Los tecnofeudatari de la Gran América otra vez

Trump y Musk ante el capitalismo 4.0

por Alejandro Galliano

«Los hombres hacen la Historia pero no saben la Historia que hacen» es una frase tan vieja, sabia y manoseada que siempre juramos no volver a usarla y siempre aparece una nueva oportunidad para usarla otra vez. En esta ocasión, el merecedor es Steven Bannon, promotor del primer trumpismo en Estados Unidos y en el mundo, que hoy no solo se encuentra desplazado de su lugar de asesor aúlico por Elon Musk, sino que denuncia a todo un cerco de millonarios que rodean al presidente para hacer negocios, a la cabeza de los cuales estaría el dueño de Tesla, Inc. Pero a un trumpista línea fundadora como Bannon no le puede molestar un millonario solo por querer hacer negocios, el problema es el tipo de millonario y el tipo de negocios. En una entrevista que ofreció al Corriere della Sera, Bannon precisó a los destinatarios de su denuncia como «señores de la tecnología», o «tecno-feudatari» como traduce el diario italiano, en su mayoría extranjeros («el 76% de los ingenieros que trabajan en Silicon Valley no son estadounidenses») y en especial, «sudafricanos blancos» («la gente más racista del mundo») como el propio Musk, David Sacks e incluso Peter Thiel, si consideramos su infancia en Namibia. 

Al igual que el teniente coronel Zavala en la escena final de La patagonia rebelde, Bannon debe sentir que le puso el cuerpo, la cara y la cabeza a una batalla que terminó beneficiando a gente muy distinta de la que él pretendía beneficiar. ¿Quién es esa gente? ¿Cuál es la clase social que sostiene estructuralmente al segundo trumpismo? No es la del propio Trump, un magnate anciano y mustio que parece querer gestionar al mundo entero como si fuera una inmensa operación inmobiliaria. Tampoco lo es la vieja industria norteamericana, de la que, según el propio Bannon, Trump sería un defensor. Así lo promovió a los gritos en 2016 y así leyó a Trump buena parte del mundo, desde el antipopulismo hasta algunos populismos, incluyendo a una fracción importante del peronismo argentino. Algo ha cambiado. La denuncia contra los tecnofeudatari apunta tanto a la problemática figura de Elon Musk como al sector económico al que pertenece, las llamadas big techs. Respecto a Musk, todavía es un misterio qué tipo de alianza selló con Trump. Se trata de dos personalidades complicadas y egocéntricas, aunque de maneras muy distintas. Un bully de casi 80 años y ex bulleado de poco más de 50. Durante la campaña electoral, las fantochadas de Musk llevaron a muchos analistas a decir que la paciencia de Trump con el sudafricano tenía los días contados. Pero Musk sigue ahí. En todo caso, es un tema para los analistas de la política norteamericana y los psicoanalistas a distancia, dos gremios que me excluyen. 

Respecto a las big techs, vienen siendo las beneficiarias directas de las políticas norteamericanas desde la presidencia de Clinton. ¿Qué cambió en estos años para que pasen de ser los autonautas de la cosmopista digital a los tecnofeudatari de Bannon? Más allá de los refunfuños de un operador político resentido, vale la pena repasar las transformaciones del capitalismo en los últimos 30 años, la utilidad del concepto «tecnofeudalismo» para entender esos cambios y el verdadero desafío de la época: como gobernar lo ingobernable.

Dos transiciones capitalistas 

A principios del siglo XX, personas como Rudolf Hilferding, Rosa Luxemburgo y Lenin, entre otros, percibieron un cambio en el funcionamiento del capitalismo y teorizaron al respecto. Se inauguró la tradición de periodizar al capitalismo como un sistema único que reconoce distintas fases. Los nombres variaban: «capitalismo liberal», «manchesteriano», «monopólico», «imperialista», «fordista», «posfordista», «posindustrial», «neoliberal», etcétera. Para no complicar la narración, voy distinguir tres capitalismos pasados y uno emergente: el 1.0, que abarca los tres primeros cuartos del siglo XIX y se consolida con la instucionalización patrón oro desde 1844; el 2.0 que le sigue y se extiende hasta los años 70 del siglo XX, marcado por la transnacionalización, la producción en masa y la planificación estatal; y el 3.0, signado por la globalización y la financiarización, que va desde los años 70 hasta la crisis de 2008, más o menos. Cada uno de ellos tuvo su tecnología disruptiva (la máquina de vapor, el motor a explosión, la web), su hegemón (Gran Bretaña, Estados Unidos y los organismos multilaterales) y una transición siempre conflictiva al capitalismo siguiente.

Las big techs vienen siendo las beneficiarias directas de las políticas norteamericanas desde la presidencia de Clinton ¿Qué cambió en estos años para que pasen de ser los autonautas de la cosmopista digital a los tecnofeudatari de Bannon?

Hoy estamos ingresando a un capitalismo 4.0 al que todavía vemos demasiado cerca como para percibirlo claramente. Se llegan a distinguir dos grandes vectores (el machine learning como tecnología nodal y la aceleración de la crisis climática como condición principal) y una larga transición desde el capitalismo 3.0. En medio de la crisis de los años 70 (estanflación, crisis fiscal, nuevos movimientos sociales), las empresas, que ya se habían transnacionalizado durante el siglo XX, optaron por desengancharse de toda regulación estatal y nacional. En los años 80 y 90, los estados decidieron acompañar esa nueva estrategia empresarial con políticas de desregulación, austeridad fiscal y un corredor pulido para el flujo tecnofinanciero. Aquí llega el momento que los críticos del neoliberalismo se deleitan en narrar con telos trágico: era bastante evidente que la regulación de un sistema tan complejo no podía durar mucho en las manos descoordinadas de las corporaciones transnacionales, con la Fed y Wall Street como manantial de dinero global. Cuando la crisis de 2008 terminó de cerrar el ciclo, todos buscaron culpables en ese capital globalizado. Pero el sendero ya estaba marcado y la transición al capitalismo 4.0 en Occidente quedó en manos de ese mismo capital globalizado, sin arraigo territorial ni marco legal firme que lo contenga, heredero de la bulimia financiera del capitalismo 3.0.

En Asia en general, y China en particular, las condiciones de la transición fueron diferentes. Durante el capitalismo 2.0, los países asiáticos no desarrollaron ni un régimen de trabajo fordista ni nada parecido a un Estado de Bienestar. De manera que el capitalismo 3.0 pudo instalarse sin necesidad de desmontar un tejido institucional previo. En algunos rubros Asia fue incluso el laboratorio de reformas que luego aplicaría Occidente, como la tercerización y la flexibilización laboral. Hasta la China comunista llegó a diciembre de 1978 como una tabula rasa económica luego de los experimentos destructivos de Mao Zedong. En esas condiciones, y apretados por la escasez de recursos y la abundancia de población, a la que se disciplinó con diferentes formas de autoritarismo, las economías asiáticas desarrollaron corporaciones nativas tuteladas por el Estado y crecieron al punto de poder competir en todos los ítems tecnológicos con el modelo global. El ecosistema digital chino, por caso, es totalmente chino: los datos quedan dentro de China, las empresas están radicadas en China, son nativas y funcionan de manera articulada con el Estado. Esto no es tan novedoso: Japón y Alemania crecieron en la posguerra sobre un modelo de capital concentrado asociado a la banca nacional. Pero ese modelo no resistió bien la globalización del flujo tecnofinanciero. El capitalismo nativo asiático pareciera tolerar mejor la transición que tiene por delante.

Entre la crisis de 2008 y la pandemia, el capital se desglobalizó, el escalamiento del paradigma tecnológico comenzó a presionar sobre los recursos naturales (tierras raras, agua) y artificiales (microprocesadores, datos) y se acabaron los amigos. En la disputa por la hegemonía del capitalismo 4.0, la digitalidad y la materialidad se entrelazan: el desafío de DeepSeek al machine learning occidental no pasa solo por su código abierto sino, y sobre todo, por un funcionamiento más eficiente y austero ante la lógica escaladora del deep learning. Los capitalismos asiáticos, y el de China en particular, hasta ahora parecen mejor parados para encarar este nuevo mundo áspero, precario y austero. Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, tiene que doblar en U toda su pesada carrocería global, traer a los capitales de vuelta a casa y ajustar la escala a los recursos. Será un esfuerzo político, económico y cultural que va a producir fricciones por doquier, y poner en juego a instituciones moldeadas bajo el consenso liberal globalista. En este punto Trump y Musk deberán definir qué tipo de sociedad y Estado necesita el capitalismo 4.0 en Occidente.

La hipótesis tecnofeudal

Los tecnofeudatari de Bannon remiten claramente al concepto de «tecnofeudalismo». Su principal divulgador fue Yanis Varoufakis, gracias a su aura de vedette izquierdista global y a un libro ganchero editado en 2023. Pero la idea ya había sido desarrollada entre 2019 y 2020, respectivamente por McKenzie Wark y Cédric Durand (a quienes Varoufakis cita al final del libro, sin dejar de recordar que él ya andaba pensando en eso antes) y el término fue acuñado en 2018 por Alexandra Scaggs (a quien Varoufakis no cita) en «The node to serfdom», un breve artículo publicado en un blog del Financial Times. En aquella entrada bloguera, Scaggs discute con Anne-Marie Slaughter, ex funcionaria del Departamento de Estado, el sentido económico de la fusión de AT&T con Time Warner. Para Slaughter era un retorno al capitalismo monopólico de Andrew Carnegie y otros magnates del capitalismo 2.0, y se resolvía con una «economía colaborativa de mayor escala». Para Scaggs «la tecnología nos está llevando a una nueva era feudal en la que los individuos deben proporcionar robota (trabajo gratuito) simplemente para mantener un acceso efectivo a las plataformas de las big techs en las que las personas pasan una parte cada vez mayor de sus vidas». Scaggs admite que «la teoría tecnofeudal no es nueva» pero adquiere mayor importancia en un momento en que las economías colaborativas de escala agravan la dependencia de los individuos y las organizaciones a sus plataformas, y cierra advirtiendo que el poder acumulado por esas plataformas es una «autopista a la servidumbre», en explícita referencia a Camino a la servidumbre, el libro de Friedrich Hayek. McKenzie Wark, por su parte, no emplea el término «feudalismo», sino que habla de una «clase vectorialista» compuesta por big techs capaces de someter tanto al capital como al trabajo gracias a la extracción de una renta informática. La información como medio de producción altera la forma mercancía, que pasa a ser libre y replicable. En esas condiciones, la clase vectorialista puede controlar la infraestructura por donde circula la información, extraer los datos producidos libremente por los usuarios y valorizarlos mediante el taggeo y la agregación (los datos se valorizan en proporción directa a su cantidad).

Occidente tiene que doblar en U toda su pesada carrocería global, traer a los capitales de vuelta a casa y ajustar la escala a los recursos. Será un esfuerzo político, económico y cultural que va a producir fricciones por doquier

Sobre estas fuentes trabajaron tanto Durand como Varoufakis. La hipótesis de Durand toma como premisa un proceso recurrente del capitalismo: la reconcentración de la riqueza. Luego del momento heroico de las start ups en los años 90, las big techs alcanzaron un poder económico que les permite detentar una renta sin necesidad de innovar gracias el control de las patentes, la concentración de los datos y los menores costos de los bienes y procesos digitales en relación a los físicos. La economía resultante replica algunas características del feudalismo: el poder territorial (el costo de salida que tiene para los usuarios no emplear las plataformas digitales), la renta (la captura de riqueza creada por los usuarios) y la concentración de la riqueza (y los datos) en feudos cerrados, sin competidores. La versión de Varoufakis es bastante más sencilla: una vez derrotado el movimiento obrero, el capital evolucionó sin obstáculos hacia lo que el economista griego llama «capital-nube», un feudo digital capaz de explotar simultáneamente a los capitalistas, al trabajo asalariado y a los usuarios que interactúan en las plataformas de esa nube. En una entrevista a Jacobin, Varoufakis sintetizó su hipótesis: «Si el capitalismo, por definición, se basa en el mercado y en los beneficios, esto ya no es capitalismo, porque no se basa en el mercado. Se basa en plataformas digitales más próximas a los feudos en la nube». 

El primer problema de estas hipótesis tecnofeudales es que no parecen tener una idea muy rigurosa de lo que fue el feudalismo. Durand hace el intento y dedica varias páginas a descular textos de medievalistas como Georges Duby y Alain Guerreau, además de Marx, Engels y Weber. Varoufakis, más atento al horizonte intelectual de sus lectores, opta por referencias a la mitología y las series de ciencia ficción. El segundo problema, más grave, es que definen al capitalismo a partir de una sola variable: el mercado. Luego, verifican que ya no hay mercado; ergo, ya no hay capitalismo. Esa prestidigitación conceptual tiene un antecedente: en 1993 Peter Drucker dictaminó que transicionábamos hacia el «poscapitalismo» porque la creciente distribución de participaciones accionarias entre los trabajadores de las firmas disolvía la oposición entre capital y trabajo, característica definitoria del capitalismo. 

Con todo, hay que admitir que el austríaco Drucker tenía una definición de capitalismo más precisa que la de los marxistas Durand y Varoufakis. El capitalismo hoy es un sistema demasiado complejo como para definirlo a partir de una sola variante. Y aún si fuera posible hacerlo, esa variante no sería el «mercado». El mercado es una institución omnipresente en todas las organizaciones humanas con algún excedente intercambiable, desde la Babilonia de Hammurabi hasta la Cuba de Castro. Y el capitalismo, cuya lógica no es el intercambio sino la acumulación, desde sus orígenes hasta el día de hoy no tuvo problemas en restringir, avasallar e incluso suprimir mercados para así garantizar la acumulación. Así lo explica Fernand Braudel:

Hay dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo… Si usualmente no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días. 

Lo que Scaggs, Durand y Varoufakis perciben como «feudalismo» es la vieja y conocida concentración del capital, con sus efectos esperables (ganancias que se tornan rentas, procesos que operan crecientemente fuera del mercado, empresas que escalan en conglomerados de alto poder social), que ahora se producen bajo el paradigma tecnológico particular que describen Durand y Wark. El verdadero problema, y quizás la verdadera dimensión neofeudal, es cómo gobernar todo eso.

Una nueva gobernabilidad

El interés de los tecnofeudatari como Musk y Thiel pasa más bien por lograr una nueva forma de gobernabilidad para esta nueva fase del capitalismo. Esa búsqueda tiene varios niveles. Por arriba, ya vimos la necesidad de reterritorializar el capital hacia un modelo de corporaciones y ecosistemas digitales nativos, más eficiente para encarar los desafíos del capitalismo 4.0. Por debajo de esta reterritorialización está la necesidad de establecer tecnologías biopolíticas para gobernar a la sociedad. Y no a la mansa sociedad neoliberal 3.0, que engordaba frente al televisor, sino a la nueva e ingobernable sociedad 4.0 tribalizada por las formas de subjetivación digital. Esa nueva gobernanza digital fue objeto de distintas conceptualizaciones, desde el «capitalismo de vigilancia» de Shoshana Zuboff hasta el «tecnoceno» de Flavia Costa, pasando por las propias hipótesis tecnofeudales. El problema es que todas estas interpretaciones entienden a la infraestructura digital como un conjunto de herramientas rígidas y estables, con resultados predecibles y patrones de desarrollo determinados. Pero los procesos del sistema ciberfísico (los algoritmos y plataformas) y el machine learning son sumamente inestables porque la retroalimentación de datos los va transformando a medida que se usan. Una cibernética entre el uso, el proceso y el producto, que hace que el propio medio de gobierno digital se vuelva ingobernable. El mérito del trumpismo, y el de casi todas las «nuevas derechas», hasta el momento fue su capacidad de absorber y operar ese caos: memes, foros, desinformación, teorías conspirativas, shitposting, etc. Al decir de Javier Blanco, las «nuevas derechas» lograron un alto impacto social con estructuras inviables, precarias e inestables; mientras las grandes estructuras híperviables, estables y organizadas para perdurar, como los partidos políticos, las ONGs globales y los mass media, tienen cada vez menos impacto por fuera de sí.

Por debajo de la reterritorialización del capital está la necesidad de establecer tecnologías de gobierno para la nueva e ingobernable sociedad tribalizada por las formas de subjetivación digital

Pero el caos es un medio, no un fin. Tarde o temprano habrá que ordenar para gobernar. Y el horizonte de expectativas de los tecnofeudatari puede recuperar un proyecto mucho más antiguo e inteligible que el de Durand y Varoufakis: la utopía tecnocrática concebida por Henri de Saint-Simon en plena revolución industrial del siglo XIX.

Una gran jerarquía neofeudal―lo describió Isaiah Berlin―con los banqueros en la cima, los industriales un poco por debajo, los ingenieros y técnicos más abajo, y luego los artistas, pintores y escritores. Todo ser humano imaginativo que tenga algo que ofrecer se encuentra en algún lugar de esta jerarquía, de este gran nuevo régimen feudal en que todo está dispuesto en un orden rígido. 

Anudar la concentración económica y la capacidad extractiva de las big techs a un poder estatal fortalecido por las herramientas digitales y enajenado del escrutinio democrático puede ser una forma de gobernanza del capital territorializado, las nuevas tecnologías, los recursos naturales y una sociedad altamente irracional y tribalizada. Incluso la idea de gobierno gerencial fantaseada por los neorreaccionarios tiene un antecedente en Saint-Simon: «El principio fundamental de una gestión administrativa es que los intereses de los administrados deben estar encaminados de tal modo que hagan prosperar lo más posible el capital de la sociedad y obtengan el apoyo de la mayoría de los miembros de la sociedad», escribió en 1824.

Del Deep State al «Pseudo Estado»

Ninguna hipótesis tecnofeudal se molestó en pensar la forma de gobierno efectiva de esta nueva formación socioeconómica. La intuyen tecnocrática, iliberal, autoritaria y no mucho más. Quien hizo un intento fue Kevin Batcho, un arquitecto norteamericano retirado que bloguea desde Bélgica. En una entrada de substack que honra el estilo rápido, red piller y levemente paranoico de ese medio, Batcho desarrolla el concepto de «Pseudo Estado»:

una red de entidades externas que ejercen una autoridad significativa sobre la gobernanza nacional e internacional sin rendición de cuentas constitucional o democrática. A diferencia del Deep State, arraigado en la burocracia, o el Surface State, representado por funcionarios electos, el Pseudo Estado opera desde la periferia, imitando las funciones estatales pero existiendo más allá de los límites formales del poder estatal. 

El Pseudo Estado surge con el capitalismo 2.0 norteamericano, cuando la concentración empresarial dio lugar a instituciones «filantrópicas» como el Carnegie Institution for Science (1902), que funcionó como una agencia no estatal de investigaciones científicas, incluyendo un fuerte lobby a favor de la eugenesia; el Carnegie Endowment for International Peace (1910), que fue un actor destacado en las relaciones internacionales por fuera de los cuerpos diplomáticos oficiales; la Rockefeller Foundation (1913), según Batcho, un virtual Ministerio de Salud Pública paraestatal; y la Ford Foundation (1936), que funcionó de manera similar con la cultura y la educación. Según Batcho, estos formatos se extienden hasta el presente con nuevas fundaciones como la de Bill y Melinda Gates, entre otras. Pero hasta aquí estas fundaciones no dejan de ser parte, si bien sobredimensionada, del tejido social y civil que acompañó la construcción y gestión de los estados liberales, en particular del norteamericano. 

El trumpismo se propuso, a través de la figura de J.D. Vance, luchar contra el Deep State y reconectar el poder real con el poder formal, aunque sea resignando las formas democráticas liberales. Pero el Deep State no es más que el inevitable desarrollo de una burocracia weberiana, no electiva. El Pseudo Estado, en cambio, bajo el gobierno de Trump solo promete crecer, dar un salto cualitativo y colonizar al Estado con estructuras empresariales listas para socializar pérdidas, privatizar beneficios, y entrar y salir de lo estatal saltando una frontera borrosa: SpaceX y la NASA, Palantir y la CIA, y así. Ya no se trata de «fundaciones» operando de manera paralela al Estado sino de corporaciones enredándose con él.

Tanto Scaggs como Varoufakis enfatizan los procesos largos y las continuidades en la transición del capitalismo al tecnofeudalismo. Scaggs incluso cita a Matthew Josephson, el periodista e historiador que en los años 30 acuñó el concepto robber baron («barones ladrones», inspirado en los Raubritter medievales) para caracterizar a los magnates del capitalismo 2.0 como Carnegie y Rockefeller: «Los síntomas del futuro orden de cosas existían con fuerza al lado de las instituciones precapitalistas o feudales, desde los días de Jefferson. El proceso de cambio fue largo, gradual y no demasiado imperceptible». También el Pseudo Estado de Batcho es un «síntoma del futuro orden de cosas» que se desarrolló a lo largo de más de un siglo, junto al Estado liberal y el Deep State. No es casual que en los años 40 el historiador económico Allan Nevins, buscando contrarrestar la connotación negativa de robber baron, diera con otro concepto: industrial statesman, el Pseudo Estado blanqueado. Hoy, bajo Trump, cuya precaria estructura proselitista podría llegar a ser sostenida por un solo aportante (Elon Musk), el Pseudo Estado puede dar un salto cualitativo y consolidarse como gobernabilidad del capitalismo 4.0. La dimensión feudal, en este caso, es política:

El fenómeno del Pseudo Estado—concluye Batcho—evoca la soberanía fragmentada del feudalismo medieval, donde el poder estaba disperso en dominios distintos. Los pseudoestados actuales reclaman soberanía sobre esferas especializadas (exploración espacial, seguridad), eludiendo el control estatal tradicional, valiéndose de la riqueza, la tecnología y las redes transnacionales, y desafiando la legitimidad del Estado en sí, al presentar sus acciones como correcciones a fallas estatales. 

A Trump y sus tecnofeudatari les tocará gobernar la transición al capitalismo 4.0, su disrupción tecnológica y su crisis climática acelerada. Eso implica no sólo una confrontación con China, sino una reterritorialización del capital y una nueva gobernabilidad de la sociedad. La concentración del poder económico y tecnológico es parte de esa gobernabilidad, y la consagración de un Pseudo Estado podría ser la forma política más apta para ese capital reterritorializado y concentrado. Para los neorreaccionarios se acerca el peligroso momento de todo utopista: ver su sueño hecho realidad. Para los paleolibertarios también, toda vez que una descentralización y privatización así del poder se acerca más a su horizonte utópico. Pero estos nuevos pseudoestados, monopolistas del poder económico y tecnológico en un área determinada del territorio y la vida, y ajenos a toda rendición de cuentas democrática o constitucional, pueden terminar siendo más tiránicos que los viejos estados nacionales, Deep State incluido. Y ya va a ser tarde para lágrimas.

El Deep State no es más que el inevitable desarrollo de una burocracia no electiva. El Pseudo Estado, en cambio, bajo el gobierno de Trump solo promete crecer, dar un salto cualitativo, colonizar al Estado y consolidarse como gobernabilidad del capitalismo 4.0

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