La nueva Guerra de las Galaxias en la era de los cowboys espaciales 

Asistimos a una nueva guerra silenciosa. "Armas nucleares en el espacio, satélites que simulan batallas espaciales, misiles capaces de destruir constelaciones de satélites y naves que orbitan la tierra listas para descargar múltiples armas nucleares hipersónicas". Suena a película de ciencia ficción pero es parte de la ampliación del campo de batalla que vivimos. Estados Unidos, Rusia y China. Los nuevos titanes de la técnica como Elon Musk. Todos son parte de un tiempo que pone en cuestión pactos y supuestos del viejo siglo XX. A menos de cien kilómetros sobre nuestras cabezas, una nueva era comienza.

por Aurelio Tomás

Armas nucleares en el espacio, satélites que simulan batallas espaciales, misiles capaces de destruir constelaciones de satélites y naves que orbitan la tierra listas para descargar múltiples armas nucleares hipersónicas. No son dispositivos argumentales de una película de ciencia ficción de alto presupuesto, tampoco planes para un futuro más o menos cercano. Son todos componentes de una nueva Guerra de las Galaxias que no transcurre en una galaxia muy, muy lejana, como la película que fascinó a generaciones, sino en la Órbita Baja Terrestre, a menos de cien kilómetros sobre nuestras cabezas.  

Como en los futuros distópicos que creó para el cine el director Paul Verhoeven, la batalla que se libra en torno a los satélites está marcada por la emergencia de firmas privadas creadas por magnates excéntricos, con el asesor especial de Donald Trump, Elon Musk, y su empresa SpaceX como el ejemplo más elocuente. Para dar una idea de la importancia que tiene su empresa, podemos destacar que envió al espacio un total de 6.591 satélites Starlink para crear la más poderosa red de internet orbital, según detalla el profesor Jonathan McDowell en su invaluable fuente de estadísticas espaciales, la Jonathan's Space Home Page.

La batalla que se libra en torno a los satélites está marcada por la emergencia de firmas privadas creadas por magnates excéntricos, con el asesor especial de Donald Trump, Elon Musk, y su empresa SpaceX como el ejemplo más elocuente.

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El año pasado, según esta misma fuente, se realizaron 263 lanzamientos orbitales. Más de la mitad de los mismos, unos 147 (55,13%), fueron realizados por los Estados Unidos con una preponderancia de la firma de Musk (134, un 92% de los lanzamientos realizados en ese país), 68 por China (25,83%) y unos 17 fueron operados por Rusia (6,46%). Aunque su número parezca modesto frente al de Estados Unidos, el crecimiento de  China ha sido vertiginoso: en 2023 igualó por sí sola la cantidad de lanzamientos globales de 2008, además logró duplicar su propio registro en apenas cinco años.  

La proliferación de lanzamientos va de la mano con una creciente dependencia global de la actividad espacial en la vida cotidiana: del GPS a las conexiones de internet, pasando por tecnologías de doble uso, tanto civil como militar. Cuando Musk sostuvo que las defensas ucranianas habrían colapsado en pocos días sin el respaldo de Starlink, dejó en claro el peso creciente de los cowboys espaciales en esta nueva Guerra de las Galaxias, una contienda que comenzó con el primer lanzamiento orbital en 1957, pero que captó la atención del mundo tras una charla entre un destacado actor y un científico belicista.

Reagan, Teller y la Primera Guerra de las Galaxias 

En la película Oppenheimer es retratado como el científico traidor que observó la primera prueba nuclear con un espeso protector solar y anteojos de soldador. También inspiró al personaje del científico fascinado por la destrucción atómica que interpretó Peter Sellers en Dr. Strangelove. Por más exageradas que parezcan, ambas imágenes le hacen justicia al físico teórico y químico húngaro-estadounidense Edward Teller, principal impulsor de la bomba termonuclear e inspirador de la Primera Guerra de las Galaxias. Formado en Europa y radicado en Estados Unidos desde los años treinta, en 1942 se unió al proyecto Los Alamos y, desde el inicio, fue el principal defensor del desarrollo de un arma basada en la fusión nuclear, capaz de un poder destructivo sin límites, inspirado en la misma fuerza que hace arder las estrellas.

Su insistencia le permitió formar un grupo que estudiaría, al menos en el plano teórico, la idea de la “Superbomba”, mientras contribuía también al desarrollo del sistema de implosión para las bombas de plutonio, como la que se usó en la primera prueba (Trinity) realizada en Alamogordo, Nuevo México, y en el ataque a Nagasaki (Fat Man). Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad científica que había hecho posible la creación de las bombas que forzaron la rendición incondicional de Japón se dividió entre quienes consideraban que el objetivo ya se había cumplido y quienes, como Teller, creían que el verdadero desafío recién comenzaba. Ferviente anticomunista, sostenía que el desarrollo armamentístico debía continuar para enfrentar al nuevo enemigo: la Unión Soviética.

Desde la década del 40 hasta el final de la Guerra Fría, Teller se convirtió en una de las principales voces a favor del desarrollo armamentístico occidental, apoyado en la capacidad científica de Estados Unidos y sus aliados para frenar el avance del imperio comunista. Cada hito de la ciencia soviética —desde su primer test nuclear en 1949 hasta el lanzamiento del primer satélite en 1957— fue para él una señal de alarma. Este último evento lo llevó a publicar en enero de 1958, en la revista Foreign Affairs, un artículo titulado Alternatives for Security, donde sostenía que, si bien la Primera Guerra Mundial había sido impulsada en parte por una carrera armamentista, la Segunda había tenido su origen en una carrera por el desarme, y que ese error no debía repetirse. Advertía que, si en 1945 la ciencia estadounidense gozaba de una primacía absoluta, doce años más tarde los soviéticos ya habían ganado ventaja en varios campos estratégicos, entre ellos el control del espacio exterior.

El tema se convirtió en una obsesión para él, como para tantos guerreros de la Guerra Fría. Sus inclinaciones y su historia personal le permitieron forjar una relación privilegiada cuando el más vehemente adversario de la Unión Soviética llegó a la presidencia en 1981. Ronald Reagan, por su parte, se dejó impresionar por las ideas futuristas de Teller y sus proyectos espaciales. Entre los múltiples encuentros que mantuvieron, el de septiembre de 1982 en la Casa Blanca fue el que dejaría la marca más profunda. Según relata el periodista Fred Kaplan en su libro The Bomb, esa reunión fue la principal inspiración detrás del proyecto más ambicioso y controvertido del presidente que se propuso derrotar al Imperio del Mal: la instalación de armas láser en el espacio capaces de interceptar misiles soviéticos.

En un discurso emitido desde el Salón Oval, el 23 de marzo de 1983, Reagan propuso a los telespectadores “una visión del futuro que ofrecía esperanza” y permitiría “a los pueblos libres” vivir con seguridad “no por la amenaza” de la destrucción del enemigo sino por la capacidad “de interceptar y destruir misiles balísticos estratégicos antes de que alcanzaran nuestro propio territorio o el de nuestros aliados”.  Su propuesta se apoyaba en dos supuestos inverosímiles: el primero, que la Unión Soviética estaba ganando la carrera por el desarrollo de armas estratégicas; el segundo, que Estados Unidos podría disponer en pocos años de armas espaciales eficaces para interceptar misiles. Nacía así la Iniciativa Estratégica de Defensa, una idea temeraria, capaz de poner en jaque el delicado equilibrio estratégico que había evitado una conflagración mundial durante la Guerra Fría. 

El corolario lógico de una capacidad de defensa efectiva contra un ataque nuclear era el fin de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por sus siglas en inglés), una idea que aterraba a los líderes soviéticos primero, y rusos después, y cuyas consecuencias pueden rastrearse hasta el conflicto actual en Ucrania. Con el ingenio que a veces define la nomenclatura de los grandes momentos históricos, el senador Edward Kennedy comparó el proyecto reaganiano con la ficción de George Lucas, ambientada en una galaxia muy, muy lejana. Así nació la Primera Guerra de las Galaxias.

El corolario lógico de una capacidad de defensa efectiva contra un ataque nuclear era el fin de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por sus siglas en inglés), una idea que aterraba a los líderes soviéticos primero, y rusos después, y cuyas consecuencias pueden rastrearse hasta el conflicto actual en Ucrania 

Muchos siglos antes de que Teller se reuniera con Reagan, el espacio ya jugaba un rol fundamental en el desarrollo militar. El astrolabio, por ejemplo, permitió a las marinas de España, Portugal, Holanda e Inglaterra dominar los mares y con ellos, al mundo. Con el desarrollo de la cohetería y la capacidad humana de desafiar la gravedad para colocar objetos en órbita, los satélites se convirtieron en herramientas esenciales de navegación, observación y comunicación, tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Como resume con maestría Neil DeGrasse Tyson en su libro Accessory to War: “El universo es a la vez la última frontera y la máxima altura estratégica. Compartido por los científicos espaciales y los guerreros del espacio, es un laboratorio para unos y un campo de batalla para los otros. El explorador quiere entenderlo; y el soldado, imponerse en él.”

La Guerra Fría y las armas orbitales realmente existentes 

El proyecto impulsado por Reagan, por más irreal que fuera, introdujo una idea nueva: un cambio cualitativo en la progresiva conversión de la órbita terrestre en un terreno de batalla. Ya no se trataba de utilizar el espacio exterior como soporte para armas desplegadas en el aire, el mar o la tierra, sino de transformarlo en una base para ubicar sistemas defensivos —y, posiblemente, también ofensivos— directamente en órbita. 

En paralelo a estos planes alejados de la capacidad técnica de la época, los “pueblos libres” desarrollaron un arma temible que no nació de la mente de un científico belicista, sino de la iniciativa de ingenieros de un país que difícilmente se asocie con el desarrollo militar: Canadá. El Sistema de Manipulación Remota del Transbordador Espacial (SRMS, por sus siglas en inglés), más conocido como Canadarm, era un brazo mecánico capaz de colocar o recuperar objetos espaciales desde el compartimiento de carga del Transbordador. Esta verdadera nave espacial, que operó entre 1982 y 2011 con un total de 135 misiones, fue diseñada según las especificaciones que exigían las ambiciones orbitales de las fuerzas armadas norteamericanas.

Como relata el periodista Adam Higginbotham en su magistral crónica sobre el desastre que acabó con la vida de la primera maestra en el espacio, Challenger: A True Story of Heroism and Disaster on the Edge of Space, el programa del Transbordador Espacial porque se necesitaba que el nuevo vehículo —formalmente llamado Sistema de Transporte Espacial— monopolizara tanto los lanzamientos civiles como los castrenses, con el fin de alcanzar una escala que justificara la enorme inversión requerida para su desarrollo. Fue diseñado con una capacidad de carga pensada para satélites de espionaje avanzados y con maniobrabilidad suficiente para interferir en operaciones soviéticas en órbita.

Estas demandas no solo contribuyeron a la catástrofe del Challenger, sino que dispararon los costos operativos a niveles astronómicos, convirtiendo al programa en un epítome de la ineficiencia estatal. Ese exceso, basado en contratos privilegiados sin límites presupuestarios ni criterios técnicos, abrió la puerta —años más tarde— a la introducción de mecanismos comerciales en el sector espacial. Así nació la era de los cowboys espaciales, nombre con el que se conoce a los emprendedores privados que revolucionaron una industria históricamente controlada por burocracias nacionales. Para ilustrar ese cambio basta comparar los costos de poner una tonelada en órbita mediante el Transbordador Espacial con los de los cohetes actuales, mucho más eficientes, desarrollados por SpaceX: la primera entidad —pública o privada— en dominar la técnica de reutilización de impulsores, gracias a su tecnología de reentrada y aterrizaje controlado.

El costo de colocar una tonelada en órbita baja con el Transbordador Espacial rondaba los 54 millones de dólares si se consideran los gastos totales del programa, o unos 14 millones si se toma solo el costo operativo. En cambio, un Falcon 9 lanza actualmente por menos de 3 millones por tonelada, y un Falcon Heavy reduce esa cifra a alrededor de 1,5 millones. Pero la diferencia se vuelve abismal con Starship, que promete hacerlo por apenas 10.000 a 20.000 dólares por tonelada. Si esa proyección se concreta, marcaría un quiebre definitivo con la lógica de costos heredada de la era del Transbordador.

El informe Reinfeld y el fin de la Guerra Fría 

El camino hacia una nueva era espacial, con firmas comerciales privadas en el centro de la escena, puede rastrearse al final de la Guerra Fría. Como explica Neil DeGrasse Tyson en el libro ya citado, donde traza una historia del vínculo entre militares y astrofísicos, el cierre de esa etapa supuso para la industria aeroespacial un brutal proceso de achicamiento y consolidación. Durante la era Reagan operaban en Estados Unidos unas 75 empresas del sector; para cuando colapsaron las Torres Gemelas, el proceso de fusiones, adquisiciones y quiebras había reducido ese número a solo cinco titanes que dominaban el mercado: Lockheed Martin, Boeing, Raytheon, Northrop Grumman y General Dynamics. En el camino, se habían perdido unos 600.000 puestos científicos y técnicos.

Ese fue el contexto que motivó la elaboración de un documento clave para comprender la transformación del escenario espacial: el informe de la Comisión Rumsfeld, publicado en 2001. Allí se advertía que el espacio se había convertido en un dominio crítico para la seguridad nacional de los Estados Unidos, debido a la creciente dependencia —civil y militar— de los activos orbitales para todo tipo de actividades. Tal vez su señal de alarma más recordada fue la advertencia sobre el riesgo de un “Pearl Harbor espacial”, si no se adoptaban medidas urgentes para anticipar y repeler ataques en ese entorno. 

En relación con el sector privado, la Comisión insistía en que la participación de empresas comerciales era esencial para mantener el liderazgo espacial de Estados Unidos. Dado que muchas funciones clave —como las telecomunicaciones satelitales y la observación terrestre— ya dependen del sector privado, el gobierno debía actuar como un consumidor confiable y fomentar la innovación en tecnologías que superaran en al menos una generación a las disponibles comercialmente. 

En paralelo a estas preocupaciones estratégicas, surgió una fuerte corriente entre los civiles vinculados a la industria aeroespacial para promover un nuevo esquema comercial y competitivo en el sector. Pocas personas encarnan ese impulso con tanta claridad como Lori Garver, subdirectora de la NASA durante el gobierno de Barack Obama. En su libro Escaping Gravity, cuenta cómo el legado del programa Apolo fue un gigantesco complejo industrial, con enormes costos fijos, que condicionó los planes futuros en función de su propia supervivencia: un proceso que terminó por convertir al complejo espacial-industrial en una víctima de su propio éxito.

En contraposición a la patria contratista espacial, Garver y otros funcionarios impulsaron —en coordinación con los cowboys espaciales como Elon Musk, Richard Branson y Jeff Bezos— el concepto de anchor tenancy: el gobierno no construiría ni operaría sus propios sistemas, sino que compraría bienes y servicios a empresas privadas. Como ella misma explica, este nuevo enfoque de gestión se inspiraba en la exitosa Ley de Correo Aéreo Kelly de 1925, que estimuló la aviación comercial temprana al otorgar contratos de transporte aéreo a aerolíneas privadas. “Una vez que las aerolíneas emergentes aseguraban una base de financiamiento gubernamental, podían buscar clientes en el sector privado con precios más razonables y comenzar a construir una industria”, recuerda Garver.

En contraposición a la patria contratista espacial, Garver y otros funcionarios impulsaron —en coordinación con los cowboys espaciales como Elon Musk, Richard Branson y Jeff Bezos— el concepto de anchor tenancy: el gobierno no construiría ni operaría sus propios sistemas, sino que compraría bienes y servicios a empresas privadas

Este modelo que describimos hace un tiempo en la Revista Panamá permitió una formidable reducción de los costos del acceso al espacio. Además, facilitó el paso de los grandes satélites individuales a constelaciones de objetos orbitales interconectados, como un enjambre de abejas espaciales. Esta nueva realidad tecnológica dio lugar también a un cambio doctrinario en el plano militar: surgieron nuevas estrategias orientadas a disputar el control del dominio orbital, entendido como la capacidad de garantizar el acceso propio y negar al enemigo la posibilidad de operar en ese entorno.

De los cowboys espaciales al Lejano Oeste orbital 

El derecho espacial, establecido a partir del Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre de 1967 y ampliado luego por acuerdos como el Tratado de la Luna de 1979 y diversas resoluciones de Naciones Unidas, sostiene que la exploración del espacio debe beneficiar a todos los países. Prohíbe la colocación de armas de destrucción masiva en órbita y el uso militar de cuerpos celestes —incluyendo bases, pruebas o maniobras—, pero no impone una prohibición total a las actividades militares en el espacio exterior: se permite el uso de satélites y operaciones militares siempre que no involucren armas de destrucción masiva.

Una serie de noticias recientes muestra hasta qué punto esa letra legal contrasta con la realidad de la nueva industria espacial. En marzo de este año, la Fuerza Espacial de los Estados Unidos —el brazo militar creado durante la primera presidencia de Donald Trump— informó que cinco satélites chinos (tres Shiyan-24C y dos Shijian-6 05A/B) realizaron maniobras sincronizadas en la órbita terrestre baja, simulando escenarios de combate. Estas operaciones, seguidas con atención por los sistemas de inteligencia estadounidenses, fueron descritas como ejercicios de "dogfighting" espacial, una comparación algo exagerada que remite a las luchas aéreas entre cazas, ahora trasladadas al vacío orbital.

Aunque China sostuvo que estos satélites tenían fines científicos, las autoridades estadounidenses vieron en esas maniobras una señal clara de preparación militar en órbita, lo que intensificó la preocupación por una posible carrera armamentista espacial. Este tipo de acciones se conoce como rendezvous and proximity operations (RPO), es decir, operaciones de encuentro y proximidad. Consisten en el uso de satélites o pequeñas naves capaces de acercarse, rodear o interactuar con otros objetos orbitales, y representaban una práctica cada vez más frecuente, con potencial para interferir en sistemas civiles o militares de una nación enemiga.

Unos años antes, el 15 de julio de 2020, Rusia había ejecutado una maniobra que también puso en alerta a las potencias occidentales: el satélite Kosmos 2543 liberó un objeto en plena órbita terrestre, una verdadera Matryoshka espacial que Estados Unidos y el Reino Unido interpretaron como una prueba de armamento antisatélite. Aunque Moscú alegó que se trataba de un satélite inspector, el hecho de que la maniobra ocurriera tras varios acercamientos a un satélite estadounidense reforzó las sospechas de una demostración deliberada de capacidades ofensivas. El episodio, que recordaba un incidente similar de 2017, dejó claro que el Kremlin estaba dispuesto a ensayar en el espacio su propia versión del combate táctico orbital.

Más allá de las denuncias, Estados Unidos fue el primer país en desarrollar un arma antisatélite tras la puesta en órbita del satélite Sputnik: un misil lanzado desde un avión, que si bien fue probado con éxito, nunca llegó a desplegarse operativamente. Ya en la década del 60, cuando la Unión Soviética ensayaba un vehículo de órbita fraccionada, capaz de descargar múltiples cabezas nucleares tras sobrevolar el polo sur y atacar desde el flanco menos vigilado, el presidente Kennedy ordenó el despliegue de armas antisatélite equipadas con cabezas nucleares. Más recientemente, Washington ha realizado múltiples pruebas de maniobras orbitales con potencial ofensivo contra satélites enemigos. Un caso elocuente fue la operación conjunta con Francia en abril de este año, que consistió en un ejercicio de encuentro y proximidad (RPO) en órbita terrestre baja. Ensayos similares han sido realizados también por otras potencias, como Japón e India.

A tono con la nueva era de nanosatélites y constelaciones, el arma más temida por los contrincantes orbitales de los Estados Unidos no es ya una nave gigante como el Transbordador Espacial, sino un vehículo pequeño, de apenas nueve metros, el Vehículo Orbital de Prueba X-37B, desarrollado por la firma Boeing. En su última misión, concluida con un aterrizaje exitoso en la base de las Fuerzas Espaciales de Vandenberg, pasó 434 días en órbita realizando operaciones secretas de las cuales nada se sabe. 

Todas estas noticias describen capacidades simétricas: es decir, posibles enfrentamientos militares entre potencias con recursos comparables. Pero lo más inquietante para el futuro de la humanidad es el riesgo de una operación asimétrica, en la que una nación con capacidades limitadas logre anular la supremacía espacial de su adversario. En ese escenario, todo el sistema de comunicaciones y posicionamiento global podría convertirse en una víctima colateral. Entre estas amenazas, la más alarmante fue revelada por el gobierno de Joe Biden el año pasado: según informes oficiales, Rusia estaría por desplegar un arma nuclear en el espacio, capaz de inutilizar centenares de satélites mediante un pulso electromagnético generado por la detonación de una ojiva atómica en órbita.

Por la naturaleza misma de las operaciones en el espacio, ese tipo de ataque podría desatar un efecto cascada: la destrucción de uno o más satélites generaría un campo de escombros que dañaría otros objetos orbitales, amplificando el impacto de manera exponencial. Esta posibilidad se vuelve especialmente tentadora en un mundo donde una sola potencia ostenta una supremacía espacial incuestionable. Por eso generó tanta preocupación internacional la decisión de una nación emergente, India, que en 2019 realizó una prueba antisatélite (ASAT) bautizada Operación Shakti. El ensayo consistió en el lanzamiento de un misil modificado que destruyó un satélite propio en desuso. Aunque el episodio generó controversia, no fue el primero de su tipo: Estados Unidos, China y Rusia ya habían realizado pruebas similares.

La nueva Guerra de las Galaxias amenaza con poner fin a la capacidad del hombre de acercarse a las estrellas: los miles de objetos que orbitan la Tierra podrían convertirse en un inmenso campo de escombros que dificulte —o incluso impida— cualquier intento de exploración. ¿Podría un conflicto iniciado por una gran potencia, o por un país emergente pero belicoso como Corea del Norte, Pakistán o la India, clausurar para siempre el acceso de la humanidad al universo? ¿Podría una guerra lejana derivar en ataques orbitales que nos obliguen a desempolvar los mapas del Automóvil Club Argentino porque los satélites del GPS han sido pulverizados y la red que sostiene internet ha colapsado? Estas preguntas inquietantes, que aún suenan remotas, están más cerca de lo que imaginan los millones de personas que dependen minuto a minuto de una tecnología tan reciente como frágil. En la era de los cowboys espaciales, el riesgo no es el salto al vacío del futuro, sino la caída al pozo del pasado: volver, de un momento a otro, a una tecnología digna del Lejano Oeste.

La nueva Guerra de las Galaxias amenaza con poner fin a la capacidad del hombre de acercarse a las estrellas: los miles de objetos que orbitan la Tierra podrían convertirse en un inmenso campo de escombros que dificulte —o incluso impida— cualquier intento de exploración