadas de manera centralizada en ámbitos estatales especializados. Trayectorias que se desenvuelven a través de larguísimos años, desde los 3 o 4 de edad hasta los 18 y mucho más. Tiempos sujetos a espacios estáticos como edificios escolares y salas de clase en los que todo se prevé, por medio de documentos reglamentarios y curriculares avalados por una suerte de nihil obstat estatal que regulan con precisión lo que debe acontecer y cuya modificación requiere largos años de deliberación por parte de pedagogos de Estado.
De hecho, muchos estudios mostraron que la tecnología escolar triunfante en el siglo XIX —y sobreviviente hasta la actualidad— era mucho menos efectiva en términos del aprendizaje de la organización fabril y de la moral capitalista respecto de los modelos tecnológicos propuestos por Joseph Lancaster y Jeremy Bentham, que bregaban por introducir una práctica escolar utilitarista que acortaba tiempos y condicionaba la enseñanza gradual de saberes al desempeño individual y no a la organización anual de las escuelas (el “ciclo lectivo”), como finalmente sucedió.
¿Por qué no triunfó la tecnología propuesta por Bentham y Lancaster si manifestaba una evidente correspondencia con la organización fabril? ¿Por qué triunfó la pedagogía del silencio, la vigilancia y sobre todo la espera? Con la afirmación de Estados nacionales con capacidad de captar ingresos y redistribuirlos en sectores empobrecidos, los tiempos escolares se alargaron para retener al cuerpo infantil. Así, entre la segunda mitad del siglo XIX y la segunda mitad del XX sucedió el siglo de la escuela, el que nos hizo ilusionarnos respecto de que el ideal pansófico proclamado por el gran pedagogo bohemio Jan Amos Comenius –“todo el saber humano es para todos los seres humanos”- podría concretarse.
El drama del viejo orden escolar se enraíza en el derrumbe de las certezas totalizantes. La crisis fiscal del Estado en los setentas, el declive del intento de un capitalismo compensado mediante el Estado de Bienestar (en sus versiones Roosevelt, Stalin, Perón, de Gaulle o Tito), la crisis financiera del 2007-2009, el auge del capitalismo de plataformas hacia 2015 y la pandemia del 2020 parecen indicar que las crisis de la sociedad capitalista se desarrollan en ciclos tan cercanos en el tiempo que el concepto mismo de ciclo suena redundante. En este escenario, los tiempos escolares se tornan insufriblemente lentos, los conocimientos allí trasmitidos patéticamente obsoletos y un círculo vicioso imparable contrasta la rigidez de reglamentos y documentos curriculares con el saber a la carta de la Internet. A la vez, la asimetría de la relación docente alumno inherente a la tecnología escolar colapsa frente a la interacción aplanada de los mercados globales, las criptomonedas y el carácter aluvional de las redes sociales donde, para alcanzar el grado de celebrity, solo hay que construir la habilidad de seducir y ganar likes aquí y ahora, más que acumular sabres y experiencias a largo plazo. Esto es un punto central: la tecnología escolar precisaba de una inversión de tiempo que implicaba sacrificar, postergar, mientras lo digital marca unos tiempos de preferencia temporal decreciente. Lo escolar proyectaba, acumulaba, engordaba en tanto lo digital, como señalaba Jean Baudrillard, es la cultura del descarte y la realización inmediata: no sé qué es lo que quiero, pero lo quiero ya.
Lo escolar proyectaba, acumulaba, engordaba en tanto lo digital, como señalaba Jean Baudrillard, es la cultura del descarte y la realización inmediata: no sé qué es lo que quiero, pero lo quiero ya.
Quienes educaron en el siglo XX se preguntaron al menos una vez: ¿Qué clase de hombre queremos formar? Todos lo hicieron, los personalistas, los espiritualistas y los liberales, hasta los admiradores de Paulo Freire y los pedagogos críticos: la voluntad racional del pedagogo elaboraba lo posible y lo deseable y ordenaba las energías hacia lo imposible en forma explícita y orgullosamente utópica. Pero la pregunta caducó y la formulamos solo como un reflejo nostálgico: no solo porque ese hombre genérico sobre el que radica la pregunta está fragmentado (y, de hecho, sería rechazada por sexista y cancelado su autor), sino porque la bella y pura utopía se termina enchastrando en la mugre de lo inmediato y se enreda en las infinitas diferencias que se reconoce que nos atraviesan. Si así y todo a un educador se le ocurre la sempiterna idea de efectuar la dichosa pregunta, recibe por parte de algún pedagogo crítico, progresista avezado, otra pregunta como respuesta fatal: “¿Desde qué lugar lo estás preguntando?”
Jean-François Lyotard lo expresó mejor hace cincuenta años: la muerte del profesor no deviene por lo imaginable de su sustitución por medio de tecnología androide o por inteligencia artificial (aunque esta se acopla perfectamente, como veremos sobre el final) sino por la dilución de las relaciones asimétricas que motorizan la tecnología escolar: enseñantes convertidos en intermediarios, en proveedores de conocimientos ajustados a la demanda.
Por otro lado, la aceleración capitalista también tensiona al orden escolar. Como vimos, lo escolar fue una tecnología basada en combustible adulto refinado: educadores poseedores de saber y presuntos portadores de una otredad radical que proyectaba un otro claro y distinto sobre quienes estaban definidos por su insuficiencia de conocimiento, valores, saber vivir: por su heteronomía.
La asimetría se daba en el escenario de la cultura posfigurativa: ritmos históricos estables y con pocos (y lentos) cambios que se atesoran en quienes más tiempos vivieron: los adultos, quienes transmiten esos saberes a las nuevas generaciones para incluirlas en un sistema de signos heredero de tradiciones de las cuales son dignos representantes los docentes.
Pero ya nadie se legitima por medio de tradiciones. Hasta las estirpes más antiguas -políticas y/o religiosas- se validan con signos de época o con muecas cómplices o al menos condescendientes con la disrupción. Los cambios son ahora constantes y abruptos y el conocimiento acumulado por los más viejos corre el albur de volverse obsoleto, en una economía de abundancia que no produce objetos durables sino con fecha de vencimiento programadas con poca antelación y cuyos propietarios se enorgullecen de estar condenados a su sustitución por prestaciones novedosas y más eficientes.
Son los recién llegados, los no amarrados a la tradición, los procesados por lo nuevo; los niños y los jóvenes, quienes muestran mayor ductilidad para operar efectivamente en escenarios cambiantes y mantener la eficacia: una cultura prefigurativa en la que lo nuevo nace vejo y la experiencia acumulada y sus símbolos (las canas, las arrugas, las vueltas de la vida) deben ser ocultados con tintura, cremas anti age (sic) o cirugías como para no formar parte, o no dar la imagen de formar parte, de un ejército de extras geronto-desechables.
Apurémonos a aclarar que esto no supone que los chicos sepan más que los adultos sino que mientras estos deben reconstruir su instrumental cognitivo en forma constante, aquellos no están cargados por el peso de las tradiciones por lo que obtienen una mayor plasticidad para operar satisfactoriamente Como en Moana I (perdón por una referencia alejada de los estándares de los salones literarios, tan poco refinada) si la princesa continuara con los mandatos paternos, su pueblo se extinguiría por el hambre. Pero no es desobediencia al padre o desafío al poder como para hacer una revolución, como se creía en las culturas posfigurativas y se cree aun en la melancolía de la revoluta que no fue; de hecho, Moana nunca deja de amar a su papá a quien le extiende una mirada cariñosa y más conmiserativa que desafiante. Es nuevo acople: la princesa no transgrede la ley, no toma el Palacio de Invierno, no hace la revolución, sino que reinventa frente a cambios constantes. No rechaza la tradición como un revolucionario, sino que la reconvierte en una divergencia flexible y adaptable.
Los cambios constante aceleran y se ensucia al combustible adulto propio de la tecnología escolar, acotando el espesor de su comburente —la infancias y la adolescencia— restringiéndola mucho, particularmente, por las dificultades de construcción de asimetrías en el contexto de la explosión de saberes consumibles por Internet, de identidades en permanente transición (y no solo sexo genérica), de nuevas relaciones aplanadas de las redes sociales y de inteligencia artificial prometiendo customizar los emergentes posibles.
La vieja tecnología escolar de la morigeración, la espera y la esperanza que los pedagogos buenistas y bien pensantes se encargan de publicitar, no parece maridar con la cultura prefigurativa propia del capitalismo de aceleración: un fluir absoluto que no precisa de un sujeto que haga como consecuencia de su voluntad racional. En consecuencia, aquella institución de encierro formadora de cuerpos dóciles a la Michel Foucault, que funcionaba en términos de disciplinamiento, agrieta, pero no rompe la armadura de sentidos que la conservan en su rigidez, permitiéndole propagar memes políticos que proclaman su vigencia aunque, con eso, le nieguen futuro.
La vieja tecnología escolar de la morigeración, la espera y la esperanza que los pedagogos buenistas y bien pensantes se encargan de publicitar, no parece maridar con la cultura prefigurativa propia del capitalismo de aceleración: un fluir absoluto que no precisa de un sujeto que haga como consecuencia de su voluntad racional.

Parafraseando a Nick Land, la tecnología escolar dejó de producirse como «cultura caliente», como lo disruptiva que fue en su conformación en el siglo XVII cuando disolvió el ordenamiento frío de lo escriturado para reconvertirlo en una nueva tecnología, en este caso de masas. Por ejemplo, el libro escolar único surgido entonces como parte de la revolución guttenbergiana —desde el Orbis Sensualis Pictus de Comenius hasta sus tataranietos del siglo XX— fueron un elemento caliente de la tecnología escolar: un instrumento de enseñanza lineal que se acoplaba perfectamente con la linealidad, la espera y el consecuente aburrimiento de la trayectoria escolar. Por el contrario, en la cultura prefigurativa los instrumentos son hipertextuales y procesados en diversas interfaces que pueden llegar a incluir al mismo libro impreso. Esta cultura caliente tiene enorme capacidad destructiva, invadiendo a los otrora vanguardistas salones de clase de gobierno estatal y de acceso gratuito para cuestionar no solo la linealidad textual sino también la organizacional: mantener jerarquías escolares bajo el dominio reticulado de lo digital obliga a un atrevimiento contracultural solo destinado a pequeños y aislados éxitos testimoniales, si no al fracaso más rotundo. Empeño narcisista que anticipa un final frustrante. Volveremos luego sobre esto.
La potencia la tecnología escolar se congeló y ya no subvierte nada, no nos calienta, aunque produzca una sintomatología defensiva que la protege de los golpes ardientes de lo digital por medio de una épica de alardeo que termina desafinando en una cantinela afónica que entroniza lo que fue, lo que quisiéramos que sea por siempre jamás, aunque de ella quede una apariencia a la que le prodigamos homenajes que se resisten a ser póstumos. A la que volvemos usando trampitas nostálgicas para corroborar cada día su aspecto fantasmal. Y a la que nos hacemos adictos, clamando de dosis diarias porque la abstinencia de escuela nos va a chiflar o, peor, nos cambiará.
Apego que llega a generar denuncias y repulsas más o menos violentas (y más bien intrascendentes, digamos todo) cuando alguien, como este servidor, en su tozudez irónica, osa cuestionar la quimera barbitúrica de una tecnología escolar todopoderosa: son las patrullas perdidas de la pedagogía, llamativamente numerosas que responden con una pegajosa acritud, botoneando los intentos de sacrilegio y ortibando a los sacrílegos. Patrullas que viven en invernaderos emocionales, en el sentido de Koestler, los que aun estropeados y arruinados conservan una pequeñísima dosis de calor para honrar, como un mantra, su fe en la utopía educativa y anatemizando al infiel. Yuta con ideologías variadas y contradictorias: pertenecientes al viejo orden de la derecha o a la izquierda miserable -en el sentido de Land- ambas absolutamente incapaces de no parasitar el pasado, aunque quede poco y nada para absorber.
Se trata de una nostalgia restauradora, como lo plantea Svetlana Boym cuando caracteriza a los viejos anhelantes comunistas en la sociedad postsoviética, que niega el futuro y se empecina en reestablecer lo pasado y que arremete con el gasto de energía constante, y agotador consistente en someter cualquier disparidad de lo nuevo a la subsistencia de lo viejo. Alza la utopía del para qué con el que el humanismo desafiaba a su pasado y convoca a los ancestros cuando se percibe bajo amenaza, aunque esto no es tan frecuente: hace tiempo mostramos que la pedagogía se instaló cómodamente en la utopía del cómo, adhiriéndose a los fantasmas del viejo pasado que ya no se puede resucitar y donde se arruinan, impotentes, las viejas órdenes didácticas para finalmente lamentarse por elegir estas dosis de utilitarismo aplanado porque si se trata es de maximizar resultados, los economistas y los neurocientistas serán más cumplidores que los educadores: los sueños pedagógicos acaban en las peores pesadillas econométricas y neurocientíficas, porque estas asumen la ventaja de maridar con la cultura caliente del dato.
La catástrofe de la pedagogía
El ardid de la pedagogía para lograr subsistir es tomar a la Pansofía, que todos sepan todo, como rehén para defender lo escolar, escogiendo la muerte de la Pansofía antes que entregar a la escuela. Para Comenius, la tecnología escolar era apenas un medio para la Pansofía: alternativa, método, camino posible, pero ni único ni eterno.
La gran virtud estratégica de la pedagogía es sostener toda su energía dirigida a un único objeto, a un medio: la escuela… maniobra que permite convertir a una tecnología surgida en cierto momento de la historia en un fenómeno natural e inherente por sí mismo, poniendo allí todos los caracteres positivos e impidiendo negativizar y tomar distancia para disociarse operativamente de ella y comprenderla con nuevo foco. Nótese lo extraño de esta naturalización: la pedagogía monopolizó todo el pensamiento sobre la enseñanza a pesar de sus cortos trecientos años de existencia… pensemos que varias dinastías chinas perduraron por más tiempo y ni qué hablar de la paideia/humanitas del mundo grecorromano.
Es que la pedagogía construye una fascinación por la tecnología escolar que supone que todos sus problemas pueden ser subsanados por un acto de amor a la genericidad humana, incluidos piropos babosos a los docentes. La consabida «defensa» (que no es más que “autodefensa”) revela un narcisismo profundo. Defender la tecnología escolar es defender un instrumento en una operación de fetichismo extremo. Requiere también cierta espiritualidad muchas veces negada: invocar a los espectros de un pasado dorado para luchar por sostener un presente amenazador.
Defender la tecnología escolar es armar la propia protección con arreglo a una composición estética que luce bondadosa y altruista. No le entra la bala de la frustración y si hay dificultades la culpa es de la realidad que se niega a adaptarse al mandato moral: el neoliberalismo, el mercado, el egoísmo, el consumismo, las tecnologías, la segregación socioeconómica entre muchos otros que atacan. La pedagogía introyecta en la escuela todo lo bueno y proyecta fuera todo lo malo, pero así acaba por alterar su sentido de realidad, lo que se subsana con la sorda retahíla del “hay que” y sus infinitivos, con los que consigue victorias coyunturales en su lucha. Y como Narciso, al final se ahoga al extasiarse con su reflejo, aun con su cara maquillada de un voluntarismo mágico y omnipotente que nos guía hacia callejones sin salida.
Pero esta frustración no es gratis. Como explica Mark Fisher, se transforma en un vector funcional al capitalismo: muta a depresión y ahí los educadores habitamos nuestro síntoma socialmente requerido: cuando el barullo se acalla, las rabietas se calman y las denuncias se muestran triviales, es ahí donde vemos que no hay culpables. Que la escuela es una tecnología de enseñanza entre otras y así como surgió en un momento de la historia no hay por qué pensar que va a durar para siempre. Lo escolar brotó como una tecnología para reunificar lo que la escritura había separado y apostar al humanismo en la que el saber humano sea para todos. Esta lógica neo-estoica y enciclopedista se acopló al humanismo ¿Qué queda hoy de todo eso además de la cantinela melancólica por lo perdido que invita a luchar por restituir lo que no será?
La ventaja del ocaso de lo escolar permite ver mejor. Por un lado, los sueños de la utopía iluminista y pansófica no solo que no se alcanzaron sino que parece que difícilmente lo haga: la investigación de Harry Patrinos mostró que el 60% de los chicos de once años de todo el mundo sufren lo que llama “pobreza de aprendizaje”; es decir, o no asisten a la escuela o asisten pero no aprenden los rudimentos básicos de la lectoescritura y el cálculo. Y esto antes de la pandemia.
La investigación de Harry Patrinos mostró que el 60% de los chicos de once años de todo el mundo sufren lo que llama “pobreza de aprendizaje”; es decir, o no asisten a la escuela o asisten pero no aprenden los rudimentos básicos de la lectoescritura y el cálculo. Y esto antes de la pandemia.
Por otro, la enseñanza fue una constante evolutiva del homo sapiens para la trasmisión intergeneracional de saberes. La antropología y las ciencias del comportamiento nos demuestran que la enseñanza se incrustó en la evolución sapiens como en casi ningún otro ser vivo. Este atributo se manifiesta en niños muy pequeños, incluso en bebés, donde es posible identificar el “instinto de enseñanza” que derivará en una “pedagogía natural”; es decir, en modalidades específicas de transmisión que en términos metacognitivos pueden ser más o menos estandarizados.
Por eso, lo que está oculto en la pedagogía es que la enseñanza siempre está atravesada por una tecnología específica que permite sostener una direccionalidad asimétrica entre quien ocupa el lugar del saber y quien el de no-saber. Así vista, la historia de la educación es la caracterización de las diferentes modalidades de la tecnologización de la enseñanza, desde las primeras formas biológicas, como la imitación, la ostentación, la imitación diferida y especialmente la oralidad; las postbiológicas como la escritura y las mecánicas como la imprenta. La tecnología escolar y la escolarización a gran escala fue, pues, una más en las revoluciones en la trasmisión del conocimiento que a su vez vio surgir otras más novedosas basadas en pantallas interactivas y redes computacionales interconectadas que pueden operar mediante algoritmos de lenguaje ampliado e inteligencia artificial.
La tecnología escolar y la escolarización a gran escala fue, pues, una más en las revoluciones en la trasmisión del conocimiento que a su vez vio surgir otras más novedosas basadas en pantallas interactivas y redes computacionales interconectadas que pueden operar mediante algoritmos de lenguaje ampliado e inteligencia artificial.
Yo sé que ella/o vendrá
La simplificación y la optimización del trabajo humano demuestran que nuevas tecnologías generan resultados mejores con inferior gasto de energía: procesos que diseñan la especie a diferencia de todas las otras, mamíferos superiores incluidos, quienes muy poco logran incorporar objetos instrumentales por lo que la planificación, cuando raramente supera la respuesta instintiva, no está lejos de la ejecución.
En sentido inverso, la abstracción reflexionante como emergente de la estructuración cerebral del homo sapiens en milenios de adaptación, permite construir relaciones allí donde terminan el instinto o la inteligencia concreta, lo que apareja enormes consecuencias en la disminución de la participación corporal y la suma de instrumentos incorporados a fin de aplicarlas a la transformación de la realidad.
Este proceso de automatización se acelera a partir del siglo XV en un escenario de mundialización de los mercados, navegación transoceánica y método científico en donde el capitalismo toma el control mediante la producción de la abundancia -y ya no de la escasez- y nuevas máquinas herramientas (perdón a quien entendió la referencia) producen bienes, pero también otras máquinas que producen máquinas que producen máquinas: desenfreno maquínico que reduce el uso extensivo de la energía de trabajo humana en un proceso asintótico.
Para el caso de la enseñanza, no hay excepción y la misma tecnología escolar es el ejemplo. Hasta sus inicios, la enseñanza era de un maestro a un alumno o a un grupo pequeño. Desde entonces, la enseñanza “uno a uno” se optimiza por medio del dispositivo de instrucción simultánea por el que un solo docente le enseña los mismos conocimientos con el mismo grado de dificultad a un grupo de alumnos de la misma edad, lo que se amplifica con la conformación de grandes extensiones territoriales de salas de clase estatalmente coordinadas. La nueva tecnología permite enseñar “uno a muchos” y luego “muchos a muchísimos” con nuevos y poderosos métodos pedagógicos basados en la voluntad racional del pedagogo de Estado y con capacidad de generar aprendizajes similares, previsibles y a gran escala.
Si dejamos de lado la naturalización del sistema educativo que nos prodiga a diario la pedagogía, vemos una maquinaria social extensa con un control preciso de tiempos y espacios y con un ordenamiento graduado de la enseñanza: no por casualidad Comenius usaba una analogía mecánica, un reloj, para ejemplificar cómo debía funcionar en forma óptima un sistema de enseñanza mediante escuelas.
A lo largo del siglo XX, la aceleración de la mecanización y automatización de la enseñanza fue una obsesión de la política educativa en los Estados Unidos y de la Unión Soviética, quienes protagonizaron un remedo de “carrera espacial” pero con máquinas de enseñar: algunas, muy precarias adaptaciones de máquinas de escribir; otras, dispositivos muy complejos, como la máquina de B. Skinner en USA o la de L. Landa en la URSS, que se conseguían en el mercado y que los gobiernos distribuían en escuelas; todo respaldado por una gran aceptación académica y un previsible rechazo de… los docentes. Es aquí cuando se comienza a utilizar el término “tecnología educativa” para designar a estas nuevas herramientas que automatizan, optimizan y simplifican la enseñanza.
Con computadoras personales y teléfonos inteligentes conectados a Internet, la automatización de la enseñanza se acelera más en plataformas adaptativas que ofrecen actividades ajustadas a la dificultad de quien aprende o por medio de la enseñanza asincrónica en plataformas de acceso libre y gratuito donde se enseña y aprende de todo: desde arreglar el cuerito de una vieja canilla hasta reinterpretar el Deuteronomio, pasando por la suma de fracciones de diferente denominador hasta el cálculo de antilogaritmos. A esto se suma el efecto del encierro producto de la pandemia global de 2020: la generalización de la enseñanza on line a alumnos ubicados en cualquier lugar del mundo. También se incorporan bots y tutores virtuales que acompañan el aprendizaje, etc.
En este vértigo imparable, la pedagogía se obstina, astutamente, en eludir la siguiente pregunta ¿Por qué la enseñanza sería una excepción en los procesos de automatización del trabajo humano? George Caffentzis muestra que este excepcionalismo es apenas una defensa de los trabajadores intelectuales que argumentan que lo suyo es algo especial. Lo mismo pensaban los “defensores” de los maestros “uno a uno” del siglo XVII quienes, con John Locke a la cabeza, sostenían que en un escenario de “uno a muchos” solo podrían brindarse saberes superficiales.
Adicionalmente, la inteligencia artificial generativa acelera la resolución de problemas concretos de automatización de la enseñanza mediante un proceso de mayor territorialización, pero ya no centrado en un grupo de aprendices encerrados en una sala de clase sino en personas que individualmente aprenden frente a una pantalla en forma ubicua. A eso se agrega que los nuevos modelos son muy intuitivos, no hace falta saber programarlos y son de acceso libre o bajo costo.
Pero el punto central es la pérdida de la asimetría: el aplanamiento de los vínculos sociales y la cultura prefigurativa son la condición de posibilidad para estos procesos de “muerte del profesor”: no se trata, como vimos antes, de nuevas tecnologías que operan en el vacío, sino que embonan, y retroalimentan, lógicas sociales de nuevo tipo.
Un punto a favor de la melancólica defensa de la escuela es que hasta hoy (29 de diciembre de 2024) no se ha generado una tecnología específica de la enseñanza que modifique a las escuelas sino apenas productos que la complementan, pero no la sustituyen ni mucho menos la excluyen. Sin embargo, parece altamente probable que en poco tiempo una nueva tecnología va a emerger en forma disruptiva de la misma manera que aparecieron los smartphones en 2007: efecto de la ciencia y del mercado y no de políticas públicas. Con el tiempo las incorporaremos voluntariamente a los procesos de enseñanza y sin que la burocracia estatal nos obligue a hacerlo, como sucedió con los celulares.
Obvio que los ministerios de educación y los sindicatos docentes van a pretender prohibirla con éxito probablemente nulo. O tal vez un nuevo evento global reacelere este proceso: si la pandemia de 2020 hubiese acontecido apenas 20 años antes, nos hubiera encontrado con celulares de tapita, poco wifi, sin ZOOM ni YouTube, pero con fax… ¿Imaginan el nivel de automatización de la enseñanza para un evento similar en 2040? Preparen los barbijos.
Si la pandemia de 2020 hubiese acontecido apenas 20 años antes, nos hubiera encontrado con celulares de tapita, poco wifi, sin ZOOM ni YouTube, pero con fax… ¿Imaginan el nivel de automatización de la enseñanza para un evento similar en 2040? Preparen los barbijos.
La primera pregunta relevante, y la que más mueve a la endogamia pedagógica acerca de estos temas, es si continuará la docencia como labor asalariada o si las posibilidades de esta nueva territorialización generarán un proceso de enseñanza on demand o -como se dice a veces- de uberización de la educación. Este punto se juega en relación al poder del Estado de seguir gobernando la enseñanza por medio de financiamiento y regulaciones institucionales y curriculares, amparado en el monopolio de la certificación que detenta desde los orígenes de los sistemas educativos públicos… el día que otras agencias no estatales certifiquen saberes con alto grado de legitimidad, la uberización ya estará vigente. Y recordemos que en algunos sectores del conocimiento hoy son más buscadas certificaciones corporativas antes que el sello vetusto de la burocracia estatal incluida la firma fané y descangallada de un ministro de educación.
Otra cuestión es el futuro del espacio físico escolar en la medida de la creciente migración a lo digital. Esto, además, se complejiza con la cuestión del control biopolítico de los cuerpos: sabemos que la escuela fue el espacio por antonomasia de cuidado de los hijos de los trabajadores mientras estos cumplían sus labores. Sobre lo que no caben dudas es que la socialización, tan cara a la defensa nostálgica del orden escolar que hace la pedagogía, está garantizada: por un lado, porque la reunión y la interacción cara a cara es independiente de los procesos voluntarios de enseñanza. Segundo, porque la socialización YA es digital en una medida exponencial la que nos hemos acostumbrado y que, como vimos al inicio de este texto, es una de las variables que mejor explica la deslegitimación de la tecnología escolar. Y si no te gustan estas socializaciones te podrás buscar otras. Supongo.
Pero allí no se terminan los escenarios y este es el punto donde las cosas se ponen raras. Más raras. Durante la mayor parte de la historia, unos 250 mil años, el homo sapiens no precisó para enseñar y aprender de instrumentos independientes del equipo genético/ambiental heredado: solo a partir de la escritura es que elementos posbiológicos o no biológicos intervienen en la trasmisión del saber. La cuestión es que todo parece indicar que la automatización de la enseñanza precisa de cada vez menos instrumentos, lo que haría suponer una sostenida superación de toda interface objeto a favor de una vuelta a la pura biologicidad, aunque ahora “mejorada”, no en el sentido de los transhumanistas donde la mejora es en más humanidad, sin en un sentido puramente tecnológico, más efectivo y más eficiente: el capitalismo tomando también el control del cerebro, literalmente.
Esto se ve en la incorporación de chips en el cerebro como el caso de la empresa Starlink o con el proyecto de Raymond Kazweill de incorporar un nano bot a la neocorteza cerebral para que el cerebro se vincule con la nube sin ningún dispositivo extra corporal que obre como intermediario.
Pueden parecer escenarios lisérgicos y de hecho algunos expertos sugieren que todavía falta mucho para todo eso. Sin embargo, el financiamiento de miles de millones de dólares por parte de corporaciones como la de Elon Musk o como Google, deberían indicarnos que los procesos de automatización de la enseñanza volverán paradojalmente a sus inicios; esto es, sin interfaces.
No se observa en esta transformación una apuesta pansófica a una genericidad humana universal, para la que todo el saber humano es de todos los seres humanos: esta metafísica humanista ya no parece tener lugar sino como una hiperstición más.
Pueden parecer escenarios lisérgicos y de hecho algunos expertos sugieren que todavía falta mucho para todo eso. Sin embargo, el financiamiento de miles de millones de dólares por parte de corporaciones como la de Elon Musk o como Google, deberían indicarnos que los procesos de automatización de la enseñanza volverán paradojalmente a sus inicios; esto es, sin interfaces.