Lord Acton: un liberal sui generis
La figura de Lord Acton (1834-1902) condensa las contradicciones y la deriva occidental de los últimos dos siglos: aristócrata británico católico y europeísta, liberal defensor de la esclavitud y el Sacro Imperio, contrarrevolucionario que en sus últimos años simpatizó con la revolución y el socialismo. El siglo XX lo quiso convertir en un puente entre el catolicismo y el capitalismo libertario de la escuela austríaca.
En el corazón de las contradicciones
En tiempos post-brexit en donde todos los males de Gran Bretaña parecen no haber desaparecido por arte de magia con la salida de la Unión Europea, esgrimir la figura de Lord Acton es un hecho ligeramente provocador en la medida que sitúa a los ingleses fuera de su splendid isolation. Difícil conseguir una figura más europea que Acton. Sentado a la mesa, hablaba con sus hijos en inglés, con su esposa en alemán, con su cuñada francésa y con su suegra en italiano. En términos políticos, Acton continúa siendo una figura difícil de encasillar: demasiado católico para el liberalismo continental secularizante o para el utilitarismo anglosajón y demasiado liberal para una Iglesia católica que con la restauración terminará comprando el paquete conservador ultramontano. La excomunión de Charles de Montalembert y Félicité Robert de Lamennais, quienes habían tratado de reconciliar a la Iglesia católica con el liberalismo después de la revolución francesa, no auguraban una relación sencilla. Poco tiempo después en 1848 Pío IX, forzado a abandonar Roma, dejará de coquetear definitivamente con el liberalismo y al recibir en audiencia a Antonio Rosmini, su anterior protegido, le dirigiría las siguientes palabras: “Mio caro Abbate, non siamo più costituzionali”. Al mismo tiempo, los valores espirituales de su catolicismo pondrían a Lord Acton necesariamente en tensión con los principios del utilitarismo de John Stuart Mill. Si bien la comparación de su pensamiento con el de Edmund Burke y Alexis de Tocqueville en un primer momento parece cobrar sentido, su pensamiento a partir de la década de 1880 le dará cabida, dentro de ciertos límites, al poder regenerativo del discurso revolucionario y al poder de las ideas políticas abstractas que lo alejarán de cualquier identificación lineal con la tradición liberal conservadora burkeana.
John Emerich Edward Acton nació en Nápoles en 1834. Sus ancestros paternos, asentados en sus dominios de Aldenham en Shropshire desde el siglo XIV, se habían visto obligados a abandonar Inglaterra en el siglo XVIII ya que su condición de católicos les bloqueaba su desarrollo profesional en su país. El abuelo aventurero de Lord Acton, Sir John se había logrado ganar la afección de la reina María de las Dos Sicilias quien lo convirtió en su primer ministro. Es probable que también fuera su amante. Con la extinción de la rama más antigua de la familia, en 1791, Sir John heredó la baronía y para sorpresa de la corte en 1811 se casó con una sobrina de 13 años que daría a luz tres hijos. El segundo hijo, Charles Jauarius entraría al servicio de la Iglesia y sería nombrado cardenal por Gregorio XVI como retribución por sus servicios a la jerarquía. Su otro hijo, el mayor, Richard, contribuyó a la fortuna familiar casándose con Marie Pelline de Dalberg, heredera de unas de las más ilustres familias del Sacro Romano Imperio a través de la cual recibió extensos dominios en la zona de Renania. Sir Richard, luego de una corta y disipada vida murió cuando su hijo tenía tres años y rápidamente su madre se casó en segundas nupcias con Lord Leveson Gower quien más tarde sería Earl Granville, un importante líder aristocrático del partido Whig relacionado con los duques de Devonshire y Sutherland.
A través de su vida Acton se movería cómodamente entre sus residencias en Londres, Aldenham, Paris, Herrnsheim y Nápoles codeándose con gran parte de la aristocracia europea. Más allá de lo anecdótico de estas conexiones europeas, las mismas explican su profundo vínculo con el catolicismo continental que su madre se encargaría de preservar garantizándole una educación católica, primero brevemente con Dupanloup en París y luego en Oscott ubicada en Edimburgo bajo la tutela de quien más tarde sería el cardenal Wiseman. Un recorrido bastante diferente al de su padrastro anglicano cuyo paso por Eton y Christ Church de Oxford lo había catapultado directamente a las altas esferas de la política. En 1850, Acton intentó ingresar a Cambridge, pero su condición de católico se lo impediría. Por ese motivo, logró el permiso de su familia para estudiar con el célebre historiador y teólogo de la Iglesia católica Ignaz von Döllinger, en Múnich, donde sería recibido por sus parientes los Arco-Valley, cuya hija, la condesa María von Arco-Valley, terminaría convirtiéndose en su esposa
A partir de principios liberales, Acton arribaba a conclusiones completamente antiliberales: defendía al Imperio austrohúngaro contra la Italia liberal alegando que la coexistencia de diferentes nacionalidades dentro de un mismo Estado federal era la mejor forma de garantizar la libertad política.

Por esta época, Döllinger había desarrollado un ultramontanismo militante en la Universidad de Múnich, desde donde Baviera debía erigirse como un bastión contra el protestantismo y el secularismo a través de la investigación histórica. En 1853, Acton realizaría un viaje por los Estados Unidos junto a su primo, Lord Ellesmere. El diario de viaje revela a un Acton reactivo y crítico frente a la igualdad republicana. Por entonces, dando cuenta de su vena conservadora, comentaba en su diario que recibía a diario su “cura homeopática contra la democracia”. Esta visión de primera mano de la realidad norteamericana lo llevaría a escribir poco tiempo después sobre la Guerra Civil. Según Acton, el Sur confederado encarnaba a una minoría reprimida, y su secesión era entendida como una reivindicación de independencia frente a la imposición del despotismo de los estados del Norte. Los abolicionistas desplegaban un idealismo similar al del nacionalista Mazzini, al apelar, anárquicamente y más allá de la constitución escrita, a una ley superior. De manera similar a Cavour, los unionistas del Norte ponían la igualdad por encima de la libertad y buscaban destruir a los Estados del Sur, que eran un freno para la afirmación del absolutismo. Esta visión, indudablemente, lo llevaría a terminar afirmando la legitimidad de la esclavitud en el Sur. Aquí aparecía, por primera vez, una tendencia recurrente en su obra: a partir de principios liberales, Acton arribaba a conclusiones completamente antiliberales.
En 1857 Acton realizaría un viaje a Roma junto a Döllinger que, junto a los realizados entre 1864-1865 y 1866-1867, le permitiría acceder a numerosos archivos y alterar gradualmente sus tempranas convicciones ultramontanas heredadas de su maestro bávaro. En un momento previo a la apertura de los Archivos Vaticanos, Acton comenzaría a sospechar que la historia eclesiástica, tal como se escribía en la península itálica, era una herramienta esencialmente apologética destinada a justificar una visión eclesiástica ultramontana.
A su regreso a Inglaterra, Acton se hará cargo de la revista católica The Rambler (más tarde transformada en la Home and Foreign Review), desde la cual intentará lo imposible: educar a un episcopado poco formado y a un laicado aletargado, reconciliando la religión con la verdad y la teología con la historia. Indudablemente, esta empresa le acarreará no solo a él, sino también a Döllinger, numerosos dolores de cabeza, además de la constante amenaza de censura por parte de una jerarquía eclesiástica comprometida con un neotomismo apologético en permanente tensión con la investigación histórica. En 1863 Döllinger pronunciaría su famoso discurso de Múnich en defensa de la empresa histórica alemana; un año después, el Papa condenaría lo que consideraba peligrosos errores en el Syllabus.
Acton escribió en 1862 dos textos célebres que reflejan tanto sus contradicciones como su originalidad: Nationality y The Protestant Theory of Persecution. En el primero, Acton, con apenas 28 años, se mostraba muy crítico de la Italia liberal de Cavour y, al mismo tiempo, evidenciaba su aislamiento dentro del campo liberal al defender de forma sorprendente la causa del Imperio austrohúngaro, un barco que, sin lugar a dudas, ya estaba destinado a hundirse. Mientras el liberalismo en Inglaterra celebraba a Garibaldi, Acton defendía al Imperio austrohúngaro alegando que la coexistencia de diferentes nacionalidades dentro de un mismo Estado, reconocida mediante una estructura federal, era la mejor forma de garantizar la libertad política. En los movimientos nacionales de unificación de Italia y Alemania, Acton veía un peligro para la libertad, en la medida en que imponían un poder estatal centralizado y adoptaban una retórica nacionalista. Al igual que en el caso de la Guerra Civil estadounidense, su liberalismo lo colocaba en una posición incómoda: un liberal defendiendo la maquinaria vetusta del Imperio austrohúngaro, mientras el resto celebraba el ideal progresista de la unificación nacional. Según Acton, el problema del nacionalismo moderno había comenzado con la partición de Polonia, un acto flagrante de absolutismo. Con tintes proféticos, afirmaba que, desde entonces, las naciones comenzaron a demandar su unión con un Estado como si se tratara de “un alma vagando en busca de un cuerpo”. A los ojos de Acton, Austria era un baluarte fundamental para Europa contra la igualdad y la centralización surgidas de la Revolución Francesa. Por el contrario, su deseo era un poder que estuviera distribuido entre distintos grupos sociales, lo que, en última instancia, ofrecía una mayor garantía de libertad. En ese mismo sentido, la Iglesia —en un Estado plural— aparecía paradójicamente como un freno al poder uniformizante de la nación.
En la Guerra Civil norteamericana, según Acton, el Sur confederado encarnaba a una minoría reprimida, y su secesión era entendida como una reivindicación de independencia frente a la imposición del despotismo de los estados del Norte, una que lo llevaría a afirmar la legitimidad de la esclavitud
De manera análoga, Acton veía en el poder totalizador de la uniformidad religiosa del protestantismo un problema significativo. En The Protestant Theory of Persecution, cuestionaba el lugar común según el cual la Reforma habría implicado necesariamente un avance hacia la aceptación de la tolerancia religiosa. Mientras las autoridades seculares respaldaban a la Iglesia católica, los reformadores se habían visto obligados a sostener, al menos inicialmente, la idea de la tolerancia. Sin embargo, al enfrentarse al disenso interno, terminaron entregando el control absoluto al poder del Estado, desarrollando así una teoría protestante de la persecución que, según Acton, resultaba incluso más nociva que la católica. De manera polémica, Acton afirmaba que la persecución católica —más allá de los excesos criticables— estaba, en cierto sentido, justificada, ya que el disenso religioso atentaba contra los fundamentos de una sociedad cristiana. En cambio, la persecución protestante afirmaba abiertamente el derecho del Estado a suprimir el error religioso, desligando esa acción de toda referencia a una autoridad eclesiástica. Si bien Acton criticaba la intolerancia tanto de católicos como de protestantes, parecía minimizar los efectos históricos de la persecución católica. Con el tiempo, sin embargo, moderaría sus críticas al protestantismo y comenzaría a acentuar más claramente las consecuencias negativas de la intolerancia católica. Una vez más, a partir de principios liberales, Acton terminaba arribando a conclusiones antiliberales. Al fin y al cabo, era un liberal católico, y la influencia del romanticismo se colaba casi inadvertidamente por la puerta trasera. Defendía el pluralismo como un medio para evitar la uniformidad política y religiosa, pero sin renunciar a las aspiraciones de unidad moral y espiritual. El resultado: un liberalismo sui generis.
Luego de la promulgación del Syllabus, el anuncio de la convocatoria al Concilio Vaticano I no generaba buenas expectativas entre los católicos liberales, que defendían un enfoque teológico abierto a las conclusiones de la investigación histórica. Frente a las consecuencias del Risorgimento italiano, un papado a la defensiva jugaría su carta política con la declaración de la infalibilidad papal. Acton estaría presente en Roma durante las discusiones del concilio, organizando a todos los participantes que consideraban que dicha declaración estaba en abierta contradicción con un enfoque histórico de la cuestión. Según Acton, la historia mostraba que los Papas habían errado en materia doctrinal. Desde Roma, enviaría información de primera mano a Döllinger, quien utilizaría ese material para escribir una serie de cartas publicadas en el Allgemeine Zeitung de Frankfurt, donde daba cuenta de lo que ocurría entre bambalinas en el Concilio Vaticano I. Alguien, alguna vez, podría escribir una novela histórica basada en lo sucedido en Roma durante ese período: scholars buscando manuscritos para demostrar que los papas eran falibles, presiones, maniobras políticas y diplomáticas de todo tipo a favor y en contra de la declaración de la infalibilidad papal. Lo cierto es que Acton y Döllinger sufrirían una derrota personal tras la proclamación de la infalibilidad papal. Luego de la capitulación de la mayoría de los obispos que inicialmente se habían opuesto a la declaración, la Iglesia terminaría excomulgando a Döllinger que no cedería frente a las presiones. Por su parte, Acton —al fin y al cabo, un laico— se ampararía en su silencio y, en última instancia, en su conciencia, logrando así evitar sanciones eclesiásticas. No es difícil imaginar el sentimiento de aislamiento que debió experimentar en los años posteriores al concilio. Ser católico en Inglaterra ya resultaba problemático; ser un católico liberal, una rareza; y ser un católico liberal defensor de una teología abierta al método crítico de la historia, un verdadero problema para la jerarquía eclesiástica, que siempre lo había mirado con desconfianza y que, tras el Vaticano I, veía confirmados todos sus prejuicios.
Una imposible historia de la libertad
Después del concilio, Acton se volcaría a sus estudios históricos, intentando concretar su Madonna of the Future. Así llamaba en sus cartas a Mary Gladstone, hija del primer ministro, a la obra que nunca llegaría a escribir: su historia de la libertad. La expresión aludía a un relato de Henry James, centrado en la vida de un pintor que pasaba toda su existencia imaginando un capolavoro sin lograr plasmarlo, debido a su excesiva devoción y perfeccionismo. Acton veía en ese relato un reflejo de su propia dificultad para materializar su gran proyecto intelectual. Si bien nunca escribiría un libro completo, daría al menos dos conferencias fundamentales sobre el tema 1877, que luego serían publicadas como ensayos: The History of Freedom in Antiquity y The History of Freedom in Christianity. Estos textos, junto con su reseña del libro Democracy in Europe de Sir Erskine May, publicada en 1878, contribuirían a fijar la agenda del partido Whig en su objetivo de lograr el regreso al poder de William Gladstone. La amistad con Gladstone se volvería cada vez más importante en estos años. Fue él quien, en 1869, lo nombraría par del Reino, otorgándole el título de lord, un reconocimiento que consolidaría su influencia política e intelectual.
Ser católico en Inglaterra ya resultaba problemático; ser un católico liberal, una rareza; y ser un católico liberal defensor de una teología abierta al método crítico de la historia, un verdadero problema
El objetivo del apoyo de Acton al regreso de Gladstone al poder tenía varias aristas. Por un lado, cierta estrechez financiera lo había llevado a considerar la posibilidad de ocupar un cargo en un futuro gabinete o incluso una embajada. Sin embargo, más allá de algún esfuerzo puntual en ese sentido, su rol consistiría en algo más ambicioso: refundar el partido sobre principios sólidos, dejando de lado la tradición del compromiso y del acuerdo político, que a sus ojos no era más que la realización imperfecta de un ideal superior. En este contexto, Acton comenzaría gradualmente a matizar su reverencia por Burke, con el fin de sostener que la constitución se mantenía por sus propios méritos, y no como el producto de pactos y consensos. De todos modos, siempre se mantuvo al margen de los compromisos cotidianos de la política, y llegó a coquetear con la idea de convertirse en una suerte de consejero filosófico de Gladstone, quien finalmente, en 1880, lograría el ansiado retorno al poder como primer ministro. Sus principios políticos, no obstante, continuaban enmarcados en una visión cristiana del mundo: para Acton, no había lugar para una concepción secular de la libertad. Si bien reconocía que los antiguos habían hecho avanzar su causa, se trataba, en el mejor de los casos, de premoniciones paganas de una doctrina más plena: la de la conciencia soberana, núcleo de su noción de libertad, surgida en la Edad Media gracias a los efectos positivos del conflicto entre el poder temporal y el poder espiritual. Mientras que el Estado antiguo demandaba la entrega absoluta del individuo, la Iglesia apareció como un freno frente a ese Estado omnipotente. Así como el gobierno absoluto contradecía el derecho divino, un cristianismo sin libertad también resultaba inconcebible. Para Acton, sin derechos divinos no podía haber derechos humanos.
Más allá de los ejemplos puntuales, el interés de Acton en esta época se centraba en recuperar la relevancia de la Revolución Norteamericana. El ejemplo de dicha revolución demostraba que, en ciertas circunstancias, las revoluciones podían ser justas, y las democracias, seguras. La Constitución federal estadounidense —al dividir y equilibrar el poder entre distintas instancias— ofrecía un modelo político que lograba armonizar democracia, igualdad y libertad. Mientras el Senado contrabalanceaba el peso de las mayorías populares, la Corte Suprema resguardaba la ley fundamental frente a posibles abusos del poder legislativo o ejecutivo. En este sistema, la Revolución Norteamericana se presentaba como una excepción positiva: se oponía a cualquier intento de uniformización, al nacionalismo y a la concentración del poder.
La recuperación del modelo federal norteamericano por parte de Acton no era casual. Con el regreso de Gladstone al poder en 1880, una parte central de su agenda estaría centrada en la concesión del Irish Home Rule, que, sin embargo, fracasaría en dos oportunidades: en 1886 y en 1893. Esta propuesta se enfrentaba a la firme oposición de un grupo influyente de unionistas (Froude, Dicey, Lecky, Salisbury, Fitzjames Stephen y Maine), quienes con matices entre sí sostenían que el rule of law en el Reino Unido y en todo el Imperio británico exigía una soberanía parlamentaria incuestionable. En este contexto, Gladstone le encargó a James Bryce la redacción de su The American Commonwealth, publicado en 1889, con el objetivo de defender el modelo federal norteamericano, y, por elevación, su propio proyecto federalista de Home Rule para Irlanda. Si bien el libro apoyaba una causa coincidente con la de Acton, su reacción fue notablemente crítica. Acton consideraba que Bryce había exagerado la continuidad entre la tradición inglesa y el sistema norteamericano. Según Acton, la Revolución Norteamericana no se limitaba a extender las libertades inglesas a las colonias ni podía entenderse simplemente como una reafirmación de la Magna Carta y el Bill of Rights. Al destacar las tendencias contrarrevolucionarias de 1787 en detrimento del espíritu revolucionario de 1776, Bryce desdibujaba la dimensión radical y metafísica de la revolución. También criticaba el énfasis desproporcionado que Bryce otorgaba al conservadurismo de Washington, Hamilton y Marshall, en desmedro del radicalismo de Jefferson y Madison. Su insistencia en una continuidad institucional angloamericana minimizaba, a juicio de Acton, la importancia de la apelación a la ley natural no escrita, que los revolucionarios utilizaron para justificar la independencia.
Acton buscaba frenar cualquier forma de absolutismo ideológico mediante todos los recursos disponibles: una Iglesia libre del poder del Estado, el conciliarismo, el federalismo, un sistema parlamentario bicameral, la Revolución norteamericana, cualquier mecanismo capaz de impedir la concentración del poder
En cambio, para Acton, la Revolución Norteamericana representaba una manifestación ejemplar del derecho de resistencia: una revolución abstracta, en su forma más pura y perfecta. Invitaba a todas las naciones del mundo a rebelarse en nombre de principios universales. “La revolución era la derrota de la historia”, diría Acton, en palabras extrañas para un liberal que hasta ese momento había reivindicado la herencia de Burke. Con esta nueva visión, rompía con el consenso historiográfico constitucional de la época victoriana (representado por Bryce, E. A. Freeman y William Stubbs), que exaltaba la continuidad y la evolución orgánica. A juicio de Acton, una historia constitucional centrada en estas ideas era engañosa e ilusoria: limitaba la agencia humana, sustituida por un conformismo que celebraba la tradición, la costumbre y los hábitos heredados del pasado. Intentar conectar las instituciones modernas con las raíces germánicas de los “bosques teutónicos” era, para Acton, profundamente conservador. En su visión, el historiador de la revolución no era un testigo pasivo, sino un actor comprometido con su causa. En esta etapa de su vida, Acton revisaría profundamente su comprensión de la revolución, a la que comenzaría a asignar un papel providencial y redentor. Sin embargo, nunca dejó de ser consciente del carácter peligrosamente totalitario de ciertas ideas abstractas. La Revolución Francesa, después de todo, había derivado en el terror jacobino. Por este motivo, Acton buscaba frenar cualquier forma de absolutismo ideológico mediante todos los recursos disponibles: una Iglesia libre del poder del Estado, el conciliarismo, el federalismo, un sistema parlamentario bicameral, cualquier mecanismo capaz de impedir la concentración del poder. Hugh Tulloch, en su breve pero denso libro sobre Acton publicado en 1988 en la serie Historians on Historians, parece haber dado en el clavo al sugerir que la coexistencia en su pensamiento de una nostalgia por el poder unificado con una obsesión por limitarlo, podría explicar por qué Acton nunca logró escribir su historia definitiva de la libertad.
Acton también mantuvo una relación ambigua con el socialismo. A diferencia del nacionalismo — al que consideraba un peligro por su carácter excluyente y unificador—, el socialismo representaba un riesgo aún mayor para la libertad, precisamente porque podía llegar a cumplir sus promesas. Esto implicaría que los individuos terminarían transfiriendo su obediencia al Estado, no ya por miedo o coacción, sino por gratitud hacia su benefactor. Aunque sostenía que el socialismo solo podría afirmarse mediante un poder despótico, también reconocía que se apoyaba en la noción de igualdad y en la intención de liberar a los individuos de la miseria y el hambre que había traído consigo la sociedad industrial moderna. En este sentido, el socialismo podía ser aceptable, siempre que no se consolidara por medios totalitarios. De hecho, a partir de la década de 1880, en su correspondencia con Mary Gladstone, Acton sostenía que existía un socialismo latente en la filosofía gladstoniana, así como una cierta compatibilidad entre el cristianismo y algunas ideas socialistas. Mientras que el reinado de los ricos se había concentrado en la acumulación de riqueza, el advenimiento del poder de los pobres traería consigo intentos de redistribuirla. Según Acton, aceptar los principios contractuales de la economía política implicaba ciertas obligaciones morales: no se podía defender el libre contrato en el mercado de trabajo y, al mismo tiempo, negar a la clase trabajadora su derecho a participar en el gobierno.
A diferencia del nacionalismo, el socialismo representaba un riesgo aún mayor para la libertad porque podía llegar a cumplir sus promesas y los individuos terminarían transfiriendo su obediencia al Estado, no ya por miedo, sino por gratitud hacia su benefactor
En la década de 1890, los problemas financieros de Acton se volvieron cada vez más acuciantes. Gladstone, logró evitar que perdiera su biblioteca —compuesta por más de sesenta mil volúmenes— gracias a la intervención, a espaldas de Acton, del filántropo Andrew Carnegie. Esta situación económicamente inestable, en cierta medida, lo obligó a aceptar el cargo de Regius Professor de Historia Moderna en Cambridge en 1895, tras la muerte de John Seeley. Si bien la cátedra le otorgó la estabilidad económica que tanto necesitaba, Acton se mostró inicialmente reticente a aceptarla. Al fin y al cabo, seguía considerándose un noble, más que un académico de carrera. También hubo reservas iniciales por parte de algunos profesores de Cambridge, que veían con desconfianza la designación de un Regius Professor que no había publicado ningún libro. Sin embargo, pronto esas dudas se desvanecieron: su generosidad, erudición y disponibilidad intelectual conquistaron a todos. Los últimos años de su vida los dedicaría a una empresa que él mismo consideraba destinada al fracaso: la edición de la monumental Cambridge Modern History. Como le confesó en una carta a Lady Blennerhassett, amiga de Acton y biógrafa de Madame de Staël, su vida había sido la historia de un hombre que comenzó creyendo que era un católico y liberal sincero, y que por eso había renunciado a todo lo que, en el catolicismo, no era compatible con la libertad, y a todo lo que, en política, no era compatible con el catolicismo. Había llevado más lejos que nadie su creencia doctrinal en el liberalismo, identificándolo con la moralidad, y defendiendo que los estándares éticos debían ser soberanos. Esa convicción lo había llevado al estudio de la historia, y —según sus propias palabras— “ese era todo su capital”.
Acton y su segunda vida en el siglo XX
Sus críticas al nacionalismo y al imperialismo convirtieron a Lord Acton en un victoriano atípico. De hecho, tras su muerte, ocurrida el 20 de junio de 1902, no faltaron en los obituarios alusiones a su supuesta falta de “fibra nacional”: un eufemismo para referirse a alguien que había osado denunciar la hipocresía nacional británica. Acton no dudaba en señalar que los ingleses se consideraban los mejores colonizadores del mundo, mientras exterminaban poblaciones nativas allí donde iban; despreciaban las conquistas, pero anexaban territorios con la misma voracidad que le atribuían a Rusia. Una vez más, Acton se revelaba como un pensador incómodo, en definitiva, un victoriano singular pero no a la manera de los Eminent Victorians de Lytton Strachey.
La publicación, en 1904, de la correspondencia entre Lord Acton y Mary Gladstone —en la que se mostraba como un demócrata con simpatías hacia el socialismo— motivó una respuesta desde sectores católicos. El abad benedictino Gasquet intentó contrarrestar esa imagen centrándose en las cartas que Acton había intercambiado con Richard Simpson, durante su etapa como editor católico. Su objetivo era claro: recuperar al Acton que había dado las grandes batallas del catolicismo liberal en la década de 1860. Lamentablemente, la falta de rigor académico de Gasquet, junto con su deseo de construir una imagen edulcorada de Acton, lo llevaron a modificar los textos de las cartas, cambiándolos allí donde consideraba que se desviaban de esa narrativa. El resultado fue una versión mutilada de su pensamiento, más útil para una causa apologética que para la comprensión histórica de su complejidad intelectual.
De todos modos, el evento que contribuyó a etiquetar durante mucho tiempo a Acton como un historiador whig fue la publicación en 1931 del libro de Herbert Butterfield The Whig Interpretation of History. Paradójicamente Acton siempre se había mantenido alejado de la historiografía whig de Thomas Babington Macaulay, que presentaba la constitución de 1688 como el telos de la historia inglesa. Tampoco compartía la perspectiva de los historiadores constitucionales como E. A. Freeman y William Stubbs, quienes incorporaban la Edad Media a la historia constitucional inglesa y explicaban la evolución de las libertades en términos orgánicos que habían surgido en los bosques teutónicos. En realidad, las críticas de Butterfield apuntaban al problema historiográfico de la teleología, es decir, a una visión del pasado que justificaba y celebraba el presente como su culminación. Sin embargo, Acton no encajaba en ese molde: durante su etapa en Cambridge, defendió —frente a figuras como Mandell Creighton y el propio Döllinger— la idea de que el historiador debía juzgar el pasado, no según los valores de su tiempo, sino con base en principios morales que, como católico, consideraba universales y atemporales. Mientras que Creighton sostenía que el contexto histórico debía explicar —e incluso excusar— ciertas decisiones de los actores en pasado, Acton concebía al historiador como un juez moral, llamado a evaluar con criterios éticos firmes e independientes del devenir histórico. Fue precisamente en una carta a Creighton, sobre este asunto, donde escribió su célebre frase: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente…”.
Aunque Butterfield trataría más tarde de rectificar sus apreciaciones iniciales, la confusión tuvo un efecto duradero: consolidó la imagen errónea de Acton como un historiador whig, cuando en realidad nada había en su visión de la historia más alejado de ese paradigma. Su catolicismo sui generis, su énfasis en los principios morales universales, su desconfianza hacia la narrativa del progreso continuo y su crítica a los abusos del poder, lo habían vuelto una figura radicalmente distinta de la tradición historiográfica whig que supuestamente celebraba.
La imagen de Acton cambiaría radicalmente después de la Segunda Guerra Mundial: Friedrich von Hayek propuso la creación de “Sociedades Acton” a lo largo de toda Alemania como una figura puente, capaz de reconciliar la tradición inglesa con la alemana
La imagen de Acton cambiaría radicalmente después de la Segunda Guerra Mundial. En 1944, el mismo año en que se publicó The Road to Serfdom, Friedrich von Hayek propuso una suerte de “plan Morgenthau intelectual”, mediante la creación de “Sociedades Acton” a lo largo de toda Alemania. Acton aparecía así como una figura puente, capaz de reconciliar la tradición inglesa con la alemana. Simultáneamente, la historiadora Gertrude Himmelfarb recuperaba la figura de Acton como un verdadero profeta del siglo XX, cuyas ideas servían para atacar no solo al nazismo y al estalinismo, sino también al socialismo fabiano estatalista de Beatrice Webb y Harold Laski y el intervencionismo económico promovido por el grupo de Bloomsbury. Para Himmelfarb, Acton ofrecía además una vía para rescatar una tradición liberal religiosa no secularista, fundamental para reconstruir una cultura de la responsabilidad moral en el devastado contexto de la posguerra. La defensa de la conciencia individual que Acton había formulado en el siglo XIX se revelaba como un antídoto poderoso frente a los totalitarismos del siglo XX. En el marco de la Guerra Fría, tanto Gertrude Himmelfarb como su esposo, Irving Kristol, serían figuras centrales en la fundación del neoconservadurismo norteamericano, en el que precisamente ese liberalismo religioso y no secular desempeñaría un papel fundamental. Más allá de que se compartan o no sus posiciones políticas, hay que reconocer que Gertrude Himmelfarb fue una académica rigurosa, erudita y profundamente leída, que supo reintroducir a Acton en el debate intelectual del siglo XX como una figura clave en la lucha contra las formas modernas de opresión.
Durante los años 60 y 70 surgirá lo que podríamos llamar el Acton libertario. Ese liberalismo religioso recuperado en los años 50 como base para reforzar el orden moral se transformará a finales de los 60 en una forma de atacar al liberalismo intervencionista norteamericano, especialmente vinculado al complejo militar-industrial durante la Guerra Fría. La figura central en este proceso será Ralph Raico, quien en 1970 escribirá una tesis bajo la tutela de Hayek en la Universidad de Chicago sobre el papel de la religión en la filosofía liberal de Constant, Tocqueville y Acton, que luego sería publicada por el Instituto Mises. Mejor no tirar mucho del hilo en este punto, porque ahí empiezan a aparecer personajes marginales vinculados a la llamada escuela austríaca, con los que lamentablemente nos hemos familiarizado recientemente. Con la Guerra Fría en su apogeo, a los ojos de los libertarios, los conservadores que tras la Segunda Guerra Mundial habían defendido la libre empresa en materia económica, habían terminado traicionando su causa ya que su apoyo al intervencionismo militarista de Estados Unidos terminó opacando su defensa del libre mercado. Esta “traición” de la derecha americana invocaba la libertad, pero en realidad respaldaba el poderío militar y empresarial norteamericano. En este contexto polémico, los libertarios fueron presentados por muchos como un movimiento marginal, carente de raíces filosóficas sólidas. Por este motivo, buscaron filiarse también a ese liberalismo religioso sui generis que compartía la idea de la libertad no como un fin político en sí mismo, sino como el medio para alcanzar un objetivo moral superior. Así, se diferenciaban claramente del liberalismo tradicional secularista y anticlerical.
Extrañamente, entre los 80 y 90 Acton pasó a ser considerado un defensor de la economía de mercado. Si bien a partir de la publicación de G. E. Fasnacht sobre la filosofía política de Acton, se recuperaron ciertos aspectos económicos de su pensamiento, solo a través de un recorte muy selectivo y direccionado de algunas citas se puede transformarlo en un abanderado del capitalismo de libre mercado. El Acton que se revela en sus cartas a Mary Gladstone claramente no encaja en esa ecuación. En los 90, de la mano del sacerdote católico Robert A. Sirico, se creó el Instituto Acton con el objetivo de integrar la economía de mercado con valores religiosos, intentando —como si fuera posible— moralizar los mercados. Sirico, tras un paso por el pentecostalismo en los 70 defendiendo la causa de minorías sexuales en Seattle, abandonó su militancia en la izquierda gracias a la influencia de Michael Novak, quien lo convirtió de socialdemócrata en un firme defensor del libre mercado. En Argentina tenemos también una representación vernácula del Instituto Acton que busca precisamente integrar los principios de la economía de mercado con la doctrina social de la Iglesia. Not my cup of tea. Perdón por el anglicismo, pero bien vale en este caso.
Durante los años 60 y 70 surgirá lo que podríamos llamar el Acton libertario; en los 90 se creó el Instituto Acton con el objetivo de integrar la economía de mercado con valores religiosos, intentando —como si fuera posible— moralizar los mercados
Por suerte, entre los 70 y los 2000 la erudición académica sobre el pensamiento de Acton continuó por carriles paralelos. Uno de los nombres ineludibles para entender al Acton historiador es el de Owen Chadwick, sacerdote anglicano y gran scholar, que además jugó como hooker para los British Lions en su gira de 1936 por Argentina. Chadwick rescató al Acton obsesionado con los documentos y con la defensa del método histórico. En su libro publicado 1998 Acton and History y basado en varias conferencias y presentaciones previas, refería una anécdota que pinta de cuerpo entero al Acton historiador: mientras escribía un texto sobre la Masacre de San Bartolomé (1572), Acton le pidió a August Theiner —quien literalmente tenía la llave de los archivos vaticanos en esa época anterior Concilio Vaticano I — que le copiara una carta de Antonio Maria Salviati, nuncio apostólico en París en el momento de la matanza. Así se investigaba en esa época, anterior a la apertura formal de los Archivos Vaticanos. Sin embargo, Acton había leído algún tiempo antes en la History of England de Sir Mackintosh una versión distinta de esa carta, que incluía pasajes más comprometedores que la copia que Theiner le había entregado. Para controlar las diferencias, Acton envió a copiar unos manuscritos de Chateaubriand a París, a partir de los cuales Mackintosh había citado la carta de Salviati en ocasión de su estancia durante el imperio de Napoleón. Los textos eran distintos: Theiner había recortado la carta para hacerla menos comprometedora. Si bien hoy resulta imposible coincidir con todas las ideas del método histórico de Acton, un historiador que actúa con esa rigurosidad merece respeto. Difícil no simpatizar con ese Acton que defendía el método histórico aun a riesgo de profundizar su aislamiento como católico liberal en la Inglaterra posterior al Vaticano I. El precio que pagó por defender ese método, en términos personales y vitales, fue enorme. Ya ser católico en Inglaterra era problemático; estar arrinconado por la jerarquía eclesiástica de una Iglesia católica inglesa lo fue aún más. No en vano, encontraría refugio en el centro de su liberalismo católico: la libertad de la conciencia individual.
En 2000, Roland Hill publicó una biografía monumental de Acton: bien escrita y producto de una investigación exhaustiva, todo lo opuesto a los usos instrumentales de su figura. Sin embargo, recuerdo que lo que más me llamó la atención fue la empatía del autor con el personaje. En realidad, con una actitud un poco naif recuerdo haber intentado buscar su correo electrónico para expresarle un agradecimiento por su libro. Pocas veces me ha pasado tener ese impulso. Creo que, en el fondo, intuía que había algo más en la manera en que Hill había tratado su tema. Lamentablemente, pronto me enteré de que Hill había fallecido el 21 de junio de 2014. Sin embargo, en 2007 había escrito sus memorias y no pude resistirme a leerlas: A Time Out of Joint. A Journey from Nazi Germany to Post-War Britain. Poco a poco todo se fue aclarando. El nombre real de Hill era Rudolf Hess y su familia era de origen judío. Si bien había nacido en Hamburgo, se desplazaría con su familia por Praga, Viena y Milán después de 1933. En su adolescencia, Hill se había convertido al catolicismo y con el surgimiento del nazismo, sus padres tomaron caminos diferentes para intentar escapar del continente. Rudolf permaneció con su madre en el norte de Italia y cuando las cosas se pusieron difíciles, fue enviado a Inglaterra, a donde llegó solamente con un billete de cinco libras en el bolsillo y sin ningún contacto. Allí, los católicos ingleses lo recibieron y entabló una relación con una familia, los Woodruff. Douglas Woodruff, editor del Tablet, publicación periódica católica, estaba casado con Marie Immaculé Antoinette (Mia) Acton, la más grande de los siete hijos y dos hijas del segundo Lord Acton. Si bien Mia, no había conocido en vida a su abuelo, había asumido el compromiso de mantener vivo su recuerdo. Más tarde durante la guerra, en tanto que extranjero, Rudolf Hess estuvo recluido en la Isla de Man y luego en Canadá, hasta que logró demostrar su voluntad de pelear contra Hitler y se enlistó en el décimo batallón de la infantería liviana de la división quince escocesa del ejército que desembarcaría en Normandía. Le sugirieron que, por precaución, cambiara su nombre en caso de caer prisionero, ahí se convirtió en Roland Hill. Un alemán de origen judío convertido al catolicismo, que había sufrido bajo el nazismo, llegaba a Inglaterra y se encontraba aislado por su propia condición de extranjero en lo que luego sería su propia tierra por adopción. Ese era el tipo que, con oficio y empatía, contaba la vida de Acton. Tenía sentido.
Su vida había sido la historia de un hombre que comenzó creyendo que era un católico y liberal sincero, y que por eso había renunciado a todo lo que, en el catolicismo, no era compatible con la libertad, y a todo lo que, en política, no era compatible con el catolicismo
