«Occidente hoy, en términos de contenido histórico, es esencialmente la civilización estadounidense»

Una conversación con el analista internacional de Clarín y Canal 26, Jorge Castro, sobre el “Occidente” de hoy: un sistema capitalista unificado por la revolución técnico-digital y la IA, donde la multipolaridad convive con un hecho central —solo dos superpotencias, EE. UU. y China—, Europa pierde tracción y las identidades nacionales y religiosas vuelven a escena. Argentina como país occidental en Sudamérica, entre el vínculo con Washington y la integración económica con Asia.

por Pablo Touzon y Tomás Borovinsky

Hoy se habla mucho de la crisis de Occidente. Pasamos de las últimas décadas, del momento fukuyamista de 1989 —el triunfo de Occidente y el fin de la Guerra Fría— a un presente en el que los discursos sobre la crisis de Occidente son permanentes. ¿Qué es exactamente lo que está en crisis? ¿Su sistema económico, los temas demográficos, incluso una percepción de debilitamiento histórico, de pérdida de energía? ¿Cómo ves el panorama?

A propósito de Fukuyama, creo que hay que hacer un esfuerzo sistemático por descartar el nominalismo de los conceptos y fijar la atención exclusivamente en su contenido. Contenido que tiene un sentido histórico y estructural, situado en una época determinada y en un lugar específico. Esto es lo que hace al concepto de Occidente. El contenido de ese concepto se puede formular en estos términos: el sistema mundial capitalista se ha unificado completamente.

En términos tecnológicos y científicos, lo que aceleró esta transformación fue la crisis financiera internacional de 2008-2009. Esa crisis, originada en Estados Unidos, en Wall Street, marcó el final del período de hegemonía unipolar norteamericana que había comenzado con la caída de la Unión Soviética en 1991. En otros términos, como estructura de poder mundial, la hegemonía unipolar de Estados Unidos duró aproximadamente dieciocho años y terminó con esa crisis.

Con la emergencia de la inteligencia artificial, a partir de 2009 —y con especial énfasis en los últimos cinco años— el sistema mundial capitalista se ha unificado absolutamente, a un ritmo vertiginoso, prácticamente instantáneo. Ha emergido una sociedad global absolutamente integrada

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La crisis de 2008-2009, la crisis de Lehman Brothers, aceleró el cambio tecnológico y el proceso de globalización de la economía mundial. Fue la fase de aparición de la cuarta revolución industrial, caracterizada por el hecho de que el motor fundamental que unificaba el sistema ya no era primordialmente la inversión extranjera directa de las empresas transnacionales, sino la revolución tecnológica del proceso de información, que había adquirido un carácter prácticamente instantáneo.

Con la emergencia de la inteligencia artificial, a partir de 2009 —y con especial énfasis en los últimos cinco años— el sistema mundial capitalista se ha unificado absolutamente, a un ritmo vertiginoso, prácticamente instantáneo. Ha emergido una sociedad global absolutamente integrada, en la que el proceso de globalización dejó de tener un carácter convergente. Esto es lo que iba desde el crecimiento de la economía china hacia la mayor economía del sistema mundial, que era la de Estados Unidos, en un proceso que se desarrolló a partir de la década del noventa.

La convergencia del mundo emergente, liderada por China, hacia los niveles de productividad norteamericana, se daba porque la economía china, en términos de incremento de productividad, crecía tres veces por encima del nivel norteamericano. Por eso se producía esa convergencia, que adquirió un carácter definitivamente horizontalizado e integrado. En los últimos cinco años, la característica de esta sociedad global absolutamente integrada es que ha sido impulsada por la revolución de la técnica.

Sobre todo a partir del momento de la emergencia de la inteligencia artificial, en términos estructurales aparecen dos fenómenos que responden a la misma matriz histórica. Por un lado, la multiplicación del número de protagonistas de la política mundial: hay una tendencia de fondo a la multipolarización del sistema mundial. Y al mismo tiempo, dentro de este proceso de multiplicación de protagonistas —también denominado multipolarismo— emerge un fenómeno que, desde el punto de vista de la decisión política y de la estructura de las decisiones mundiales, es todavía más importante: el hecho de que aparecen solo dos superpotencias, que son Estados Unidos y China.

En los últimos seis meses, con la emergencia del liderazgo del presidente Donald Trump en Estados Unidos como principal factor político mundial, surgen en la política global dos tendencias principales. La primera, primordial, es la conversión de Estados Unidos —con Trump a la cabeza— en el centro del poder mundial en todos los planos. Al mismo tiempo, en un nivel hasta ahora nunca alcanzado en la historia del sistema: en el plano económico, en el plano tecnológico, en el plano político. La extraordinaria acumulación de poder realizada en Washington bajo Trump es la más importante desde la de Roosevelt en la década del 30. Y también en lo militar: el operativo de proyección de poder global por el cual Estados Unidos destruyó los sitios nucleares de Irán constituye un nuevo punto de partida para estimar lo que significa hoy el poder militar en el mundo.

Esta primera tendencia de la política mundial de nuestro tiempo —el fortalecimiento extraordinario y único en términos históricos de Estados Unidos— está acompañada por una segunda tendencia, claramente de menor importancia pero también de alcance mundial: el debilitamiento irreversible, cada vez más acentuado, de Europa en el contexto global.

Esto se manifestó con claridad en los resultados del último acuerdo comercial establecido entre Donald Trump y la Unión Europea, en el que quedó muy claro que la Unión asumió un papel de absoluta dependencia frente a Estados Unidos. Este es el contenido básico, en términos estructurales, que permite aproximarnos a un conocimiento verdaderamente crítico —dialéctico— de lo que significa Occidente hoy.

Para advertir lo que Occidente significa en el presente hay que tener en cuenta un último rasgo estructural de este sistema, de enorme importancia. La sociedad global absolutamente unificada por la revolución de la técnica, de carácter horizontal y ya no más convergente, con el liderazgo inequívoco de Estados Unidos y el debilitamiento igualmente inequívoco de Europa, se caracteriza porque tienden a predominar en el mundo entero nuevas formas de identidad, mientras desaparece el antiguo Estado nacional.

Al mismo tiempo, se fortalecen —y de manera extraordinaria— las identidades nacionales y culturales, sobre todo las de las dos grandes superpotencias. Una es la civilización estadounidense, la otra es la civilización china. Ambas tienen la fortuna de contar con un libro que permite comprenderlas, explicarlas y justificarlas. En el caso de la civilización estadounidense, ese libro monumental es La democracia en América de Alexis de Tocqueville. 

La extraordinaria acumulación de poder realizada en Washington bajo Trump es la más importante desde la de Roosevelt en la década del 30.

En el caso de la civilización china, ese libro es igualmente una obra monumental en términos de conocimiento político y cultural: On China de Henry Kissinger. Dicho de otra manera, Occidente hoy, en términos de contenido histórico, es esencialmente la civilización estadounidense. Y dentro de este predominio absoluto de la civilización estadounidense, en el contenido histórico del término y del concepto de Occidente, la civilización europea cumple un papel relevante, pero cada vez más subordinado e integrado.

¿Cómo ubicás a la República Argentina en este conjunto de civilizaciones?

La pertenencia a una civilización u otra no es cuestión de preferencias u opciones. La Argentina es un país honda y profundamente occidental, no puede ser otra cosa más que lo que es: un país hondamente occidental ubicado en América del Sur. Y, en orden de importancia, es una potencia mediana, solo por detrás de Brasil en la región. Me refiero a América del Sur porque América Latina no existe en términos geopolíticos: no hay tal cosa. México y el Caribe forman parte, y cada vez más, de Norteamérica. México es un país norteamericano. Ese es el espacio de integración económica y de avanzada tecnológica y científica formado por Estados Unidos, México y Canadá.

México exporta más del 90% de sus ventas externas a Estados Unidos. Esto significa que, en realidad, no exporta hacia Estados Unidos: la industria transnacional radicada en México es parte del proceso de acumulación norteamericano. En cambio, los países de América del Sur, Brasil y la Argentina en primer lugar, tienen un vínculo primordial en términos económicos, comerciales y de inversión con los países asiáticos, sobre todo con China.

En definitiva, la Argentina es un país profundamente occidental ubicado en el continente sudamericano, y es una potencia de alcance medio, solo por debajo de Brasil. Este último es, en términos de potencial económico y político, uno de los diez principales países del mundo. La importancia del vínculo entre Argentina y Brasil es que, juntos, le otorgan a América del Sur la posibilidad de protagonizar una política de alcance mundial. Separados, no pueden hacerlo.

Concluyo con dos elementos de mayor proyección hacia el futuro. El primero es que entre las dos superpotencias, Estados Unidos y China, se ha sellado en los últimos tres meses un acuerdo de cooperación de carácter estratégico que tiende a transformarse en una asociación. Comenzó a través de un diálogo directo y un acuerdo casi inmediato logrado entre los dos líderes máximos de ambas superpotencias —Donald Trump y Xi Jinping—, y tiende a acelerar el proceso de integración mundial. Este acuerdo les otorga a los dos países que están a la cabeza del despliegue de la inteligencia artificial la posibilidad, a través del cambio interno de sus economías, de dar un pleno despliegue a las inmensas oportunidades que ofrece la inteligencia artificial en el mundo de hoy.

El segundo punto es que, para la Argentina y para Brasil, el mundo actual requiere un acuerdo estratégico primordial con el centro de los acontecimientos mundiales, que es Estados Unidos, y al mismo tiempo acelerar su proceso de integración económica, comercial y de inversiones con el mundo asiático. Siempre teniendo en cuenta que esta aparente disparidad entre el alineamiento estratégico con Estados Unidos y la búsqueda de la mayor inserción económica y comercial con China es solo aparente, porque en la cima del proceso histórico lo que hay es un acuerdo de fondo entre las dos superpotencias.

Estados Unidos y China. Ese es el término. Eso es lo que me gustaría plantearles a ustedes, y me quedé pensando desde que recibí esta amable invitación para participar en esta edición de la revista.

Entre las dos superpotencias, Estados Unidos y China, se ha sellado en los últimos tres meses un acuerdo de cooperación de carácter estratégico que tiende a transformarse en una asociación.

Tradicionalmente, cuando se habla de Occidente, Rusia aparece a veces de un lado y a veces del otro. Por ejemplo, en los años 2000, con la “guerra contra el terrorismo”, se hablaba de Rusia como un freno a la expansión islámica. Después, con el liberalismo demócrata en Estados Unidos, volvió a presentarse como si estuviéramos en una situación de Guerra Fría. Y hoy, con la cuestión de Ucrania, ¿cómo lo ves? ¿Dónde está Rusia en este nuevo eje y qué revela Ucrania en relación al mapa occidental?

Empiezo por el final. Lo único que detiene hoy a Vladimir Putin de terminar de aplastar a las fuerzas ucranianas lideradas por Zelensky es que enfrente tiene a Estados Unidos. Donald Trump le exige a Putin que termine con la guerra, pero que no se imponga con un triunfo abrumador sobre las fuerzas ucranianas, porque eso despertaría de inmediato la posibilidad de una nueva guerra, esta vez con Europa y la OTAN.

Lo que mantiene frenado hasta ahora a Putin es que sabe que Trump no solo posee una superioridad militar abrumadora sobre las fuerzas rusas —y ha sido advertido de lo que significa la capacidad de proyección de poder global de Estados Unidos, demostrada inequívocamente con la destrucción de los sitios nucleares iraníes por parte de la fuerza aérea norteamericana—, sino que también entiende que es Estados Unidos quien tiene en sus manos las posibilidades de acceso de Rusia a un nuevo estándar económico e incluso de poder mundial.

La derrota de las fuerzas ucranianas en la guerra es un hecho. La victoria de las fuerzas rusas sobre las ucranianas está inscrita en la realidad de las cosas y en la realidad del terreno, en términos del sistema de combate de ambas partes. Por eso, en las entrevistas que ha tenido Putin con Trump, especialmente la última reunión en Alaska, estuvo acompañado por todo su equipo de asesores económicos, no solo por el canciller Lavrov o el jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas rusas. Lo que Putin le planteó a Trump fue la posibilidad de que Rusia converja con Estados Unidos en la plena explotación de los recursos, sobre todo de Siberia y especialmente del Ártico. Esa es hoy la relación de fuerzas entre Estados Unidos y Rusia.

Y en todo este marco, ¿qué lugar ocupan hoy la democracia y la religión en esta cosmovisión de Occidente? La democracia, que con el fin de la Guerra Fría parecía un tema cerrado —“vamos todos hacia la democracia”—, y la religión, que parecía un asunto del pasado, pero que hoy vuelve al presente con conflictos religiosos en primer plano.

Lo primero que hay que ver es que la democracia no existe como doctrina o como ideología. Existe en términos de sistemas políticos, que son parte de procesos históricos en países determinados. En Estados Unidos, la democracia representativa federal, la más descentralizada del mundo contemporáneo, se asienta en un sistema presidencialista que puede volverse hiperpresidencialista en situaciones de crisis, y que trata de ser compensado —con suerte diversa— por otros dos factores del sistema político: el Congreso de Estados Unidos, por un lado, y la Corte Suprema de Justicia, por el otro.

Oliver Wendell Holmes decía que en Estados Unidos no hay división de poderes, sino tres poderes que luchan por la decisión, lo cual no es lo mismo. En Europa, en cambio, el mundo burocrático de Bruselas carece de representatividad política: quienes están a cargo son burócratas no elegidos por voto popular. Al mismo tiempo, están asediados por movimientos populistas de derecha, centroderecha o incluso extrema derecha, que ya son mayoría en países como Alemania, Gran Bretaña o Francia. El último país de Europa oriental que se había mantenido ajeno a esta ola de nacionalismo y de afirmación de identidades nacionales —en gran parte religiosas— era Polonia, pero hoy también se identifica con Donald Trump.

La democracia no existe como doctrina o como ideología. Existe en términos de sistemas políticos, que son parte de procesos históricos en países determinados.

La cuestión religiosa es distinta. La religión no es una ideología, es una necesidad del ser humano. Por eso hay un renacer de lo religioso en todas partes del mundo, que coincide con la acentuación de las identidades nacionales y culturales. Esto ocurre porque un sistema global absolutamente unificado por la técnica carece de sentido en sí mismo: la técnica es eficaz, pero no creadora de sentido. Lo que aparece como necesidad es responder a la pregunta por el “para qué” de las cosas. De lo contrario, tenemos un mundo extraordinariamente avanzado en términos tecnológicos y científicos, pero espiritualmente vacío. Por eso, especialmente en los países más avanzados tecnológicamente, se da un llamado cada vez más fuerte a un renacer religioso, en primer lugar en Estados Unidos.

En relación a Europa, lo que planteás es muy interesante. ¿Cómo ves la tensión entre distintas religiones en el continente? ¿Es un escenario peligroso que puede escalar? Se habla también del “gran reemplazo demográfico”: la idea de que en 50 años Europa estaría islamizada. Es un discurso muy fuerte en los partidos de extrema derecha, aunque no exclusivo de ellos. Hoy circula como un fantasma generalizado. ¿Qué pensás de eso?

El problema no es que Francia tenga cinco millones de ciudadanos islámicos, sino que una parte fundamental de ese mundo islámico —sobre todo la juventud de clase media baja en los suburbios de las grandes ciudades— está completamente separada de la corriente central de Francia. A diferencia de sus padres, que procuraron integrarse sistemáticamente a la cultura francesa laica y centralista, los hijos afirman su identidad islámica no por fe religiosa, sino como forma de mostrar su distanciamiento de la sociedad francesa actual.

Cómo puede terminar esto, no lo sé. Solo intento entender el presente. Lo seguro es que en Europa habrá cada vez más crisis y más enfrentamientos internos. Incluso creo que esta fragmentación puede llegar a tener un carácter positivo en términos hegelianos, en el sentido de que la guerra es la madre de todas las cosas. Pero eso ya es especular demasiado.

Cuando hablás de la civilización estadounidense y la contrastás con Europa, ¿cómo entendés esa ruptura? En la posguerra se construyó la idea de una “cristiandad”, de una especie de Occidente unificado bajo la OTAN. ¿Cómo se produjo la separación cultural, moral y política entre Europa y Estados Unidos?

La civilización transatlántica nunca existió. Lo que existió fue la hegemonía norteamericana total y absoluta durante la Guerra Fría. Lo demás es ideología, producto de los medios de comunicación y de intelectuales como Fukuyama, que llegan a decir cosas asombrosas, como que la historia puede tener un final.

Y ahora, en esta confluencia, ¿no parece que al final todo deriva en una especie de fusión programática entre Estados Unidos y China?

No es una fusión. Son los dos países más dispares del mundo. Uno surge de la larga marcha del Partido Comunista Chino de Mao; el otro, de los padres fundadores de la República estadounidense y de la Guerra Civil, con un millón de muertos, que consagró la hegemonía del norte industrial sobre el sur esclavista, en el apogeo del capitalismo mundial. Como decía Karl Marx, Estados Unidos es el único país capitalista sin pasado feudal, que se recrea a sí mismo a través de sucesivas revoluciones tecnológicas.

China, en cambio, es la obra histórica fenomenal del Partido Comunista, que se impuso tras veinte años de guerra civil y quince años de guerra contra Japón, y que luego enfrentó a Estados Unidos en Corea cuando recién llevaba un año en el poder.

De Donald Trump se puede decir que es un personaje arquetípicamente norteamericano, incluso en su condición de multimillonario. Los medios argentinos, con ignorancia histórica extrema, lo llaman “magnate”. Su gabinete incluye a algunos de los diez hombres más ricos de Estados Unidos. Pero no se trata de un gobierno de los “súper ricos”, sino de innovadores audaces y exitosos, que manejan billones de dólares en inversiones con absoluta naturalidad.

En ese sentido, ¿cómo decodificás la pelea entre Trump y Musk? ¿Es algo personal o representa algún tipo de tensión más profunda?

Elon Musk es un genio, una figura monumental, un Thomas Alva Edison multiplicado por la revolución tecnológica de la inteligencia artificial. No solo es un gran inventor e innovador, también es un extraordinario hombre de negocios de alcance global. China es hoy el segundo productor y exportador mundial de vehículos eléctricos, y allí él también juega un papel central. Personajes como Trump o Elon Musk carecen de aparato psíquico: no se deprimen, no se atan a nadie.

Usted es autor de un libro que buscó ecplicar una época, La gran década, sobre los años noventa. Hoy, con la relación entre Milei y Occidente, parece volver la idea del menemismo en un sentido. No cancelatorio, pero sí como un espejo. ¿Cómo era ese Occidente con el que se proyectó la Argentina menemista y cómo es el Occidente que encuentra Milei hoy?

El Occidente con el que se vinculó la Argentina de los noventa era el que surgía del fin de la Guerra Fría, consecuencia de la implosión de la Unión Soviética en 1991. La Guerra Fría había sido un período de estabilidad de unos cuarenta años, en el que dos superpotencias se enfrentaron por el poder mundial en todos los terrenos, menos en el bélico directo, por el riesgo nuclear. Esa estabilidad se sostuvo mientras a sus pies se desarrollaban más de 140 guerras locales, algunas en América Latina bajo la influencia de la revolución cubana y los movimientos guerrilleros, de los cuales los argentinos fueron protagonistas.

Menem vio el final de la Guerra Fría y, con él, el fin del carácter bipolar del sistema mundial. Uno de los dos contendientes había desaparecido, y el ganador absoluto era Estados Unidos, que inauguraba un proceso de unipolaridad hegemónica. Esa unipolaridad duró 18 años, como comentamos al comienzo de esta entrevista. Por eso para Menem fue prioridad absoluta el vínculo con Estados Unidos, y lo logró. La Argentina fue el único país de América Latina que participó en la primera guerra de la posguerra fría: el enfrentamiento contra la invasión de Saddam Hussein en Kuwait. La Armada argentina envió dos naves para integrar la coalición internacional. Ningún otro país latinoamericano hizo algo semejante.

En cuanto a Javier Milei, veo dos aciertos fundamentales. El primero, identificar la crisis fiscal como el núcleo de la crisis argentina. Entendió que para revertir una sociedad y una economía hiperinflacionaria había que resolver la crisis fiscal y así eliminar la inflación. Y lo hizo: en menos de un año y medio de gobierno, pasó de una inflación mensual del 24% en diciembre de 2023 a un nivel cercano al 1,7 o 1,9% en agosto de este año. La clave fue el equilibrio fiscal: cerrar la brecha que provocaba emisión y alimentaba la inflación. Ese es el logro de Milei, un personaje muchas veces estrambótico, pero efectivo.

El segundo acierto, que me atrevo a calificar de casi genial, fue haberse identificado públicamente con la candidatura presidencial de Donald Trump, aun antes de que este fuera elegido nuevamente presidente de Estados Unidos. Estos son los dos rasgos característicos de Milei: la resolución de la crisis fiscal y el alineamiento estratégico con Trump.

La resolución de la crisis fiscal garantiza la gobernabilidad del sistema político argentino. Sin equilibrio fiscal no hay gobernabilidad posible. Milei gobierna bajo un sistema hiperpresidencialista y plebiscitario: está obligado a triunfar en cada elección significativa, porque perder una elección sería perder el plebiscito mediante el cual la opinión pública lo juzga. En ese caso, el país se tornaría ingobernable.

Resumiendo, diría que el gobierno de Milei es el más innovador, lúcido y audaz que ha tenido la Argentina desde el de Carlos Menem en los años noventa.

En Europa habrá cada vez más crisis y más enfrentamientos internos. Incluso creo que esta fragmentación puede llegar a tener un carácter positivo en términos hegelianos, en el sentido de que la guerra es la madre de todas las cosas. Pero eso ya es especular demasiado.