My Personal Woke
Lo woke, dice el autor, creció como ¨una mancha en expansión, pregnante y tóxica¨ y fue liberada como una religión fundamentalista desde el Norte del mundo. De la mano de la velocidad y la impunidad de las redes sociales, puso en lo más alto un ¨moralismo del bien¨ ¿Cuándo se jodió lo woke? ¿Cómo fuimos de la corrección política a lo woke? Si la corrección política fue académica, dice el autor, lo woke se irradió en mareas de adolescentes alrededor del mundo. Ascenso y caída del último moralismo de la generación Instagram.
por Esteban Schmidt
Cuando el fenómeno woke se dejó ver desde Chacarita tuvo la forma de una mancha en expansión, pregnante y tóxica, que embadurnaba irremediablemente de sospecha y culpa todo lo que tocaba, seres humanos vivos o viejos sujetos en piedra como Cristóbal Colón. Parecía una de esas maravillas publicitarias de los gringos que vuelan como las acciones de una tecnológica, que proveen la felicidad consumista del protestante tardío que ya no cree en nada; o sea, una persona sin norte, que tiene la esperanza de que el vacío inevitable que provoca la mera existencia sea remediado por la novedad que cubre la fuga de vida y entusiasmo que se pierden en banda junto a la serotonina. Sucedió en un tiempo que se me hace difícil encuadrar con precisión, aunque a ojo y sin googlear: la segunda presidencia de Obama.
Lo que no hacen los objetos pueden hacerlo las modas de relleno espiritual que cubren el faltante de amor, y de poder, en este caso de gente más estilizada, politizada, culta, y que se engrupe fabricándolo en masa, en cadenas de likes. También lo vi, desde aquí, como una acción electoral, consistente en paranoiquear minorías para sacarlas a votar en el país donde el voto no es obligatorio. Veo en las películas los grandes y poblados pisos del cuartel central de la CIA en Virginia y sé que ahí pasan cosas que después nos pasan a todos. Nuestros artistas, por entonces, para no estar sólo recibiendo premios personales, se manifestaban por temas presupuestarios; los de Hollywood, millonarios desde mucho antes de que suben a recibir una estatuilla, ya soplaban el silbato correccional para que el mundo entendiera y sus minorías salieran a votar.
Lo woke parecía una de esas maravillas publicitarias de los gringos que vuelan como las acciones de una tecnológica, que proveen la felicidad consumista del protestante tardío que ya no cree en nada; o sea, una persona sin norte

La vieja corrección política, antecedente obvio del woke, acomodaba tantos que la vida real no acomodaba en tiempo y forma. El procedimiento es muy conocido: si el criminal de la película es negro es porque hay un blanco que está detrás metiendo fichas y hay otro negro que encabeza alguna ONG y que es un padre amoroso mientras una mujer blanca enloquece a sus hijos con sus propios traumas infantiles no resueltos. Este mecano narrativo resulta tedioso si es muy evidente. Ahí están los memes donde la vida del Papa Francisco podría ser interpretada por Morgan Freeman para los parámetros popularizados de Netflix, y que apuntan a desnudar el absurdo en la búsqueda exagerada de equilibrios raciales o de género.
Pero estoy a favor de estos frankensteins de la industria del entretenimiento porque funcionaron como vanguardia tecnohumanista para acomodar diferencias sociales, establecer una didáctica para que nadie quede condenado a tareas subalternas por ser negro o por ser mujer. Luego la sociedad hizo y hace su jugada en scanner y acomoda también las desigualdades para que la vida se parezca al cine y lo que pareció un invento de marketing resultó, al final del camino, algo virtuoso. El arte se resiente como catarsis, como libre albedrío, por supuesto, pero ahí está el cine independiente para compensar. Hollywood no es todo el cine, es un aparato ideológico liberado de la obligación artística. Cada tanto da una sorpresa, por supuesto, incluso conteniendo en ella el juego de compensaciones.
Muchos años después de lo que fue un simple e inocente Islam, la corrección política se convirtió en una sharia regulada por rubios y encumbrados políticos, periodistas y artistas de variedades, y la perspectiva woke para las reparaciones adquirió una modalidad más violenta, aprovechando la velocidad y la impunidad de las redes sociales, y puso en lo más alto el moralismo del bien, y pocos quisieron saltearse la oportunidad de ser moralistas del bien porque el gesto automáticamente creaba comunidad, pertenencia y una causa común con otros contemporáneos contra otros contemporáneos, y un infinito de interacciones privadas ya no para quejarse de sus vidas y de sus vacíos sino para destruir reputaciones y llenarse el corazón vaciando el cargador de tuits. Qué mejor para remediar la vida en ciudades que tienden al monoambiente y ofrecen comida para solteros que una Triple A sin capuchas funcionando como un music hall de denuncia.
Muchos años después de lo que fue un simple e inocente Islam, la corrección política se convirtió en una sharia regulada por rubios y encumbrados políticos, periodistas y artistas de variedades, y la perspectiva woke para las reparaciones adquirió una modalidad más violenta.
Las redes brindaron, además de una nueva oportunidad a los losers que atacan a los que pudieron hacer algo con sus vidas, una nueva oportunidad para el terrorismo. Aquí las víctimas, victimarios o no, reciben un castigo en manada, se les pegan posteos, memes y contralikes en el suelo, un procedimiento de desfiguración social muy similar, sin la parte física, al de los grupos de tareas que golpeaban y después llevaban al secuestrado de paseo por los lugares que solía frecuentar para que se vieran los efectos de portarse mal. A qué subte podían subirse Woody Allen o Louis C.K. sin sentir la incomodidad, no de la foto o el autógrafo, sino la del repudio y la palabra hiriente.
El wokismo fue un proyecto educativo por las malas, nada de hablemos a ver qué está pasando con esto que no podés dejar de hacer; los protocolos que no se dispararon para Pedro Brieger en la Carrera de Sociología. Así como querían escrachar para reparar o saciarse querían educar con el escrache y señalizar la vida cotidiana para que nadie esté cómodo con quien es. Que revise cómo mira, cómo habla y lo que escribe, si escribe, así como revisa su glucemia en ayunas. Igual que con los influencers de salud de Instagram, el plan es no morirse, pero de ninguna manera vivir tranquilo.
Sus apóstoles, especialmente en los Estados Unidos, fueron los Simones Wiesenthal de la raza y el sexo: había que buscar el pecado, aún donde no estuviera, pero donde podría estar, y aún si ya no lo tuvieras, aunque el pecado fuera pasado. Así, a la amargura de ser mortal y no ser perfecto, a los ciudadanos de a pie, sin pedestal desde el cual mandonear, se le añadía el miedo a ser descubierto retroactivamente. ¿Y acá? Qué varón argentino, máxime si tiene una carrera de cara al público, no borró mails o artículos sobre los que la fuerza del wokismo pudiera incentivar un equívoco.
Ahí es cuando se les jodió el Perú a los wokistas. Cuando botonearon lo apenas imperfecto se volvieron una amenaza porque es intolerable el miedo a ser castigado cuando se intercambia sexo afectivamente de manera standard, invitar un helado, el suspenso del primer beso, aun reconociendo que las leyes del talibán feminista pudieran no estar siendo cumplidas al cien por cien. Increíble: le suspendieron a Rolo Villar los chistes sobre matrimonios, ni eso. El backlash no es una reacción conservadora, sino el deseo de vivir sin telebeam.
Ahí es cuando se les jodió el Perú a los wokistas. Cuando botonearon lo apenas imperfecto se volvieron una amenaza.
Los wokes locales aplicaron el modelo imperial sin ajustes, olvidaron su patria chica, el crisol de razas, el español rioplatense, nuestra afectividad y lo mejor de nuestra sociedad, que es integradora y poco machista. Se asumió que estábamos también en el rubro sexo afectivo en el fondo de la tabla como en innovación y desarrollo. Los wokistas y sus organizaciones y figuras públicas, por ejemplo, acusaban a Macri de creer que la Argentina era una cagada, pero ellos también lo creían. Que la Argentina es una cagada por donde la mires, que debe ser corregida y que eso tiene hasta el precio de que ya no se formen familias para que las mujeres no caigan en la trampa de la inercia cultural o, más perturbador, en la tentación de cuidar niños y esperar al marido con la comida. Y aún peor, hablaron mal de su país por plata.
Con el cierre de la USAID, la financiación gringa para dar manos culturales en todo el mundo, se destapó el financiamiento del que gozaron usinas de repetición furiosa de odio al varón argentino, como la de la Universidad de San Martín, como caso más emblemático, y hasta de validación de la idea de que la Argentina es un país donde no se le da el lugar que le corresponde al negro de origen africano. El diario The Guardian se hizo eco de investigaciones truchas al respecto, alimentando el ciclo, y el Washington Post nos acusó de no tener jugadores negros en el plantel campeón del mundo.
Las solterías urbanas largas abrieron espacio para licuar la culpa, y la pena, de no multiplicar la especie, nuestro mandato natural, en causas sociales desconectadas, como el costo de la vida o el precio de vivir bajo un mismo techo con un macho que adquiere conciencia a un ritmo menor del que lleva su mujer empoderándose, entre otros. Ante la incertidumbre, y la confusión sobre qué hacer para ser libre y tener una sexualidad de renovación infinita, llegó el envejecimiento de los óvulos y se abrió este surco para la explotación de una narrativa de acusación al hombre de paja, machista, racista.
Con hijos se pueden tener muchas ideas sofisticadas, pero hay mucho menos tiempo para conspiraciones en busca de derechos de quinta generación. Sí puede haber más tiempo para otro sinfín de aventuras humanas reaccionarias como enfrentar pandemias con barbijos de papel, denunciar profesores de música o llamar al 911 para que la policía extraiga zombies de las calles.
La corrección política fue académica; lo woke, en cambio, se irradió en mareas de adolescentes alrededor del mundo y, por supuesto, ya no era la estrategia de los estudios de cine, sino que estaba en el texto convencido de los guionistas, en su espíritu militante, en los admoniciones de los artistas en los junkets de prensa. Su carácter intimidatorio lo volvió masivo porque no hace falta estudiar para ser malo ni para ponerse por encima de los demás: se abre el hueco, la ignorancia viraliza y la causa siempre es justa.
Y no había autoridad social diciendo que quien esté libre de pecado disculpe al pecador. Esto es importante. Ningún aparato ideológico jugó de mediador para poner las cosas en su lugar, como cuando algunas organizaciones dicen: hoy se cruzó un límite. La Iglesia guardó sus violines en bolsa, los propietarios de medios aceptaron el ajuste que imponían estas élites poderosas, igual que los políticos, muertos de miedo. La sociedad quedó a merced de una ultraminoría.
Con el programa woke viajaron de polizontes cientos de malandras moralistas que imponen sus visiones del mundo como un juego de poder, no ideológico, un resentimiento con alcance social, y permeó a la política que justo se había quedado sin jugadas para mejorar la existencia de las personas.
Con el programa woke viajaron de polizontes cientos de malandras moralistas que imponen sus visiones del mundo como un juego de poder.
La versión argentina del woke arrancó con todo en la famosa primera marcha del Ni Una Menos. Aquella marcha fue boosteada por todo el aparato comunicacional del kirchnerismo, que en esos tiempos era muy muy grande, y fue para vengar una marcha anterior, no muy lejana en el tiempo: la marcha de los paragüas por Alberto Nisman, una actividad de gorilas. Cristina Kirchner sentía mucha culpa con el tema Nisman porque nunca pudo adivinar de dónde vino el balazo, y no saberlo la empujaba a sostener la hipótesis del suicidio para alejarla como autora intelectual.
Lo de Nisman amalgamó a la oposición y consolidó a Macri, que ya había sido beneficiado de otro gran hecho luctuoso, la masacre de Cromañón, tras la que quedó destruido el progresismo porteño. La marcha de los paraguas fue la precuela del triunfo de Cambiemos. Por su parte, el cristinismo, que había perdido la calle y las redes con Nisman, las recuperó con Ni Una Menos, y escapó hacia la felicidad temática tras mucho tiempo atrapada en la inflación y la corrupción. Era, además, junio de 2015, meses antes de la elección. La movilización fue espectacular. La calle se llenó de niñas, de adolescentes, Instagram ya en su prime y la emoción se llevó puesto todo. No le alcanzó a Scioli para ganar, pero sí a Cristina para sostenerse el día después.
La movida feminista fue aprovechada para conseguir empleos, como cualquier marea política que derrama sobre el Estado, así que hubo muchos interesados en sostenerla y nadie aplicado a encuadrarla. Como pasó con la carrera de Comunicación, que creó puestos de jefes de prensa para todos los legisladores del país, y así como setenta años antes se habían creado oficinas de legales para conchabar a los miles de abogados que salían de las facultades, el llamado feminismo abrió oficinas de género en todas las instituciones, pequeñas o grandes, que, por supuesto, después administraron sus énfasis de acuerdo al victimario que ingresaba por mesa de entradas.
El wokismo compró el tiempo para durar en la razón de Estado todo el tiempo que el público quedó paralizado por la novedad y el miedo, sin avivarse de que no pasaba algo de verdad que justificara su sobredimensión. El 8 de marzo se transformó luego en el inicio de la quincena del sufrimiento que cierra todos los 24 de marzo y que son los sports de la coalición del déficit.
Lo woke vino a romper lo que la corrección política adecuaba lento, pero seguro. Como vocablo, es interesante porque hay mucho de qué despertar, la historia en cada giro tapa y destapa, y como sabemos desde nuestros inicios culturales, al que verdaderamente dice la verdad le hacen tomar cicuta. Y ese no despierta más a nadie.