Occidente y la doble lealtad
Este texto explora cómo la idea de Occidente se sostiene en una tensión permanente más que en una identidad única: la doble lealtad entre universalismo y particularismo. De Strauss a Meloni, de Arendt a Kant y Constant, aparece una misma pregunta: ¿Occidente debe afirmarse como unidad cerrada o aceptar que su fuerza proviene justamente de esa fricción, de habitar el conflicto sin resolverlo del todo?
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“Todas las esperanzas que albergamos en medio de las confusiones y peligros del presente se basan, positiva o negativamente, directa o indirectamente, en las experiencias del pasado. De estas experiencias, las más amplias y profundas, en lo que respecta a los occidentales, están indicadas por los nombres de dos ciudades: Jerusalén y Atenas. El hombre occidental se convirtió en lo que es y es lo que es gracias a la unión de la fe bíblica y el pensamiento griego.”
Leo Strauss
1967
El año en que Strauss publicó por primera vez estas palabras estuvo cargado de acontecimientos que parecían condensar toda una época. En Oriente Próximo estallaba la Guerra de los Seis Días, que alteraría para siempre el mapa de la región. En Londres, los Beatles publicaban Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, hito de la cultura pop y de la imaginación moderna. En Bolivia, caía abatido Ernesto “Che” Guevara, convertido ya en mito revolucionario. Filosofía, política y cultura vibraban a la vez, como si nuestro mundo se enfrentara simultáneamente a todos sus dilemas.
2025
Casi seis décadas más tarde, Giorgia Meloni invoca la misma fórmula de “Atenas y Jerusalén” en la CPAC. La Conservative Political Action Conference, fundada en 1974, se ha transformado en la gran cita de la derecha internacional; Reagan, los Bush o Dick Cheney entre otros han sido allí oradores habituales. No es irrelevante el año de su fundación: 1974 fue también el año en que Friedrich Hayek recibió el Premio Nobel de Economía, emblema de la ofensiva neoliberal que puso fin a los “Treinta Gloriosos”, el período de progreso material y Estado de Bienestar tras la Segunda Guerra Mundial. Mirado desde hoy, ese año aparece como un umbral: el comienzo del declive de Occidente tal como había sido concebido en la posguerra. Y tiene todo el sentido que la CPAC -cuyo eco resuena en la voz de Meloni en 2025- naciera entonces, cuando el relato de Occidente comenzaba a resquebrajarse.
¿Cómo es posible que un filósofo judío exiliado del nazismo, que encontró en Estados Unidos un lugar de asimilación y reflexión, y una dirigente neofascista italiana contemporánea que reivindica a Mussolini, puedan coincidir en invocar la misma pareja: Atenas y Jerusalén? ¿Qué significa que dos figuras tan distintas como Leo Strauss y Giorgia Meloni encuentren en ese binomio el emblema de Occidente? ¿Qué es exactamente lo que están nombrando al hacerlo?
1974 fue también el año en que Friedrich Hayek recibió el Premio Nobel de Economía, emblema de la ofensiva neoliberal que puso fin a los “Treinta Gloriosos”, el período de progreso material y Estado de bienestar tras la Segunda Guerra Mundial. Mirado desde hoy, ese año aparece como un umbral: el comienzo del declive de Occidente tal como había sido concebido en la posguerra.

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Actualmente, si atendemos a los medios de comunicación internacionales y a la conversación pública de masas digital, sabemos que Occidente está (o sufre de estar) “polarizado”. Si tuviéramos que usar palabras gruesas, las que se usan por ahí, para luego pensar qué esconden detrás, diríamos que los polos que se enfrentan en el interior de Occidente podrían llamarse “globalismo” y “soberanismo”. De algún modo, quizás insólitamente, y a pesar de lo anticuado que parece ya este vocabulario, globalismo y soberanismo responden de modo casi simétrico a lo que clásicamente se entendió como “izquierda” y “derecha”. Sobre todo, en su origen: en la asamblea francesa pos revolucionaria, a la izquierda estaban los más radicales, que eran, precisamente los más universalistas (¿globalistas?) y a la derecha los que abogaban por el particularismo de la tradición y la herencia cultural propia para fundar la legitimitad de las instituciones políticas, los conservadores o reaccionarios (¿soberanistas?).
Por supuesto que estoy apelando a una estilización que puede ser objeto de críticas. Soy consciente de que globalismo y soberanismo no son polos cristalinos, que en realidad son conglomerados conceptuales que contienen decenas de líneas ideológicas entrecruzadas, líneas que desordenarían con razón el contraste entre estos dos polos. De hecho, si miráramos con un microscopio conceptual riguroso, habría que diluir la contraposición entre globalismo y soberanismo (izquierda y derecha) en otros miles de antagonismos que no respetan la división entre los dos bloques. Y esto mismo pasa con casi todas las polaridades occidentales: son complejas e inestables.
En todo caso, voy a pedir al lector que reserve sus legítimas objeciones a un esquema tan simplista y me acompañe en esta observación inicial: no parece haber mucha diferencia entre la polarización contemporánea globalistas vs. soberanistas y la polaridad política central del occidente moderno entre izquierda y derecha.
Esta polaridad política central, remite a su vez a otras que no se limitan a un componente estrictamente político, sino también jurídico e incluso filosófico: Socialismo/Nacionalismo, Universalismo/Particularismo, Estado/Nación, Derecho/Tradición, Razón/Revelación.
Sea como sea, la actitud de los globalistas frente a Occidente (frente a ellos mismos) es de crítica y escarnio. Un orgulloso autodesprecio. La actitud de los soberanistas frente a Occidente (frente a ellos mismos) es de reivindicación y ensalzamiento. Una no muy avergonzada autopromoción.
La herramienta con la que el globalismo critica e intenta alejarse del núcleo de lo que comprende como Occidente es un universalismo desaforado, dogmático. La herramienta con la que el soberanismo reinvindica y ensalza lo que comprende como Occidente es un particularismo radicalizado, calcificado. Lo que me gustaría mostrar en estas páginas es que el corazón de Occidente está en la irresolución misma de la tensión entre los dos polos, en el mantenimiento, más allá de lo que los polarizados parecen desear, de una doble lealtad. A los polos los une una larga tradición cultural, filosófica, política. Occidente es la tensión permanente sin ruptura. Todos somos globalistas; todos somos soberanistas. Es a esto a lo que llamo “doble lealtad”. La doble lealtad es inherente al mundo occidental.
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La conferencia de Leo Strauss no constituyó, ciertamente, la primera aparición de la idea de Atenás y Jerusalén. Leer la obra de Platón y Aristóteles al mismo tiempo y en coherencia con la tradición bíblica fue la misión que más o menos explícitamente se dieron a sí mismos los filósofos cristianos más importantes, San Agustín y Santo Tomás. El Renacimiento, el humanismo moderno y la Ilustración no dejan de seguir secularmente la estela del binomio Atenas y Jerusalén. Pero en el momento en el que escribe Strauss el tono tiene ya algo de melancólico. Y aún así, brilla en él la lectura crítica de todos los intentos de resolver la tensión, de romper la doble lealtad.
Strauss abre “Atenas y Jerusalén” con una afirmación que, en verdad resume el punto de partida de toda reflexión sobre Occidente:
“El hombre occidental se convirtió en lo que es y es lo que es gracias a la unión de la fe bíblica y el pensamiento griego.”
El esquema parece claro: dos polos constitutivos, cuya diferencia se expresa en fórmulas casi lapidarias.
“La peculiaridad de los griegos es la plena dedicación del individuo a la lucha por la excelencia, la distinción y la supremacía. La peculiaridad de los hebreos es el máximo respeto hacia el padre y la madre.”
Strauss reconoce que no se trata solo de una suma cultural, sino de una tensión irreductible. Y es en este punto donde aparece una de sus observaciones más penetrantes, todavía vigente: la sospecha de que el universalismo moderno puede transformarse en un nuevo dogma.
“Por mucho que la ciencia de todas las culturas invoque su inocencia respecto a cualquier preferencia o evaluación, fomenta una postura moral específica. Dado que requiere apertura hacia todas las culturas, fomenta la tolerancia universal y la euforia que se deriva de contemplar la diversidad… afirma el monismo de la tolerancia universal y el respeto a la diversidad; pues, en virtud de ser un ismo, el pluralismo es un monismo.”
¡El “monismo de la tolerancia universal”! ¡Epa, epa!
El riesgo es claro: el universalismo, que parece neutral, se convierte en un “monismo de la tolerancia”, tan excluyente como cualquier dogma. En contraste con esa abstracción, Strauss recuerda que la conciencia de vivir en “culturas” es precisamente un producto occidental, ligado a una búsqueda de verdad:
“Los hombres de otras épocas y climas distintos a los nuestros no se comprendían a sí mismos en términos de culturas… Lo que ahora llamamos cultura es el resultado accidental de preocupaciones que no tenían que ver con la cultura, sino con la verdad.”
Este punto resulta crucial para un análisis crítico de las intervenciones contemporáneas más sofisticadas del globalismo de la izquierda. Pienso en David Graeber y David Wengrow en El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, de 2021, y en el fondo, en todo el pensamiento “decolonial” de finales del siglo XX y principios del XXI (que da sustento teórico, entre otros, al actual movimiento “free Palestine”, tan vivo y vibrante en todas las ex potencias colonialistas ricas, y tan profundamente occidental). Graeber y Wengrow proponen nada más y nada menos que el origen de la reflexión alrededor de valores universales modernos como libertad, igualdad y fraternidad, no hay que buscarlo en la dialéctica occidental entre Atenas y Jerusalén, sino en las culturas indígenas americanas que llegaron a los autores ilustrados (como Rousseau) a través de las crónicas de Indias. El colonialismo occidental se vuelve en esta mirada globalista decolonial tan rapaz que incluiría no ya el expolio de metales preciosos, sino de ideales. Pero Strauss vino a marcar un límite a ese tipo de pretensiones ya en 1967: más allá de todo dogma humanista o de la procedencia exacta de sus contenidos, solo Occidente ha producido la autorreflexión que se sabe “una cultura entre culturas”. No se trata de una superioridad, sino de una carga: la conciencia de la pluralidad es inseparable de la exigencia de verdad (exigencia que estoy seguro que los antropólogos de izquierda comparten).
El colonialismo occidental se vuelve en esta mirada globalista decolonial tan rapaz que incluiría no ya el expolio de metales preciosos, sino de ideales. Pero Strauss vino a marcar un límite a ese tipo de pretensiones ya en 1967
El deslumbrante nudo del argumento de Strauss, y esta vez la estopa iría dirigida a la derecha soberanista, llega cuando discute el punto de vista de Hermann Cohen (el filósofo alemán -y judío- más importante de los primeros años del siglo veinte), quien había escrito, apenas comenzada la primera guerra mundial, que el antagonismo entre Platón y los profetas (otra formulación de Atenas y Jerusalén), debía resolverse en una “síntesis moderna”:
“Más desilusionados que Cohen, que no vivió la Rusia comunista ni la Alemania de Hitler, con respecto a la cultura moderna, nos preguntamos si los dos ingredientes de la cultura moderna, de la síntesis moderna, no son más sólidos que esa síntesis misma… Dado que estamos menos seguros que Cohen de que las síntesis modernas sean superiores a sus ingredientes premodernos, y dado que los dos ingredientes se oponen fundamentalmente entre sí, en última instancia [frente al binomio Atenás/Jerusalén] nos quedamos con el problema más que con alguna solución.”
Aquí está la clave: lo peligroso no es la tensión entre Atenas y Jerusalén, sino la tentación de resolverla en una síntesis definitiva. La experiencia histórica, las catástrofes del siglo veinte, muestran que esa síntesis puede ser frágil, ilusoria e incluso destructiva. Por eso, Strauss invita a sostener el problema, no a cerrarlo en una identidad. Occidente no debe concebirse como unidad resuelta, sino como doble lealtad sostenida. Frente a la apropiación identitaria de Meloni, que convierte Atenas y Jerusalén en bandera única, y frente al universalismo absoluto que diluye toda particularidad en un “monismo de la tolerancia”, Strauss ofrece otra posibilidad: mantener abierta la tensión, sostener el antagonismo sin clausurarlo.
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En fluido y carismático inglés, así reivindicó su Occidente Giorgia Meloni en la reunión de la CPAC de 2025:
“Amigos míos, yo sigo creyendo en Occidente. No solo como un espacio geográfico, sino como una civilización. Una civilización nacida de la fusión de la filosofía griega, el derecho romano y los valores cristianos. Una civilización construida y defendida a lo largo de los siglos gracias al genio, la energía y el sacrificio de muchos. Al decir “Occidente”, definimos una forma de entender el mundo en la que el individuo está en el centro. La vida es sagrada. Todos los hombres nacen iguales y libres. La ley se aplica de manera igual a todos. La soberanía pertenece al pueblo, y la libertad está antes que todo lo demás. Y nunca pediremos perdón por ello. Mi pregunta para ustedes es: ¿puede esta civilización seguir defendiendo los principios y valores que la definen? ¿Puede seguir sintiéndose orgullosa de sí misma y consciente de su papel? Yo creo que sí. Por eso debemos decir, fuerte y claro, a quienes atacan a Occidente desde fuera y a quienes lo sabotean desde dentro con frascos de cultura decadente e ideologías caducas, debemos decirles que nunca nos avergonzaremos de lo que somos. Afirmamos nuestra identidad. Afirmamos nuestra identidad y trabajamos para fortalecerla. Porque sin una raíz profunda, sin una identidad, Occidente no podrá sobrevivir.”
Este discurso (quizás la versión más elegante y potente de la nueva derecha mundial) retoma el binomio clásico de Occidente: Atenas (filosofía griega), Jerusalén (judeocristianismo), y en este caso añade el derecho romano. Sin embargo, lo decisivo es que esta apelación, que en su origen podía funcionar como una figura abierta y conceptual de mixtura (la tensión de tradiciones heterogéneas), se convierte aquí en una identidad particular y cerrada.
Meloni repite la palabra identidad (“nuestra identidad”) y presenta la civilización occidental como un todo coherente que debe ser afirmado frente a enemigos externos e internos. Así, lo que era una metáfora fértil, capaz de nombrar la doble lealtad constitutiva de Occidente (la tensión irreductible entre universal y particular), pasa a funcionar como una identidad particularista: una bandera que excluye, que legitima a Occidente como “la identidad respetable y superior frente a las demás”.
Paradójicamente, Meloni critica el “discurso globalista” y su “política de identidades”, lo “woke”, pero lo hace construyendo a su vez otra identidad contrapuesta, la de Occidente mismo. La operación consiste en clausurar lo que era un juego abierto de tensiones (Atenas/Jerusalén/Roma) en un relato identitario, reductivo y cerrado. En el campo de batalla de la realidad política, no ya en el de las meras ideas, es un discurso cruel contra los inmigrantes extranjeros y los extraños internos (feministas, homosexuales, y toda la miríada de pluralidad casi infinita, precisamente, tan propia de Occidente).
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En Metáfora y memoria, de 1987, Cynthia Ozick también recurrió al binomio Atenas y Jerusalén, pero al contrario que Meloni, para consagrar la relación de apertura al extranjero como el corazón mismo de Occidente. Allí la genial escritora neoyorquina, paradigma brillante de esa asimilación tan indeclinablemente judía de los judeoamericanos, sostiene que la metáfora no es un adorno retórico, sino una forma de conocimiento ligada a la memoria y a la compasión. A diferencia de la inspiración, que se agota en el instante, la metáfora descansa en la experiencia acumulada: transforma lo extraño en familiar, convierte la memoria en continuidad y abre la posibilidad de imaginar al otro. Leer el verso homérico que habla de “el mar color vino” hace que aun cuando ese mar nos resultara algo extraño, podamos conocerlo, acogerlo como algo tan familiar, al menos, como el vino.
En Metáfora y memoria, de 1987, Cynthia Ozick también recurrió al binomio Atenas y Jerusalén, pero al contrario que Meloni, para consagrar la relación de apertura al extranjero como el corazón mismo de Occidente.
De ahí que Ozick vincule la metáfora con la tradición bíblica: “porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (Levítico 19:34). En esa memoria de haber sido extranjeros se funda un mandato moral: la obligación de acoger al forastero. La metáfora, dice Ozick, es el instrumento que universaliza esa experiencia, porque permite que un corazón imagine a otro corazón. Los exiliados y forasteros pueden imaginar lo que sienten otros forasteros; los que han sufrido la extranjería poseen la capacidad de reconocerla en los demás.
Este núcleo de Jerusalén (la piedad hacia el extranjero como mandato inscrito en la memoria) ofrece un contraste radical con el uso que hace Meloni del mismo emblema. Mientras ella invoca “Occidente” para blindar una identidad cerrada frente a los extranjeros, Ozick recuerda que la verdadera herencia bíblica es exactamente lo contrario: no olvidar nunca la propia condición de extranjero, y por ello mantener abierta la relación con el otro. Jerusalén, en este sentido, no clausura la tensión en una identidad única, sino que impide que Occidente se vuelva pura autoafirmación. La metáfora, guardiana de la memoria, preserva la tensión: obliga a recorrer el antagonismo entre lo propio y lo ajeno, entre lo particular y lo universal, sin borrarlo nunca.
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En su ensayo El sionismo, una retrospectiva, de 1945, Hannah Arendt explora la experiencia judía moderna desde la tensión entre asimilación y sionismo. Allí formula con especial claridad la condición del judío asimilacionista: “quería ser a la vez judío y ciudadano europeo”, pero su tragedia residía en “la imposibilidad de conciliar estas dos pertenencias” en el umbral de la explosión del antisemitismo moderno. La asimilación exigía adhesión al universal ciudadano; el sionismo, o simplemente la persistencia de la vida judía, recordaba la fidelidad a lo particular. Lo decisivo es que en los textos de Arendt esta encrucijada no se resuelve nunca en una síntesis satisfactoria, en una solución, porque “todo intento de borrar uno de los polos desembocaba en la catástrofe”.
En las páginas que dedica a esta cuestión, Arendt subraya que la situación del judío en la Europa moderna estaba marcada por una paradoja: era demasiado judío para ser aceptado plenamente en las naciones europeas, y al mismo tiempo demasiado poco judío para mantenerse al margen de la asimilación. Creo que esa doble pertenencia imposible no es una anécdota sociológica, sino un símbolo de la modernidad occidental misma: el choque entre los derechos universales del hombre y la ciudadanía particular de los Estados. En Los orígenes del totalitarismo Arendt lo expresará de modo lapidario: los judíos encarnaban la fractura entre “los derechos del hombre” y “los derechos del ciudadano”.
Lo judío funciona como espejo de Occidente: la memoria del extranjero y la imposibilidad de la síntesis.
Esta figura del judío asimilado podría convertirse en emblema más que en encrucijada. No sería solo un emblema de lo judío, sino de lo occidental: vivir entre el universalismo abstracto y las fidelidades particulares, sin poder resolverlos nunca en una síntesis armónica. Lo que Arendt describe como condición del judío moderno (doble lealtad ineludible e imposible a la vez) puede leerse como metáfora de Occidente en su conjunto. El destino occidental no es el de una identidad unificada, ni el de un universal sin arraigos, sino el de vivir permanentemente la tensión entre ambos polos.
Si Cynthia Ozick señalaba que la verdadera herencia bíblica es la memoria de haber sido extranjero, y que esa memoria obliga a la hospitalidad, Arendt muestra cómo esa condición de extranjería se vuelve estructura política en la modernidad. En ambos casos, lo judío funciona como espejo de Occidente: la memoria del extranjero y la imposibilidad de la síntesis.
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Este dilema no es, ya se ve, exclusivo de la historia judía. También la filosofía política europea lo dramatizó en clave abstracta. Uno de sus episodios más reveladores es la célebre polémica entre Immanuel Kant y Benjamin Constant sobre el supuesto “derecho a mentir por filantropía”. En 1797, en su obra De las reacciones políticas, Constant formula por primera vez la objeción: allí, en medio de su crítica al terror jacobino, plantea que el principio kantiano de que nunca se debe mentir resulta insostenible en ciertas situaciones concretas. Ese libro, además, tiene un lugar singular en la historia de la teoría política: es el texto en el que se introduce por primera vez el término “reaccionario” en su sentido moderno, ligado a la reacción contra los excesos de la Revolución. Constant escribía en caliente, en diálogo directo con la experiencia del terror, al que había sobrevivido y cuya violencia había presenciado, habiendo sido en un principio un entusiasta de la Revolución.
El ejemplo que ofrece Constant está sin duda extraído de una situación que pudo haber vivido él mismo: la del asesino que, en el marco del terror, llega enviado por el Comité de Salud Pública para buscar a un amigo inocente que se esconde en nuestra casa. ¿Debe uno decir la verdad y entregarlo? Constant responde con claridad: ese asesino no tiene derecho a la verdad. Y si no tiene derecho a la verdad, existe en ese caso un derecho a mentir. Mentir para salvar al amigo no solo está permitido, sino que es la exigencia misma de la moralidad. Constant formula esta objeción refiriéndose sarcásticamente a Kant como “el filósofo alemán”, sin nunca nombrarlo. Para él, la abstracción kantiana, defender el principio general de que nunca se debe mentir, resulta inaceptable cuando lo que está en juego es la vida concreta de un inocente querido.
Ese mismo año, Kant publica el opúsculo Sobre un pretendido derecho a mentir por filantropía, en el que responde a Constant, devolviéndole también el desdén retórico: lo llama “el filósofo francés”. Allí Kant defiende sin fisuras la pureza del principio: mentir es siempre condenable, incluso si la intención es salvar una vida. La mentira, afirma, corroe el fundamento universal del derecho, pues destruye la confianza en la palabra y con ello socava la posibilidad de toda normatividad. No importa que la situación sea extrema: el imperativo categórico no admite excepciones.
El contraste entre ambos no es meramente teórico, sino que expresa la distancia entre dos experiencias históricas. Constant había vivido el terror jacobino de cerca: sabía lo que significaba que un emisario del poder politico tocara la puerta con fines de muerte. Kant, en cambio, era un puro entusiasta de la Revolución, a la que saludó como un acontecimiento decisivo para la humanidad, pero observándola desde la distancia de su rutinaria y sosegada existencia en Königsberg, sin haber sufrido en carne propia ni el terror revolucionario ni nada parecido. Ese entusiasmo kantiano por el universalismo jacobino y por la Declaración de los Derechos del Hombre fue probablemente lo que lo llevó a defender con tanta rigidez la prioridad del principio general sobre cualquier vínculo concreto.
Sin embargo, es importante subrayar que Constant no rechazaba la búsqueda de principios generales y universales (de hecho, los contraponía, como superiores, a todos los “prejuicios” particulares). En esto coincidía con Kant: una ética sin principios generales es insostenible. Lo que cuestionaba es la absolutización de un principio abstracto sin mediación. Por eso introduce lo que llama un “principio intermediario”: un principio que matiza lo general y lo pone en circunstancia, incorporando como parte de la normatividad el amor concreto al amigo. En este punto, Constant no abandona la universalidad, sino que la reformula: el principio general necesita de la mediación de la situación particular y del vínculo concreto para ser verdaderamente ético.
Esta formulación permite ver que Constant no elige simplemente el extremo particularista, sino que sostiene de hecho la doble lealtad: la fidelidad a los principios generales y la fidelidad a los vínculos específicos. Su crítica a Kant no consiste en un rechazo del universal como tal, sino en la exigencia de que la universalidad se piense siempre junto a la particularidad. En esta insistencia en un “principio intermediario” resuena la misma lógica de la doble lealtad que Arendt vio en la tragedia del judío asimilado: la imposibilidad de elegir entre universal y particular, la necesidad de sostenerlos a la vez.
No es casual que Hegel, en la Fenomenología del Espíritu, identificara en el formalismo kantiano la raíz filosófica del terror jacobino. En la sección titulada “La libertad absoluta y el Terror”, denuncia que la universalidad pura, cuando se impone sin mediación, degenera en violencia cruel. Lo que Constant había intuido al introducir el principio intermediario, Hegel lo diagnostica como fracaso del universalismo abstracto.
La polémica entre Constant y Kant, leída a la luz de Strauss, Arendt y la metáfora de Atenas y Jerusalén, muestra con nitidez el destino occidental. Strauss advirtió contra los intentos de resolver la tensión entre razón y tradición inclinando la balanza hacia uno de los polos; Arendt señaló la doble lealtad del judío asimilado como dilema emblemático de la modernidad; Constant dramatizó la exigencia de matizar el universal con el vínculo concreto. En todos los casos, lo que aparece es el mismo aprendizaje: Occidente no puede resolverse en una identidad particular ni en un universal abstracto.
8 [coda]
En 1796, Friedrich Schiller publica su ensayo Über naive und sentimentalische Dichtung (Sobre poesía ingenua y poesía sentimental), considerado una de las obras fundacionales de la estética moderna. Europa vive en el clima incierto que sigue a la Revolución: entusiasmo por la emancipación, pero también miedo ante la violencia política. La filosofía kantiana marca todavía el horizonte: la Crítica del juicio (1790) había abierto el camino a la libertad estética, y la Paz perpetua (1795) había trazado un ideal de progreso moral universal. En ese contexto, Schiller aparece como un paradigma del esplendor ilustrado de Occidente: cultura, razón y libertad como fundamentos de una humanidad reconciliada consigo misma.
La poesía se convierte para él en el medio privilegiado de esa reconciliación. De ahí su distinción entre lo ingenuo y lo sentimental en el centro de su legendario opúsculo. En él distingue entre dos formas de creación poética que se corresponden, en cierto modo, con dos modos de relación con el mundo. El poeta ingenuo vive aún en unidad inmediata con la naturaleza; expresa lo real sin fisuras, como si el lenguaje y el ser coincidieran. El poeta sentimental, en cambio, se sabe moderno: escribe desde la fractura, con la conciencia de que esa unidad ya no existe. Su obra surge de la nostalgia de lo perdido y de la aspiración a recomponerlo.
Esta diferencia no es solo literaria, sino histórica y filosófica. Lo ingenuo remite a una edad en la que la vida y el pensamiento estaban fundidos en una totalidad armónica; lo sentimental aparece cuando la modernidad ha producido una escisión irreversible entre naturaleza y espíritu, individuo y comunidad, universalidad abstracta y pertenencia concreta. El sentimental no es menos valioso que el ingenuo: su grandeza reside precisamente en transformar la fractura en conciencia estética. Schiller, de este modo, convierte la nostalgia en programa: la belleza no elimina la grieta, pero la vuelve fecunda.
Vista desde la perspectiva que nos dan las páginas anteriores, la distinción de Schiller puede leerse como la formulación estética de la doble lealtad que atraviesa toda la historia de Occidente. Lo ingenuo representa la inmediatez de una comunidad reconciliada -como la imagen de Atenas en el mito straussiano-; lo sentimental encarna la autoconciencia desgarrada de la modernidad, cercana a Jerusalén: la imposibilidad de la unidad plena, la necesidad de vivir en tensión entre lo universal y lo particular, entre el arraigo y la aspiración. Schiller eleva esa tensión a principio vital estético: habitar la fractura, y no resolverla, como condición de toda belleza.