Occidente contra sí mismo
Andrés Rosler indaga en este artículo la paradoja de una civilización que, al exaltar la libertad y la autocrítica, debilita los fundamentos que la sostienen. Desde Scruton hasta Schmitt y Böckenförde, el texto muestra cómo la tensión entre Estado y Revolución, o entre lo sagrado y lo secular, corre el riesgo de ser sustituida por un universalismo moralizante que borra las mediaciones institucionales. La advertencia es clara: una libertad sin límites termina poniendo en peligro a la propia civilización que la engendró.
por Andrés Rosler
The West and the Rest
¿Qué es aquello que distingue a Occidente (the West) del resto (the rest)? En “Defending the West” (2016), uno de sus últimos escritos de combate, Scruton enumera lo que para él son los siete grandes aspectos de la civilización occidental.
En primer lugar aparece la ciudadanía. Por este término Scruton entiende básicamente que el derecho está legitimado por el consenso de aquellos que lo deben obedecer, y este consenso se expresa en un proceso político que permite participar en la legislación y la aplicación del derecho. Esta manera de entender el derecho ya asegura cierta separación entre la religión (o si se quiere la moral) y la política. Por ejemplo, según el derecho occidental no es suficiente que algo sea un pecado para convertirse en un delito.
Un segundo aspecto es la nacionalidad. La idea de ciudadanía supone que existe una primera personal del plural, un “nosotros”, que distingue a los ciudadanos de quienes no son ciudadanos, es decir de “ellos”, que si todo sale bien también conformarán un “nosotros”, para el cual nosotros mismos seremos “ellos” a su vez. La lealtad nacional permite la cooperación porque deja al margen las demás lealtades familiares, tribales o religiosas, lo cual ciertamente se pone a prueba durante los momentos de crisis. Esta nacionalidad va acompañada de cierto territorio, una historia, cultura, derecho, etc., comunes, más precisamente “nuestros”.
A continuación figura el cristianismo. Según Scruton, los varios siglos de predominio cristiano en Europa pusieron los cimientos de esta lealtad nacional, “una lealtad que está por encima de las lealtades de la fe y de la familia, y sobre la cual se podía fundar una jurisdicción secular y un orden de ciudadanía”. En las actuales sociedades secularizadas puede sonar bastante paradójico que una religión sea responsable en gran medida de la aparición del gobierno secular, pero tal vez no lo sea tanto si recordamos que tanto saeculum como laicus son términos distintivamente cristianos, del mismo modo que la propia secularización también lo es. Como alguna vez sostuviera Juan Donoso Cortés, la escuela liberal “en su soberbia ignorancia desprecia la teología, y no porque no sea teológica a su manera, sino porque, aunque lo es, no lo sabe”. No hace mucho, Richard Dawkins —el conocido evangelista del ateísmo— descubrió cuánto le gustaban los villancicos de las catedrales inglesas en Navidad, precisamente porque se dio cuenta de que no todas las civilizaciones son tan amigables con los ateos. Para evitar confusiones, tal vez convenga hablar de “teología política” en lugar de “cristianismo”. Voy a volver a este punto.
Scruton explica que “este hábito de premiar a nuestros críticos es, pienso, único de la civilización occidental” y agrega algo dolido que “lo único que es una lástima es que en las universidades estadounidenses las cosas han ido tan lejos que no den premios para nadie más.

En cuarto lugar figura la ironía. Esto se puede apreciar tanto en la Biblia judía y en el Talmud como en el veredicto cristiano en el caso de la mujer acusada por adulterio: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”, que Scruton parafrasea del modo siguiente: “¡Vamos! ¿Acaso ustedes no han querido hacer lo que ella hizo, y ya lo han hecho en sus corazones?”. Esta ironía le permite a la civilización occidental verse desde afuera, adoptar un punto de vista externo a ella misma, lo cual nos lleva al quinto aspecto, a saber la auto-crítica. En Occidente, la antigua máxima republicana audi alteram partem —escuchad a la otra parte, al oponente— es (o tal vez haya que decir que era) característica de la forma adversarial de los procesos judiciales, de la educación y de los sistemas políticos diseñados para resolver nuestros conflictos.
Scruton da dos ejemplos que son bastante representativos de la auto-crítica occidental: Edward Said y Noam Chomsky. Sus críticas, a menudo deletéreas, fueron recompensadas por el más alto reconocimiento de la propia civilización a las que estaban dirigidas. Scruton explica que “este hábito de premiar a nuestros críticos es, pienso, único de la civilización occidental” y agrega algo dolido que “lo único que es una lástima es que en las universidades estadounidenses las cosas han ido tan lejos que no den premios para nadie más. Los premios se distribuyen a la izquierda, porque esto alimenta la ilusión predominante de que la auto-crítica nos va a traer seguridad, y que todas las amenazas vienen desde nosotros mismos y de nuestro deseo de defender lo que tenemos”.
La sexta característica es la representación. En Occidente es muy frecuente que se formen asociaciones—clubes, empresas, grupos, fundaciones, etc.—las cuales tienen directivos designados por los miembros, directivos que a la vez las representan. Sus decisiones son tomadas como vinculantes por todos los miembros y no pueden ser rechazadas sin dejar de pertenecer. Ciertamente —como diría Carl Schmitt— la Iglesia católica es una típica representante de la representación occidental, pero también fue en el ámbito protestante en donde surgió en el siglo XIX la teoría de la corporación. Ni falta hace mencionar aquí al Estado moderno (una expresión muy corriente a pesar de que en el fondo es redundante), el campeón olímpico de la representación, al menos durante su época de esplendor.
Según Scruton, el último y “crítico” aspecto distintivo de Occidente es la bebida (drink). Es ella la que explica por qué en Occidente los extraños pueden romper el hielo en poco tiempo, asociarse y cooperar tan rápidamente, tolerar sus diferencias, incluso moverse fácilmente de una forma de vida o religión a otra. La bebida tendría bastante que ver con la explicación de por qué la sociedad occidental es “infinitamente creativa para encontrar las instituciones y las asociaciones que le permiten a la gente convivir con sus diferencias y permanecer en términos pacíficos, sin necesidad de intimidad, hermandad o lealtades tribales”.
Una civilización que realmente intentara lograr la liberación, es decir la ausencia de toda restricción a la libertad, estaría condenada al fracaso. Y ese es el curso que parece haber tomado la civilización occidental hace tiempo.
Las dos caras de Occidente: Estado o Revolución
Exceptuando quizás el séptimo y último aspecto que Scruton considera distintivo de la civilización occidental, al cual incluso le dedicó un libro —I Drink Therefore I am—, me da la impresión de que respecto a los otros seis somos todos peronistas.
En el prólogo del libro en el que trata lo que separa a Occidente del resto (The West and the Rest), preocupado por el avance del libertarianismo en la civilización occidental, Scruton advierte que: “tomada en sí misma, la libertad significa emancipación de las restricciones, incluyendo aquellas restricciones que podrían ser necesarias si una civilización ha de perdurar. Si todo lo que ofrece la civilización occidental es libertad, entonces es una civilización empeñada en su propia destrucción”. Una civilización que realmente intentara lograr la liberación, es decir la ausencia de toda restricción a la libertad, estaría condenada al fracaso. Y ese es el curso que parece haber tomado la civilización occidental hace tiempo.
Quizás porque Scruton cree que, como vimos, la mayor amenaza para la civilización occidental está afuera de ella y no adentro, Scruton no parece tener en cuenta que es la propia civilización occidental la que ha dado pábulo a una concepción de la política que en el último tiempo se concentra en la liberación o falta de restricciones y por lo tanto cada vez más intenta dejar de lado algunas características fundamentales de la misma civilización, como lo son precisamente la ciudadanía, la nacionalidad, la teología política y la representación.
La ciudadanía, la nacionalidad, la representación forman parte del bloque político occidental por antonomasia, es decir del Estado moderno. En las palabras de Carl Schmitt en su prólogo a El concepto de lo político, el Estado es “el modelo de la unidad política”, una “obra de arte de la forma europea y del racionalismo occidental”, “el portador del más sorprendente de todos los monopolios, a saber el monopolio de la decisión política”. Sin embargo, en el mismo prólogo en el que Schmitt declara su amor por el Estado moderno también figura el anuncio de que el Estado ha sido “destronado”, de que “la época de la estatalidad ahora llega a su fin”, debido a que la Revolución —o si se quiere el pensamiento revolucionario— ha tomado su lugar.
Hablando de Carl Schmitt, tal vez la mejor manera de entender las dos caras del pensamiento político occidental, esta tensión entre el Estado y la Revolución, sea recurrir a la teología política entendida como una afinidad estructural entre los conceptos teológicos y los jurídicos. La teología y la política occidentales se han beneficiado mutuamente de un quid pro quo (como dice Ernst Kantorowicz) entre el racionalismo jurídico de la Iglesia católica y el Estado del derecho público europeo.
En el mismo prólogo en el que Schmitt declara su amor por el Estado moderno también figura el anuncio de que el Estado ha sido “destronado”, de que “la época de la estatalidad ahora llega a su fin”, debido a que la Revolución —o si se quiere el pensamiento revolucionario— ha tomado su lugar.
Reforma
En efecto, la tesis schmittiana de la teología política nos permite entender, por ejemplo, por qué la Reforma representa para la Iglesia un desafío estructuralmente muy parecido al que representa la Revolución para el Estado. Tanto la Reforma como la Revolución suponen que los individuos no necesitan instituciones que medien entre ellos y sus propios razonamientos, ya que los individuos pueden ponerse de acuerdo sin representación o mediación institucional alguna, sea porque todos leen la misma Biblia o porque dialogan o se comunican libremente entre sí. Es por eso que al final de Teología política II Schmitt compara el ius reformandi (el derecho a la Reforma) con el ius revolutionis (el derecho a la Revolución).
Sin embargo, tal vez la mejor comprobación de la tesis de la teología política conceptual, es decir como un intercambio entre teología y política, y de la conexión entre la Reforma y la Revolución, aparezca en un texto de Eric Voegelin, La nueva ciencia de la política, cuya primera edición es de 1952 y que pertenece a la misma colección que Derecho natural e historia de Leo Strauss y La condición humana de Hannah Arendt.
En este libro Voegelin sigue los pasos de Richard Hooker, alias “el juicioso” (como diría John Locke), tal vez el principal teólogo de la Iglesia anglicana en sus orígenes en el siglo XVI. Si bien era obviamente protestante, Hooker estaba bastante preocupado por lo que con el tiempo sería designado como “puritanismo”, un movimiento que llevaría al protestantismo hasta sus últimas consecuencias. Ciertamente, Voegelin se interesa a su vez por el puritanismo porque a su juicio era muy representativo de la modernidad, y una de las tesis centrales del pensamiento de Voegelin es que la modernidad en el fondo no es sino una variación de un tema gnóstico. Dado que es imposible definir al gnosticismo en unas líneas —sería algo así como el extraordinario sketch de Monty Python en el que había que resumir En busca del tiempo perdido de Marcel Proust en quince segundos—, me voy a limitar a decir que se trata de un discurso que se caracteriza por su creencia en que el ser humano jamás es el problema sino siempre exclusivamente la solución, y que la culpa siempre la tiene el mundo, jamás los seres humanos (al menos aquellos que tengan creencias gnósticas).
Hooker explica que todo puritano de ley procede siguiendo cuatro grandes pasos. En primer lugar, la denuncia moral. Quienes reprochan constantemente los pecados de los demás dan a entender que son moralmente superiores a sus denunciados, ya que de otro modo no los hubieran denunciado. La indignación implica la santidad del denunciante. En segundo lugar, la responsabilidad por todos los males existentes en el mundo se debe a lo que hoy llamaríamos “establishment”, pero que en aquel entonces era el tipo de gobierno eclesiástico establecido. Así como el primer paso es un medio para mostrar la superioridad moral propia y la inferioridad moral ajena, el segundo paso explica por qué los denunciantes son asimismo considerados como sabios por los demás.
En tercer lugar, la propuesta institucional de los virtuosos y sabios es considerada como el remedio soberano de todos los males. En otras palabras, bajo el nuevo “establishment” van a desaparecer todos los problemas que aquejaban a los demás gobiernos establecidos, no sólo porque las instituciones van a ser nuevas y van a eliminar todos los males, sino que los nuevos gobernantes van a ser virtuosos y sabios por definición. En cuarto y último lugar, había que mostrar que todos los pasos anteriores ya figuran en las Sagradas Escrituras, a pesar de que jamás habían sido puesto en práctica (y por eso son precisamente revolucionarios).
A Hooker le llamaba poderosamente la atención el planteo puritano ya que, tal como lo expresa en su defensa de la Iglesia anglicana, los defectos que afectan a los seres humanos “no solo existen sino que más o menos siempre han existido, sí, y (a pensar de lo que oigamos en contrario), existirán hasta que nos quejemos del fin del mundo, sin que importe qué forma de gobierno tiene lugar”. Hooker también estaba convencido de que “la naturaleza, la Escritura y la experiencia mismas, todas le han enseñado al mundo buscar el fin de las contiendas mediante la sumisión misma bajo una sentencia judicial y definitiva, respecto a la cual ninguna parte contenciosa pueda rehusar reconocer bajo pretensión o pretexto alguno. Esta sentencia debe ser efectiva y fuerte, ya que por otros medios rara vez prevalece”. De ahí que aunque luchemos por la liberación, no vamos a poder darnos el lujo de no instituir una autoridad para proteger la libertad alcanzada.
Hooker explica que “Dios no ignoraba que los sacerdotes y los jueces, cuyas sentencias en materias de controversia él ordenó que debían mantenerse, ambos podrían estar engañados en su juicio, y a menudo lo están. No obstante, en el ojo de su comprensión era mejor que alguna vez prevaleciera una sentencia definitiva errónea hasta que la misma autoridad, percibiendo el descuido, pudiera después corregirlo o revertirlo, y no que las disputas tuvieran respiro para crecer y no llegaran rápidamente a su término”. Parafraseando las consignas del mayo francés, para Hooker es mejor equivocarse con las instituciones que tener razón con los que defienden su propia “causa”. Para Hooker, entonces, el puritanismo—la lucha por la liberación entendida como falta de restricciones—es sólo una pose a la que recurrimos cuando estamos en la oposición. Cuando uno tiene que ejercer la responsabilidad de gobernar no puede darse el lujo de moralizar la política o el derecho para el caso.
Es precisamente por eso Hooker les pregunta a los puritanos: “Quisiera por lo tanto saber si para finalizar estas disputas irritantes en las cuales Ustedes y vuestros seguidores se reconocen como formalmente divididos contra las guías autorizadas de esta Iglesia y contra el resto de la gente sujetada a su cargo, digo: ¿Ustedes están contentos con referir vuestra causa a algún otro juicio más alto que el vuestro, o bien intentan persistir y proceder tal como han comenzado, hasta que Ustedes mismos estén persuadidos de condenarse a sí mismos?”.
Como se puede apreciar, las consideraciones de Hooker no sólo se aplican a la Reforma puritana, sino a la modernidad en general y de hecho parecen ser un comentario de la actualidad. Lo único que cambia en todo caso es el contenido de las Sagradas Escrituras.
Revolución
Dado que los puritanos querían reemplazar el orden establecido por un nuevo, que a diferencia del anterior contenía “el remedio soberano de todos los males”, la gran ironía es que toda tentativa de deshacerse de la Iglesia o del Estado no deriva en la desaparición efectiva de la Iglesia o del Estado, sino en la conformación de una Iglesia o Estado diferentes. Del mismo modo, lo que se suponía venía a destruir la teología política se convierte en una teología política superior a las anteriores. Ese es el punto de la teología política tal como la entiende Carl Schmitt.
El ejemplo de Anacharsis Cloots, el aristócrata prusiano que durante la Revolución francesa se convirtió en el “orador del género humano”, es bastante revelador al respecto. En sus Bases constitucionales de la República del género humano (1793), Cloots explica que: “He probado en diferentes escritos que Dios no existe”, que esta “enfermedad moral”, es decir la creencia en Dios, “es deplorable. Esta es la clave de todas las falsedades con las que los charlatanes afligen a la humanidad. Quien admite a Dios razona mal, y un mal razonamiento produce otros. No seáis esclavos del cielo si queréis ser libres en la tierra. A la República le hacen falta buenos razonadores. Un hombre es monárquico por el mismo defecto mental que lo hace teísta”.
Sin embargo, esto no le impide a Cloots decir en La república universal o mensaje a los tiranicidas, publicado en el “año cuatro de la Redención” (es decir, en 1795), que “París es el Vaticano de la razón” (obviamente como consecuencia de la Revolución) y que: “Los atributos de una divinidad imaginaria pertenecen realmente a la divinidad política. Digo y repito que el género humano es Dios y que los aristócratas son ateos. Pensaba en el género humano regenerado cuando hablé del Pueblo-Dios, del cual Francia es la cuna y el punto de encuentro”. Cloots parece entonces estar cantando Imagine de John Lennon, un mundo sin religión ni países, con la particularidad de que la canción termina con un Vaticano de la razón que precisamente se encuentra en Francia y con que el ateísmo es un problema solamente si los ateos son aristócratas.
Algo similar ocurre con Saint-Just, quien si bien estaba interesado en una ruptura radical con el pasado y es por eso que participa del parricidio que inaugura la modernidad, no deja de tener ciertas recaídas genealógicas o patriarcales, como por ejemplo cuando sostiene durante el juicio a Luis XVI: “¡Posteridad! ¡Tú bendecirás a tus padres; tú sabrás entonces todo lo que les habrá costado para ser libres; su sangre fluye hoy sobre el polvo que debe animar tus generaciones emancipadas!”, haciendo referencia a la pretensión de la Revolución de tener autoridad obviamente para el futuro y al agradecimiento que esperaba por parte de dicho futuro a la decisión tomada en el pasado por la Revolución.
Toda generación que se toma el trabajo de fundar un orden jurídico desea que las próximas generaciones la obedezcan. Esto se aplica incluso al caso de una constitución que, por ejemplo, deseara eliminar el patriarcado, ya que el nuevo orden pretendería imponer un nuevo comienzo, tener autoridad y por lo tanto servir como la única genealogía legítima para todas las decisiones futuras de esa comunidad. Nuevamente, si bien el Estado tiene los mismo enemigos que la religión—y es por eso que el anarquismo suele ir de la mano con el ateísmo—, da la impresión de que no es tan fácil deshacerse del Estado y de la religión, de la teología política en una palabra.
La tesis de la teología política puede ser fácilmente secularizada o entendida en términos de psicología cognitiva. Como explica Jonathan Haidt en The Righteous Mind, los seres humanos tienen una habilidad extraordinaria de interesarse por cosas que van más allá de sí mismos, de asociarse con otras personas en aras de estas cosas y de unirse en verdaderos grupos que se proponen grandes proyectos: “De eso se trata precisamente la religión. Y con unos pocos ajustes, es de lo que trata la política también”. En el fondo, la religión y la política son dos inventos formidables y muy parecidos para lograr cooperación sin parentesco.
Es bastante irónico que como consecuencia en gran medida de la Revolución, fenómeno típicamente moderno si los hay, estemos viviendo una nueva Edad Media en términos jurídicos y políticos
Peligro: universalismo monista
Es bastante irónico que como consecuencia en gran medida de la Revolución, fenómeno típicamente moderno si los hay, estemos viviendo una nueva Edad Media en términos jurídicos y políticos. Tomemos por ejemplo la idea de “jurisdicción universal” ejercida por los tribunales internacionales de las Naciones Unidas que interpretan un derecho no menos universal, al mejor estilo del papado en su época de esplendor. Los derechos humanos, como la Iglesia, no reconocen jurisdicciones particulares porque son universales. De hecho, es cada vez más frecuente que sean tribunales nacionales los que invoquen al derecho universal en sus sentencias, no pocas veces con independencia de las decisiones políticas democráticas tomadas por los representantes del pueblo, es decir de las leyes y constituciones nacionales. Los jueces de cualquier país creen hablar en nombre de la humanidad.
Sin embargo, la Edad Media original hacía gala de su Iglesia, que como toda institución con autoridad decidía quién estaba adentro y quién afuera, cuál era la ortodoxia y la heterodoxia, etc. En otras palabras, mal que mal la Iglesia medieval no escondía su carácter institucional y por lo tanto jurídico-político. De hecho, salta a la vista que se trataba de un univeralismo cristiano, particular. Además, en la época de esplendor del derecho público europeo, la Iglesia o si se quiere el universalismo cristiano tuvieron que aprender a convivir con el derecho creado por el Estado e incluso debieron reconocer el lema característico de la soberanía estatal: cuius regio eius religio (“según el reino, así será la religión”). Y si bien la soberanía inicialmente fue pensada para las monarquías—o mejor dicho primero para Dios, pero la secularización hizo que terminara en manos de los monarcas—, luego ese mismo traje y esa misma secularización parecieron haber sido hechos a la medida del pueblo.
Hoy en día, por el contrario, las instituciones que hablan en nombre de la humanidad creen representarla en términos puramente abstractos o morales, y por eso ya casi no se reconocen como políticas o jurídicas, sino que en nombre de la inclusión total toman decisiones que ninguna persona razonable podría rechazar. Sin embargo, si hay alguien que rechaza la inclusión total, esta persona se convierte eo ipso en un excluido. Esto mismo confirma el hecho de que la idea de la inclusión solamente puede ser parcial. Seguramente quienes abogan por la inclusión total, precisamente por eso, están dispuestos a excluir, v.g., al nacionalsocialismo, lo cual muestra que en el fondo la inclusión por la que abogan no es tan total como parecía.
Por otro lado, tal como lo muestra la psicología cognitiva o cualquier filosofía política medianamente realista, para preservar lo que la jerga denomina “capital moral” todo grupo debe mantener una política de inclusión más o menos restringida. Nuestros cerebros no están preparados por la formación de un genuino grupo all-inclusive, sino que para poder cooperar siempre necesitamos distinguir entre nosotros y ellos.
Nótese que, por ejemplo, la Unión Europea, la cual suele entenderse a sí misma como una asociación cosmopolita, tampoco es una excepción, ya que también contiene un “nosotros” (aquellos que están incluidos en la Unión) que se distingue de “ellos” (quienes no están incluidos en la Unión). La idea, precisamente, es que la Unión Europea tenga cierto territorio, una historia, cultura, derecho, etc., comunes, pero distintos a los de las demás uniones regionales y países precisamente. En lo que atañe a las Naciones Unidas, cualquier lector de alguno de los innumerables medios de comunicación actuales sabe qué tan bien le ha ido en el intento de evitar la inevitable sinécdoque que resulta de la invocación política de nociones morales tales como “Humanidad”.
Cuidemos el dualismo
Otro riesgo del universalismo, de la existencia de un solo derecho global, es que ideas, instituciones y prácticas tales como el Estado de derecho y los derechos humanos surgieron en Occidente gracias a lo que Paolo Prodi describe en Una historia de la justicia como “un equilibrio dinámico” entre lo sagrado y lo secular, “fruto del dualismo entre poder espiritual y poder temporal madurado en el contexto del cristianismo occidental”. La relación, obviamente, no fue necesariamente idílica. En realidad, Prodi se refiere a las tensiones dialécticas entre la Iglesia y el Estado, “de competición y de cooperación, que surgen en las dimensiones política, jurídica y cultural con las ciudades, con las nuevas monarquías, en las universidades” y que “determinan el humus en que nace la dinámica de lo moderno, el espíritu liberal y laico de nuestra civilización”.
De este modo, y gracias al dualismo entre lo sagrado y lo secular, Prodi explica que en Occidente se logró algo extraordinario: “el destierro definitivo del monismo jurídico, análogo al césaropapismo del imperio cristiano de Oriente o al fundamentalismo de la sharia islámica, en la cual no hay distinción neta alguna entre ley religiosa y ley secular”. Dado que son los regímenes democráticos más avanzados los que insisten con un único derecho global, los mismos parecen ignorar que incluso en los regímenes más avanzados “la amenaza proviene en cierto modo desde el interior, de la tendencia a sacralizar la política”. De hecho, cuanto más moralmente superior se auto-percibe el régimen, más fácilmente caerá en la trampa de sacralizarse.
Prodi explica que en Occidente se logró algo extraordinario: “el destierro definitivo del monismo jurídico, análogo al césaropapismo del imperio cristiano de Oriente o al fundamentalismo de la sharia islámica, en la cual no hay distinción neta alguna entre ley religiosa y ley secular”
En su libro sobre los orígenes cristianos del liberalismo (Inventing the Individual. The Origins of Western Liberalism), Larry Siedentop también advierte que si entendemos el “secularismo” en los términos definidos por sus enemigos—es decir, como consumismo, materialismo y amoralidad—corremos el peligro de perder el contacto con sus raíces religiosas, sus “propias intuiciones morales” y en última instancia de olvidarnos por qué valoramos a Occidente.
A su modo, Ernst-Wolfgang Böckenförde, el jurista católico liberal y discípulo de Carl Schmitt, que se convirtió en uno de los juristas alemanes más destacados de la segunda mitad del siglo XX y llegó a ser miembro del Tribunal Federal Constitucional, había dicho algo muy similar en lo que se suele llamar precisamente “el axioma de Böckenförde”: “El Estado liberal, secularizado, vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar. Este es el gran riesgo que corre en aras de la libertad”. Si el Estado liberal, secularizado, decide cortar todo tipo de vínculo con sus raíces, puede terminar cometiendo un acto suicida.
Alguien podría sostener que en realidad la auto-crítica es la clave para entender las dos concepciones políticas antagónicas de Occidente. No puede sorprender que la misma civilización haya inventado tanto al Estado como a la Revolución. Otros podrán creer que tal vez suene demasiado optimista creer que en Occidente todavía hay un antagonismo, es decir, creer que el Estado—“esta obra de arte de la forma europea y del racionalismo occidental”—todavía no ha perdido la batalla. Quizás no falte mucho para saber quién tenía razón.
Si el Estado liberal, secularizado, decide cortar todo tipo de vínculo con sus raíces, puede terminar cometiendo un acto suicida.