Los demócratas en su laberinto
El Partido Demócrata vive un momento crítico. A diferencia de 2016, cuando Hillary Clinton perdió el colegio electoral pero ganó el voto popular, esta derrota en todos los frentes de Kamala Harris es una oportunidad para que el partido reflexione a fondo qué pasó y hacia dónde ir. Que el árbol del triunfo de Donald Trump, y las transformaciones del Partido Republicano, no tapen el momento crítico que viven los demócratas.
por Jordana Timerman
Hace dos meses, el Partido Demócrata de Estados Unidos perdió la elección presidencial. Perdió en el colegio electoral, perdió en el voto popular, quedó minoría en ambas cámaras del congreso. Donald Trump entró a la presidencia con legitimidad incuestionable –77 millones de votos–, y el Partido Demócrata navega a la deriva, sin liderazgo claro y necesitado de apoyo psicológico profesional para sobrellevar la política en medio de recriminaciones. Los demócratas no encuentran el ánimo para resistir las esotéricas nominaciones del presidente Donald Trump para su gabinete, y el sentimiento de desgaste es evidente.
¿Qué pasó?; ¿Cómo puede haber vuelto a la Casa Blanca un presidente que se fue en medio de un intento de motín popular y que, desde entonces, fue condenado criminalmente por intentar callar una actriz porno con la que tuvo un affair? Según los datos de Edison, en 2024 se emitieron 4,3 millones de votos menos para presidente que en 2020. Sin embargo, aumentó por 11 millones la cantidad de votantes que se identificaron como independientes participaron en las elecciones. En contraste, el número de votantes republicanos cayó en 3,5 millones, mientras que el de demócratas se redujo en 11,2 millones.
Tradicionalmente el Partido Demócrata ha sido el elegido de la clase trabajadora estadounidense, aliado de los sindicatos y promotor de la expansión de los derechos para las minorías raciales, sexuales y mujeres. La historia se remonta al “New Deal” (Nuevo Trato) que el presidente Franklin Delano Roosevelt introdujo al Estado como garante contra el desempleo, la pobreza y la inestabilidad financiera, como respuesta a la Gran Depresión. También fue un presidente demócrata, Lyndon B. Johnson, que terminó con el apartheid, ahí conocido como “Jim Crow Laws”, que forzaban la separación de blancos y negros algunos estados, ratificando a partir de 1964 la tendencia de los votantes negros, establecida en los años 30, a votar fijo a los demócratas. En los años 90 el Partido Demócrata se volcó a la apertura y los tratados de libre comercio, y volvió a dar un giro progresista en los 2000, con la elección de Barak Obama.
Sin embargo, las últimas elecciones confirman la progresiva pérdida de votantes históricos demócratas: trabajadores y latinos. Frente a la vapuleada, los críticos acusan al partido de haberse convertido en una fuerza elitista, desconectada de su base, y de haberse extraviado en su afán por conquistar un votante centrista que, quizás, no existe. Otros argumentan que la retórica ultraprogre, el wokismo, ha alienado a su militancia tradicional.
De Paro
Si bien hay una narrativa dominante que dicta que el Partido Demócrata perdió las elecciones –en 2024 y las del 2016– porque se ha convertido en un partido de elite, un engendro de líderes alejados de la realidad que buscando votos perdieron el rumbo, hay divergencias sobre cuál era el rumbo y dónde fue que se perdieron. Una línea argumenta que los demócratas se encuentran en esta situación porque, se alejaron de la lucha de clases y, en los años 60, se fueron convirtiendo en el estandarte de los derechos civiles: la justicia racial, el pacifismo frente a Vietnam, posiciones más alejadas de las preocupaciones “blue collar”, como se les dice a los obreros ahí.
Como ocurre en otras latitudes, tras la elección surgieron análisis que apuntaban al progresismo como factor alienante para los votantes más necesitados. Se instaló la idea del backlash, el rebote conservador, que tiene, quizás algo de verdad y mucho de exagerado. Es una explicación conveniente: en efecto, la nómina oficial de potenciales nuevos liderazgos dentro del partido se ha inclinado hacia hombres blancos.
Los críticos ven en los demócratas un espacio de élite, desconectado de sus raíces obreras. La evidencia está en el comportamiento electoral de los votantes sin educación universitaria, que progresivamente se alejaron del partido desde los años 80

Sin embargo, la debacle demócrata no se explica solo por la guerra cultural y las polémicas sobre diversidad. Otros argumentan que el Partido Demócrata ha sido cooptado por los intereses de los mayores donantes, cuyos valores culturales son progresistas, pero que rechazan cualquier política que realmente afecte la distribución de la riqueza. Es decir, defienden sus propios bolsillos. Más ampliamente, muchos sienten que el partido perdió la legitimidad como representante de los reales intereses de la clase baja. “No debería sorprender mucho que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora se encuentre con que la clase trabajadora le ha abandonado a él”, escribió el Senador Demócrata Bernie Sanders, referente del ala izquierda más intransigente del partido, un radicalismo que muchos ven como antídoto vital al corporativismo de los demócratas y respuesta al desafío anti-establishment de Trump.
Los críticos ven en los demócratas un espacio de élite, desconectado de sus raíces obreras. La evidencia está en el comportamiento electoral de los votantes sin educación universitaria, que progresivamente se alejaron del partido desde los años 80, un efecto que se acentuó en el 2008 con la elección de Obama y se terminó de consolidar comenzando en el 2016, cuando Trump logró venderse como el representante cultural de la clase trabajadora. Esta tendencia se inscribe en una crisis más amplia que afecta a los partidos históricos de la clase trabajadora en distintas partes del mundo. Según el economista Thomas Piketty, tanto la derecha como la izquierda tradicionales se han vuelto elitistas –mercantilistas o intelectuales, dependiendo del caso– dejando a los votantes obreros a la merced del populismo.
En los años 90, el neoliberalismo marcó el auge de la tercera vía y cierta nueva centro-izquierda, como Tony Blair en el Reino Unido y Gerhard Schröder en Alemania. Lideradas por Bill Clinton en EE.UU., quien, como dijimos antes, apostó al crecimiento económico mediante tratados internacionales, se confiaba en que la prosperidad se derramaría hasta los sectores más bajos, aún cuando los trabajadores industriales eran los más perjudicados por el libre comercio celebrado por el “final de la historia”, tras la caída del Muro de Berlín. Pero la globalización desangró la base industrial del país. Los trabajadores —como en tantas partes— se encontraron con un capitalismo salvaje, sin sindicatos fuertes, sin servicios públicos sólidos y sin perspectivas de ascenso social. Muchos dejaron de verse reflejados en las élites del Partido Demócrata, políticos de carrera que apostaron a una campaña aparentemente diseñada por algoritmos para alinear la menor cantidad de intereses posibles.
Tras la derrota de Harris, el ala progresista del partido presiona para erradicar los vestigios de ese ¨progresismo clintoniano¨ (que señalan como neoliberal) e imponer una agenda de lucha de clases aggiornada. Frente a un gobierno dominado por la oligarquía tech, afirman que hay que abandonar la quimera del votante centrista y, al menos, defender intereses concretos. Algunos creen que esto es compatible con la batalla cultural; otros sostienen que es hora de dejar de lado el elitismo progresista.
La obsesión anti-woke, el backlash, es aceptar la narrativa trumpista. Los datos concretos de las elecciones ponen en duda esa narrativa.
¿Y las diversidades?
La pérdida del voto trabajador es un problema estructural para los demócratas, pero lo que ocurrió en las últimas elecciones también encendió alarmas: los latinos, un bloque clave de minorías que tradicionalmente respalda al partido, se volcaron en masa y favorecieron a Trump, un candidato con discurso racista y una fuerte oposición a la migración.
El apoyo a Trump entre hombres latinos fue especialmente alto: 54% en el 2024, frente al 36% en el 2020. Entre mujeres latinas, Harris obtuvo 58%, unos diez puntos menos que Biden en 2020. Encuestadores indican que los votantes hispanos priorizaron temas como la economía o la inseguridad. También influyó la percepción de que la inmigración podría afectar sus empleos y recursos, lo que llevó a algunos a inclinarse por restringir el ingreso de personas indocumentadas.
Es un golpe para la teoría de que la demografía define la política, y que los demócratas serían automáticamente favorecidos por una sociedad cada vez más diversa. Una lección sobre las identidades que desafía las suposiciones del presente y a futuro.
En contraste, los votantes negros han sido leales al Partido Demócrata desde 1936 y, más aún, tras la lucha por los derechos civiles en 1964. Pese a informes iniciales sobre un posible trasvase de votantes negros hacia Trump, su apoyo se mantuvo firme, pero invita a pensar un futuro donde aplica el mismo desafío que enfrentan con el supuesto bloque latino.
Disonancia
La obsesión anti-woke, el backlash, es aceptar la narrativa trumpista. Los datos concretos de las elecciones ponen en duda esa narrativa. En las últimas elecciones siete de los diez estados con referéndums sobre el aborto ratificaron su legalidad, incluso cuatro donde también triunfó Trump, que anteriormente se había jactado de ser el artífice de derrocar la decisión judicial que garantizaba el derecho a nivel nacional. En Florida, más votantes respaldaron el derecho a la interrupción del embarazo (57%) que al candidato republicano (56%), aunque sin alcanzar el 60% necesario para su aprobación. El corte de boleta reflejó un electorado que apoya el aborto, pero priorizó preocupaciones económicas al elegir presidente.
Kamala Harris perdió por un margen ínfimo: 1.5% del voto popular. Trump ganó, por el quinto margen de victoria más pequeño en las 32 elecciones presidenciales celebradas desde 1900. Su victoria en el Colegio Electoral también fue significativamente menor a los de Obama, (20 votos menos que 2012, 52 menos que en 2008).
No es el fin del Partido Demócrata. Lejos de serlo. De hecho, el analista político del New York Times, Nate Cohn, señala una tendencia exógena a la crisis partidaria, el voto al cambio, en contra del partido gobernante, que define las elecciones estadounidenses desde el 2004 (salvando la reelección de Obama en 2012) e impacta definitivamente en nuestra región. No es difícil imaginar un escenario en el cual los demócratas no logran la revolución interna –un New Deal, un Great Society– que pregonan los más progresistas, y, en vez, ganan por inercia.
Los votantes estadounidenses no parecen convencidos por la agenda de ultraderecha, sino por el cambio. Ha crecido el número de votantes que se autoidentifican como independientes, un grupo más proclive a cortar boleta entre candidatos legislativos y presidenciales, algo que en 2024 ocurrió en niveles sorprendentes. En cuatro estados, los electores eligieron senadores demócratas y, al mismo tiempo, votaron por Trump, una cifra que duplica la tasa de desdoblamiento de años anteriores, según Pew Research Center.
Pero sería una oportunidad perdida, en el hemisferio norte también hay militantes que creen que de los laberintos se sale por arriba. Robert Reich, secretario de trabajo en el gabinete de Clinton, esboza una plataforma para volver a ganar a la clase trabajadora: salud pública, educación universitaria gratuita, sindicatos fortalecidos, impuestos a grandes fortunas, créditos para comprar hogares, para crear un boom de construcción residencial. También imponer límites y regulaciones sobre las corporaciones.
“Los demócratas deben explicar a los estadounidenses por qué sus salarios han sido pésimos durante décadas y sus empleos menos seguros: no por los inmigrantes, los liberales, la gente de color, el “estado profundo” o cualquier otro fantasma republicano de Trump, sino por el poder de las grandes corporaciones y los ricos para manipular el mercado y desviar la mayor parte de las ganancias de la economía”.
El distrito del Bronx, en la ciudad de Nueva York, ofrece un caso llamativo. En esta comunidad, con una fuerte presencia de población negra, asiática y latina, Trump obtuvo el 33%, un aumento de 11 puntos respecto a 2020. Paradójicamente, el distrito también reeligió la izquierdista radical Alexandria Ocasio-Cortez, que obtuvo 68.9% del voto, asegurándose su cuarto mandato en la Cámara de Representantes. Figura central en la oposición a Trump, Ocasio-Cortez recurrió a sus redes sociales para interpelar a sus votantes, diciendo que quisiera “aprender” de ellos: “quiero escuchar lo que pensaban”, dijo. Muchos de ellos respondieron que, pese a su antagonismo, tanto ella como Trump representan el cambio, la lucha contra el establishment y una preocupación genuina por la clase trabajadora.