La jaula dorada del capitalismo chino 

Sobre el nuevo modo de producción asiático.

por Alejandro Galliano

Si la transición de Rusia se puede explicar como el salto de un comunismo planificado a un capitalismo caótico, la historia reciente de China se puede narrar como la transición de un comunismo caótico a un capitalismo planificado. Luego de tomar el poder en 1949, el Partido Comunista Chino (PCCh) dirigido por Mao Zedong entró en una ciclo de experimentos políticos y económicos cada vez más radicalizados y destructivos hasta poner al borde de la extinción al propio Partido y al resto del país, con la economía colapsada y las guardias rojas persiguiendo cualquier asomo de reformismo. Muerto Mao en el Año del Dragón, «imaginativo, magnánimo, emprendedor, afortunado y poderoso», el PCCh se reordenó y confió el mando a Deng Xiaoping, uno de los fundadores del Partido, dos veces purgado por el maoísmo. En 1978 el gobierno desmanteló el sistema de comunas rurales para estimular a los campesinos famélicos a que hicieran plata de alguna manera. Más adelante creó zonas especiales para inversiones extranjeras directas. Para 1984 China tenía una economía dual, mitad privada, mitad estatal, que crecía a un 8% anual. En 1987 el gobierno comunista privatizó las empresas estatales, en 1993 proclamó la «economía socialista de mercado», y en 1999 legalizó la propiedad privada. En 2001 China pudo ingresar a la OMC. 

En todas estas fases el PCCh mantuvo el control del gobierno y de buena parte de la economía. La pertenencia de China al capitalismo global se basaba en imitar tecnologías con la ventaja de los bajos costos laborales. Y una resiliencia como hay pocas en el mundo: los experimentos maoístas habían entrenado a una dirigencia flexible y pragmática, y a una sociedad especialista en sobrevivir. En el proceso de Reforma y Apertura, a Deng lo secundaron Hu Yaobang, Zhao Ziyang y Chen Yun, todos ellos camaradas de la época de la guerra civil. Hu y Zhao cayeron en desgracia en 1989 por creer que la Reforma y Apertura también debía ser política. De hecho, fue la muerte de Hu la que detonó las protestas de Tian'anmen. Chen resistió. Reconocido por su rectitud y sabiduría (Deng confió en su consejo hasta sus últimos días), Chen era uno de los «Ocho inmortales del Partido Comunista», que sobrevivieron desde los tiempos fundacionales de Yan'an hasta después de Mao. Y a pesar de Mao: Chen, al igual que Deng, había sido un discípulo del reformista Zhu Enlai y había sufrido persecuciones durante la Revolución cultural. Ahora era uno de los principales interesados en liquidar al maoísmo. Pero el capitalismo no le cerraba, prefería hablar de una «economía de mercancías». O, para usar su metáfora, una «jaula de pájaro», en donde el pájaro serían las empresas privadas: si la jaula es muy chica, el pájaro se atrofia y muere; pero sin jaula, el pájaro se escapa. El secreto es ir agrandando la jaula para que el pájaro crezca pero siempre bajo control.

La China posindustrial

En junio de 1998, Bill Clinton dio un discurso en la biblioteca de Shangai y dijo que China estaba desarrollando una sociedad industrial y posindustrial al mismo tiempo. La frase se hacía eco de las teorías de Daniel Bell, según el cual las sociedades industriales se caracterizan por la relación entre las personas y las máquinas, y por enfocarse en transformar el entorno natural en un entorno técnico. A partir de la posguerra, sigue Bell, fue emergiendo una sociedad posindustrial, con un entorno ya plenamente tecnificado y más enfocada en la planificación de las relaciones interpersonales mediante tecnologías de comunicación e información. En el caso de países como China, India o Corea del Sur, su desarrollo acelerado salteó etapas y superpuso elementos socioeconómicos tradicionales con otros ultramodernos. O posindustriales.

A partir de la crisis de 2008 el crecimiento chino se lentificó y los problemas saltaron a la vista: su sistema político fomenta la corrupción y el derroche de los gobiernos locales, que compiten entre sí; la información corporativa es opaca o directamente falsa, las empresas zombies proliferan sin que nadie decida cerrarlas; y la mano de obra barata que proveían sus 114 millones de migrantes rurales desprovistos de derechos por el sistema de empadronamiento hukou ya no es tan barata. Para un sistema económico cuya legitimidad reposa en el crecimiento económico (el 80% de los chinos esperan que sus hijos vivan mejor que ellos, vs. el 60% de los norteamericanos que espera lo contrario para sus hijos), desacelerar la economía es más que un problema económico.

Para Chen Yun, la economía de mercado debía ser una «jaula de pájaro», en donde el pájaro serían las empresas privadas: si la jaula es muy chica, el pájaro se atrofia y muere; sin jaula, el pájaro se escapa

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Los tiempos cambiaban y China mutó su estrategia. En primer lugar, hizo algo muy de época: sostener la actividad económica emitiendo bonos y favoreciendo el endeudamiento privado. Una jugada peligrosa que incubó una burbuja inmobiliaria (y una sobreinversión en productos electrónicos que hoy se amortiza parcialmente en panorámicas urbanas sinofuturistas con drones, trenes y rascacielos con luces led para impresionar a Occidente). En segundo lugar, hizo algo muy chino: reforzó el control político, en especial a partir de la presidencia de Xi Jinping en 2012. Así volvieron a China el culto a la personalidad y las doctrinas oficiales («Pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era»). 

En tercer lugar, China cambió su estrategia tecnológica: de ofrecerse como fábrica del mundo imitando tecnologías a imponerse como potencia tecnológica aprovechando el capital físico y humano acumulado. La emblemática ensambladora Foxconn fue eclipsada por los campeones de una nueva época, como WeChat, la mega app que aprovecha al smartphone para registrar casi toda la vida de su usuario, o Hikvision, la empresa de videovigilancia que abastece a las fuerzas de seguridad estadounidenses gracias a su bajo costo y a que la tecnología china de reconocimiento facial, testeada en África y Sinkiang, funciona en rostros no blancos.

La ventaja comparativa de China ahora era una ingente cantidad de datos digitales. Con la difusión de smartphones baratos, los chinos resolvieron su rezago en conectividad y marcaron la tendencia global de hacer todo a través del celular, andar por la vida mirando una pantalla. Sólo que ellos lo hacen en una sola plataforma: WeChat. El volumen de datos generados en China es muy superior al del resto de los países y queda dentro de su propio ecosistema digital, al margen de las plataformas globales, gracias a una constelación de big techs nativas como Tencent, Xiaomi o Alibaba. Y del Estado chino, cuya simbiosis con las empresas reposa en la tecnología: estas desarrollan bienes y servicios de control social, y aquel financia esos desarrollos y capitanea la puja global por la infraestructura y los insumos que requieren esos bienes y servicios para funcionar.

Las tecnologías estaban cambiando y con ellas cambiaba la pertenencia de China al capitalismo global y las capacidades para gestionar una sociedad posindustrial. No se trataba solo de agrandar la jaula para un pájaro más joven sino de diseñar una jaula más segura para todos los demás.

El capitalismo tecno-estatal

Entender el desarrollo de China a partir de 2008 requiere que nos detengamos en dos particularidades chinas. La primera es su internet. En marzo de 2000, poco después de ponderar a su sociedad posindustrial, Clinton dijo que el intento del gobierno chino por controlar la libertad de expresión online sería «like trying to nail Jello to the wall» (en castellano: más difícil que cagar en un frasquito). Tres años después, el gobierno chino efectivamente controlaba la libertad de expresión online gracias al proyecto Escudo Dorado, un sistema de cortafuegos y servidores proxy para bloquear IP que transmitan determinados contenidos. Pero la internet china no es monolítica: por debajo del Escudo Dorado interactúan firmas chinas, firmas extranjeras radicadas en China, empresarios chinos radicados en el extranjero (Eric Yuan, el fundador de Zoom, durante la pandemia quedó atrapado en un duelo de jurisdicciones entre Washington y Beijing), gobiernos locales interesados en desarrollar sus propios distritos digitales, usuarios y un mercado de emprendedores caníbales. De esto último, vale como ejemplo el venerable Wang Xing, que entre 2003 y 2010 clonó cuatro apps estadounidenses píxel por píxel para el usuario chino: Friendster, Facebook, Twitter y Groupon. No sólo no tuvo ningún problema legal, sino que se consagró como modelo de empresario local. En el pecho de cada emprendedor digital chino todavía late aquel campesino desesperado por sobrevivir.

Este ecosistema tan cerrado por arriba como salvaje por abajo desarrolló una digitalidad específica, con su propio buscador (Baidu), sus propias plataformas de consumo interno (Weibo) y global (TikTok) y sus propios centros de datos (el que Tencent construyó en las montañas de Guizhou). Y está mucho más preparado para dar el siguiente paso en la carrera por la IA: pasar de la invención a la aplicación. Cuenta con más datos, menos trabas legales y mucha sed empresarial. Luego de que AlphaGo derrotara al campeón mundial en 2016, China produjo más investigaciones en deep learning que Estados Unidos. Con Deepseek se propone atacar al talón de Aquiles de esa tecnología: su eficiencia. 

Este ecosistema tecnoempresarial tan cerrado por arriba como salvaje por abajo desarrolló una digitalidad específica

La segunda particularidad china es su Estado. El sociólogo Zhou Xueguang señala que el Estado chino oscila entre una condición descentralizada y fragmentada en tiempos normales; y otra, centralizada y de intensa movilización, ante las crisis y los cambios. En The Gilded Cage: Technology, Development, and State Capitalism in China, Ya-Wen Lei sostiene que para transicionar a la economía china de taller imitativo del mundo a un capitalismo digital nativo, el Estado se puso al frente del proceso de destrucción creativa, esa misma destrucción que Schumpeter y Drucker esperaban que ejecutara el mercado. La jaula no solo se agrandó, sino que comenzó a hostilizar a los viejos gorriones de la economía industrial y a estimular a las jóvenes grullas de la digitalidad. Fue un proceso que empezó experimentalmente en las ciudades costeras pero que pronto se difundió al interior, fogoneado por funcionarios locales con hambre de poder y por un conjunto de leyes que emanaban de Beijing. Se constituyó así un «capitalismo de tecno-estatal», en donde el PCCh se vale de las tecnologías y de la ley como instrumento de gestión inapelable (China se rige por el rule by law y no por el rule of law, es decir, por el Estado de derecho) para incrementar su poder tanto sobre la sociedad como sobre las mismas empresas.

A partir de octubre de 2020, la jaula volvió a achicarse. Según Lei:

A medida que cambiaron las condiciones globales, el Estado chino comenzó a cuestionar si el poder infraestructural de las empresas representaba una amenaza para los intereses nacionales de China. La guerra comercial entre Estados Unidos y China pusieron en primer plano —en ambos países— la cuestión de la seguridad nacional y, en particular, el vínculo entre las empresas tecnológicas y dicha seguridad. Estas tensiones alimentaron un proceso mutuamente reforzado, en el cual el aumento del escrutinio regulatorio en uno de los países desencadena una intensificación regulatoria en el otro… En esencia, la ofensiva del Estado chino contra sus gigantes tecnológicos constituye un caso de ejercicio de poder estatal sin contrapesos, orientado a someter a un grupo cada vez más ingobernable de poder rival—un poder que, irónicamente, surgió y alcanzó niveles preocupantes en parte gracias a la tolerancia y el fomento iniciales por parte del propio Estado. 

Fue una trampa de ambos lados: así como el Estado chino incubó big techs que a partir de 2020 sintió como amenazas, el capitalismo digital nativo chino empoderó a un Estado que ya no se considera socio natural de sus capitalistas. Pero solo un lado estaba en condiciones de corregirlo  Aunque esto requería más que tecnologías.

La ideología china

La sociedad es una especie de milagro. Mantenernos juntos y relativamente ordenados es un equilibrio precario que siempre hay que recalibrar, que siempre puede colapsar. Y China lo sabe: pese a su progreso material, no adhiere al progresismo lineal occidental y sigue viendo a la historia cono una sucesión de orden y colapso. La economía capitalista, con sus ciclos y su ilusión de orden espontáneo, no facilita las cosas. Y la sociedad posindustrial, menos aún. Los procesos de mercantilización social no son gratuitos ni lineales. Y más todavía para una sociedad de desarrollo acelerado como la china. Desde el furor por la albúmina, que en los años 90 llevó a los campesinos chinos a vender su sangre por litros y a difundir VIH entre millones, hasta el estrés aspiracional del consumo que en 2002 llevó al ciudadano Sheng Wang a protestar contra el trato injusto que recibió como cliente de Mercedes Benz arrastrando su cupé con un buey por las calles de Wuhan para terminar destrozando el auto a mazazos, la China posindustrial se está volviendo demasiado compleja de gobernar para cualquier tecnología. 

Para transicionar a su economía de taller imitativo del mundo a un capitalismo digital nativo, el Estado chino se puso al frente del proceso de destrucción creativa, ese mismo que Schumpeter esperaba que ejecutara el mercado

Si es cierto que «el modo de organizar y de organizarnos no es neutral, sino que se encuentra afectado por la historia y la idiosincrasia de nuestros países», en China el software ideológico del aparato estatal viene siendo crucial desde la proclamación de la República bajo Sun Yatsen en 1911. Sin embargo, para Bo Zhiyue, un estudioso de las élites chinas, durante la transición al capitalismo el PCCh promovió deliberadamente la desideologización. El propio Deng les recomendó a sus camaradas concentrarse en los hechos y los datos para evitar debates y conflictos que distrajeran energías productivas. De hecho, entre 1978 y 1992 tuvo que llamar al orden seis veces a un PCCh adicto a las discusiones doctrinarias. Que su delfín y sucesor haya sido un oportunista como Jiang Zemin fue una especie de triunfo posideológico. Y aún más lo fue que el sucesor de Jiang haya sido un amable y civilizado tecnócrata como Hu Jintao, que separó a la ideología del líder y enjuagó al discurso oficial de términos maoístas para reemplazarlos por otros tales como «sociedad armoniosa», «desarrollo pacífico» y «concepto científico de desarrollo». 

Acorde con los tiempos posindustriales, en los años 90 y 2000 el PCCh optó por el poder blando que podía transmitir al país desde la televisión estatal, con sitcoms pedagógicas, noticieros sin malas noticias y documentales a la mayor gloria del confucianismo y el Imperio Celeste. Pero el poder blando chino falló: en 2003 la información que circulaba en internet dejó en evidencia la pésima cobertura televisiva del brote de SARS. En 2009 el edificio de la televisión estatal se incendió y los chinos lo festejaron en sus redes sociales. En 2012, ya bajo la presidencia de Xi Jinping, una ronda de censura barrió con numerosos programas de impronta occidentalista. Las tecnologías estaban cambiando, las formas de gobernar una sociedad posindustrial estaban cambiando. Y el tiempo de las ideologías duras estaba de vuelta.

Ahora, bajo el capitalismo tecno-estatal, se consolida una ideología que combina el nacionalismo, el modernismo tecno optimista y la meritocracia, junto al confucianismo y el marxismo. Un referente de este reseteo ideológico es Jiang Shigong, el teórico político que busca suturar la historia y la filosofía chinas bajo consignas como «China se puso de pie bajo Mao, se enriqueció bajo Deng y se vuelve poderosa bajo Xi». La pretensión de Jiang es darle contenido filosófico concreto al lema «socialismo con características chinas» como la fusión del comunismo y el confucianismo bajo un mismo objetivo: la perfección personal y social. 

Cuando Xi Jinping hace hincapié en el retorno a los principios comunistas, no está hablando de la «sociedad comunista» que era parte del socialismo científico, sino que está utilizando la idea de que «aquellos que no olviden su intención original prevalecerán», que proviene de la cultura tradicional china. Al hacerlo, remueve al comunismo del entorno social específico de la tradición científica empírica occidental y lo transforma astutamente en el Aprendizaje del Corazón de la filosofía tradicional china, lo que a su vez eleva el comunismo a una especie de fe ideal o una creencia espiritual. Por esta razón, el comunismo nunca más será como lo fue bajo Mao Zedong.

Para Jiang tanto la Revolución cultural de Mao como la Reforma y apertura de Deng fueron procesos necesarios pero no hay que extraviarse en la senda muerta del liberalismo («el sistema democrático occidental está corrompiendo la naturaleza humana»), ni en la lucha de clases:

El carácter combativo del PCCh tiene sus orígenes no sólo en el espíritu de amo del marxismo, sino más aún en el espíritu cultural chino, como se refleja en afirmaciones como «todos son responsables del surgimiento y la caída del universo», y «el hombre superior se perfecciona incansablemente». 

En definitiva, lo que China tiene para ofrecerle hoy al mundo, según Jiang, no es una revolución sino una solución al problema del desarrollo allí donde fracasaron el estalinismo del siglo XX y el neoliberalismo del XXI. Pero nunca hay que exagerar el rol de los intelectuales en el poder, por más orgánicos que se autoperciban: Dugin no es Putin, Yarvin no es Trump. Y Jiang no es Xi. En todo caso, condensan un clima de ideas sobre el cual se despliega un gobierno. Que, en el caso chino, es lo mismo que decir un capitalismo. 

Algunos fantasmas chinos

En 2022 se constituyó en Estados Unidos el fondo de riesgo 1789 Capital. El nombre del fondo remite al año de redacción de la llamada Bill of Rights norteamericana; la decisión de crearlo se tomó en Rockbridge Network, un lobby conservador fundado por Chris Buskirk y J. D. Vance; sus creadores fueron, entre otros, Blake Masters, un protegido de Peter Thiel y fallido candidato a senador por el trumpismo, y Rebekah Mercer, hija del magnate y mecenas conservador Robert Mercer, y principal inversora de Breitbart, el medio de Steve Bannon. El fondo se propone invertir en empresas con valores conservadores, como armerías, criptomonedas, marcas antiwoke o los Enhanced Games. En 2024 Donald Trump Jr. entró al fondo. A los socios de 1789 Capital les gusta hablar de una «economía paralela» al «capitalismo woke». No suena muy distinto al «capitalismo político», el concepto que Branko Milanovic acuñó para casos como el de China, en contraste con el «capitalismo liberal» de Occidente. Pareciera que en el contexto de desglobalización, disrupción tecnológica y crisis de gobernabilidad occidental, la «solución china», su capitalismo político, se vuelve tentadora incluso para aquellos que más combaten la influencia china en el mundo. 

Pareciera que en el contexto de desglobalización, disrupción tecnológica y crisis de gobernabilidad occidental, la «solución china» se vuelve tentadora incluso para aquellos que más combaten la influencia china en el mundo.

En 1843 Marx señaló que todas las cualidades negativas que la sociedad atribuía a los judíos eran los rasgos que el capitalismo se negaba a reconocer en sí mismo. Es probable que el interés morboso de Occidente por China busque su propia caricatura, un fantasma de sí mismo: el crecimiento económico y la movilidad social que Occidente ya no puede recuperar, pero también el falseamiento de la esfera pública, el consumo alienado, la politización del capital y el control tecnológico de la vida. Es inevitable ver a China sin sentir que condensa y distorsiona los procesos de modernización occidentales, acelera los tiempos de nuestra civilización capitalista para mostrarnos un espejo deforme pero sumamente nítido de ella. Y en esa aceleración también podemos ver un futuro posible: un Estado ideológico que sostiene a un mercado recesivo cerrando el juego político y graduando con un arsenal de nuevas tecnologías diferentes márgenes para el consumo y el goce de sus gobernados, sujetos deseantes aislados de toda participación cívica. El modo de producción asiático ya no es un síntoma del atraso y aislamiento de Oriente, puede ser la extraña superación del capitalismo occidental.