La creación del enemigo woke en la “batalla cultural”

Con pasado directo en las entrañas del mundo libertario del que fue referente, la autora de este artículo reflexiona sobre el lugar de lo woke y la batalla cultural contemporánea. Las nuevas derechas radicales, su vínculo con los fundamentalismos religiosos y los intentos de formatear la diversidad, entre muchos otros temas.

por Antonella Marty

Hace más de una década, en un debate, un dirigente político me dijo: “¿Tan joven y tan macartista?”. Hoy, esa misma pregunta se la haría yo a muchos jóvenes. En aquel entonces, militaba con fervor un fundamentalismo capitalista de mercado y repitiendo lo que aprendía en esos círculos donde se reclutan jóvenes: “el peligro comunista”, “sólo importa el feminismo de la primera ola” y el rezo del “respeto irrestricto”. Lo viví de cerca. Con el tiempo y la distancia, entendí que había estado atrapada en un pensamiento rígido y cerrado, en algo que no era “yo”, repitiendo ideas que no eran mías.

Esto no es reciente. Hace ya muchos años salí de ese ambiente, cuando entendí que el liberalismo había sido un pretexto para oportunistas dispuestos a justificar dictaduras militares; cuando aún no se había formado el movimiento de Javier Milei. Intenté advertirlo escribiendo El manual liberal (Deusto, 2020), un libro en el que personas a quienes invité a colaborar más tarde se pasaron a la “batalla cultural”. Dicho esto, corresponde aclarar que nunca voté ni milité el mileísmo, nunca fui parte de ese ambiente ni de la corriente neorreaccionaria. No estoy saliendo del mileísmo, porque nunca estuve allí.

Dentro de ese falso liberalismo (nunca me gustó definirme como “libertaria”), hoy vacío de libertad y tomado por la nueva derecha religiosa, nunca me uní a quienes arremetían contra el matrimonio igualitario, la libertad migratoria o los derechos LGTBI+. Quizás eso me convirtió en una hereje (y estoy orgullosa de eso). Salir de ahí fue como escapar de una secta, y para hacerlo, hay que estar dispuesto a romperlo todo. Quedarse habría sido más fácil: buscar likes, conseguir cargos y repetir mantras económicos sin cuestionarlos, porque dudar, en esos espacios, es un pecado. Hago esta aclaración para que se comprenda mejor desde dónde escribo lo que escribo en este artículo.

Nuestro mundo presencia el auge de movimientos y líderes de una nueva derecha que ha logrado desdemonizarse, cuyos representantes disfrazan los discursos de odio bajo el manto de la “libertad de expresión”. Esto ha dado paso a una forma de acoso o bullying institucional y político.

Nuestro mundo presencia el auge de movimientos y líderes de una nueva derecha que ha logrado desdemonizarse, cuyos representantes disfrazan los discursos de odio bajo el manto de la “libertad de expresión”. Esto ha dado paso a una forma de acoso o bullying institucional y político.

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Para esta nueva derecha, encarnada por personalidades como Javier Milei, Donald Trump, Santiago Abascal, Nayib Bukele o Giorgia Meloni, entre otros, el presente debe estar vinculado a normas de género tradicionales y estrictas. Su meta es restaurar el modelo de familia patriarcal y heteronormativa, al que consideran natural y esencial para mantener vivas las “tradiciones de occidente”, las cuales, según ellos, han sido debilitadas por el progresismo, el feminismo, el multiculturalismo, el globalismo y lo woke (para ellos todo esto es la “decadencia moral de occidente”, teniendo en cuenta que llaman “decadencia” a todo lo que es avance).

La nueva derecha ha redefinido la política global impulsando un cambio ideológico basado en el miedo, la confrontación y la promoción de la ira. Este movimiento reúne a líderes, influencers, políticos, pastores y votantes en un rechazo común al “progresismo” y lo “woke”. Presentan a todo lo woke como un “comunismo” disfrazado de igualdad, que tendría la supuesta intención de imponer un dominio global. Sin embargo, esta idea se basa más en teorías conspirativas (un elemento clave para entender la mentalidad de la nueva derecha) que en evidencia real. El movimiento abraza diversos subgrupos como libertarios, paleolibertarios, conservadores, extremistas de derecha, anarcocapitalistas, supremacistas blancos, nacionalistas religiosos, nacionalistas cristianos, evangélicos fundamentalistas, neonazis, la derecha alternativa, entre otros tantos.

Tienen la capacidad de convencer y hacerle creer a una parte de sus votantes que todo lo que desafía la visión moral maniquea es “izquierdista” o ¨comunista¨, incluso cuando no lo es, construyendo así fantasmas permanentes que “deben ser combatidos”. Para la nueva derecha, cualquier ideología, movimiento o derecho que no esté alineado con su visión que tiene a los conservadores años cincuenta del siglo pasado como utopía es etiquetado como “comunismo” (incluida la socialdemocracia). Esta perspectiva binaria reduce la complejidad del mundo a una constante batalla fiel al estilo de la era macartista. Ese tiempo en Estados Unidos, los años cincuenta, se caracterizó por la persecución anticomunista liderada por el senador Joseph McCarthy, donde numerosas personas fueron perseguidas y acusadas de ser comunistas, lo que resultó en investigaciones ilegales, despidos y un clima de miedo político generalizado.

A la hora de hablar de estrategias, personajes como Milei o Trump recurren a presentar al público la supuesta existencia de una amenaza latente. Este recurso es un marco mental influyente, ya que moldea la forma en que las personas procesan, valoran y seleccionan la información que reciben. Tal vez la verdadera pregunta sea: ¿la "izquierda woke” (o lo que la nueva derecha llama así) está realmente obsesionada con el género, la sexualidad y temas afines, o simplemente tiene que salir todo el tiempo a defender a minorías y grupos marginados ante una derecha que, en el fondo, parece ser la que realmente está obsesionada?

Vale la pena aclarar que ellos llaman “izquierda” a todo lo que no les gusta. Cuando hablo de una izquierda que parece estar constantemente defendiendo a minorías y grupos marginados, no me refiero a dictaduras como la de Maduro en Venezuela. De hecho, dicho régimen, que ni siquiera habla de “dictadura del proletariado” y es más nacionalismo que otra cosa, coincide con la cruzada moral de la nueva derecha, ya que se opone al aborto, a las libertades sexuales, al matrimonio igualitario, a la eutanasia, a la legalización de las drogas, a que un homosexual pueda donar sangre, a respetar los derechos de las personas trans (incluso el cambio de nombre está prohibido) y tampoco existe un mecanismo para la protección de familias homoparentales en Venezuela. En otras palabras, el sueño de cualquier militante mileista o trumpista.

Qué es la batalla cultural

La llamada “batalla cultural” de la nueva derecha no es más que una cruzada moral presentada como una defensa de la cultura. Su objetivo real no es el arte, el pensamiento o el debate intelectual, sino la imposición de un dogma ideológico que reduce la cultura a un campo de guerra, venganza y violencia. En esa batalla que evoca a la cultura no hay nada de cultura, no hay nada de postura literaria o artística, no hay idea sobre ciencia, arquitectura o antropología. La única razón de la nueva derecha para llamarle a su pretensión de regular las elecciones de otros “batalla cultural” es esconder sus intenciones liberticidas. Sería más correcto llamarle “batalla de los incultos” a esta “batalla cultural” de Milei y Trump.

La idea de “batalla cultural” tiene su origen contemporáneo principalmente (aunque los debates por la Kulturkampf remiten al fin del siglo XIX y la lucha entre Bismark y la Iglesia) en Antonio Gramsci, el comunista italiano que desarrolló el concepto de hegemonía cultural. Para Gramsci, esta batalla debía ser liderada por la izquierda como un medio para desafiar los paradigmas del “bando contrario”. La batalla cultural implicaría, entonces, la disputa por la dirección de la cultura, la educación y las instituciones sociales, con el propósito de establecer una hegemonía cultural que moldee las percepciones, vidas y creencias de la sociedad. Hoy, esta batalla cultural es invocada por la derecha con el fin de imponer un modelo de vida.

La batalla cultural implicaría, entonces, la disputa por la dirección de la cultura, la educación y las instituciones sociales, con el propósito de establecer una hegemonía cultural que moldee las percepciones, vidas y creencias de la sociedad. Hoy, esta batalla cultural es invocada por la derecha con el fin de imponer un modelo de vida.

 Los impulsores de la batalla cultural actual (es decir, la cruzada moral) se inspiran en prácticas del macartismo (obsesionados con perseguir a un fantasma comunista), limitándose a leer una lista reducida de autores, promoviendo un fundamentalismo capitalista de mercado, recitando el rezo del culto del “respeto irrestricto por el proyecto de vida del prójimo” (salvo que el prójimo sea gay, inmigrante, trans, de otra ideología o mujer) y repitiendo teorías conspirativas como la del “marxismo cultural”, que demoniza los cambios sociales llevados adelante para lograr mayores derechos y libertad.

La idea de la “batalla cultural” es un mecanismo de creación de pureza interna que divide a la sociedad en dos: los impuros y los cruzados. Hoy se acusa a Hollywood de “pervertir” a la sociedad y se persigue a artistas (mujeres independientes, por supuesto), como la obsesión de Donald Trump con atacar a Taylor Swift o la de Javier Milei con atacar a Lali Espósito. Cuando la nueva derecha de Javier Milei o Jordan Peterson (y los influencers incels argentinos que juegan a imitarlo) habla de “batalla cultural”, no está proponiendo un debate de ideas. Su objetivo es mucho más amplio: restaurar un orden moral estricto, asumiendo el rol de inquisidores modernos, los nuevos Torquemada del siglo XXI.

Este proyecto político se basa en la premisa errónea de que el cambio cultural no es el resultado natural del progreso social, sino una conspiración contra Occidente. La batalla cultural es un intento de cambiar para mal lo que ya hace rato cambió y evolucionó para bien, es una búsqueda de detener un cambio social que inició hace varios siglos y se intensificó a partir del despertar de los años sesenta del siglo pasado. La batalla cultural es una versión de mala calidad de la guerra de la religión contra la libertad o de una invitación a una revolucion cultural al estilo maoísta vacía de contenido: la cultura no está por encima del individuo como se pretende hacer creer, la cultura es un agregado de intercambios dispersos. La batalla cultural es el título que la nueva derecha utiliza hoy para hacer que el bullying sea “cool” y justificar su odio hacia todo lo que los hace sentir inseguros. A fin de cuentas, lo que no se permite cambiar no es cultura, sino más bien un mecanismo de disciplinamiento social, una ingeniería social. Eso es lo que busca la “batalla cultural” de la nueva derecha.

Entrando en el mundo woke

Estas nuevas derechas ansían una teocracia, convirtiendo la religión en una ideología política y usándola como una herramienta para desplegar su narcisismo mesiánico, presentándose como enviados de un dios. Esto implica atacar todo lo relacionado con los estudios de género, las diversas olas del feminismo, el derecho al aborto, la educación sexual integral, los derechos de las personas trans, el cuidado del medio ambiente, el señalar las consecuencias del cambio climático, la defensa de los migrantes o el señalar el racismo estructural que todavía existe (todo lo que despectivamente etiquetan como woke).

La frase “estoy en contra de lo woke” se repite cada vez más en artículos, conversaciones y discursos políticos. Sin embargo, cuando se pregunta "¿qué significa exactamente ser woke?", muy pocos parecen tener una respuesta clara o precisa.

Milei describió lo que llama “ideología woke” como un "régimen de pensamiento único sostenido por diversas organizaciones cuyo objetivo es penalizar el disenso: feminismo, diversidad, inclusión, equidad, inmigración, aborto, ecologismo e ideología de género". En 2024, durante su visita a Italia, Javier Milei, junto a su aliada Giorgia Meloni, gritó lo siguiente: “Frente a los avances del virus woke, pedimos resaltar los valores del mundo occidental”. Con esta declaración, Milei presenta lo woke como algo que debe eliminarse, como una amenaza que requiere ser erradicada del mapa de manera urgente, como una enfermedad.

En otras palabras, todo lo que no les gusta lo etiquetan como woke. Los derechos humanos, woke. La igualdad de género, woke. Alertar sobre el cambio climático, woke. La lucha contra la discriminación, woke. El transporte público, woke. Los pronombres, woke. La crítica al racismo, woke. El ateísmo, woke. Las vacunas, woke. Las libertades sexuales, woke. La crítica a los genocidas, woke. Una sirenita negra, woke. Incluso amar al prójimo es woke. Y ahora parece que incluso la democracia se ha convertido en "woke". El verdadero problema no es lo woke, sino la fobia que le tienen al progreso. Criticar a lo "woke" y atacar la palabra sería, en cierto sentido, perjudicial para nuestros intereses, ya que terminaríamos fortaleciendo o cayendo en el discurso de una derecha que busca desmantelar los avances sociales y políticos que han sido producto de luchas profundas por la equidad y la justicia.

Entonces, ¿qué significa exactamente ser woke? Diccionarios como el de Oxford lo definen como “estar conscientes de los problemas sociales y políticos, especialmente el racismo”. El eslogan “Stay woke” surgió en la década de 1930, inspirado por la canción Scottsboro Boys del músico Leadbelly, que instaba a la comunidad afroamericana a mantenerse alerta frente a la injusticia, la segregación, los linchamientos, la brutalidad policial y el racismo en el sur de Estados Unidos.

Ser woke es proteger a los más vulnerables: se trata de estar despiertos, se trata de estar alerta, se trata de denunciar las injusticias que derivan de problemáticas sistémicas y estructurales, se trata de dudar, de señalar comentarios o comportamientos que pueden desencadenar consecuencias dañinas, de reconocer microagresiones y de confrontar los discursos de odio que hoy se disparan desde los asientos presidenciales o políticos de la mayor parte del mundo. Como lo explicó la actriz y activista de 87 años Jane Fonda, en los SAG Awards de febrero de 2025, ser woke “significa que te importan las demás personas”. Ser woke es abrir la caja de Pandora de lo woke: una vez que cuestionas una injusticia, empiezan a caer todas. Lo que la nueva derecha teme no es el término en sí, sino el efecto dominó de desafiar privilegios y estructuras que prefieren intactas.

No obstante, diversos personajes, como el gurú canadiense de la nueva derecha Jordan Peterson, han intentado distorsionar el significado de la palabra woke de manera estratégica, con el fin de desacreditar a quienes buscan justicia y advierten que hay que estar alerta. Estos extremistas autoritarios, que se presentan como caballeros cruzados dispuestos a librar la batalla cultural, tergiversan el término y llevan a cabo una propaganda de tintes neofascistas.

Lo woke no debe considerarse una ideología en sí misma, sino más bien un enfoque para identificar, cuestionar y señalar prejuicios o sesgos presentes en la sociedad. En cambio, lo que podría considerarse ideología es el movimiento “anti-woke”, que busca mantener el orden normativo establecido, proteger los roles tradicionales de género, preservar jerarquías sociales y reforzar una moralidad religiosa.

Algunos sectores políticos intentan justificar sus posturas más radicales culpando a las demandas y movimientos sociales que hoy se etiquetan como woke por haber facilitado el auge de figuras como Trump o Milei. Sin embargo, responsabilizar a quienes luchan por los derechos humanos de provocar reacciones regresivas y violentas en aquellos que se sienten amenazados por el cambio es profundamente injusto. El problema no radica en el movimiento woke, sino en quienes se niegan a renunciar a privilegios y estructuras de poder que consideran cómodas y beneficiosas. Visibilizar problemáticas y buscar una mayor sensibilización nunca puede ser “ir demasiado lejos”. La culpa del auge del fascismo la tiene el fascismo y los propios fascistas, no lo woke.

Lo mismo sucede cuando la nueva derecha critica el concepto de política identitaria de manera tramposa. El problema está en distinguir si uno se organiza con un fin ofensivo o defensivo, porque no es lo mismo promover una identidad con tintes racistas que hacerlo para proteger a quienes son perseguidos por su color de piel. La equivalencia moral entre una cosa y la otra es aberrante. Por ejemplo, hay una enorme diferencia entre formar un grupo racista y formar una agrupación de personas negras para defenderse del racismo. La primera es ofensiva y la segunda defensiva. La nueva derecha intenta equipararlas, lo cual es absurdo. No es lo mismo que alguien forme un partido político nazi a que judíos se organicen para defenderse de él, por poner otro ejemplo. Además, estos sectores argumentan que organizarse para defenderse es colectivismo, cuando en realidad el colectivismo implica trasladar los derechos individuales al colectivo, lo cual no ocurre aquí. Su lógica es contradictoria: atacan en grupo pero exigen que la defensa sea individual. Es como decir: “Vamos a perseguir judíos, pero luego deben defenderse uno por uno como individuos”.

Hecho ese paréntesis, corresponde agregar que la nueva derecha no sólo combate lo que llama woke, sino que centra gran parte de su ataque en aquellos grupos que desafían el orden patriarcal tradicional. En este sentido, la mujer que rompe con el molde impuesto históricamente por la sociedad, se convierte en uno de los principales blancos de odio de la nueva derecha, un odio que ha estado atravesado desde siempre por discursos religiosos, los cuales hoy son reivindicados por estos líderes personalistas y narcisistas, especialmente cuando se trata de cuestiones de género, derechos reproductivos y la autonomía del cuerpo de la mujer.

A lo largo de la historia, como lo detalló Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949), la humanidad ha construido una narrativa en la que los errores o fracasos de los hombres suelen explicarse como consecuencia de la influencia o acción de una mujer. Este patrón aparece incluso en la mitología griega, donde Pandora, al abrir la caja, liberó todos los males del mundo, quedando simbolizada como un ícono de curiosidad peligrosa y desobediencia. A Eva y a muchas otras mujeres a lo largo de los siglos les tocó el mismo destino.

La estrategia de la nueva derecha se basa en sembrar el miedo ante supuestas amenazas que, según su discurso, ponen en riesgo la “masculinidad” de los hombres o la “pureza” de una nación. 

La ideología de género son ellos

La estrategia de la nueva derecha se basa en sembrar el miedo ante supuestas amenazas que, según su discurso, ponen en riesgo la “masculinidad” de los hombres o la “pureza” de una nación. Esto deja en evidencia que, cuando sus líderes hablan de combatir la “corrupción”, no se refieren a delitos cometidos por funcionarios públicos, sino a una “corrupción” de la “pureza cultural” y “étnica”, una supuesta degeneración moral. Así, convierten la defensa de ese orden (y de sus privilegios) en una lucha existencial, donde la preservación de su visión del mundo justifica tanto la crueldad como lo que llaman “derecho a ofender”, haciendo a un lado eso de “amar al prójimo” o “poner la otra mejilla”.

La nueva derecha, en su cruzada contra lo que denomina "ideología de género", ha convertido dicho concepto en un enemigo central de su batalla cultural. Para ella, la “ideología de género” no es sólo un tema de debate, sino un "demonio woke" que amenaza con destruir los “valores tradicionales” de la “familia natural”. La mayoría de los influencers que tanto repiten este lema no están casados y tampoco tienen hijos, pero desde ya están en contra del divorcio. Estas nuevas derechas, las que repiten insistentemente que han sido “transformadas por el amor de Jesús”, generalmente son las que más odio destilan.

La nueva derecha ha acuñado y hecho suyo un término con un supuesto “marco académico” para reforzar su discurso conspirativo y alarmista: la llamada “ideología de género”. La paradoja es que quienes acaban convirtiendo al género en ideología son ellos mismos, es decir, la nueva derecha. La afirmación de que el género es ideológico es ideológica en sí misma: el propio movimiento que se opone a la llamada “ideología de género” opera como una ideología en sí mismo. Ideología de género es asignar roles estrictos a hombres y mujeres, perpetuar estereotipos tradicionales y limitar las opciones y roles de las mujeres en la sociedad.

La masculinidad tóxica y la crisis del machismo

Durante siglos, la masculinidad se ha construido en oposición a lo femenino, vinculándola con la supresión de emociones y el rechazo a cualquier rasgo asociado con lo que se considera “de nena”. Este modelo impone dos dinámicas clave: por un lado, las identidades LGBTIQ+ se desarrollan dentro de un entorno que las percibe como una amenaza al ideal masculino tradicional; por otro, a los niños se les inculca desde temprana edad el miedo a no encajar en el molde de lo que la sociedad define como un “verdadero hombre”.

El machismo, como forma de pensamiento y acción, sostiene al patriarcado, una estructura cultural profundamente arraigada en instituciones, costumbres, imágenes e ideas que refuerzan estereotipos de género y perpetúan desigualdades. Un ejemplo claro es la diferencia en cómo se juzga la ausencia parental: mientras una madre ausente es criticada con dureza, a un padre en la misma situación se le suele justificar o encontrar razones que legitimen su ausencia. Basta con imaginar un escenario hipotético: ¿cómo sería el juicio público hacia Kamala Harris si tuviera cinco hijos con tres esposos diferentes, estuviera cerca de los 80 años y, además, tuviera antecedentes penales? (todos rasgos de la historia personal de Donald Trump). La disparidad con la que se mide a hombres y mujeres es innegable y deja en evidencia la profundidad de este sistema de privilegios.

Dentro de la masculinidad tóxica, los hombres sienten la necesidad de demostrar su virilidad para ser aceptados por sus pares y evitar ser percibidos como “femeninos”, ya que todo lo asociado a lo femenino es visto como indeseable o débil. La filósofa estadounidense Marilyn Frye sostiene que en la cultura masculina heterosexual, la mayoría de las emociones y lazos profundos asociados con el amor (como la admiración, el respeto y la devoción) se dirigen principalmente hacia otros hombres. Según su análisis, los hombres tienden a establecer relaciones de veneración y admiración con otros varones, a quienes consideran modelos a seguir, fuentes de enseñanza y figuras cuya aprobación buscan. En contraste, su vínculo con las mujeres está marcado por dinámicas de protección, control o expectativa de entrega. Para Frye, esto implica que el mundo afectivo de los hombres heterosexuales es predominantemente masculino, mientras que las mujeres son situadas en un rol donde se espera que sirvan y complazcan en lugar de ser verdaderamente valoradas como pares.

Dentro de la masculinidad tóxica, los hombres sienten la necesidad de demostrar su virilidad para ser aceptados por sus pares y evitar ser percibidos como “femeninos”, ya que todo lo asociado a lo femenino es visto como indeseable o débi

Junto a todo esto, también operan distintos micromachismos, formas sutiles pero constantes de dominación sobre las mujeres. Un ejemplo de esto es el mansplaining, una actitud en la que ciertos hombres asumen un tono paternalista o pedagógico para “explicar” algo a una mujer, partiendo de la idea de que ella no lo comprende o desconoce el tema, sin importar su nivel de conocimiento o experiencia. Mientras tanto, los padres suelen vivir con temor a que sus hijas sean vistas como “zorras” o “promiscuas”, pero rara vez muestran la misma preocupación por evitar que sus hijos se conviertan en agresores o abusadores. Si lo hicieran, la historia sería distinta, mucho más justa, y el mundo, un lugar mejor.

En su libro Make Men Strong Again: The 12 Pillars of Traditional Masculinity (2023), Elliott Hulse, quien se autodenomina “el rey católico que hace fuertes a los hombres”, busca “enseñar” a los hombres a aplicar “los poderosos métodos de la masculinidad tradicional”, apelando a “la fuerza que Dios les otorgó como hombres” para enfrentar los desafíos actuales. Según él, los hombres de hoy enfrentan una serie de problemas, que describe de la siguiente manera: “Todo hombre carga con el peso del mundo sobre sus hombros. Desde la frustración de no encontrar un trabajo, hasta la fatiga por no poder dormir por las noches debido a un recién nacido, hasta la ira por la chica que lo traicionó, a pesar de que le entregó su corazón”.

Afortunadamente, los problemas que enfrentan no incluyen estar expuestos a la violencia de género, ser asesinados por sus parejas, ser víctimas de acoso en las calles, ser obligados a parir tras una violación en su adolescencia o vivir el acoso laboral, donde incluso ganan menos debido a la brecha salarial. Tal vez sería útil preguntarnos cuántos hombres vemos asesinados por mujeres, descuartizados y tirados en bolsas de basura, o siendo víctimas de violaciones grupales como el caso de La Manada en España, o incluso el caso de Gisele Pelicot, quien fue violada por decenas de hombres durante años bajo las órdenes de su exesposo.

En este contexto, resulta alarmante que una de cada tres mujeres en el mundo sea víctima de violencia física o sexual en algún momento de su vida, un hecho que evidencia cómo el control y la violencia sobre los cuerpos femeninos persisten como formas de dominación, llevando a la violencia de género. En la actualidad, los varones de la nueva derecha se quejan de que ya no se les permite ejercer bullying o lanzar “piropos”.

Sería un alivio si las dificultades que enfrentan las mujeres fueran sólo la “frustración por no encontrar trabajo” o no estar con “el hombre de sus sueños”. Sin embargo, figuras como Elliott Hulse siguen ganando terreno en diferentes partes del mundo, alentados por personajes como Jordan Peterson y otros influencers de la manosfera (la comunidad en línea que está compuesta principalmente por hombres que, mediante blogs, foros y redes sociales, comparten la ideología de la nueva derecha) halagados por Donald Trump, incluido uno de los grupos de odio más grandes de Estados Unidos: los “Proud Boys”, quienes jugaron un papel decisivo en la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021. El fundador de dicho grupo, Gavin McInnes, sostuvo lo siguiente: “No eres un hombre a menos que hayas golpeado a alguien”. Estos son los “enviados de dios” en la batalla cultural.

A lo largo de la historia, se han establecido ciertos comportamientos como ideales para definir lo que significa ser una “buena mujer”. Estas expectativas incluyen la juventud, la belleza hegemónica, la delgadez, la disposición a servir, el silencio y la amabilidad. A cambio, se le ofrece la promesa implícita de que, si cumple con todos estos requisitos, se ganará el cariño de un hombre. Sin embargo, si se aparta de estos mandatos, ya sea por no ajustarse a los estándares físicos o por no asumir la maternidad, se la condena al desprecio social, como si su vida careciera de valor, y se la etiqueta de manera despectiva como una “solterona” (algo que no se le dice a los hombres). En este esquema, las reglas son distintas según el género, pero siempre impuestas desde una mirada masculina, que limita a las mujeres a roles restrictivos, ya sea como madres o como figuras hipersexualizadas.

Así, el cuerpo de la mujer se convierte constantemente en un objeto de juicio, y las mujeres son reducidas a productos estandarizados: las mismas caras, los mismos labios o las mismas dietas que restringen el placer de comer. Sus cuerpos se sienten ajenos, como si no les pertenecieran, observados a través de la mirada de los demás y sujetos de manera obsesiva a una “caducidad” con el paso del tiempo. Los cuerpos que no se ajustan a un molde estético específico son estigmatizados como enfermos, perezosos y alejados del concepto de “estar en forma”. Es fundamental replantear el cuerpo no como un objeto moldeado por los deseos ajenos, sino como un sujeto político que puede reclamar su autonomía.

La normalización del odio

Al reducir el debate a categorías simplistas, exhiben una profunda incapacidad para comprender y aceptar la complejidad de la identidad humana y las realidades sociales contemporáneas, lo que los coloca en una posición claramente limitada desde un punto de vista crítico y académico, por más que se autodenominen “filósofos”. Su falta de afecto genuino o su desconexión con lo que realmente significa el amor no justifica su intento de privar a otras personas del derecho a amarse entre sí.

Por último, un escalón más abajo se encuentran los seguidores de estos personajes: los fanáticos, los trolls y los varones que aspiran a convertirse en los “machos alfa”. Sueñan con ser barbudos, disparar un rifle, cazar animales y tener a una esposa puritana a su disposición, a quien se refieren como “mi mujer”, demostrando así su sentido de dominio y propiedad sobre ella. Todo lo que desean es que “su mujer” se someta a las expectativas tradicionales, como que ellas les preparen cada noche una cena que evoque los años cincuenta.

Lo más curioso es que lo exigen desde la comodidad de sus teléfonos o computadoras, desde la casa de sus padres, esperando que los llamen para cenar, justo después de repetir frases como “dios, patria y familia” en plataformas como X o en foros anónimos como 4chan, mientras intentan mandar sobre las mujeres de la sociedad, diciéndoles lo que deben hacer con su cuerpo como si fueran los dueños. Quieren que las mujeres permanezcan en el hogar, y aunque hablan constantemente de la propiedad privada, siguen viviendo con sus padres, de quienes dependen económicamente para comprarse las gorritas de “Make America Great Again” o de “Las fuerzas del cielo”, aplaudiendo a políticos, pastores, influencers o empresarios que no tienen problemas en reivindicar el odio y naturalizar el saludo nazi.

No podemos permitir que se normalice el odio. Recordemos que antes de llevar a cabo su plan sistemático de exterminio, conocido como la “solución final”, la ideología nazi se centró en construir una narrativa que presentaba a los judíos y a otros grupos sociales como una amenaza existencial para la pureza y estabilidad de la nación alemana. En esta construcción discursiva, muchos de estos grupos eran considerados elementos corruptores que ponían en peligro una identidad nacional presuntamente eterna y homogénea, así como se hace hoy desde la nueva derecha al catalogar de “woke”, “parásito”, “negro”, “feminazi” o “mogólico” a todos los que consideran enemigos.

Hubo un tiempo en que había un rechazo y hasta una estigmatización a todos aquellos que utilizaban en la esfera pública este tipo de lenguaje, tanto a nivel político como social, considerándose moralmente inaceptable. Es urgente recuperar ese consenso y reafirmar nuestro rechazo absoluto hacia cualquier forma de apología o normalización del odio. Son los fascistas quienes deben regresar al closet, no los que trabajan por la justicia y por visibilizar realidades que generalmente se esconden. Son ellos quienes deberían avergonzarse y no nosotros por querer un mundo menos autodestructivo y más woke.

Hubo un tiempo en que había un rechazo y hasta una estigmatización a todos aquellos que utilizaban en la esfera pública este tipo de lenguaje, tanto a nivel político como social, considerándose moralmente inaceptable. Es urgente recuperar ese consenso