La libertad secuestrada
A partir de la revolución conservadora de los años 80, se invirtieron los términos ideológicos occidentales: la libertad perdió su sentido moral y emancipatorio para reducirse a libertad económica, la izquierda se desentendió de la libertad para replegarse en la defensa de sensibilidades e identidades especÃficas y la derecha se erigió en defensora de la libertad.
por Ricardo Dudda
En 1895, Eugene V. Debs (1855-1926), que todavía no había fundado el Partido Socialista de América y era un célebre sindicalista, fue encarcelado por su participación en una huelga ferroviaria. A la salida de la cárcel, en Woodstock (Illinois), dio uno de sus discursos más célebres. En él aparece la palabra liberty doce veces y liberties otras seis. No es algo muy sorprendente de un recién liberado de la cárcel. Pero no se refería a su libertad. “El fuego de la libertad y de las nobles aspiraciones aún no se ha extinguido. Os saludo esta noche como amantes de la libertad y como despreciadores del despotismo”, dijo ante miles de personas. En las demás menciones al concepto, siempre apunta a la filosofía política fundacional de los Estados Unidos: la libertad y los derechos individuales. “Los amantes americanos de la libertad están poniendo en marcha fuerzas para rescatar sus libertades constitucionales de las garras del monopolio y de sus mercenarios.” Debs combina la crítica a la plutocracia y el gran capital con un discurso emancipatorio que se llena la boca con la Declaración de Independencia, la Constitución americana, “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. No era algo extraño en el socialismo de la época, claramente heredero de los valores antiautoritarios y antidespóticos de la Ilustración. En el fondo, Karl Marx fue un pensador ilustrado, como han señalado sus biógrafos Jonathan Sperber y Gareth Stedman Jones. En el núcleo de su pensamiento está la preocupación por la libertad, especialmente desde la perspectiva, como ha escrito el teórico William Clare Roberts, de la “libertad frente a la dominación”.
Es una lógica que sigue muy presente en la filosofía política de las izquierdas actuales. Sin embargo, aunque la izquierda sigue preocupada por la libertad frente a la dominación, ha cambiado radicalmente su mensaje. El concepto “libertad” aparece mucho menos hoy en los discursos de la izquierda que hace décadas. 130 años después del discurso de Debs en la cárcel de Woodstock, cuesta pensar en una izquierda radical, a la izquierda de la socialdemocracia y el socioliberalismo, que hable tanto de libertad. Resultaría sorprendente escuchar a líderes de los Democratic Socialists of America apelar a la Declaración de Independencia o la Constitución. El Pablo Iglesias original, el líder del PSOE en el XIX y principios del XX, escribía en un periódico llamado La Libertad. Hoy me sorprendería ver a Pablo Iglesias Turrión, el fundador del partido español Podemos, escribir en un periódico con ese nombre. Si busco “Pablo Iglesias” y “libertad”, encuentro declaraciones como: “La libertad que vosotros defendéis es la libertad para el que puede pagar”, una acusación que lanzó contra la derecha y su preferencia por los colegios privados. Pero también es un concepto que aparece poco en la socialdemocracia más liberal. Si busco el concepto “libertad” en los discursos recientes del presidente español Pedro Sánchez, del PSOE, encuentro cosas como “no hay que confundir libertad de expresión con libertad de difamación”, una frase que pronunció en una delirante carta en la que atacaba a la prensa por haber desvelado un posible caso de corrupción en el que estaría implicada su esposa. Es una frase que recuerda al discurso beato franquista que avisaba de los peligros de “confundir libertad con libertinaje”.
La captura de la derecha
En los años sesenta y setenta, la libertad era todavía monopolio de la izquierda y tenía un sentido emancipatorio. Era la libertad de los estudiantes en los campus universitarios estadounidenses de protestar la guerra de Vietnam, era la libertad a la que aspiraban los afroamericanos en su lucha contra las cadenas que todavía les oprimían. Era la libertad de los presos políticos que reivindicaban los españoles durante los últimos años del franquismo y la Transición democrática. Era una libertad clásica de izquierdas, la libertad del individuo frente a la autoridad. Y también era, especialmente a partir de las revueltas de 1968 en Occidente (otra cosa es el 1968 de Praga o Ciudad de México, mucho más sangriento y menos “moral” o cultural), una reivindicación de la libertad sexual y una revolución de las costumbres.
Se ha escrito mucho sobre lo que ocurrió durante y después de mayo de 1968. Como escribió el politólogo Todd Gitlin en The twilight of common dreams: Why America is wracked by culture wars, un estupendo libro de 1995 que podría haberse escrito hoy, y que quizá es la mejor obra que se ha escrito sobre las guerras culturales en Occidente, después de la irrupción de la Nueva Izquierda en los años sesenta y setenta “la derecha conquistó el poder y la izquierda conquistó los departamentos de literatura”. Según Gitlin y otros izquierdistas o socialdemócratas clásicos como Tony Judt, Mark Lilla o Richard Rorty, la izquierda olvidó el lenguaje de lo común y el universalismo y se centró en el cultivo de la diferencia, en el análisis del discurso y del relato, la exploración de lo marginal y simbólico, y se volvió solipsista y en cierto modo cínica. Esto implicó, según estos teóricos, el principio del fin de la izquierda como movimiento de masas, y abrió una etapa en la que la izquierda abandonó “la política a quienes el poder real les resulta mucho más interesante que sus implicaciones metafóricas”, como escribió Judt.
Una década después de 1968, las victorias de Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan cambiaron radicalmente las coordenadas ideológicas de Occidente. Igual que la izquierda pasó de defender la igualdad a la diferencia, la derecha se quitó sus ropajes puritanos y su conservadurismo moral y se convirtió en la principal defensora de la libertad. Pero era una libertad, en muchos aspectos, negativa, por usar la archiconocida categoría de Isaiah Berlin. Era una libertad de no interferencia, individualista. Don’t tread on me. Y, sobre todo, era una idea de libertad económica.
Una década después de 1968, las victorias de Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan cambiaron radicalmente las coordenadas ideológicas de Occidente. Igual que la izquierda pasó de defender la igualdad a la diferencia, la derecha se quitó sus ropajes puritanos y su conservadurismo moral y se convirtió en la principal defensora de la libertad.
El héroe de la época era el yuppie, que alcanzaba el estatus cultural a través del capital económico. Como escribe en The New Yorker el crítico cultural Louis Menand en una reseña del libro Triumph of the Yuppies: America, the Eighties, and the Creation of an Unequal Nation, “El yuppie surgió de la ruina económica de los setenta: dos crisis del petróleo, tipos hipotecarios del trece por ciento, una enorme pérdida de puestos de trabajo en grandes industrias como la siderúrgica y la automovilística, un mercado bursátil en capa caída. Cuando la economía se recuperó, a principios de los ochenta, a la gente le resultó fácil sentirse rica sin sentirse culpable. Ya habían visto lo que era preocuparse por el dinero. Gastarlo era liberador.” Muchos de esos yuppies eran los hippies de una década antes. Su evolución ideológica también alteró las coordenadas ideológicas de la época. El hippie hablaba de libertad moral, el yuppie de libertad económica. La libertad sería, a partir de entonces, libertad económica.
El hippie hablaba de libertad moral, el yuppie de libertad económica. La libertad sería, a partir de entonces, libertad económica.
La libertad en el este
El proceso no solo se produjo en Occidente. En 1989, con la caída de la URSS, la libertad definitivamente dejó de formar parte del corpus simbólico de la izquierda. Aunque la Unión Soviética llevaba décadas siendo un régimen represor de las libertades y una gerontocracia burocratizada anquilosada, había defendido simbólicamente (y en ocasiones no tan simbólicamente) un discurso emancipatorio que había cautivado a millones de personas en todo el mundo, especialmente en el Tercer Mundo. Pero para los ciudadanos de Europa del este, 1989 fue como 1968 para los occidentales. La novela Recreaciones, de Yuri Andrujóvich, representa perfectamente el espíritu de la época, una combinación de revolución hedonista sesentayochista y orgullo nacional recuperado (como ha escrito Branko Milanovic, las revoluciones de 1989 se interpretaron erróneamente como revoluciones democráticas, pero en el fondo fueron revoluciones de emancipación nacional).
En Rusia, esa liberación tomó rápidamente un cariz económico. La libertad era la libertad de emprender. La economía era una selva: en los dos primeros años tras la caída de la URSS se vendió alrededor de un 70% de las empresas estatales. Los yuppies post-soviéticos soñaban con hacerse millonarios y leían el periódico financiero Kommersant, que contribuyó a la creación de los “nuevos rusos”, que eran “listos, calmados, optimistas y ricos”. En The invention of Russia. The journey from Gorbachev’s freedom to Putin’s war, el periodista de The Economist Arkady Ostrovsky escribe que:
Kommersant alababa los valores y la iniciativa privadas y, sobre todo, el éxito, algo con lo que la gran mayoría del país, educado en las ideas del paternalismo y la igualdad, tenía poca afinidad. Casi el 90% de los Nuevos Rusos, según Kommersant, se consideraban personas hechas a sí mismas que habían tenido un golpe de suerte. Para visualizar a un nuevo ruso, Kommersant hizo un breve anuncio con un joven y elegante actor que tenía todos los atributos de un lector “ideal”: traje oscuro, corbata con alfiler, camisa con gemelos, hablando por un enorme teléfono vía satélite, sentado en la parte trasera de una limusina, un despacho en algún club fabril de la época de Stalin y un ejemplar de Kommersant-Daily en la mano.
No es de extrañar que Margaret Thatcher fuera una heroína en la Rusia de la época. Como escribió en un libro de 1992 el empresario Mikhail Khodorkovsky, que luego se convertiría en uno de los oligarcas enemigos de Putin, “Ya basta de utopías. ¡El futuro son los negocios! El hombre capaz de convertir un dólar en mil millones de dólares es un genio”. En la nueva Rusia, el camino hacia la nueva emancipación (no la de la propaganda soviética, sino la que uno podía ver en la realidad) era el dinero.
La liberación de Europa del este del imperio soviético delimitó más aún el concepto de libertad: libertad era el paso de una economía planificada a la desregulación capitalista. Como escribe Ostrovsky, “Los beneficios de la economía de mercado parecían tan obvios en comparación con la planificada, que resultaba muy difícil imaginar que alguien pudiera estar en desacuerdo”. ¿Cómo no pensar que la libertad económica era sinónimo de libertad política? ¿Qué podía decir la izquierda ante esto? Se abrió entonces en Europa del este y Rusia un problema para la izquierda que todavía persiste. No solo no consiguió arrebatarle el concepto libertad a la derecha y al neoliberalismo; la izquierda en la región tuvo que abandonar todos sus conceptos clásicos, que habían sido deslegitimados tras décadas de dictadura soviética. Por eso incluso hoy en países de Europa del este es tan complicado presentarse como un partido de izquierdas.
La Tercera Vía
Mientras en Rusia el país experimentaba por primera vez con el neoliberalismo, en Estados Unidos y Reino Unido la Tercera Vía de Clinton y Blair le daba una cara más humana. Ambos líderes cogieron del reaganismo y el thatcherismo la retórica y las políticas de ley y orden, individualismo y desregulación y les dieron un rostro humano. Eran los años noventa, y todavía parecía que el ascensor social, la meritocracia y la movilidad de clase funcionaban. Antes de llegar a la presidencia de España, incluso el por entonces candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero tuvo una etapa de Tercera Vía, en la que reivindicó que “la igualdad no es más de izquierdas que la libertad” y evocó el eslogan clásico del PSOE “Socialismo es libertad”, previo a la democracia. Sin embargo, esa reivindicación de libertad tenía un trasfondo económico. Poco después, Zapatero pronunció su célebre frase “bajar impuestos es de izquierdas”, que se interpretó como un giro hacia la derecha. Cuando la izquierda comienza a hablar de libertad es porque se va a volver más liberal en economía. No es algo malo en sí mismo. Pero contribuye a estrechar el concepto libertad, que es por definición polisémico. Hay muchas cosas que han cambiado desde la Tercera Vía (hoy es un movimiento deslegitimado tras la Gran Recesión): desde el surgimiento de los populismos a izquierda o derecha al nuevo atractivo de los autoritarismos. Pero hay algo que permanece. El concepto libertad se sigue asociando a libertad económica.
Cuando la izquierda comienza a hablar de libertad es porque se va a volver más liberal en economía. No es algo malo en sí mismo. Pero contribuye a estrechar el concepto libertad, que es por definición polisémico.
Libertad libertaria
Hoy, políticos de derecha como Javier Milei en Argentina o Isabel Díaz Ayuso en España hacen un discurso en defensa de la libertad que es inseparable de la economía. Es la moral a través de la economía. Como ha escrito David Rieff, “La respuesta de Milei es la clásica de los libertarios: el Estado tiene que quitarse de en medio. Solo así podrá florecer el libre mercado y las personas podrán desarrollar todo su potencial, para ser ‘una manada de leones y no de ovejas’, como tantas veces dijo durante la campaña. Citando a Jesús Huerta de Soto, declaró rotundamente que ‘los planes contra la pobreza generan más pobreza, [y] la única forma de salir de la pobreza es con más Libertad’”. La ideología de la política española Isabel Díaz Ayuso es más moderada; es posible que no sepa lo que es el minarquismo o quienes fueron Murray Rothbard o Ludwig Von Mises (Hayek seguro que sí). Pero su discurso hace las mismas conexiones y dicotomías: la libertad frente al colectivismo. Es decir, la libertad frente al Estado intervencionista, inflacionario, incluso tiránico. A veces, Ayuso no tiene un discurso mucho más sofisticado que el del libertario medio en Twitter que señala que los nazis, en el fondo, eran socialistas. ¡Lo dice ahí, en su nombre: nacionalsocialistas!
Hoy, políticos de derecha como Javier Milei en Argentina o Isabel Díaz Ayuso en España hacen un discurso en defensa de la libertad que es inseparable de la economía. Es la moral a través de la economía.
En la presentación de su campaña para las elecciones madrileñas de 2021, Ayuso dijo: “Quiero que ahora los madrileños sean los que eligen entre socialismo o libertad”. Era un desafío claro al eslogan clásico del PSOE en la Transición, “Socialismo es libertad”. Ante la posibilidad de que la ya presidenta de la Comunidad de Madrid renovara su mandato con un mayor apoyo, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, abandonó la primera fila de la política nacional para enfrentarse a ella. Ayuso entonces le dio una vuelta de tuerca a su eslogan, que pasó a ser “Comunismo o libertad”. Le funcionó muy bien. Ayuso defendía la libertad como algo abstracto pero también como algo muy concreto. La presidenta fue especialmente laxa durante la pandemia del covid, especialmente con respecto a la hostelería. El votante madrileño interpretó “libertad” como “bares abiertos”. Libertad era poder ir de cañas y poder abrir mi restaurante en mitad de una pandemia. La izquierda no tuvo un mensaje tan simple y a la vez tan potente. Desde entonces, pocos líderes políticos han sido capaces de disputarle el concepto “libertad” a la presidenta de la Comunidad de Madrid.
La disputa de la izquierda
En vez de disputarle el término a la derecha para darle otro sentido, la izquierda ha preferido ceder en esa batalla. Es algo común en la política contemporánea. Hay conceptos de izquierdas y conceptos de derechas. Hay problemas de izquierdas y problemas de derechas. Por ejemplo, la izquierda no suele hablar de libertad sino de libertades, porque suena a libertades civiles y no a libertad económica, a individualismo y materialismo. Y la derecha, por su parte, no suele hablar tampoco simplemente de igualdad, un concepto muy utilizado por la izquierda. En su lugar, suele preferir igualdad de oportunidades, un término que recuerda a la meritocracia, al trabajo duro, valores tradicionalmente de la derecha.
Hay progresistas que desafían esa segmentación semántica, que no es obviamente solo semántica. En un provocador artículo que escribió hace unos años en Letras Libres, el periodista Ralph Leonard, que escribe en la revista británica UnHerd, dijo que:
uno de los mayores ejemplos del declive de la izquierda ha sido su abandono del ideal de la libertad y la creencia en la autodeterminación de la gente común, y su compromiso absoluto con el Estado como agente para transformar la sociedad. Desde el siglo XX, con el surgimiento del fabianismo, el estalinismo y la socialdemocracia que defendía el gran Estado, las formas libertarias de socialismo han sido eclipsadas y condenadas a los márgenes. Uno de los peores efectos de este fenómeno ha sido que el ideal del socialismo ha sido distorsionado de tal manera que para muchos es sinónimo del Estado simplemente haciendo cosas y se ha alejado de los ideales más amplios de libertad y autodeterminación que han estado tradicionalmente en el núcleo del pensamiento socialista. Es más, ha permitido que la derecha se apropie de la libertad y el gobierno mínimo. Una izquierda reconstituida debería desafiar y revertir esta tendencia.
La izquierda ha aceptado con cierta resignación, y también algo de convencimiento, esa dicotomía: la derecha quiere menos Estado, la izquierda más. Pero eso la ha vuelto, paradójicamente, más conservadora, burocratizada, anquilosada. Es un dilema muy difícil. Como escribe el politólogo austriaco Robert Misik, “Desde hace más de un siglo, los cerebros más avispados se preguntan cómo lograr una regulación económica que favorezca la igualdad sin instaurar un sistema de mando burocrático que ahogue una vez más la agencia y la creatividad individuales. La igualdad impuesta puede degenerar fácilmente en una gris monotonía y en el poder de los burócratas sobre la vida de los individuos.” Y continúa: “La libertad tiene los pies de barro cuando se reduce al derecho de los ciudadanos atomizados a vivir desconfiadamente uno al lado del otro. La libertad sin libertad frente al miedo es una libertad amputada. La libertad sin la posibilidad de infundirle vida es una libertad hueca.”
La izquierda ha aceptado con cierta resignación, y también algo de convencimiento, esa dicotomía: la derecha quiere menos Estado, la izquierda más. Pero eso la ha vuelto, paradójicamente, más conservadora, burocratizada, anquilosada.
Libertad de expresión
Pero la izquierda no solo se ha dejado arrebatar el concepto de libertad. También se ha hecho menos libertaria. En las guerras culturales contemporáneas, la izquierda parece conservadora. O, quizá, anquilosada, incluso antipática, sin ironía. Como en cierto modo ha ganado la batalla cultural, busca conservar lo conseguido. En ese proceso ha perdido la garra de antaño y se ha preocupado por promover un discurso basado en la protección, la empatía, menos contestatario que hace décadas. Por su parte, la derecha hoy es rupturista y heterodoxa, se ha construido una imagen de incorrección política y lucha contra lo que considera una ortodoxia progresista opresiva. La nueva derecha es más irónica, dice cosas como que “ser conservador es lo nuevo punk” y consigue atraer a una población cada vez más joven. En cambio la socialdemocracia, al menos en Europa, parece una ideología antigua, de funcionarios, boomers que se compraron su primera casa con su primer trabajo, pensionistas y sindicalistas. Y es obvio que no es todo así de sencillo, pero en la guerra de las percepciones, la izquierda ha sufrido varias derrotas importantes en los últimos años.
Quizá el cambio que mejor explica el abandono definitivo de la izquierda con respecto a la libertad tiene que ver con la libertad de expresión. No se pueden entender las revoluciones de los años sesenta en Occidente sin el Free Speech Movement de la Universidad de Berkeley, que inauguró los movimientos estudiantiles de la época. Es decir: la izquierda salía a la calle por la libertad de expresión. Hoy, siendo simplista, lo hace por lo contrario. En nombre del bienestar emocional y de la protección de las minorías, la izquierda contemporánea ha olvidado el potencial emancipador de la libertad de expresión.
La libertad de antes
¿Qué más da si la izquierda ha dejado de hablar de libertad? Al final lo que importa es lo que se hace y no lo que se dice. Sin embargo, en esa derrota simbólica también hay una derrota real. La izquierda ha olvidado la lógica de la emancipación, que es una idea muy libertaria. Se ha acomodado en la política identitaria, en la guerra cultural, en la batalla simbólica, en la autoindulgencia. Hay un cierre en filas, un repliegue tribal. No es un fenómeno exclusivo de la izquierda, y de hecho la derecha es cada vez más posmoderna, más identitaria. Pero la izquierda es universalmente conocida por su autopercibida superioridad moral. Como ha escrito el filósofo Kenan Malik, “la política es un medio, o debería ser un medio, para conducirnos más allá del sentido limitado de identidad que nos proporcionan las circunstancias específicas de nuestra vida y las particularidades de nuestras experiencias personales”. La emancipación es eso. La libertad es eso. Y es parte de una filosofía política que tiene siglos de antigüedad. Los liberales y progresistas deberían empezar a hablar de libertad política como antaño. Para que el concepto no solo signifique bajos impuestos y desregulación sino también, y sobre todo, antiautoritarismo, lucha contra el despotismo, control al poder absoluto, emancipación frente a la dominación.
La izquierda ha olvidado la lógica de la emancipación, que es una idea muy libertaria. Se ha acomodado en la política identitaria, en la guerra cultural, en la batalla simbólica, en la autoindulgencia. Hay un cierre en filas, un repliegue tribal.