La Segunda Guerra Mundial ha terminado
A 80 años de la rendición de las fuerzas del Eje, Occidente ha decidido romper con el legado del siglo XX mientras el mundo tecnológico que nos legó aquel conflicto evolucionó hacia formas de guerra y paz imprevisibles.
Maelstrom: la guerra civil europea, 1914-1945
El 15 de julio de 1918 comenzó la última ofensiva alemana de la Gran Guerra: cincuenta y dos divisiones apoyadas por artillería pesada aprovecharon una saliente que había quedado en Reims desde la anterior batalla del Marne. En Alemania la llamaron Friedenssturm, el «asalto de la paz», un oxímoron que buscaba expresar que ese esfuerzo pondría fin a la guerra. Es cierto que desde 1916 todos los jugadores del conflicto (Lloyd George, Hindenburg, Nivelle) estaban buscando un friedenssturm. Pero esta vez fue diferente: la ofensiva de Reims fue rechazada por los Aliados y dio lugar a una contraofensiva que terminó con el armisticio alemán cien días después. El gobierno de la flamante República alemana aceptó la derrota sin que ningún ejército enemigo invadiera su territorio. Cuando un periodista inglés le preguntó a Erich Ludendorff, segundo de Paul von Hindenburg al frente del Estado Mayor alemán, si aquél armisticio había sido una «puñalada por la espalda» para el Ejército, el alemán se hizo traducir la pregunta como pudo y respondió que «Sí». Nacía la leyenda.
Sin embargo, aquél último asalto tampoco trajo la paz a Europa. Rusia, que había paralizado sus ofensivas desde la revolución de febrero del 17 y formalizado su salida del conflicto en marzo del 18, debió encarar una guerra civil (con amplia participación extranjera) que se extendió hasta 1920. Turquía, que venía combatiendo en los Balcanes desde 1911, siguió combatiendo en Grecia (y aniquilando a la población asiria y armenia) hasta 1923, cuando pudo renegociar las condiciones del Tratado de Sevrés firmado tres años antes, y definió así el Estado y el territorio que mantiene al día de hoy. En 1923 tropas francesas y belgas ocuparon la zona del Ruhr ante la suspensión alemana del pago de deudas de guerra. Ese mismo año, tropas italianas ocuparon Corfú hasta que Grecia pagara una indemnización por el asesinato de unos militares italianos en su territorio. Mientras tanto, en Hungría, Baviera y Berlín una sucesión de conatos revolucionarios más o menos alentados desde Moscú fueron reprimidos con tal violencia que dejaron a esos estados al borde de la guerra civil. En 1936 una nueva guerra civil, ahora en España, fue el laboratorio de lo que vendría, al condensar y entrelazar conflictos de todo tipo (social, ideológico, regional, revolucionario y reaccionario) y convocar a un grado de participación internacional que casi prefiguraba a la nueva guerra europea: Alemania e Italia por un lado; la URSS, por el otro. Desde entonces se encadenaron las alianzas, acuerdos y anexiones: Libia, Albania, Austria, los Sudetes checoslovacos, hasta la invasión de Polonia. Lo que siguió fue, al decir de Enzo Traverso, «un maelstrom de guerras totales, revoluciones, guerras civiles y genocidios. Un contexto en el que una violencia salvaje y ancestral se mezcló con la violencia moderna, la tecnología de los bombardeos aéreos y el exterminio industrial de las cámaras de gas». Es decir, aquello que Occidente dio en llamar «La Segunda Guerra Mundial».
En 1961 el historiador A.J.P. Taylor sacudió el consenso de posguerra con un ensayo en el que sostenía que las causas de la Segunda Guerra Mundial no fueron las ambiciones del Tercer Reich sino la Paz de 1918: «La decisión que había de conducir a la Segunda Guerra Mundial se tomó, por muy elevados y sensatos motivos, algunos días antes de que terminase la Primera. Esa decisión no fue otra que la de conceder un armisticio al gobierno alemán. Las razones fueron, ante todo, militares. El ejército alemán, vencido en el campo de batalla, no estaba ni derrotado ni destruido».
Taylor era un hombre de izquierda y pacifista pero sus palabras sonaron como una exculpación de Hitler. En rigor, sólo estaba diciendo que la Segunda Guerra Mundial se originó en la Primera. Fueron muchos los historiadores, incluso testigos contemporáneos, que entendieron al proceso de 1914-1945 como una única gran guerra. No solo por la repetición de los beligerantes o la simetría axial de los conflictos que lo enmarcan (la «primera guerra mundial» empezó espectacularmente, con declaraciones solemnes y las plazas llenas de entusiasmo patriótico, y terminó en las sombras, con tratados de paz por separado y derrotas no asumidas; la «segunda guerra mundial» empezó en sordina, con anexiones de hecho, acuerdos espurios y la drôle de guerre de 1940, pero terminó espectacularmente, con el führerbunker alfombrado de suicidas y la Séptima Sinfonía de Brucker sonando en la radio del Reich hasta que la tomaron los rusos). Sino, y sobre todo, porque esa larga guerra de 1914 a 1945 dejó de lado las reglas que Europa se había impuesto a sí misma para guerrear desde el jus in bello medieval hasta las Conferencias de la Haya (1899 y 1907). La falta de reglas que caracteriza a la guerras civiles, por la inevitable ausencia de una autoridad estatal que las hiciera cumplir, ahora se extendía a las guerras entre naciones. Los historiadores señalan como hito de esa anomia a la invasión alemana de Bélgica, país no beligerante, en 1914: las tropas mataron a más de mil civiles e incendiaron la Universidad de Lovaina. En aras de la verdad, hay que decir que esas prácticas ya existían, pero fuera de Europa: Gran Bretaña inventó los campos de concentración en Sudáfrica, Italia bombardeó civiles en Libia, Alemania exterminó a las tribus hereras del sur de África envenenando el agua. La novedad de 1914-1945 fue llevar ese tipo de guerra colonial al corazón de Europa.
La larga guerra de 1914 a 1945 dejó de lado las reglas que Europa se había impuesto a sí misma para guerrear desde el jus in bello medieval hasta las Conferencias de la Haya y llevó el tipo de guerra colonial al corazón de la civilización

Como sea, desde 1914 la guerra sin reglas signó a todo el ciclo europeo hasta 1945. En una carta escrita desde el frente en 1916, poco antes de morir en Verdún, el pintor alemán Franz Marc caracterizó al conflicto como «una guerra civil europea, una guerra contra el enemigo invisible del espíritu europeo». El concepto sería luego tomado por los intelectuales de la «revolución conservadora alemana» (Ernst Jünger habló en 1940 de una Weltbürgerkrieg, una «guerra civil mundial») y por uno de sus herederos: el historiador Ernst Nolte, que dedicó las 500 páginas de La guerra civil europea, 1917-1945 a explicar que aquél maelstrom fue causado por la voluntad bolchevique de conquistar Europa. El nazismo solo fue una respuesta simétrica: «un contramovimiento militante, que se podía apoyar en la todavía inquebrantada fuerza del nacionalismo y que produjo una ideología basada más en suposiciones y postulados que en esperanzas y juicios, una ideología que en la práctica demostró ser una máquina de exterminio humano, tanto como lo había sido antes el sistema bolchevique, aunque de distinta manera».
Publicado en 1977, el libro de Nolte generó una esperable polémica. Con el tiempo, la idea de un único largo conflicto entre 1914 y 1945 fue retomada por historiadores de otras ideologías y nacionalidades, como François Furet (quien mantuvo un largo debate epistolar con Nolte), Eric Hobsbawm y el citado Traverso. Ya había antecedentes históricos de ciclos bélicos largos que enmarcan distintas guerras en su interior, como el medio siglo de lucha por la hegemonía entre Francia y Gran Bretaña, que va desde la Guerra de los Siete Años (1756) hasta la Batalla de Waterloo (1815). O la Guerra de los 30 años, que comienza con la defenestración de Praga de 1618 y termina con la Paz de Westfalia de 1648. Este último caso tiene particular interés para comparar con la guerra civil europea de 1914-1945: se desplegó en el mismo territorio; se trató también de una gran disputa ideológica (catolicismo versus protestantismo) que enmarcó a guerras regulares, civiles y sociales; y dio lugar a un nuevo mapa europeo, de la misma manera que la Guerra de los 30 años del siglo XX comenzó con el fin de los imperios europeos y dio lugar al orden bipolar y la hegemonía norteamericana.
¿Podría haber llegado antes el nuevo orden mundial de 1945? En 1918, los ejércitos aliados, aunque vencedores, estaban al borde del agotamiento y apuraron un armisticio para lograr lo que habían ido a buscar sin necesidad de destruir a Alemania. Únicamente John J. Pershing, comandante en jefe de las Fuerzas Expedicionarias norteamericanas, quería llegar hasta Berlín: sus tropas estaban frescas y calculaba que, tras un año más de combates, su país tendría más fuerza para imponer condiciones. «Los norteamericanos―apunta Taylor―no aspiraban a ninguna conquista territorial precisa. Todo ello hacía, paradójicamente, que deseasen con menos calor llegar a un armisticio. Querían la “rendición incondicional” de Alemania».
Unconditional surrender era una fórmula ajena al derecho internacional, que hasta entonces empleaba el término «capitulación». En rigor «rendición» proviene del derecho mercantil, indica una cesión de propiedad. El primero en darle uso militar fue el general Ulysses Grant durante la guerra civil norteamericana, cuando sitió al Fuerte Donelson y, más tarde, en la declaración que debió firmar el general Robert E. Lee en Appomattox en 1865: la Confederación no solamente había sido vencida, sino que había dejado de existir. En una capitulación, los soldados deponen las armas pero no dejan de pertenecer al ejército de un Estado cuya existencia es reconocida; en una rendición incondicional, el ejército vencido se convierte en una propiedad del vencedor. En 1945 los generales Wilhelm Keitel, Alfred Jodl y Hideki Tōjō firmaron la «rendición incondicional». Sus naciones fueron ocupadas; y ellos, ejecutados. A Keitel y Tōjō ni siquiera les concedieron la petición de ser fusilados.
La guerra de las máquinas: el origen de nuestro mundo técnico, 1945-2012
En El arco iris de gravedad, la novela de Thomas Pynchon ambientada en Europa al final de la Segunda Guerra Mundial, al momento de bombardear un planta de la química alemana IG Farben, uno de los soldados norteamericanos dice que esa fábrica es un señuelo acordado entre Krupp y los ingleses justamente para atraer ese bombardeo:
Esta guerra no fue política en absoluto, la política no fue más que una comedia, sólo destinada a mantener a la gente distraída […] Fue dictada, en cambio, por las necesidades tecnológicas, por una conspiración entre los seres humanos y la técnica, por algo que necesitaba el estallido de la guerra y la gritaba […] Las verdaderas crisis sólo fueron crisis de distribución y prioridad; no entre las firmas industriales—aunque la representación teatral lo hiciera creer así—, sino entre las diferentes tecnologías: plásticos, electrónica, aviación, de acuerdo con sus necesidades, comprendidas solamente por la élite dirigente…
No es este el lugar para hablar de la literatura de Pynchon, su paranoia o su grado de verdad. Prefiero volver a la Historia, su paranoia y su verdad. Al igual que en 1914, en 1939 Alemania necesitaba ganar rápido: peleaba en dos frentes, en inferioridad numérica pero con ventaja tecnológica. Cuando la blitzkrieg sufrió el frenazo de Stalingrado, Hitler, hasta entonces muy involucrado en el desarrollo técnico armamentístico, designó al arquitecto Albert Speer como Ministro del Reich para el Armamento y Municiones. Un viejo refrán dice que «la guerra es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares», pero la tecnología de guerra es aún más importante. Y los guerreros, señala Friedrich Kittler, «son conservadores, aunque sólo sea porque aprenden las maneras del arte de la muerte, en vez de copiar la técnica de conexión de las máquinas. Por ello, el milagro económico de la guerra de Speer requirió el derrocamiento precisamente de aquellas oficinas técnico-económicas del ejército». El interés de Hitler por las tecnologías estaba limitado por su escaso conocimiento de matemáticas y su obsesión aldeana con las materias primas. Con Speer comenzó el tiempo de los ingenieros: Wilhelm Messerschmitt, Hellmuth Walter, Wernher von Braun, entre otros que contaron con recursos casi ilimitados, incluyendo los ejércitos de mano de obra esclava extranjera que proporcionaba Fritz Saukel, además de la de los grandes campos de concentración.
La tecnología que había hecho posible el ciclo bélico de 1914-1945 ahora marca el final del mundo que había hecho posible a esa guerra
A medida que el III Reich se desintegraba y se acercaba el momento de la «rendición incondicional», comenzó la disputa por ese tesoro tecnológico alemán. El documento de rendición redactado por los aliados en Reims (que terminaría firmando Jodl) ordenaba que: «Ningún barco, vehículo marítimo ni aéreo de ningún tipo puede ser destruido, ni tampoco pueden dañarse las bodegas de los barcos, el equipamiento de las máquinas o aparatos, máquinas de cualquier tipo, armas, equipo ni, en general, ningún tipo de material técnico para la continuación de la guerra». Fue justamente para evitar esa transferencia tecnológica que Hitler ordenó hacer tierra arrasada de Alemania. Pero Speer fue leal a sus ingenieros y frenó la orden: ya no pensaba en el Reich de los mil años sino en la República Federal Alemana. «Las necesidades tecnológicas, por una conspiración entre los seres humanos y la técnica» no solo terminaron dirigiendo la guerra sino que también diseñaron la paz. El III Reich dejó de existir pero siguió vivo en el parque tecnológico del siglo XX: el MiG-15 y el Sputnik soviéticos; el Concorde y el sonido estereofónico de Decca en Gran Bretaña; el Mirage y el Airbus en Francia, y la televisión en todo el mundo, no hubieran sido posibles sin los ingenieros de Speer y su mano de obra esclava. Esa es la verdad de nuestro mundo técnico, su bienestar y su progreso.
Obviamente, el mayor vencedor fue Estados Unidos. Pero aquí la transferencia tecnológica conoció varias fases y capas de humanos, máquinas y conocimientos que se fueron ensamblando. En abril de 1917, cuando Estados Unidos le declaró la guerra a Alemania y reclutó 138 profesores de Princeton como voluntarios en las Fuerzas Armadas, uno de ellos, el matemático Oswald Veblen, asignado a la Oficina de Investigación Balística, se trasladó al Campo de Pruebas de Aberdeen, en Maryland. «La Aberdeen de 1918―relata George Dyson―fue una precursora de lo que sería Los Álamos en 1943. Su misión era movilizar los recursos de la ciencia y la industria estadounidenses contra la maquinaria de guerra alemana, (...) se empezaron a producir a toda prisa nuevas armas de artillería de largo alcance y proyectiles, que se llevaban a Aberdeen para ser puestos a prueba antes de enviarlos a ultramar, con destino a la Fuerza Expedicionaria estadounidense».
Veblen organizó unos equipos de «calculadoras humanas» que ejecutaban algoritmos en hojas de cómputo mimeografiadas para procesar los resultados de las pruebas de tiro. Lo asistía un joven Norbert Wiener, que años después, en 1940, usaría lo aprendido para desarrollar el dispositivo de cálculo AntiAircraft Predictor, que anticipaba los movimientos de los aviones para derribarlos, y de allí pasaría a entender (y tratar de gobernar) a las máquinas y los seres vivos a partir de un principio único: la cibernética.
Luego del armisticio de 1918, Veblen viajó por las universidades de Gotinga, Cambridge y París para observar el trabajo de los matemáticos: «volvió a Princeton decidido tanto a reproducir el éxito de las instituciones europeas como a recuperar parte de la camaradería informal que existía en torno a las matemáticas en el Campo de Pruebas». En 1930 consiguió el mecenazgo para organizar el Instituto de Estudios Avanzados, un centro científico de élite que buscaba esquivar el antisemitismo de Princeton y gracias a ello fue una fuerza centripeta para la diáspora de científicos europeos que huían del nazismo, con Albert Einstein y John von Neumann como cabeza de playa. Parte de ese grupo terminó trabajando en los experimentos nucleares de Los Álamos. Cuando von Braun llevó a Estados Unidos la tecnología de propulsión que había desarrollado para los cohetes V2 del Reich, las ojivas nucleares de Los Álamos tuvieron alas, Estados Unidos consiguió su espada imperial y el mundo volvió a ordenarse.
Von Neumann fue el mentor de otro ensamblaje, al darle cuerpo electrónico a la idea de «máquina computadora universal» de Alan Turing. El resultado fue la ENIAC, una de las primeras computadoras Turing-completa, digital y reprogramable, y su predecesora la MANIAC, que fue empleada por la Comisión de Energía Atómica (vinculada al Instituto de Estudios Avanzados) para los cálculos termonucleares previos al desarrollo de la «Bomba H» del polaco Stanislaw Ulam y el húngaro Edward Teller. Por su parte, Turing, que se había destacado durante la guerra como criptógrafo al servicio del MI6 descifrando mensajes alemanes en Bletchley Park, se vio excluido de esos desarrollos e intercambios por la homofobia de las instituciones anglosajonas y terminó suicidándose.
Otro que no pudo participar de los intercambios tecnológicos fue el propio Speer, que terminó ante el Tribunal de Nuremberg. Aunque zafó de la horca al declarar que:
La de Hitler fue la primera dictadura de un Estado industrializado en estos tiempos de técnica moderna, una dictadura que, para ejercer el dominio sobre su propio pueblo, supo servirse a la perfección de todos los medios técnicos […] Las dictaduras de otros tiempos precisaban de hombres de grandes cualidades incluso en los puestos inferiores; hombres que supieran pensar y actuar por su cuenta. El sistema autoritario de los tiempos de la técnica puede prescindir de ellos; los medios de telecomunicaciones permiten mecanizar el trabajo del mando inferior.
Cuarenta y cinco años después parecía que se podía prescindir incluso de Hitler. En War in the Age of Intelligent Machines, un libro publicado en 1991, Manuel De Landa desarrolló la hipótesis de que las tecnologías de guerra emergen y se desarrollan como «ensamblajes» de humanos, máquinas e instituciones que interactúan de manera impredecible, por fuera de cualquier control instrumental. Las máquinas coevolucionan con una sociedad que, al mismo tiempo que las estimula con sus guerras, se deja transformar por ellas al incorporarlas a la vida civil. El libro de De Landa, escrito antes de que conociera la web y cuando la «inteligencia artificial» aún se basaba en «sistemas expertos» mucho más rígidos que el actual deep learning, concluye que la aparición de máquinas de guerra automatizadas o «inteligentes» transfieren el poder de decisión de los humanos a las máquinas, descentralizando las estructuras, disciplinando a los sociedades desde una red sin centro y desafiando así la noción tradicional de soberanía. En definitiva, la tecnología que había hecho posible el ciclo bélico de 1914-1945 ahora marcaba el final del mundo que había hecho posible a esa guerra.
War is over: el fin de la Segunda Guerra Mundial, 2012-...
En 1997 Erns Nolte agregó un epílogo a la quinta edición de su Guerra civil europea, allí dice que:
Poco después del final de la segunda Guerra Mundial, en 1947, comenzó la era de la Guerra Fría, en la que los países europeos sólo desempañaron un papel secundario junto a los antagonistas principales: la Unión Soviética, con su economía planificada, y los Estados Unidos, con su economía de mercado. Se puede hablar de una «guerra civil mundial» con un «potencial de conversión» recíproco, aunque en los Estados Unidos ganó terreno un pragmatismo no ideológico desde los años sesenta y la ideología marxista de la Unión Soviética perdió fuerza y credibilidad en sus satélites. Finalmente, la libertad económica e intelectual, relacionada con un bienestar creciente, demostró ser más fuerte y atractiva; la estrategia de la distensión―incluso del abrazo―tuvo mucho más éxito que la estrategia de la confrontación militante de la guerra civil europea.
Con un triunfalismo no exento de cierta nostalgia, Nolte extiende la guerra civil europea de 1917-1945 a una guerra civil mundial, menos ideológica y militante, entre 1947 y 1990. Si el parque tecnológico que nos trajo hasta el siglo XXI es básicamente el que dejó la guerra, la globalización y el «fin de las ideologías» que lo enmarcaron fueron la forma final de cerrar aquél conflicto 70 años después. Muchas cosas se perdieron en ese camino: el Imperio británico, liquidado para financiar el esfuerzo de guerra; Europa como centro del mundo y Alemania como «heredera de Atenas»; y el liberalismo como forma de vida. Las democracias bienestaristas de posguerra se construyeron delimitando, cuando no camuflando, las poderosas estructuras de Estados policiales que se habían desarrollado desde 1914 y que nadie quiso desinstalar después de 1945, por motivos evidentes.
«La libertad económica e intelectual, relacionada con un bienestar creciente» eran solo posibles en el capullo material heredado del horror y destrucción de la guerra total de 1914-1945. Incluso la «reconstrucción de posguerra» comenzó durante la guerra misma: las instituciones de Bretton Woods se acordaron en 1944, con Europa combatiendo y Hitler aún vivo, mientras el arquitecto Speer recorría una a una las zonas bombardeadas para supervisar la remoción de los escombros y los proyectos de reconstrucción. Lo acompañaba el joven profesor de economía Ludwig Erhard, futuro padre del «milagro alemán». Lo dicho: ya no pensaba en el Reich de los mil años sino en la República Federal Alemana. También Mies van der Rohe y Le Corbusier celebraban en silencio cada nuevo bombardeo como una oportunidad para reedificar Europa de manera más racional. El urbanismo moderno, que aún entibia la líbido progresista con sus zonas verdes y sus edificios de vivienda social de hormigón armado, fue esencialmente una respuesta a las dificultades de evacuar una intrincada ciudad renacentista en medio de un bombardeo.
Entre los requisitos del milagro económico alemán―escribió W.G. Sebald en 1999, un año antes de la entrada en vigencia del euro―no sólo figuran las enormes inversiones del Plan Marshall, el comienzo de la Guerra Fría y el desguace de instalaciones industriales anticuadas, realizado con brutal eficiencia por las escuadrillas de bombarderos, también formaron parte de él la indiscutida ética del trabajo aprendida en la sociedad totalitaria, la capacidad de improvisación logística de una economía acosada por todas partes, la experiencia en la movilización de la llamada mano de obra extranjera (...) El catalizador, sin embargo, fue una dimensión puramente inmaterial: la corriente hasta hoy no agotada de energía psíquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado, un secreto que unió entre sí a los alemanes en los años posteriores a la guerra y los sigue uniendo más de lo que cualquier objetivo positivo, por ejemplo la puesta en práctica de la democracia, pudo unirlos nunca. Tal vez no sea equivocado recordar precisamente ahora, en ese contexto, que el gran proyecto europeo fracasado ya dos veces ha entrado en una nueva fase, y que la zona de influencia del marco alemán se extiende con bastante exactitud a la zona ocupada en 1941 por la Wehrmacht.
El término «posguerra» es engañoso. Como todos los «post», más que ruptura señala superación o causalidad. Más allá de los Juicios de Nuremberg, la OTAN y el consenso socialdemócrata, el mundo que nos cobijó hasta hace poco fue el de la guerra. A la guerra civil europea de 1914-1945, le sucedió la de 1947-1990, no tan fría como quiso presentarse (los habitantes del Tercer Mundo lo sabemos) pero sí menos ideológica, con los dos grandes credos claramente territorializados y compitiendo por la cantidad de ojivas nucleares y de usuarios de heladeras y televisores. Cuando esa guerra terminó, sobrevino una unconditional surrender global: el bloque vencido fue cedido a diversos grupos empresarios, desde la mafia rusa hasta PepsiCo (que recibió 17 submarinos, un crucero, una fragata y un destructor, luego vendidos como chatarra, a cambio de venderle Pepsi a la URSS), y las pautas de vida se montaron sobre el pragmatismo consumista del periodo 1947-1990. Las ideologías ya habían muerto en Yalta y Postdam, en 1991 sólo se centralizó la provisión de imágenes y discursos. Las estructuras del Estado policial no se desmontaron tampoco ahora pero aprendieron a operar detrás de las pantallas de una industria cultural esplendorosa, la mejor del siglo: MTV, Terminator II, Frank Gehry, Oliverio Toscani. Las máquinas inteligentes siguieron creciendo ajenas a toda linealidad, coadyuvando al control no centralizado de la rendición incondicional de 1991, eso que llamamos «neoliberalismo».
Hoy esa guerra terminó: mientras Trump desmonta lo que quedaba de Bretton Woods, cualquier usuario anónimo o funcionario público puede reivindicar a Hitler y al estado de Israel en la misma frase, o afirmar que los nazis eran socialistas
Si los centennials no pueden dejar de pensar en el Imperio Romano, los nacidos hasta el último día del siglo XX no podíamos dejar de pensar en la Segunda Guerra Mundial. No nos dejaban: la industria cultural agotó el tema al punto de silenciar a la Primera Guerra Mundial. 1945 fue siempre el corte temporal más reciente que todos reconocíamos, ni 1991, ni 1930, ni siquiera 1917, tenían su fuerza histórica: la URSS festejaba con más fasto el Día de la Victoria que el Día de la Revolución de Octubre. Allí surgió el Nunca más global: las líneas éticas, los límites, los contramodelos, los relatos, los héroes y villanos a los que volvíamos una y otra vez.
Hoy esa guerra terminó. Los nombres siguen pero las referencias se confunden. Mientras Trump desmonta lo que quedaba de Bretton Woods y las Big Techs ensayan su Pseudo Estado descentralizado, cualquier usuario anónimo o funcionario público puede reivindicar a Hitler y al estado de Israel en la misma frase, o afirmar que los nazis eran socialistas, que los judíos controlan al mundo y que el generalísimo Francisco Franco era la opción liberal. Antes de acusar la ignorancia de esas afirmaciones conviene atender al contexto que las genera: se perdió conexión existencial con ese momento histórico. De la misma manera en que el romanticismo y el nacionalismo, e incluso cierto iluminismo, hicieron lo que quisieron con la Antigüedad y la Edad Media, para disgusto de los eruditos, en el 80° aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, la conversación pública de masas hace lo que quiere con el siglo XX. En ambos casos, se trata de una suerte de apropiación cultural que Occidente hace de sí mismo, objetos de un pasado desconectado del presente, reservas de experiencia a disposición de cualquier juego de lenguaje o deconstrucción presentes. Ya no nos une «el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado». Estamos listos para una nueva guerra. Y no sabemos cómo será.