Mileurismo woke: acariciando lo sacro 

En este artículo el autor explora el universo woke visto y sentido desde el Reino de España. Las diferencias entre el avance progresista con crecimiento económico (González y Zapatero) y después de la crisis del 2008 (con Sánchez y PODEMOS). Guillotinas virtuales en "una fase de quiebre y transición hacia un futuro incierto, cada vez más próximo".

por Tomás Di Pietro Paolo

La convergencia europea post ‘45 entre liberalconservadurismo y socialdemocracia, en forma de bipartidismo y Estado de Bienestar, llegó a España recién en los 80. Quedaban atrás la dictadura y los grandes relatos, para dar lugar al gran pacto de estabilidad y crecimiento económico.  Los españoles, liberados de antiguos moldes de opresión y roles preestablecidos, celebraban su momentum de oda a la libertad y al goce. Nacía el “destape”, una apertura cultural sobre la desnudez y la sexualidad en los medios de comunicación; se instalaba el topless en las playas, se exaltaba la libertad sexual, el vestir como se quisiera, el poder elegir la propia forma de relacionarse. 

Los gobiernos socialistas de Felipe Gonzalez primero, y Zapatero, a su tiempo, introdujeron diversas políticas progresistas orientadas a la ampliación de derechos civiles y libertades individuales. Con matices, todo el continente avanzaba en la misma dirección. Eran las sociedades europeas, y no solo la familia socialdemócrata, las que se volvían más progres. Los partidos democristianos, cuando la alternancia les entregaba su turno, no deshacían el camino: sus votantes también habían cambiado. El crecimiento económico era el dador de estabilidad y la narrativa de progreso embelesaba empujando el cambio social. “Muera lo viejo, mañana es mejor”, como axioma fundamental.  

El fin de ciclo lo marca el crash financiero de 2008. La crisis económica destruye el sueño de la vida digna con un empleo mediocre. “El fin del fin de la historia” se presenta como un trauma que destruye el pacto y patea el avispero. Entonces asoma el desorden, que ya se cocinaba a fuego lento. Empezaba el mundo según Obama y España se convertiría en el laboratorio europeo. De esa herida nace el 15M, al grito de "PSOE, PP, la misma mierda es". Son los años de austeridad, comandados por Merkel en Berlín, Lagarde en el FMI, Juncker y Draghi en Bruselas, y Rajoy en Madrid. Mucho más que al gobierno, los indignados repudiaban al sistema, impugnando al poder económico y político de la Transición. 

Tras un par de años discutiendo su personalidad en el internismo, y tal como ocurrió con partidos análogos en el resto de occidente, Podemos se convierte al feminismo durante el auge de la cuarta ola, entre 2016 y 2017 del #MeToo

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La crisis era sistémica, y el problema más grande lo tenía la izquierda: su caja de herramientas para ofrecer soluciones —marxismo, keynesianismo— resultaba vetusta en los albores del cambio de ciclo. La resistencia germinaba en las calles y cada día brotaba un partido político nuevo: las Mareas, el Partido de la X, Guanyem. De ese caldo irrumpe Podemos y hace temblar al establishment. Rubalcaba renuncia a la dirección del PSOE y asume Pedro Sanchez, que empieza a repetir lo que dice Pablo Iglesias, pero con buenos modales. La cultura progresista, heredera de las reivindicaciones antisistema del 15M, se estaba mudando de ropa. 

Tras un par de años discutiendo su personalidad en el internismo, y tal como ocurrió con partidos análogos en el resto de occidente, Podemos se convierte al feminismo durante el auge de la cuarta ola, entre 2016 y 2017 del #MeToo. Con esta evolución, alcanza el cenit de su identidad y, finalmente, toma el cielo por consenso –y no por asalto– en una alianza liderada por el PSOE de Sanchez, en 2020. Llega el primer gobierno de coalición de España, el autodenominado “gobierno más feminista de la historia”. Los partidos progresistas, clásicos y nuevos, confluyen y amagan con sacar del purgatorio al sistema. Irene Montero, con 30 años y al mando del flamante Ministerio de Igualdad, sintetiza la época. Se trata de la primavera progre.

Son años de wokismo explícito, aún sin ese nombre, permeando en todos los ámbitos de la sociedad. El PP reemplaza a Rajoy con un joven Pablo Casado, quien  incorpora el concepto de "feminismo cordial", tratando de barrenar la ola. Sanchez conforma su gabinete mayoritariamente por mujeres. Se aprueba el Plan Estratégico de Igualdad de Oportunidades 2018-2021, se implementan medidas para reducir la brecha salarial de género, llega la ampliación de los permisos de paternidad –igualándolos progresivamente a los de maternidad–, se refuerzan las políticas contra la violencia de género –con un aumento significativo en el presupuesto destinado a este fin–, y mucho más. 

Rápidamente el discurso público se inunda de reproches, visceralidad y desprolijidades tales como las denuncias anónimas. La presunción de inocencia atraviesa horas bajas. Nace la cancelación como práctica. Son tiempos de saturación discursiva. 

El feminismo, punta de lanza del wokismo español, impulsa la lucha por la igualdad de género, contra la violencia machista y el patriarcado. Sin embargo, sus postulados se dan bruces con sus propios excesos y contradicciones, generando tensiones internas. Tal es el caso de la Ley Trans del 2023, que exhibe la fractura entre feministas clásicas, que defienden la categoría de mujer desde la biología, y las feministas interseccionales, que priorizan la identidad de género. Este asunto desata una guerra dentro del feminismo español, y no es la única. Múltiples interpretaciones personales sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que es normal, lo que es biológico, o lo que es cultural dibuja infinitas líneas divisorias y balcaniza la lucha. 

Son años de wokismo explícito, aún sin ese nombre, permeando en todos los ámbitos de la sociedad. El PP reemplaza a Rajoy con un joven Pablo Casado, quien  incorpora el concepto de "feminismo cordial", tratando de barrenar la ola.

El Antiguo Nuevo Régimen

Son tiempos de profundos cambios sociológicos en España: la inmigración se multiplica, escalando del 2% de la población en el 2000 al 19% actual, la preocupación ambiental crece significativamente, y el machismo sistémico queda expuesto en el debate público. 

El interés por el término "woke" recién comienza a crecer de manera significativa a finales de 2020. Uno de los picos de búsquedas en Google España no coincide con ningún acontecimiento político nacional, sino con declaraciones internacionales sobre el supuesto "virus woke”, lo que revela hasta qué punto el debate español sobre lo woke está influenciado por dinámicas globales, particularmente estadounidenses. La globalización homogeniza las ideas. Gradualmente, se adaptan ligeramente al contexto local específico. La lucha contra la desigualdad del 15M, aunque orientada a la economía y no al género, sirvió para sentar las bases de este nuevo progresismo, de sustrato racial importado, al servicio de demandas españolas de igualdad, diversidad e inclusión.

A diferencia del progresismo de González y Zapatero, desarrollado en contextos de crecimiento económico y estabilidad política, el woke surge en un marco de crisis económica y existencial. Mientras que aquel viaja de abajo hacia arriba, se centra en cambios legislativos, y funciona como el update de un sistema que se adapta garantizando su continuidad; éste, de pretensión revolucionaria, se propone transformar los estamentos y estructuras de la cultura mediante el diseño forzado de sus individuos. Sueña con modificar a cada persona para alcanzar la sociedad correcta, pero no es capaz de imaginar un sistema nuevo. Su hegemonía cultural es comandada por una izquierda que posterga la lucha de clases para adoptar un enfoque tribalista y excluyente, alejándose de la visión universalista clásica. Defiende causas de identidades segmentadas, navegando una complicada línea entre la hipótesis de la lucha colectiva y una praxis individualista absolutamente posmoderna. Esta dinámica se manifiesta en su voluntad de cambio en la estructura del poder desde el ámbito privado, y en la forma en que aboga por la visibilización y los derechos de grupos específicos mientras que, simultáneamente, fragmenta el discurso en innumerables corrientes. Se trata de la política de lo personal, una lucha cuerpo a cuerpo que pone en el centro del debate a ofensas y reivindicaciones particulares. Propone el empoderamiento individual pero no resuelve la crisis de comunidad. Pasa por alto el vacío espiritual y no distingue matices: el macho, el patriarcado, el enemigo, sos vos. Así, lo woke intenta conciliar la reivindicación de causas comunes con un enfoque que, en su esencia, se alinea con la tendencia posmoderna de disolver las grandes narrativas en favor de experiencias e identidades particulares. Se ofrece como un format del sistema operativo pero no cambia su matriz. Es continuidad, porque el progresismo es continuidad. Pero el progreso terminó y lo que reina es incertidumbre. Entonces la revolución woke es un simulacro de alternativa al sistema, su última mutación narrativa.

Como el agua, la cultura globalizada de mercado no tiene forma. Fluye y adopta la figura de su continente. Conservadora primero, puritana después, finalmente progre. En España ilustra el recorrido de un fenómeno que parte desde la cultura social-liberal y el progreso económico, atraviesa el movimiento popular anticrisis –ocurrido esencialmente en las capitales provinciales y con epicentro en las ciudades de Barcelona y Madrid–, en un viaje de desamparo existencial hacia las instituciones, donde alcanza su clímax, y posterior colapso. Sus reivindicaciones de justicia e igualdad se entrelazan con los fundamentos de un occidente roto, cada vez más ateo, hedonista y adicto a la libertad. De tal manera, lo woke debe ser entendido como un discurso que propone acabar con injusticias históricas, pero también, al mismo tiempo, como la coda de la posmodernidad atentando contra sí misma, su acto final. Una dialéctica de tres fases: como revolución, declara la guerra santa contra el racismo, el machismo, la homofobia y la crisis climática subyacentes. Como continuidad, convierte las identidades en commodities. El mercado, rápido como la ambición, instrumentaliza y ridiculiza toda pretensión de ética (pinkwashing, ESG, greenwashing). Movistar despliega campañas inclusivas en el Orgullo Gay e Inditex lanza colecciones feministas. Por último, como pulsión autodestructiva y miope: no comprende el fin de ciclo, fracasa en sus más nobles objetivos, polariza y radicaliza posiciones, dando lugar a múltiples reacciones sedientas de venganza, y acompañando simbólicamente al sistema hasta la puerta de salida. 

A diferencia del progresismo de González y Zapatero, desarrollado en contextos de crecimiento económico y estabilidad política, el woke surge en un marco de crisis económica y existencial. 

La posmodernidad había cuestionado la existencia de verdades objetivas y promovido el relativismo. Emancipación de autoridad, a coste de resignar trascendencia. La transición cultural woke, sin embargo, alcanza una paradoja: los herederos de aquel caos recurren a la noción de verdad para respaldar sus nuevas posturas. Pero se trata ahora de verdades tribales, experiencias de vida. “El amor no duele”, sentenciaba el Ayuntamiento de Madrid en 2019, gobernado por Manuela Carmena, exponiendo la dificultad de encajar en marcos rígidos cuestiones tan complejas y multifacéticas como la sexualidad o el amor. Más recientemente, la denuncia penal de la actriz Elisa Mouliaá contra Iñigo Errejón resulta paradigmática: su relato ante el juez de lo que podría definirse como una pésima cita con un cocainómano narcisista, parece alejado del abuso sexual que denuncia. Acostarse con un boludo no es violencia.

Multitudes, universitarias o al menos drenadas por los círculos culturales progresistas, que habían abrazado un activismo presentado como la respuesta definitiva a injusticias históricas, comienzan a tomar distancia.

La falta de sentido, síntoma supremo de época, había obrado como la arquitecta perfecta para encumbrar una militancia tipo “woke en armas”, apoderándose del zeitgeist. El activismo dio alojo y funcionó como religión secular, al creerse portador de certezas absolutas. El sujeto posmoderno necesitaba causas morales para poder experimentar algo así como el orden religioso, soñar con lo sagrado, sentirse vivo. En tiempo real, el capitalismo procesó y digirió las novedades, mercantilizando ideologías y disolviendo las certezas.

En la dinámica del mismo discurso se escondía la práctica dogmática. Las complejidades inherentes a su hegemonía cultural líquida jamás fueron comprendidas por sus más fieles adherentes. Su institucionalización, así como su vocación totalizante de visión única, acabaron por exhibir a lo woke como una radicalización autoritaria incapaz de comprender su época. 

La libertad individual, columna vertebral occidental, se topó con una novedosa rigidez en ámbitos éticos y morales, un conjunto de nuevas normas no escritas que pasaron a censurar determinadas expresiones.  El wokismo se volvió especialmente intransigente con sus propios simpatizantes: cualquier atisbo de contradicción o matiz, pasó a ser penalizado con la cancelación mediante turbas digitales iracundas. Saturno devorando a su hijo. La exigencia de adhesión incondicional a sus postulados, considerando cualquier desviación o cuestionamiento como una forma de complicidad con la opresión, se volvió un Reinado del Terror contra sí misma. Florecieron las guillotinas virtuales. La escritora María Frisa fue cancelada luego que algunos fragmentos de su libro infantil 75 consejos para sobrevivir al colegio fueran compartidos fuera de contexto en Twitter. Cientos de críticos acusaron a Frisa de promover el acoso escolar y actitudes machistas, a pesar que era evidente que no habían leído el libro. Un influencer lanzó una petición para retirar la obra de las góndolas, logrando miles de firmas en cuestión de días. Frisa y su familia fueron amenazados. Se trataba de un error. 

La idea de acabar con la intolerancia “a los tiros si hace falta”, conllevaba un problema de origen. Los mismos factores que habían impulsado su ascenso sentaron las bases para el surgimiento de su némesis. Aquel poder político y mediático que estaba provocando asfixia generó reacciones contrarias que denunciaron el sesgo ideológico institucional. Irónicamente, fue Irene Montero, otra vez, o mejor dicho, el repudio hacia ella, la síntesis del antiwokismo. 

Lo woke pasó de ser una autodefinición orgullosa, a convertirse en un agravio, un insulto. Dejaron de reproducirse los autoproclamados wokistas, para brotar por los cuatro costados los antiwokistas. La etiqueta pasó a servir para rechazar. Del amanecer embrionariamente mayoritario y transversal, a quedar sobrerrepresentado por urbanitas millennials sin hijos, desagregados, legítimamente preocupados por el planeta y las desigualdades, pero demasiado cómodos con el statu quo de sí mismos. Un salvavidas en un avión que cae. 

Aquella fuerza dominante woke en el discurso público evidenció el poder de las élites intelectuales para moldear la opinión pública. La sacralización de los postulados de esta élite, no obstante, no ha resultado buena idea. No al menos bajo el propio paradigma liberal, puesto que conlleva el riesgo de sofocar el debate y la crítica, incluso ante temas de amplio consenso. La supresión de voces disidentes, aunque se presente como razonable frente a ideas delirantes, tiene consecuencias. El cantante Miguel Bosé, por citar un ejemplo, cuestionó en la pandemia la seguridad de las vacunas contra el COVID, entre algunos argumentos conspiranoicos, sugiriendo que existían intereses económicos ocultos detrás de la campaña de vacunación. Fue mediáticamente ridiculizado. Aunque oponerse a un plan de vacunación en pandemia pueda resultar insensato para la gran mayoría, Bosé tenía el derecho de plantear aquellas preguntas. Tampoco sirve de mucho catalogar de inmoral a quien no se adecúa al pensamiento hegemónico. Tal fue el caso del exdiputado de Vox, Iván Espinosa de los Monteros, cuando criticó en el parlamento las políticas climáticas del gobierno español y de la Unión Europea, argumentando que estas medidas burocráticas no solo eran ineficientes, sino que también perjudicaban a sectores clave como la agricultura y la ganadería. La vicepresidenta Teresa Ribera lo llamó “irresponsable moral” por negar la urgencia y atentar contra los españoles. Tolerar los cuestionamientos, incluso aquellos que atacan las verdades más evidentes, es parte fundamental del conocimiento científico. Pero siendo aún más terrenal: es estratégico. La cancelación es idiota. El “cordón sanitario” contra Vox solo provocó un aumento de sus votantes. De tal manera, además de los problemas autogenerados y de las críticas merecidas, el progresismo woke jamás supo qué hacer con la desinformación, las fake news y el negacionismo, más allá de pretender, sin éxito, suprimirlos.

Las ideologías, hasta hace poco clínicamente muertas, iniciaron un reset. El mundo postideológico dio lugar a uno de excedida ideología, pero sin el orden del pasado. Como explica Peter Sloterdijk en su obra Ira y tiempo, la ira fue el motor de la historia de occidente. Canalizada antaño por la iglesia y la izquierda, se fue quedando huérfana ante la rendición incondicional de éstas ante la democracia liberal y el mercado, provocando una atomización de la furia. El aniwokismo, nuevo “banco de ira”, tendió a dividir aún más la sociedad, dirigiendo la rabia hacia grupos vulnerables en lugar de hacia las estructuras establecidas del poder. El resultado es la hiperfragmentación social.

Las redes sociales obraron como el campo de batalla, convirtiendo la indignación en un modelo de negocio rentable –principalmente para las plataformas, pero también para diversos kioscos de content ideológico. Los algoritmos alimentan la ira y refuerzan las cámaras de eco que radicalizan posturas, favoreciendo discursos simplificados, penalizando el disenso. Sobra ideología en las redes. Falta orden en todos lados.

“Cuando las personas se unen a un grupo político o movimiento social, no solo adoptan ideas, sino que activan un 'interruptor de colmena'. Su pensamiento se vuelve grupal, y la lealtad a la tribu puede eclipsar incluso la evidencia racional”, explica el psicólogo social Jonathan Haidt. La militancia es, en todo momento, un fenómeno psicológico. El compromiso activo con la ideología intensa se vuelve adicción. Incluso el de las causas justas. 

Florecieron las guillotinas virtuales. La idea de acabar con la intolerancia “a los tiros si hace falta”, conllevaba un problema de origen.

No todo lo que no te gusta es franquismo

El antiwokismo, lejos de ser un bloque homogéneo, agrupa a críticos de diversas corrientes: desde marxistas y rojipardos hasta conservadores, tradicionalistas, o libertarios. Convergen en denuncias de exceso de corrección política agotada, una cultura de la cancelación asfixiante y censura ideológica. A pesar de sus diferencias, detectan que el sistema está roto. He ahí su mayor virtud: comprenden que la posmodernidad está terminada. Su principal defecto es ser funcionales al racismo, el machismo, la homofobia y otros retrocesos. La nostalgia lleva a la añoranza por un pasado que difícilmente vuelva, la Historia solo avanza hacia adelante.

La simplificación dialéctica facilita la polarización y excluye a quienes no encajan en la narrativa identitaria dominante. En su ensayo La trinchera de las letras el escritor Juan Soto Ivars analiza cómo los distintos grupos políticos y sociales utilizan la cultura como un terreno de lucha simbólica y política, afectando la libertad y el conocimiento. Asegura que la batalla cultural no sirve para nada: “tarde o temprano aburre a los convencidos, y todo el tiempo espanta a los ’convencibles‘”. Social-liberal y crítico de los excesos del wokismo, advierte que la hegemonía ha cambiado de bando: ”el riesgo hoy está en que el antiwokismo se pase tres pueblos. Y ya está pasando. Hay un brote de misoginia entre los jóvenes”. Aun así, no todo es irracional en el antiwokismo. 

La escritora Ana Iris Simón, marxista y neoconservadora, cuestiona cómo el feminismo contemporáneo prioriza discursos simbólicos sobre cambios estructurales tangibles. Crítica que corre el eje impidiendo abordar problemas de fondo, como la redistribución del poder o la transformación de las políticas públicas. 

El YouTuber libertario Un Tío Blanco Hetero (UTBH), cuyo canal es una declaración de guerra contra la cultura woke, señala cómo ésta utiliza la narrativa de igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley como coartada para introducir ideas que, según él, vulneran los principios que dice defender. Se queja que, bajo el amparo del feminismo, se justifiquen medidas como la discriminación positiva, lo que considera contrario a la verdadera igualdad. Además, ha cuestionado la tendencia de buscar compulisvamente discriminación de género en todos los aspectos de la vida, calificándola de "enfermiza". Señala que, en ocasiones, las diferencias de género se interpretan automáticamente como discriminación, lo lleva a una visión distorsionada de la realidad. De misma ideología, el think tank libertario Juan de Mariana publica en su web: “Ser woke consiste en sacralizar a grupos históricamente marginados. Es creer que el objetivo más elevado de la sociedad es igualar los resultados de los grupos identitarios desfavorecidos y protegerlos de cualquier daño".

El comunicador conservador Pedro Herrero afirma que algunas corrientes feministas contemporáneas están llevando a las mujeres a una especie de "minoría de edad legal", sugiriendo que, en lugar de empoderarlas, las victimizan y las presentan como eternamente vulnerables, equiparándolas con el rol de la mujer en la cultura islámica. Esta postura, advierte, podría limitar la autonomía y responsabilidad individual de las mujeres.

El antiwokismo, nacido y criado como una respuesta furiosa fragmentada, pasó de fenómeno barrial a constituir una fuerza con capacidad de incidencia electoral. Vox, partido antiwoke por antonomasia y tercer grupo parlamentario, rechaza el término "violencia machista", argumentando que su uso es equívoco y busca instrumentalizar el dolor privado con fines políticos. Su razón de ser es antagonizar con las políticas y discursos asociados a la diversidad, “el camelo climático” y el feminismo. Santiago Abascal se pasea por foros internacionales denunciado la “dictadura woke”. Como el resto de las nuevas derechas europeas, se tambalea entre el reformismo y la radicalidad, buscando su oportunidad. 

El bipartidismo es el sistema, y por lo tanto, es la crisis. Aun así, lucha por su supervivencia y no puede ser subestimado. En junio de 2023, Pedro Sánchez, declaró que “algunos hombres de entre 40 y 50 años se han sentido incómodos con ciertos planteamientos feministas”. No hay evidencia más contundente del cambio de viento. La centroderecha clásica del PP encuentra en Isabel Díaz Ayuso su versión más antowokista, apresta para reemplazar a Nuñez Feijoo cuando haga falta.

A decir del ensayista alemán Jens Balzer, “lo woke ha llegado a su fin por sí solo, ha perdido su atractivo”. “Está mal decirle a la gente lo que se puede y no se puede hacer". Tan cierto como que respetar a las minorías y a las mujeres llegó para quedarse. 

La batalla cultural contemporánea en España funciona como representación de la posmodernidad al borde de su ocaso. Captura la esencia de la sociedad liberal capitalista occidental en su actual fase de quiebre y transición hacia un futuro incierto, cada vez más próximo. No se trata de un nuevo enfrentamiento entre conservadores y progresistas, sino el síntoma de una sociedad fragmentada, agotada y famélica de causas trascendentales, ante el albor de bellas nuevas certezas. Mientras el wokismo lucha por deconstruir estructuras tradicionales mientras garantiza el statu quo, el antiwokismo reclama la reconstrucción de marcos compartidos con una ruptura ecosistémica. Dejando de lado por un momento las buenas intenciones, no son más que vagos intentos por tratar de dotar de sentido a la existencia. 

El antiwokismo, lejos de ser un bloque homogéneo, agrupa a críticos de diversas corrientes: desde marxistas y rojipardos hasta conservadores, tradicionalistas, o libertarios. A pesar de sus diferencias, detectan que el sistema está roto.