La nueva guerra de religiones
El lenguaje político de la batalla cultural contemporánea es el de una guerra de religiones: públicos enojados dispuestos a inmolarse en las redes por sus creencias. El desplazamiento woke fue adoptado por la derecha radical como el corazón de la batalla.
por Emmanuel Biset
Un nuevo vocabulario político
¿Cuál es la lengua política del presente?
Todo empieza siempre en un lugar. En este caso ese lugar es Miami. Lugar predilecto de las fantasías vernáculas, es también una especie de cristal donde el presente adquiere su forma más precisa. Por esta ciudad deambula un profesor alemán. Anota, escribe, observa. No es su lugar, no es ningún lugar. De estas anotaciones surge el libro Miamificación de Armen Avanessian. Miami deja de ser una ciudad para convertirse en un modo de construir el mundo, un verbo. En un pasaje de este libro se lee: «Demasiadas cosas están pasando al mismo tiempo, un nuevo alfabeto (A para algoritmo, B para big data, C para computación, etc.) de nuevos conceptos para una teoría política que eventualmente pudiera ser capaz de lidiar con las tecnologías del siglo XXI. Por lo que tienes que tomarlas una a la vez; y darte cuenta de que la D es de digitalización en lugar de democracia».
Demasiadas cosas están pasando al mismo tiempo. Como ha mostrado Hartmut Rosa, la palabra que mejor define nuestro tiempo es «aceleración». Existe una aceleración de las transformaciones sociales: de una generación a otra parece que vivimos en otro mundo. Existe una aceleración tecnológica: los cambios avanzan a una velocidad que no tiene escala humana. Existe una aceleración de las formas de vida: nadie tiene tiempo nunca. La aceleración hace que la sensación más extendida del presente sea que nos sentimos exhaustos, cansados, extenuados. Nosotros y el mundo: la tierra está exhausta por el aumento de la actividad humana, nosotros estamos exhaustos porque el tiempo nunca alcanza para todo lo que hacemos. Exhaustos de la tierra, como supo escribir Ajay Singh Chaudhary.
Un nuevo alfabeto. En un presente acelerado, las palabras se vuelven volátiles. Sentimos que las palabras se nos escapan cuando recién empezamos a comprenderlas. Ayer estábamos hablando de pandemias, virus, vacunas. Antes de ayer discutimos sobre populismo o república, se fundaban partidos republicanos, se escribían las razones del populismo. Todo parece prehistoria: acelerados. Y entonces el ejercicio de encontrar las palabras del tiempo que vivimos exige cada vez aprender una lengua que se desvanece. De allí, una pasión contemporánea: escribir vocabularios, glosarios, manuales. Una búsqueda frenética de palabras que nos ayuden a nombrar un tiempo que escapa.
La lengua política de una época, con sus diversos vocabularios, siempre exige tener una mirada estrábica. Por un lado, tenemos que mirar las transformaciones de largo alcance en el mundo. Desde el uso de celulares a la inteligencia artificial, de la expansión de redes sociales a la extracción masiva de recursos energéticos. Cambios que van transformando las relaciones sociales, las formas de la naturaleza, los patrones tecnológicos. Por otro lado, transformaciones en las formas de la política: de los populismos progresistas pasamos a una derecha radical global. La lengua política del presente siempre se escribe en ese lugar opaco entre los vocabularios de quienes hacen política y los vocabularios que buscan entender los procesos. Las palabras que encontramos adquieren la densidad de un prisma que ayuda a mirar algunos paisajes del mundo actual. Voy a proponer una hipótesis simple: la lengua política de nuestra época es la de una guerra de religiones entre públicos antagónicos.
El público enojado
Buscar la lengua política del tiempo que se vive implica encontrar palabras que ayuden a entender los cambios que se están produciendo. Las transformaciones de la sociedad, el modo de vincularnos, la manera en que nos relacionamos con la autoridad política. En un libro titulado La rebelión del público, Martin Gurri propone que el mejor modo de definir la sociedad contemporánea es a través de la palabra «públicos». No somos un pueblo, ni individuos aislados, ni una sociedad, ni una comunidad, ni siquiera sujetos emprendedores. Otra cosa: somos públicos. Por «públicos» hay que entender comunidades virales que se conforman por sus intereses. La forma de lo que somos hay que buscarla en foros de internet, chats de canales de streaming, los vivos de Twitter, los grupos de WhatsApp. Donde lo primero que se destituye es la ilusión de unidad (nunca lograda): el pueblo de la nación, la clase proletaria, la sociedad letrada. Ya no somos uno sino múltiples públicos de fidelidades parciales. Somos al mismo tiempo groupies de una banda de música, seguidores de una marca de ropa, inversores en criptomonedas, lectores de ciencia ficción. Pequeñas comunidades de pertenencia parcialmente superpuestas.
El mundo es un conjunto de públicos de intereses solapados. Esta multiplicidad de públicos no solo destituye la unidad que configuraba los colectivos, sino que produce una profunda crisis de autoridad. La autoridad política, desde el momento en que nos consideramos todos iguales, se sustenta en su legitimidad. Pero para que esta legitimidad funcione hace falta un relato: la producción de un mundo común mediante canales de información dirigidos jerárquicamente. Gurri nos cuenta precisamente esa transformación: vivíamos en el mismo mundo porque había dos o tres diarios, un noticiero, algunos programas de televisión. Podíamos ser una comunidad porque teníamos temas comunes de conversación: en la familia, la televisión prendida al almorzar o cenar, la reunión alrededor de un programa, los diarios leídos el domingo. Existía un mundo común porque nos llegaba la misma información, la compartíamos, la discutíamos, y entonces teníamos una versión de la realidad. Lo que sucedía aquí, o en cualquier lugar, surgía de ese canal unificado de información que nos convertía en consumidores.
Este mundo ya no existe porque atravesamos una transformación sin precedentes: el aumento radical de la información. No se trata solo de aumento exponencial, la infinita producción de datos, es otra cosa: las fuentes de información se diversificaron, se volvieron más igualitarias, se producen en redes. Ya no estamos en un mundo de medios masivos unificados, sino de circulación viral en redes. Cada uno tiene diferentes canales donde se informa, circuitos de lecturas, medios de consulta, consumo de memes, virales de grupos. Y no solo eso, uno publica, escribe, opina y, al fin y al cabo, dice la verdad, narra los hechos, cuenta su pequeña verdad sobre el mundo. Cualquiera es productor de información. La publicación de un tuit anónimo puede ser noticia, las opiniones vertidas en el chat barrial configuran opiniones, es posible informarse solo a través de memes, reels, virales. La información creció de modo exponencial, dejó de dirigirse de manera vertical, se configura desde redes virales y los públicos se volvieron activos en su producción.
La aceleración de la información, su multiplicación y heterogeneidad, produjo como efecto no deseado la disolución del mundo común. El mundo que compartimos se va configurando por las redes en las que participamos. Nos encontramos con otros y no sabemos si viven en nuestro mundo. Cuando se destituye el relato unificador que configura el mundo y da lugar a la legitimidad de la autoridad, se produce una crisis de confianza. El relato producido por quienes gobiernan, por cualquier autoridad que necesita legitimarse, es socavado por la opinión de cualquiera. La diversidad de redes, de Instagram a Twitter, de Reddit a 4chan, se constituye en un aglomerado de información producida sin un orden dado. Los públicos que habitan su mundo, que escriben su mundo, adquieren una enorme potencia de impugnación. Públicos enojados, resentidos, que solo pueden expresar su malestar: una potencia destituyente. Su fuerza está en destruir: perfiles anónimos que vehiculizan la impotencia contemporánea destruyendo cualquier relato. Los públicos se conforman como comunidades virales enojadas que quieren romper todo. Construimos comunidad con quien compartimos un meme.
El antagonismo vectorial
La creación de un perfil, la circulación en redes, el enojo anónimo puede producir la ilusión de horizontalidad. Como si la producción de información centralizada, distribuida jerárquicamente para consolidar un relato legitimador, fuera sustituida por públicos silvestres desperdigados por infinitos sitios virtuales. Pero esto es solo una ilusión: aun cuando la información aumente radicalmente, cuando sea producida por una multiplicidad de lugares, nunca se produce simétricamente. Si la información aumentó a escalas sin precedentes, se trata de pensar la forma de su asimetría. McKenzie Wark, en El capitalismo ha muerto, sostiene precisamente que los modos en que se transmite, se almacena y se procesa información nunca se producen horizontalmente. Prestar atención a esto ayuda a entender cómo la disputa contemporánea se ubica precisamente en los modos de controlar y habitar los vectores de la información. Los vectores son los canales que vehiculizan la información, la infraestructura que permite almacenarla, procesarla y transmitirla. Por ello mismo, son el lugar donde se enfrentan los públicos. Cualquiera puede producir un dato al escribir en una red social, al participar de un canal de streaming, al compartir un meme, pero esta producción es vectorizada por mecanismos que no manejamos.
La información es la materia prima que configura el mundo contemporáneo. Sin embargo, rompe con el modo en que teníamos de pensar el valor de un bien: solo puede adquirir valor algo escaso. La información no es escasa, puede ser infinita. Por ello mismo, la lucha se produce en cómo algo que es en principio infinito puede ser apropiado. Los términos «tecnofeudalismo» usado por Yanis Varoufakis y Cédric Durand, o «nanofundios» por Agustín Berti, ayudan a pensar cómo existe una creciente concentración en los modos de apropiarse y administrar los vectores de la información. Vivimos una nueva época de enclosures definida por la capacidad de almacenar enormes cantidades de información, construir códigos que puedan procesarla, identificar patrones y actuar sobre ellos modulando tendencias. Por lo que no se trata solamente de la posibilidad de almacenamiento, sino de la codificación en la identificación de patrones a escalas supra e infrahumanas.
Si la disputa se da por los vectores es porque el corazón de la disputa actual está en otro lado: en una economía de la atención. Si existe un flujo infinito de información que escapa a las posibilidades humanas de percepción, el desafío se encuentra en dónde detener la mirada, dónde tildar «like», dónde comentar. La pelea es por el control de los vectores que capturan nuestra atención. El problema deja de ser la información en sí misma para ser cómo las plataformas producen una interfaz que administra su producción para vender atención. Lo importante no es todo lo que se publica, sino los segundos de más que dedicamos a un reel, el momento en que damos un «like», lo que nos mueve a un comentario. Produciendo un círculo infinito: dirigimos la atención a algo que va acumulando datos para volver a captar nuestra atención. Y en esa disputa todo entra en el mismo plano, compite un discurso presidencial con memes de gatitos: una homogeneidad administrada.
El antagonismo contemporáneo adquiere la forma de una guerra de religiones entre grupos con creencias inconmensurables entre sí y dispuestos a luchar a muerte por imponer su versión del mundo

La verdadera lucha en el mundo actual se da entre quienes administran los vectores de la información y quienes pueden producir información fuera de esos vectores. Controlar los vectores supone dos cosas. Solo se pueden controlar los vectores si se maneja la infraestructura material que los sostiene. La enorme potencia de cálculo cognitivo actual se apoya en minería a gran escala, cables subterráneos, granjas de servidores, satélites exoplanetarios. Siempre un vector supone el control de un sustrato material. Solo se pueden controlar los vectores si se manejan la programación, las formas de procesar, los lenguajes generativos. Siempre un vector es control del sustrato procesal. La lucha es por el dominio del hardware y software que constituyen la infraestructura de la información circulante. Minerales y algoritmos. Su dominio. He ahí el antagonismo contemporáneo.
El lenguaje de la guerra
El mundo cambió porque hoy somos públicos enojados que impugnan la legitimidad de cualquier autoridad, pero esto no se produce en la forma de un pluralismo horizontal. Hay que pensar cómo se dan las diferencias entre esos públicos atravesados por un malestar. La diferencia entre los públicos es configurada en la lucha por controlar y darle forma a los vectores de la información. De allí la disputa frenética por adquirir una red social, por establecer o eliminar los controles de publicaciones, por crear foros de canalización del odio. La pregunta es entonces cómo pensar esta lucha, o mejor, qué forma adquiere el antagonismo contemporáneo entre los públicos. Este antagonismo no puede entenderse desde el lenguaje de la lucha de clases, la disputa ideológica o la enemistad política. Estamos ante otra cosa porque la expansión de públicos enojados en los vectores de la información rompe con las maneras que teníamos de definir un terreno de disputa. Al fin y al cabo, la política siempre fue, antes que el conflicto, la delimitación de un terreno donde pueda resolverse.
Mi hipótesis es que el antagonismo contemporáneo adquiere la forma de una guerra de religiones. Una guerra de religiones se produce cuando grupos tienen creencias inconmensurables entre sí y están dispuestos a luchar a muerte por imponer su versión del mundo. Hay guerra de religiones cuando no hay un tercero o instancia que pueda resolver el conflicto entre las partes. Sin un tercero que resuelva, estamos en una guerra de todos contra todos. La posibilidad de resolver esta guerra encontró hace algunos siglos dos modos de resolución: el contrato político y la certeza científica. El lenguaje de la verdad y el lenguaje de la política. Estos dos lenguajes responden a la misma pregunta por la legitimidad. En un caso, la pregunta sobre por qué es legítimo obedecer se responde porque hacemos un contrato para delegar la autoridad; en el otro caso, la pregunta sobre qué versión del mundo es objetiva se resuelve mediante una metodología que garantiza un acceso racional a la realidad. El conocimiento racional construyó un saber experto que pudo decir legítimamente cómo era el mundo. El saber político construyó un orden legal que administraba un modo de resolver los conflictos. En los dos casos, la certeza del mundo estuvo garantizada por un árbitro que puede resolver el conflicto: los expertos, los hechos, el mundo; el contrato, la ley, el soberano.
En un libro titulado Estados nerviosos, William Davies sostiene que la caída de este mundo se produjo porque había dos diferencias que organizaban nuestra realidad: la diferencia entre mente y cuerpo y la diferencia entre guerra y paz. La finalización de la guerra de todos contra todos —la paz— fue posible porque la razón permitió generar un contrato político para construir una autoridad legítima y garantizar una versión del mundo compartida. Las creencias se derivaron al ámbito privado, cada uno con su vida podría hacer cualquier cosa, pero un orden público formal garantizaba la posibilidad de una paz duradera. Este mundo ya no existe porque precisamente se destituyeron la certeza de un mundo común y la creencia en una razón que pueda ordenarlo. Sin otorgarle creencia a los expertos, sin confiar en los hechos, sin contrato social, el único lenguaje posible es el de la guerra. Porque ya no hay modo de resolver la disputa mediante una instancia externa. De allí que, sin hechos, solo hay tendencias donde se trata de saber hacia dónde van las cosas. De allí que, sin saber, solo hay emociones con eficacia política. De allí que, sin la certeza del mundo, estamos en un estado de alerta permanente. El mundo contemporáneo lo definen quienes pueden sincronizar atención y emociones: una guerra en los cuerpos.
El mundo cambió porque hoy somos públicos enojados que impugnan la legitimidad de cualquier autoridad, pero esto no se produce en la forma de un pluralismo horizontal
Si durante siglos el saber de los expertos se ordenó en función de una creencia en la razón, su disolución nos arroja nuevamente a una guerra. Estamos en una guerra de nuevo cuño donde el saber adquiere otro estatuto. Ya no se trata de expertos que den una versión legítima del mundo, sino un saber de guerra definido por la rapidez, el secreto, la osadía. Un emprendedor guerrero que tiene que operar en tiempo real. El saber de la guerra adquiere su forma más precisa en el lenguaje de las finanzas, que precisamente se juega en la anticipación de tendencias no explicadas racionalmente. Allí lo importante es la velocidad en tiempo real, acelerar hasta la anticipación; allí lo importante es la osadía, animarse a lo que otros temen; allí lo importante no es lo que aparece en público, sino cómo se administran los secretos. El inversor de bolsa, el crypto-financista, el analista de mercados no configuran saberes específicos, sino el lenguaje de nuestra época. Todos somos inversores a nuestro modo, es nuestra lengua franca. Y así estamos en una guerra dónde solo queda la creencia: religiones. Pequeñas creencias de públicos antagónicos. Somos esto, el mundo: guerra de religiones entre públicos antagónicos. En esta guerra de religiones no habrá paz. Y, entonces, solo queda una opción: prepararse para la guerra.
El corazón de la batalla
Si en las últimas décadas el antagonismo político local parecía definirse por la oposición entre populistas y republicanos, hoy parece ser la lengua de los dinosaurios. Estamos en una guerra donde los términos de la disputa son definidos con mayor claridad por la derecha radical: identifican a su enemigo bajo la palabra «globalismo». Se trata de una batalla contra muñecos de paja con diversos nombres: marxismo cultural, progresismo woke, comunismo de viejas películas norteamericanas. La derecha se asume en guerra y construye fidelidad más allá de políticas económicas. Cambia la cancha, cuando asumimos que la disputa es económica en última instancia, del otro lado responden con nuestro preciado corazón: la batalla es cultural. La lengua política de esta batalla cultural es la de una guerra de religiones. Públicos enojados dispuestos a inmolarse en las redes por sus creencias.
Desde comienzos del siglo XX, a la luz de las transformaciones en curso, la izquierda asumió que las disputas no se daban solo en el plano económico. La Escuela de Frankfurt, Antonio Gramsci, Louis Althusser: cada corriente, a su modo, otorgó herramientas para desplazar la disputa al campo de la cultura, de la hegemonía, de las identidades. Desde mediados del siglo XX, los herederos de esas tradiciones trasladaron la disputa al campo de las políticas de la identidad, usando la fuerza de la teoría francesa aterrizada en Norteamérica. Estudios culturales, feminismos críticos, movimientos decoloniales, redefinieron el corazón de la disputa en modos de dominación de clase, de género, de raza. La articulación de todas esas luchas adquirió el nombre de interseccionalidad. Paradójicamente, la derecha radical supo asumir esa herencia como el corazón de la batalla. Como si hubieran dicho: tienen razón, esto es una batalla cultural por políticas de la identidad. Asumieron la batalla, aprendieron las herramientas, identificaron el enemigo y declararon la guerra. En espejo de lo que defendíamos como una profunda deconstrucción del mundo, entraron a la guerra con nuestras propias armas.
La sospecha como arma de la crítica ahora adquiere la forma de la duda sobre cualquier discurso científico, la vacilación de las certezas adquiere la forma de una defensa de la creencia sin necesidad de justificación racional, la disputa en los ámbitos de sentido encontró su forma en las configuraciones de una tecnopolítica avanzada. Denunciaron que nos habíamos convertido en una hegemonía cultural que encontraba su validación en una mirada crítica del mundo. Curtis Yarvin encontró el nombre adecuado: la hegemonía cultural progresista, en la academia o los medios masivos, es una «catedral». Una catedral de creencias que legitiman una identidad: quiénes pueden pertenecer y quiénes no. Una catedral: la forma institucional de una religión, una visión normativa del mundo que logró imponerse. Se asumieron del lado débil de la batalla y asumieron que se trata, en última instancia, de una lucha por el sentido. Si somos una catedral woke es que, para ellos, eso que se llama globalismo tiene la forma de una religión que confronta con su religión verdadera. Educados en desmontar religiones, en sospechar de la razón occidental, en mostrar el carácter construido de cualquier fenómeno social, no pudimos apelar ni a la razón, ni a la crítica, ni a la construcción. El enemigo aprendió mejor nuestras herramientas que nosotros. Quedamos atrapados entre la melancolía de la izquierda por un mundo que ya no es y la pequeña resistencia desde creencias que no llegan a ser una religión.
Los estudios culturales redefinieron el corazón de la disputa en modos de dominación de clase, de género, de raza; y la derecha radical supo asumir esa herencia como el corazón de la batalla.
Nick Land leyó fascinado a Yarvin identificar el corazón de la catedral: el dogma de la creencia en que todo es una construcción social o cultural. Una teoría de la tabula rasa que permite decir que una creencia, una identidad, una posición política, son construidos culturalmente. Y ahí la bandera que legitima el sentido de los monjes de la catedral: la tarea es desmontar las formas culturales que establecen relaciones de dominación, jerarquías entre colectivos, binarismos sólidos. El pensamiento crítico es el corazón de la catedral: otorga sentido a trayectorias vitales, legitima lugares en la academia, embandera a periodistas independientes. Pero este pensamiento crítico se transformó en una certeza repetida, en un conjunto de procedimientos estandarizados que producen una reacción repetitiva ante lo dado: mostrar las condiciones (históricas, culturales, geográficas, sociales) que determinan que algo sea de un modo. Y que, por ende, pueden ser deconstruidas para que otra cosa sea posible. El corazón del corazón es la hipocresía (o el cinismo): la catedral funciona al establecer un orden normativo de cómo hay que hablar o pensar, pero le sustrae la creencia que la funda. Una catedral hipócrita. Land escribe que a la derecha le gustan los genes y a la izquierda la cultura. Sin embargo, la guerra declarada por la derecha radical es convocada como batalla cultural. En el corazón de esta guerra, el enemigo es el globalismo woke. Esos son sus términos. ¿Los nuestros?
Las formas del futuro
Estamos en una guerra de religiones entre públicos antagónicos. Trazar el cuadro es solo el primer paso. Resta pensar qué hacemos con eso. ¿Qué hacemos en la guerra de religiones en la que estamos? Wendy Brown, en su libro En las ruinas del neoliberalismo, señala que tenemos que abandonar la palabra «neoliberalismo» para nombrar lo que sucede. La derecha radical es una cosa diferente que solo se entiende desde los tres procesos que la engendraron: se desmantelaron por décadas todos los mecanismos de protección social que generaban lazos de comunidad (de allí que la justicia social sea el nombre de todo lo que debe ser desmontado); se expandieron sentimientos contra la política como causa de todos los males (la política hace tiempo dejó de ser el nombre de alguna esperanza para ser sinónimo de corrupción, casta, privilegios); se expandió una esfera personal como dimensión intocable (con la restitución de valores conservadores como la familia o la religión). La derecha radical es esa composición amorfa entre voracidad del capital desenfrenada y valores conservadores expandidos. Rodrigo Nunes, en su libro Bolsonarismo, señala que estos procesos se condensaron en la crisis financiera del 2008: habitamos un mundo signado por la crisis de legitimidad del orden político. En esa crisis, la derecha radical apostó por acelerar sin necesidad de un discurso legitimador. De este lado no supimos cómo radicalizar sin repetir consignas del pasado. El único modo de encontrar compensación al malestar fue apostar por identidades políticas que ya no funcionan.
La tarea política es comprender la naturaleza de la guerra en la que estamos inmersos. Si parece que adquiere la forma de una guerra de religiones sustentada en creencias inconmensurables, no hay que dejar de notar que no tienen la forma de identidades fijadas en creencias sólidas. Las religiones funcionan como un ponzi de creencias que son reemplazadas cuando se descubre la estafa. Se trata de públicos que funcionan como comunidades virales móviles que tienen un único patrón común: el malestar que encuentra su forma en el enojo frente a todo lo que existe. De allí que el malestar corporal sea un problema político de primer orden. Por ello, tenemos que encontrar el modo de vehiculizarlo. Por vehiculizar entiendo simplemente que pueda encontrar un modo de tramitarse que no sea simplemente el que adquiere en las derechas radicales. Sin ningún idealismo bienpensante, al mismo tiempo tenemos que encontrar modos de compensar ese malestar y abrir vías de transformación. Hay que mostrar que el enojo puede tener lugar en una política radical de otro tipo, pero también que se pueden encontrar modos de otra cosa que malestar: una transformación del presente.
Dada la guerra, hay que diseñar una estrategia, tiene que ser doble. De un lado, si existe una guerra, será ocasión de asumirla: tenemos que armarnos para la batalla. Y, por ende, diseñar el mejor modo de entrar en ella para producir una victoria posible. Asumirse en guerra. Identificar los territorios en los que se libra: las disputas por el suelo —el sustrato energético— y las batallas en plataformas —las formas de sentido—. Territorios y plataformas son los lugares donde se produce la guerra. Donde la radicalidad surge, en principio, de una doble negación: no funciona imitar al enemigo, repetir sus modos, reacciones en espejo de lo que hace, pero tampoco funciona volver a un pasado reconfortante donde ya sabemos qué hacer, dónde repetimos consignas que no convocan a nadie para reafirmar una identidad que no existe. De otro lado, si existe una guerra, será ocasión de desactivarla: tenemos que cambiar de terreno. Nunca hay que asumir la mirada que otro produce sobre uno: nunca se discute en los términos fijados por otro. Hablar la lengua del enemigo y cambiar de territorio. No en vistas a una paz futura que funciona como consuelo de las almas bellas. Sin paz en el horizonte, las comunidades virales que somos tenemos que desplazar la guerra. Estamos en guerra, pero es otra de la que suponen.
Quedamos atrapados entre la melancolía de la izquierda por un mundo que ya no es y la pequeña resistencia desde creencias que no llegan a ser una religión
Todo termina siempre en un lugar. En este caso ese lugar es Santiago de Chile. Un escritor en ciernes atraviesa una de las experiencias más extrañas de su vida: una sensación de irrealidad del mundo. Su nombre es Benjamín Labatut. De esa experiencia saldrá el libro Después de la luz. Allí escribe «Hay cantos de guerra y gritos de dolor preservados a lo largo del registro fósil. Durante mil millones de años la vida en la Tierra fue pacífica, flotante, amorfa. De golpe, en la gran explosión Cámbrica, el planeta se llenó de oxígeno, el calcio se acumuló bajo las aguas del mar y las primeras garras atravesaron la piel transparente. Los cuerpos se recubrieron de armaduras, púas, conchas impenetrables para resistir el filo de bocas armadas».
Cantos de guerra preservados en el registro fósil.