La ciudad paleolibertaria
La batalla cultural también se juega en el diseño de la ciudad. Frente a las nuevas derechas que imaginan enclaves propietarios, homogéneos y excluyentes, persiste otra tradición urbana: aquella que entiende la ciudad como mezcla, circulación y experimentación. Este texto reconstruye ese choque —entre soberanismo y globalismo, entre micro-monarcas y comunidades libertarias de izquierda— para mostrar cómo cada proyecto político lleva inscrito su propio modelo de ciudad.
En la clase del 20 de noviembre de 1979 en la Universidad de Vincennes Gilles Deleuze analiza la tipología de las formaciones sociales y en ese marco, sirviéndose de los postulados del historiador Fernand Braudel, señala la relación de tensión existente entre el Estado y la ciudad, dos "corredores" que van a diferente velocidad y cuyo ensamble usualmente implica la subordinación de la segunda hacia el primero. Deleuze distinguirá entre lo que denomina la forma-Estado y la forma-ciudad como dos movimientos antitéticos encarnados por dos animales: la tortuga y la liebre. Según la peculiar lectura deleuziana tanto el Estado como la ciudad implicarán dos modalidades de desterritorialización, en el primer caso estática y en el segundo, dinámica. Si en la forma-Estado prepondera el orden y la homogeneidad, en la forma-ciudad la estructura es de red y vincular, propia del florecimiento del mercado y el comercio entre cada metrópolis.
De esta manera, según Hoppe la ciudad paleolibertaria debe tomar medidas claras para diferenciarse de cualquier clase de tolerancia a fin de abrazar, por el contrario, una política de la intolerancia radical

La forma-ciudad será un emergente de la cuenca del Mediterráneo y de la transconsistencia (una materialidad adquirida del intercambio), mientras que la forma-Estado, por el contrario, se instituye desde un umbral de intraconsistencia (una materialidad resultado de la cristalización interna); al mismo tiempo, la forma-ciudad escapa todo el tiempo a la figura arcaica de rastros monárquicos y feudales de la forma-Estado que pretende capturar las diferentes ciudades bajo su lógica asentada en una ontología-política aislada y concentrada. Los diferentes ejemplos que Deleuze nos provee de la forma-ciudad por antonomasia serán Atenas, Cartago y más tarde Venecia (que prácticamente prescinde de todo territorio), comunidades que permiten desplegar circuitos de conexión culturales o mercantiles.
La forma-Estado, por su parte, requiere otro tipo de velocidad de desterritorialización cuyos movimientos se articulan mediante una razón geométrica que cruza linajes con territorios en función de definir las líneas directrices de una homogeneidad molar, es decir, una identidad nacional con límites claros y nítidos que permitan afianzar una cultura y una lengua común, así como un modelo de vida virtuosa propio de ese ethos. En definitiva, si el Estado necesariamente emerge como la tortuga sedentaria y conservadora, la ciudad, por el contrario, se exhibe como la liebre nómada y anarquizante.
La diferenciación conceptual deleuziana es una manifestación lúcida de dos formas de concebir la territorialidad y las comunidades que en nuestro presente puede ser recuperada y resignificada a partir de la dicotomía planteada por los ideólogos y publicistas de las nuevas derechas, como Agustín Laje, entre "soberanismo" y "globalismo". Este encuadre nos permitiría una convergencia entre la forma-Estado con el soberanismo, así como de la forma-ciudad con el globalismo, en la medida en que cada una de estas nociones expresan dos movimientos opuestos del vínculo entre individuo y territorio, así como constituyen dos esquemas de convivencia disímiles.
Por un lado, el llamado soberanismo, apuntalado en la defensa del Estado-nación, de sus fronteras molares, de una religión y tradición cultural, es también una llamada a la protección de determinada concepción de la subjetividad (biologicista, cerrada, sanguínea) a partir de linajes puntuales que deben ser preservados; por otro lado, los sindicados como globalistas, en sentido inverso, acelerarán molecularmente las fisuras de las fronteras, permitiendo la "impureza" de la “contaminación” multicultural en ciudades cosmopolitas, evidenciada tanto en la incentivación de la migración como en el desarrollo de la diversidad sexual y la experimentalidad del vivir. En esta línea el soberanismo criticará del globalismo la importancia cada vez mayor asignada a los organismos transnacionales (ONU, Unidad Europea, OMS, etc.) que ejecutan agendas (como la 2030) que no responderían a los intereses nacionales que los soberanistas pretenden resguardar.
Quizá el ejemplo más cristalino de la búsqueda de una forma-ciudad propia del soberanismo de las nuevas derechas lo podemos encontrar en la referencia del paleolibertarismo más agudo de Hans-Hermann Hoppe
El clivaje soberanismo-globalismo, útil desde lo estratégico-táctico para consolidar la implantación de gubernamentalidades deudoras del populismo de derecha rothbardiano, rastreable en diferentes dosis y componentes en las administraciones de Orbán en Hungría, Trump en Estados Unidos o Milei en Argentina, permite hacer foco en el modelo de ciudad que normativamente se intuye en el plano filosófico. Quizá el ejemplo más cristalino de la búsqueda de una forma-ciudad propia del soberanismo de las nuevas derechas lo podemos encontrar en la referencia del paleolibertarismo más agudo de Hans-Hermann Hoppe, particularmente en su libro Democracy: The God that Failed (2001). El sistema que Hoppe busca construir tiene dos vectores cruciales: el orden natural y la propiedad privada. Según el autor alemán debemos partir de la aceptación de este principio de "orden natural" que requiere de la admisión de jerarquías "naturales" y anteriores a la formación de todo Estado que marcan que la diferencia y el dominio de unos sobre otros es constitutiva de la naturaleza humana; por otro lado, el pensador paleolibertario hará de la noción de propiedad privada un absoluto del cual no solo no se puede escindir la libertad sino la soberanía. Podemos decir que Hoppe postula un modelo normativo que diseña una teoría urbana que puede ser sintetizada como un "soberanismo propietarista de micro-ciudades reaccionarias". El modelo social y ciudadano al que aspira el paleolibertariamo hoppeano nos da las pautas precisas para construir la ciudad modelo según los siguientes criterios:
Una sociedad que restaurase plenamente la facultad dominical de exclusión de la propiedad privada, sería profundamente desigualitaria, intolerante y discriminatoria. Apenas existiría esa "tolerancia" o "apertura de mente" tan cara a los libertarios de izquierda. Solo con que los pueblos y ciudades volvieran a proceder como hicieron hasta el siglo XIX en Europa y los Estados Unidos, se abriría el camino de la restauración de la libertad de asociación y exclusión, consustancial con la institución de la propiedad privada.
Carteles informativos colocados a la entrada de las ciudades advertirían de los requisitos locales de admisión y, una vez dentro, de las condiciones de arraigo (por ejemplo, exclusión de holgazanes, vagabundos, pero también, en su caso, de los homosexuales, consumidores de drogas, judíos, musulmanes, alemanes o zulúes), de modo que quienes no se ajustasen a las mismas serían expulsados a patadas como invasores. De este modo, casi involuntariamente, se verían reafirmadas la normalidad cultural y moral.
Los libertarios de izquierdas y los aficionados a experimentar estilos de vida multiculturales o contraculturales, incluso si no estuviesen implicados en delito alguno, tendrían que pechar, una vez más, con las consecuencias de su conducta. De seguir con su comportamiento o su estilo de vida, serían separados físicamente de la sociedad civilizada, viviendo al margen de la misma o en guetos, teniendo vedado el acceso a muchos cargos y profesiones.
Subsiguientemente, el modelo aspiracional de ciudad que Hoppe nos ofrece es claro: no es posible afirmar el principio de propiedad (un derecho natural en términos de Locke, así como para el paleolibertarismo iusnaturalista) sin ejercer, necesariamente, la exclusión de lo apropiado respecto de cualquier otra entidad. Por tanto, para la lógica hoppeana resulta imposible afirmar un propietarismo absoluto que no vaya de suyo con una "libertad de asociación" que en rigor puede (y debe) ser abiertamente racista, xenófoba y homofóbica. La urbanidad del paleolibertarismo tiene como resultado la proliferación de ciudades discriminatorias bajo los criterios más amplios (raciales, sexuales, políticos, de estilos de vida, etc.) y cuya única finalidad es la preservación de las figuras de autoridad "naturales" (no estatales) producto de las relaciones de parentesco y del familiarismo más exacerbado.
La ciudad paleolibertaria será una consecuencia del "orden social libre" que es lo que precisamente deja emerger el desigualitarismo radical que obtura todo relativismo cultural y propicia el respeto a las figuras de autoridad que son consecuencia de ese orden espontáneo (padres de familia, sacerdotes, pastores, etc.) y en cuyo eje edifica su normativa bajo patrones abiertamente segregacionistas que buscan dejar en evidencia, en términos de Hoppe, que "el estado de degeneración moral, desintegración social y podredumbre cultural es justamente el resultado de demasiada tolerancia, de una tolerancia equivocada y mal entendida".
De esta manera, según Hoppe la ciudad paleolibertaria debe tomar medidas claras para diferenciarse de cualquier clase de tolerancia a fin de abrazar, por el contrario, una política de la intolerancia radical: "En vez de tomar a los inevitables demócratas, comunistas y gentes alternativas y aislarlos rápidamente y expulsarlos de la civilización, de acuerdo con los principios del pacto, la sociedad los tolera". Por consiguiente, la ciudad paleolibertaria es nítida en su forma de organización cuando el autor afirma que "estas formas de vida alternativa -hedonismo individualista, parasitismo social, culto al medio ambiente, homosexualidad o comunismo- tendrán que ser erradicadas de la sociedad si se quiere mantener un orden libertario".
De este modo, el mencionado "orden libertario" de la ciudad hoppeana no puede no construirse si no es a través de un uso segregacionista y absoluto del principio de propiedad. Quizá la referencia histórica más cercana al ideal urbano del paleolibertarismo sea una versión privatizada de las ciudades del sur estadounidense, como Charleston en Carolina del Sur, bajo el funcionamiento de las llamadas “leyes Jim Crow”, previas a la sanción de la Ley de Derechos Civiles en 1964 (que para el paleolibertarismo no son derechos y cuya implementación fue una aberración) o el modelo del apartheid aplicado en Sudáfrica entre 1948 y 1991 desde un esquema no público sino estrictamente propietarista.
Es importante señalar que si bien el paleolibertarismo del Rothbard maduro, de Rockwell y Hoppe es una forma de anarcocapitalismo reaccionario, el hecho de que se sindique al Estado como el único agresor (aunque es muy notorio en todos sus textos que el énfasis está colocado particularmente en el Estado de bienestar por su progresismo civil y tolerancia moral), no impide su confluencia con las corrientes soberanistas de las nuevas derechas del siglo XXI más allá de que estas reivindiquen el Estado-nación. Los elementos convergentes entre la ciudad paleolibertaria y el soberanismo son evidentes en tanto ambas perspectivas comparten la defensa de la “cultura occidental” y de un orden jerárquico al interior de la comunidad, defienden al pueblo como entidad enfrentada a la élite (casta) cosmopolita, corrupta y transnacional, así como promueven la homogeneidad de un modo de vida según los parámetros de la tradición judeocristiana.
Podríamos decir entonces que hay una "sensibilidad soberanista" compartida. La utopía de la ciudad paleolibertaria, basada en el principio de apropiación originario lockeano de manera absoluta y radical e igualmente apoyada en la creencia de un orden natural jerárquico donde la biología es un destino irremediable y el darwinismo social es venerado, no solo permite sino propicia de manera deliberada la discriminación, deshumanización y degradación bajo criterios estrictamente de propiedad. Por ello Hoppe considera que la monarquía es preferible a la democracia, en tanto que la primera implica una forma de soberanía privada del rey que tiene incentivos para proteger su territorialidad; contrariamente, la democracia solo alentaría el robo sistemático por el carácter transitorio de los sucesivos jefes de Estado que son solo "inquilinos" de una propiedad "ajena". En definitiva, el proyecto de Hans-Hermann Hoppe tiene como objetivo la proliferación creciente de una constelación de pequeños monarcas al mando de ciudades reaccionarias sostenidas exclusivamente en el principio de apropiación.
Tal como menciona Hoppe, el paleolibertario habitante de su ciudad utópica tiene como antagonista permanente, como su némesis moral, al libertario de izquierda que resultará el culpable de la deriva "libertina" y "hedonista" del libertarismo durante las décadas de los sesentas y setentas al haber confundido la crítica a la autoridad del Estado con el repudio a todo tipo de autoridad, sea o no estatal. La forma de vida experimental del libertario de izquierda será el desencadenante de otro tipo de enclaves urbanos que operan como el reverso del paraíso comunitario reaccionario: ciudades multiculturales y cosmopolitas que propician la experimentación de modos de existencia alternativos y contraculturales. La ciudad del libertario de izquierda, según la perspectiva paleolibertaria, terminaría impugnando el principio absoluto de propiedad al apoyarse de manera consciente o inconsciente en la seguridad welfarista, lo cual permitiría mayor margen de irresponsabilidad respecto de las acciones riesgosas que se pueden cometer en nombre de la libertad personal, así como vulneraría la segregación necesaria y voluntaria al constituirse bajo el amparo de la Ley de Derechos Civiles que reconoce la igualdad legal y la dignidad de todos los seres humanos. En esta dirección, modelos urbanos libertarios de izquierda podemos presenciarlos en ciertos barrios de ciudades como San Francisco, New York, Berlín, París o Ámsterdam que contrastan exponencialmente con el utopismo de la forma-ciudad abiertamente discriminatoria del paleolibertarismo. Estas ciudades libertarias de izquierda, por sus atributos multiculturales, anárquicos y eventualmente caóticos (expresión de un vitalismo creador), dan cuenta de todo aquello que es denunciado por el paleolibertarismo de Hoppe: "las costumbres pervertidas, los comportamientos antisociales, la incompetencia, la indecencia, la vulgaridad y la obscenidad".
En rigor, podríamos pensar que se trata de urbes que hacen posible la aparición de zonas que permiten crear nuevas prácticas de libertad que ponen justamente en crisis el "orden natural" que desde la óptica paleolibertaria se busca mantener a toda costa. A las distopías urbanas de Hoppe podríamos oponer las “heterotopías” foucaultianas. De acuerdo a la definición del filósofo francés se trataría de “contraespacios” o “utopías localizadas” que desafiarían los espacios comunes y permitirían el despliegue de conductas disímiles de las cotidianas buscando perder toda noción de toda identidad o temporalidad. Si las distopías urbanas paleolibertarias parten de la preservación del “orden natural” y la segregación, las heterotopías de la izquierda libertaria, por el contrario, se asientan desde el “orden artificial” y la ruptura de todo identitarismo nacional o sexual para devenir espacios de invención de nuevas formas de vida.
Tal vez sería posible ejemplificar el deseo urbano libertario de izquierda con territorios como el distrito de Castro en San Francisco del cual emergió la subcultura leather de la comunidad gay durante las décadas del setenta y ochenta o bien a través de la diseminación de la cultura rave durante los años noventas desde las zonas de Kreuzberg o Neukölln en la Berlín recientemente unificada. No por casualidad los espacios cerrados, escenografías características de estas comunidades, como los saunas, dark rooms o las discotecas, construyen “ciudades dentro de ciudades” que, lejos de afirmar una identidad, destruyen cualquier expresión de esta para que sus habitantes puedan devenir otros, así sea transitoriamente.
Tal vez sería posible ejemplificar el deseo urbano libertario de izquierda con territorios como el distrito de Castro en San Francisco del cual emergió la subcultura leather de la comunidad gay durante las décadas del setenta y ochenta
En la actualidad asistimos a una curiosa y paradójica convergencia entre la ciudad paleolibertaria de Hoppe y el soberanismo de las nuevas derechas. La defensa de los “valores tradicionales” y la búsqueda de homogeneidad racial, cultural y religiosa resulta una sensibilidad común del antiestatismo rampante de Rothbard y Hoppe con el estatismo proteccionista de Orbán y el trumpismo. La denuncia al globalismo y sus ciudades "depravadas" en el caso del paleolibertarismo se formula desde un micro-soberanismo privado instituido por una vocación de eliminación de la diferencia, mientras que en las nuevas derechas la crítica se hace en nombre de un Estado-nación homogéneo que pretende consolidar una estatalidad reactiva a toda modificación foránea.
La forma-Estado que Deleuze había caracterizado como una construcción de desterritorialización lenta, en nuestros tiempos adopta el esquema normativo de la ciudad paleolibertaria, la tortuga urbana del siglo XXI cuya pretensión es ralentizar el paso, extirpar “cuerpos extraños” y asegurar fronteras cada vez más inexpugnables. No es fácil determinar si el idilio de la ciudad reaccionaria que habita en la filosofía de las nuevas derechas será a la postre algo implementable en un presente donde parece ser complicado escapar a la dinámica acelerada de las plataformas y los circuitos abiertos, pero lo que sí resulta evidente es el mandato que anida en los cimientos de su urbanismo: una perspectiva de la propiedad inescindible de la segregación y el racismo.