La guerra tecnopolítica
La naturaleza de la guerra es invariable pero el carácter de la guerra cambia a caballo de las fuerzas productivas. En la nueva guerra tecnopolítica la capacidad de operar en red y la integración de nuevas tecnologías conviven con la confusión creciente entre los gobiernos y las corporaciones y los efectos no lineales de las políticas comerciales sobre las capacidades tecnológicas de los estados.
por Federico Zapata
Algo está cambiando
En el episodio II de Star Wars (El ataque de los clones, 2002), se produce una conversación entre dos guerreros guardianes de la paz y la justicia en la República Galáctica: el gran maestro de la orden de los Jedi (Yoda) y uno de los miembros de ese cuerpo de élite llamado Obi-Wan Kenobi. Acaban de lograr, en una dura batalla, salir airosos por la vía de la utilización de humanoides (llamados clones) contra las fuerzas que pujan por la sustitución de la república y su conversión en un Imperio. Obi-Wan afirma: “Tengo que admitir que sin los clones, esto no habría sido una victoria”. El gran maestro lo contradice: “¿Victoria? ¿Victoria, dices? Maestro Obi-Wan, no victoria. El velo del lado oscuro ha caído. Ha comenzado la Guerra de los Clones.”
La escena ilustra la transición entre dos formas tecnológicas de la guerra, que a su turno (en las sagas posteriores), se manifestará como una contienda que, aún con un resultado impredecible, alterará para siempre la morfología existencial de la ficción. ¿Estamos asistiendo a un escenario internacional similar? ¿Puede una ficción prefigurar la realidad? ¿Qué es exactamente lo que está cambiando? Retomando el horizonte conceptual siempre vigente de Clausewitz, Mark Milley y Eric Schmidt, introducen una precisión fundamental: si bien la naturaleza de la guerra es inmutable (un conflicto donde un bando busca imponer su voluntad política sobre otro mediante violencia organizada), el carácter de la guerra (cómo luchan los ejércitos, dónde y cuándo ocurren los combates, y con qué armas y técnicas de mando) ha sufrido profundas transformaciones como resultado del desarrollo de las fuerzas de producción (y viceversa).
En otros términos, y dejando de lado por el momento relevantes consideraciones ético-morales, la guerra ha sido también, incluso cuando la tecnología se ha utilizado para evitarla (el clásico ejemplo de la disuasión nuclear), un motor de la Historia. Esto es, un componente constitutivo de las relaciones sociales de poder y una impulsora fundamental de la innovación tecnológica. No es por lo tanto accidental, que el pensador canadiense Robert Cox defina a la estructura histórica como el abordaje sistemático de la organización de la producción (fuerzas sociales), las formas de Estado (fuerzas políticas) y los órdenes mundiales (la definición de la guerra y la paz entre las fuerzas sociales y políticas). ¿Qué nos enseñan las guerras del presente sobre esa dinámica sistémica o alternativamente qué nos enseña el nuevo siglo XXI (post 2008) sobre las guerras futuras que se libran en el presente?
El nacimiento de la tecnogeopolítica
La integración económica global ha alterado el tablero operativo de la guerra y ha permitido recrear una nueva geopolítica: no ya la vieja forma determinista sustentada en los recursos y las fronteras fijas de los Estados nacionales, sino una nueva modalidad de competencia estratégica, donde interactúan poderes políticos, territorios híbridos y actores privados dinámicos. Algunos datos resultan elocuentes para describir este teatro de operaciones emergente: en 1980, el comercio representaba solo el 37% del PIB mundial. Hoy, esa cifra alcanza el 74% y las economías se han entrelazado a un nivel nunca visto en el siglo XX. Ahora bien, a diferencia de lo que esperaban en la década del noventa los internacionalistas optimistas, la novedad de este mundo altamente interconectado no es la emergencia de imperio pacífico, sino el resurgimiento de una nueva fase de rivalidad entre grandes potencias, en un sistema en el que sin embargo, ya no son protagonistas exclusivas.
En términos concretos, esto quiere decir que, si bien el poder militar sigue siendo relevante, la competencia económica y tecnológica se ha convertido en el principal campo de batalla de la política global. Se trata de un cambio tectónico que está enterrando la vieja geopolítica a partir de la jerarquización de las corporaciones tecnológicas en las guerras futuras del presente. Es decir, las tecnocorporaciones se han convertido en protagonistas centrales del escenario neogeopolítico, que hoy es un escenario geoeconómico (o tecnogeopolítico).
Como consecuencia, el desafío de los poderes políticos contemporáneos, por lo menos en las extensas zonas democráticas de Occidente (pero no sólo de Occidente), es aprehender a operar en red (y salirse del viejo hábito de la imposición vertical). En palabras de Miscik, Orszag y Bunze:
El éxito o el fracaso de la formulación de la política exterior depende cada vez más de la toma de decisiones corporativas. Los controles de exportación y las sanciones solo son efectivos si las empresas no buscan soluciones alternativas. Las políticas industriales y los subsidios solo son efectivos si las empresas responden a los incentivos que están destinados a crear.
En las profundidades de esta gran mutación, conviven dos racionalidades alternativas: mientras que la racionalidad pública opera en el corto plazo (por ejemplo, prohibir repentinamente a las empresas exportar o importar ciertos bienes de ciertos países), las empresas necesitan tomar decisiones de inversión a largo plazo. Es decir, la comprensión y gestión de esta tensión en el horizonte temporal es la que se vuelve crítica en la actual competencia geoeconómica (o tecnogeopolítica). Dicho de otra manera, si bajo el viejo mundo industrial, los grandes poderes podían recurrir a las restricciones económicas y políticas industriales para alcanzar objetivos geopolíticos sin considerar la racionalidad de los actores privados, bajo las actuales condiciones posindustriales (de la era digitech), las empresas se han vuelto tanto un objetivo como un instrumento de política exterior, pero en todo caso, un actor con peso propio cuya racionalidad no puede ser marginalizada de la ecuación de poder.
Las tecnocorporaciones se han convertido en protagonistas centrales del escenario neogeopolítico, que hoy es un escenario geoeconómico o tecnogeopolítico.

Pensemos en dos ejemplos resonantes. El primero, los semiconductores. Desde la presidencia de Biden, Washington ha intentado, por la vía de la Ley CHIPS and Science Act (2022), relocalizar la fabricación de semiconductores en los Estados Unidos. Ahora bien, y siguiendo el razonamiento de Miscik, Orszag y Bunze, el éxito de esa política industrial, no dependerá sólo de una distribución transparente y eficiente de los casi 50 mil millones de dólares de subsidios previstos a lo largo de cinco años, sino de factores mucho más determinantes y exógenos al terreno gubernamental: ¿Estará el fabricante de chips taiwanés TSMC dispuesto a establecer instalaciones en Estados Unidos a pesar de los altos costos y una relativa escasez de capital humano? ¿Es viable para Apple comprar chips más caros fabricados por empresas estadounidenses en lugar de los más baratos producidos en Asia sin sacrificar su posicionamiento global?
El segundo ejemplo es el accionar de la firma Starlink en el conflicto entre Rusia y Ucrania. Previo a producirse la invasión rusa en febrero de 2022, Ucrania fue víctima de un ciberataque que desarticuló el sistema de conectividad en la totalidad de su territorio. En ese contexto, la empresa liderada por Elon Musk decidió, por la vía de sus satélites privados, brindarle conectividad. Es lícito interrogarse sobre cuál hubiese sido el destino de Ucrania de no mediar esa decisión tecnocoporativa que terminó jugando un rol central en la estrategia ucraniana de guerra asimétrica basada en drones con participación civil. Pero la película no termina allí. Meses después, Ucrania pidió a SpaceX que ampliara la cobertura de Starlink a Crimea, ocupada por Rusia, para posibilitar un ataque con drones submarinos que Kiev quería llevar a cabo contra activos navales rusos. Musk se negó, argumentando que de conceder esa eventual decisión provocaría una gran escalada en la guerra. Un privado, con ciudadanía en los Estados Unidos, no electo (y por lo tanto sin sistema de rendición de cuentas), no sólo se resistió a las presiones de su país (por la vía del Pentágono), sino que frustró unilateralmente una operación militar en un territorio que ya formaba parte activa de la guerra.
En síntesis, y más allá de las intenciones o políticas específicas de una determinada administración gubernamental, en las actuales condiciones tecnogeopolíticas, una corporación puede contribuir a moldear un conflicto internacional. O dicho de otro modo: las líneas de demarcación que antes separaban a los gobiernos de las corporaciones y a las relaciones internacionales del comercio han desaparecido para siempre. El politólogo y empresario norteamericano Ian Bremmer se refiere a esta nueva época como la paradoja tecnopolar:
Las principales empresas tecnológicas se han convertido en poderosos actores geopolíticos, ejerciendo una forma de soberanía sobre el espacio digital y, cada vez más, sobre el mundo físico, que potencialmente rivaliza con la de los Estados.
En este nuevo tablero de juego emerge lo que Farrell y Newman denominan “interdependencia weaponizada” (o “interdependencia convertida en arma”). Los poderes del siglo XXI (Estados Unidos y China, pero no sólo ellos) buscarán obtener ventajas decisivas en inteligencia artificial, biotecnología y energías limpias, con el objetivo último de moldear sus respectivos sistemas nacionales (públicos y privados) de manera de reducir vulnerabilidad y aumentar influencia global. No es una carrera para aislarse, es una carrera para convertir la interdependencia en una herramienta de poder internacional.
La nueva guerra económica
¿Puede ganarse una guerra comercial en las actuales condiciones de interdependencia? La respuesta es escurridiza, incluso para un gran poder como los Estados Unidos. Efectivamente, la denominada “guerra comercial” que está librando la administración Trump ha demostrado algo de eficiencia para gestionar o reordenar la relación de Estados Unidos con aliados, pero muy poca eficiencia para lidiar con grandes poderes no alineados a Washington. Particularmente con China. La explicación, nuevamente, hay que buscarla en la estructura de la interdependencia entre los dos grandes poderes: en 2024, las exportaciones estadounidenses de bienes y servicios a China fueron de 199.2 mil millones de dólares, y las importaciones desde China fueron de 462.5 mil millones de dólares, lo que resultó en un déficit comercial de 263.3 mil millones de dólares.
Como bien subraya el economista norteamericano Adam Posen, en una guerra comercial, China, el país con superávit, está renunciando a ventas, que son únicamente dinero, mientras que Estados Unidos, el país con déficit, está renunciando a bienes y servicios que no produce de manera competitiva (o peor aún, que directamente no produce). Dice Posen: el dinero es fungible. Si se caen ingresos, se pueden recortar gastos, encontrar ventas en otros lugares, repartir la carga por todo el país o utilizar ahorros (por ejemplo, mediante estímulos fiscales). Por el contrario, los países con déficits comerciales generales, como Estados Unidos, gastan más de lo que ahorran. En las guerras comerciales, renuncian o reducen la oferta de cosas que necesitan (ya que los aranceles las encarecen), y estas no son tan fungibles ni fácilmente sustituibles como el dinero. En consecuencia, el impacto se siente en industrias, territorios y hogares específicos que enfrentan escasez, a veces de artículos necesarios, algunos de los cuales son irremplazables a corto plazo.
En el largo plazo, la película es aún más negativa para los Estados Unidos: puesto que la potencia del norte es una importadora de capital, la acción comercial caprichosa de Trump puede generar un espiral de desconfianza que impacte sobre el atractivo de USA como lugar para hacer negocios. De producirse esa dinámica (frente al errático Trump, un escenario que no puede descartarse), el resultado final en el mediano y largo plazo probablemente termine siendo una reducción de la inversión en Estados Unidos (lo que a su turno puede aumentar las tasas de interés de su deuda). Dicho de una manera más cruda, la acción mercantilista de Trump puede terminar deteriorando el poder norteamericano en el corto, mediano y largo plazo.
El neoproteccionismo trumpista tiene como contrapartida el repliegue del liderazgo global y el desmantelamiento de elementos cruciales del orden liberal de posguerra, que no hará otra cosa que acelerar la carrera tecno-armamentista mundial
Aquí no terminan las complejidades: las guerras económicas en el tablero tecnogeopolítico emergente tienen además consecuencias no deseadas más allá de los Estados intervinientes y más allá de los Estados en general. Pensemos en dos dinámicas: carrera tecnológica y seguridad. En la primera dimensión, como demuestra el caso de las políticas en contra de la empresa china Huawei (que comenzaron con Trump I y se continuaron con Biden), el único efecto sustantivo que lograron fue acelerar el salto tecnológico endógeno de la compañía, que hoy es más fuerte que antes de la ofensiva comercial norteamericana. No se trata de un caso aislado. Como señala Nicholas Mulder, la creciente maraña de controles de exportación y sanciones de Estados Unidos a las empresas chinas y las importaciones de tecnología han motivado a China a redoblar su ambición de lograr la autosuficiencia tecnológica, un esfuerzo que ha arrojado avances notables en chips, vehículos eléctricos, aviones de combate, energía renovable e inteligencia artificial.
En el frente de la seguridad, el neoproteccionismo trumpista tiene como contrapartida el repliegue del liderazgo global y el desmantelamiento de elementos cruciales del orden liberal de posguerra. Ese “celebrado” desmantelamiento (ni reforma ni revolución, desmantelamiento), no hará otra cosa que acelerar la carrera tecno-armamentista a nivel mundial, incluida una posible nueva ronda de proliferación nuclear que, como bien señala Giden Rose, esta vez podría estar impulsada no ya por terroristas o estados rebeldes, sino por los países anteriormente conocidos como “aliados” de los Estados Unidos, que ahora deben responder una pregunta que no existía en sus diccionarios estratégicos pre-Trump: ¿Seguirá constituyendo este Estados Unidos en repliegue global, un aliado previsible y creíble en el que delegar seguridad a cambio de auto restricción armamentística?
Esta pregunta radical, es la que se están haciendo países como Polonia (luego del aprendizaje ucraniano), la misma Ucrania, la constreñida y siempre temida Alemania, Corea del Sur (como forma de garantizar la coexistencia con Corea del Norte), y también, y aquí es donde la pregunta se vuelve profundamente relevante e inquietante, Taiwán. La isla que podría empujar a un conflicto abierto entre Estados Unidos y China. Razonan estos estados situados en zonas calientes del nuevo régimen tecnogeopolítico: si Estados Unidos ya no es más un aliado confiable y estable en el que depositar la seguridad de un orden lockeano que convive en un mundo hobbesiano, mejor planificar un orden hobbesiano para afrontar el nuevo estado de naturaleza internacional.
La guerra tecnopolítica
¿Puede la tecnología ganar una guerra? El desenlace del primer conflicto postguerra fría, conocido como Guerra del Desierto (1990-91), creó una ilusión que a pesar de los años se ha sostenido en la mente de los teóricos y estrategas de conflictos armados: la tecnología puede contribuir a reducir los costos de los armamentos, el tamaño de los ejércitos y a sostener la voluntad política nacional. En palabras de la directora de la Iniciativa Hoover de Juegos de Guerra y Simulación de Crisis y ex oficial de la Fuerza Aérea norteamericana en Corea del Sur y Japón, Jacquelyn Schneider, los tomadores de decisiones creyeron que los avances tecnológicos permitirían un ejército pequeño (un cuerpo de élite) pero equipado con sistemas inteligentes y tecnológicamente avanzados, que evitarían guerras de desgaste largas y costosas, preservando así la voluntad política para mantener las fuerzas armadas voluntarias (despejando para siempre el trauma post-Vietnam en las potencias democráticas).
Al respecto, y más allá del pesimismo que se instaló luego de los atentados del 11 de septiembre y la crisis de la hipótesis de transformación radical de la guerra que guió hasta esa fecha los designios del Departamento de Defensa a cargo de Donald Rumsfeld, los conflictos de Gaza y Ucrania se han transformado en teatros experimentales de la nueva guerra en condiciones tecnogeopolítica. Efectivamente, y con independencia del resultado final de las contiendas abiertas, las guerras en Ucrania y de Gaza han supuesto un gran salto en la forma de hacer la guerra. Para decirlo de otro modo: se trata de las primeras guerras de la era de la revolución digital y la emergencia de la digitech. Estamos asistiendo al nacimiento de las guerras tecnopolíticas.
En la guerra tecnopolítica, el resultado ya no dependerá de quién pueda desplegar más soldados o contar con los mejores aviones, barcos y tanques. Todos esos recursos de poder siguen siendo muy relevantes, pero la ventaja decisiva ha mutado del hardware al software: algoritmos de gran potencia capaces de gobernar armas cada vez más autónomas. El general de división retirado del Ejército australiano Mick Ryan, sostiene que ambos conflictos han demostrado que hoy, los drones, la inteligencia artificial y otras tecnologías avanzadas se han convertido en árbitros decisivos del éxito terrestre y aéreo, forzando a los beligerantes a una adaptación rápida tanto táctica como estratégica.
Comparativamente, si el despliegue de la revolución industrial permitió la creación de ametralladoras, barcos de vapor, radios, vehículos motorizados y blindados, aviones y misiles, la revolución digital y el experimento digitech inaugura la era de la inteligencia artificial gobernando las guerras robóticas. De acuerdo a Milley y Schmidt, la punta de lanza de la nueva morfología bélica ha sido la automatización del poder naval y aéreo vía la utilización de drones marítimos y aviones no tripulados. Si esta hipótesis es correcta, el próximo paso será el desembarco de la revolución digitech al poder terrestre.
En el futuro, la primera fase de cualquier conflicto probablemente estará liderada por robots terrestres capaces de realizar desde labores de reconocimiento hasta ataques directos. Se trata de técnicas con alta adaptabilidad para la custodia de fronteras, recursos naturales, tareas de inteligencia, incluso para la seguridad interior urbana. En esta línea proyectiva, dicen los autores, presenciaremos en los próximos conflictos (post Gaza y Ucrania) la integración masiva de la IA en todos los aspectos de la planificación y ejecución militar. Es decir, sistemas que podrían, por ejemplo, simular distintos enfoques tácticos y operacionales en cuestión de segundos, optimizando decisiones que antes requerían días de análisis humano, acortando drásticamente el período entre planificación y ejecución. Algo de esta dinámica aceleracionista ya hemos presenciado en Gaza: Israel ha sido pionero en la utilización del primer enjambre de drones (drones individuales armados que se comunican a través de IA para tomar decisiones colectivas sobre sus objetivos).
Ucrania y Gaza son las primeras guerras tecnopolíticas de la era de la revolución digital y la emergencia de la digitech.
¿Supone la nueva guerra tecnopolítica un empoderamiento de los David frente a los Goliat del sistema internacional? La explicación sobre cómo es posible que una potencia como Rusia no haya podido doblegar la voluntad política de un Estado medio como Ucrania luego de más de tres años de conflicto armado, ciertamente tiene una referencia directa e indiscutible en el empleo de estas nuevas tecnologías, mucho más económicas que las tradicionales, fáciles de utilizar por los civiles, óptimas para ser empleadas en guerras asimétricas y prolongadas. Algunos ejemplos ilustrativos: en la última etapa del conflicto, más de dos tercios de los tanques rusos destruidos por Ucrania fueron eliminados por drones MQ-1 Reaper. Se trata de uno de los drones más caros del mercado, pero que cuestan aproximadamente la cuarta parte que un caza F-35. De hecho, un equipo de 10 drones sencillos (cada uno ronda los mil dólares) puede derribar un tanque ruso de 10 millones de dólares.
Ahora bien, una lectura lineal de la guerra entre Rusia y Ucrania puede prestarse a malos entendidos. La clave en todo caso, para volver a la hipótesis inicial, más que el tamaño de los países, pasa por la emergencia de naciones dinámicas, con sistemas nacionales de innovación profundamente enraizados en sus respectivas sociedades e instituciones gubernamentales. Parafraseando un texto premonitorio de Michael Porter, la habilidad nacional para adquirir, crear y controlar tecnología no sólo será clave para competir económicamente en un mundo de interdependencia estratégica, sino un insumo crítico para sostener la voluntad política capaz de producir competitividad, orden y seguridad en un mundo que avanza hacia una redefinición global de su morfología y sus jerarquías.