Parte de la religión
En este artículo la autora se zambulle, referenciándose en autores claves que estudian la revolución francesa y la historia de los últimos siglos, en la religión civil del Occidente secular. Una revisión de los movimientos políticos argentinos que van del radicalismo a Milei pasando por el peronismo y el PRO. Mesianismo y regeneración. Parte de la religión.
por Camila Perochena
Durante la Revolución Francesa se desplegó un proyecto deliberado y sistemático para reemplazar la fe religiosa por el culto a la razón. La noción tradicional del tiempo, fundamentada en las Sagradas Escrituras, debía ser erradicada por completo. Esta determinación llevó a la creación de un calendario republicano cuyo "día uno del año uno" se hacía coincidir simbólicamente con la fundación de la República Francesa, marcando así una ruptura definitiva con el pasado monárquico y religioso.
Este nuevo calendario no se limitaba a reorganizar la cronología; representaba una transformación profunda en la manera de comprender y experimentar el tiempo. Los meses y días, rebautizados con referencias a fenómenos naturales, y los festivales republicanos que reemplazaban las festividades cristianas, constituían un intento de naturalizar y racionalizar la experiencia temporal humana. Al instaurar un tiempo republicano, los revolucionarios no solo disputaban con los sacerdotes reacios a abandonar sus festividades tradicionales, sino que manifestaban una determinación inquebrantable por eliminar todo vestigio de lo que consideraban la irracionalidad de la fe.
Sin embargo, esta ruptura radical con la religión tradicional escondía una paradoja fundamental: en su afán por desterrar lo religioso, los revolucionarios terminaron creando una nueva forma de religiosidad. La sacralidad no desapareció, sino que experimentó una transferencia hacia valores sociales y políticos. Como ha señalado Mona Ozouf en su análisis de este fenómeno, los revolucionarios, al pretender vaciar la vida cotidiana de toda manifestación religiosa, temieron que el espacio dejado por lo maravilloso pudiera ser ocupado por algo más temible aún: la inmoralidad.
Como ha señalado Mona Ozouf en su análisis de este fenómeno, los revolucionarios, al pretender vaciar la vida cotidiana de toda manifestación religiosa, temieron que el espacio dejado por lo maravilloso pudiera ser ocupado por algo más temible aún: la inmoralidad.

Este temor reveló una comprensión intuitiva pero profunda de la naturaleza humana: la necesidad de trascendencia no puede simplemente abolirse por decreto. Por tanto, se hizo imperativo reemplazar la antigua religión con una nueva que, aunque secular en apariencia, mantenía la estructura fundamental de lo religioso: un altar, ahora ocupado por la madre patria; un libro sagrado con preceptos morales, representado por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; y un calendario litúrgico, materializado en los festivales cívicos que ritmaban la vida republicana.
Esta transposición de lo sagrado a la política no fue un fenómeno exclusivo de la Francia revolucionaria, sino una constante que podemos rastrear a lo largo de la historia moderna. Las naciones, los movimientos políticos y las ideologías han adoptado con frecuencia estructuras y prácticas que emulan lo religioso: rituales colectivos, figuras mesiánicas, narrativas de redención y símbolos sagrados. Este fenómeno de sacralización de la política se manifiesta con particular intensidad en contextos donde las identidades colectivas buscan consolidarse, legitimarse y movilizar a la sociedad.
En este artículo, examinaremos cómo esta dinámica se ha desplegado en la historia argentina, donde diversas identidades políticas han incorporado elementos religiosos, en sus símbolos y discursos, creando verdaderas “religiones políticas” con sus propios mártires, liturgias y dogmas. El caso argentino, con sus particularidades y complejidades, nos permitirá comprender mejor cómo lo político y lo religioso, lejos de constituir esferas separadas, se entrelazan en la construcción de identidades colectivas perdurables.
La fe radical
Entre el 3 y 6 de julio de 1933, Buenos Aires fue testigo de un fenómeno extraordinario: una multitud desbordante se movilizó para despedir a Hipólito Yrigoyen, líder de la Unión Cívica Radical. Los radicales despedían a quien llamaban el “apóstol”. En un gesto simbólico de apropiación popular, la multitud arrebató el féretro de manos de los dirigentes partidarios y lo trasladó por las calles de la ciudad. No se trataba sólo de un funeral, era la culminación de un proceso en el que una identidad política había adquirido dimensiones claramente religiosas.
Como ha demostrado Francisco Reyes en sus investigaciones, la identidad radical se configuró como una verdadera “religión cívica” desde sus orígenes, mucho antes de la consolidación del liderazgo de Yrigoyen. Ya en sus primeros años, el radicalismo incorporó elementos propios de lo religioso: la concepción de una misión histórica trascendente, el culto a los mártires caídos en las revoluciones radicales y la veneración de la figura de Leandro N. Alem como padre fundador. Desde ese momento fundacional, los radicales comenzaron a percibirse como una comunidad de creyentes unidos por lazos que trascendían lo meramente político.
Según Reyes, lo que otorgó particular potencia a esta identidad fue su carácter regeneracionista en el plano moral. Los radicales se concebían a sí mismos como portadores de una misión histórica que superaba ampliamente la disputa política coyuntural o las negociaciones propias de la “rosca” política. Esta misión, lejos de aspirar a una mera restauración del pasado, se proyectaba como la inauguración de un tiempo nuevo, una refundación moral de la política argentina.
Años más tarde, la religión cívica radical encontró en Hipólito Yrigoyen a su apóstol indiscutido. Incluso antes de asumir la presidencia, Yrigoyen había consolidado la concepción del radicalismo como un “credo político”. Esta visión quedó claramente manifestada en una célebre polémica con Pedro Molina, dirigente radical que reclamó mediante una carta abierta que el partido adoptara una posición explícita respecto al libre comercio.
La respuesta de Yrigoyen, plasmada en una extensa y críptica carta —característica de su estilo discursivo complejo y por momentos inentendible—, revela la dimensión religiosa de su concepción política. En ella, acusó a Molina de “apóstata” y “Judas malogrador”, afirmando categóricamente: “Todos los ciudadanos que no profesan el credo de la UCR, contribuyen, directa o indirectamente, a afianzar el régimen imperante”. Sin embargo, lo más revelador no fue la carta en sí —prácticamente ininteligible en su argumentación—, sino la reacción que provocó entre los militantes radicales, quienes la leyeron en voz alta, la aplaudieron de pie, la imprimieron y la colocaron junto al testamento político de Alem. La carta transmitía un mensaje sagrado e incuestionable. Este episodio ilustra cómo para los militantes radicales la doctrina partidaria no consistía en un corpus sistemático de ideas políticas, sino en una visión esencialmente religiosa que construía una comunidad de creyentes.
En esta cosmovisión, el mundo político quedaba dividido en dos campos cerrados y antagónicos: la “causa” y el “régimen”. La causa se identificaba con los radicales y representaba la virtud, mientras el régimen se asociaba con los conservadores y encarnaba la corrupción moral. Para Yrigoyen, no apoyar la causa partidaria convertía automáticamente a cualquier radical en un hereje o en un “traidor de la fe”.
Al llegar al poder, la retórica mesiánica de Yrigoyen se profundizó. En un lúcido artículo sobre la dimensión religiosa de la identidad radical, Marcelo Padoan muestra cómo los seguidores de Yrigoyen lo percibían como un apóstol, un “nuevo Jesús” de la política argentina. El propio Yrigoyen se concebía a sí mismo como un héroe providencial, enviado para restaurar la vida política y moral que había sido degradada por el “régimen oligárquico”. En su discurso, los adversarios del radicalismo eran representados como los “réprobos”, en oposición a sus seguidores, considerados los “elegidos”. Todo lo que se oponía al radicalismo era juzgado como inmoral y asociado al régimen precedente. Por ello, en el imaginario yrigoyenista, su llegada a la presidencia no representaba un simple cambio de gobierno, sino el inicio de un tiempo nuevo, la materialización de una promesa mesiánica.
El propio Yrigoyen se concebía a sí mismo como un héroe providencial, enviado para restaurar la vida política y moral que había sido degradada por el “régimen oligárquico”. En su discurso, los adversarios del radicalismo eran representados como los “réprobos”, en oposición a sus seguidores, considerados los “elegidos”.
Después del liderazgo carismático de Yrigoyen, el radicalismo atravesó varias décadas sin contar con un líder de características mesiánicas comparables. Sin embargo, esto no significó que el partido abandonara la dimensión sacra de su identidad política. La religión cívica radical persistió, aunque transformada, adaptándose a los nuevos contextos históricos y a las diferentes coyunturas políticas que atravesó el país. La memoria de Yrigoyen siguió operando como un referente mítico para la identidad partidaria, y los rituales conmemorativos continuaron alimentando el sentido de pertenencia a una comunidad de fe política
Con la transición democrática iniciada en 1983, la figura de Raúl Alfonsín pasó a encarnar un nuevo credo dentro del radicalismo. Sin embargo, este ya no era el mismo credo radical de la época yrigoyenista, centrado en la “causa” contra el “régimen”. Se trataba ahora de una “fe democrática” que trascendía los límites del partido y aspiraba a constituirse en un valor compartido por toda la sociedad argentina. Esta transformación puede observarse claramente en la campaña electoral de 1983, cuando Alfonsín incorporó a sus actos políticos un elemento ritual que se volvería emblemático: la recitación, a la manera de un rezo laico, del preámbulo de la Constitución Nacional.
En este imaginario político, el texto sagrado era la Constitución Nacional. Alfonsín colocaba a la carta magna como la base fundamental de la legitimidad democrática y, en ese gesto, resaltaba la virtud del procedimiento democrático: un gobierno era legítimo cuando las decisiones se tomaban siguiendo las normas constitucionales. El respeto por la institucionalización de las reglas de juego adquiría un valor fundamental que anclaba en el momento fundacional de construcción del estado nacional.
Este desplazamiento implicaba una transformación profunda en la concepción de lo político. Si en el yrigoyenismo la política se concebía como la lucha entre la “causa” y el “régimen”, en el alfonsinismo se buscaba superar esta visión maniquea para dar lugar a una concepción plural y deliberativa de la democracia. Como ha señalado Gerardo Aboy Carlés, en el régimen democrático construido por el alfonsinismo aparecía como novedad histórica la valoración positiva del pluralismo y del disenso político. Desde la perspectiva presidencial, las identidades radical yrigoyenista y peronista se habían constituido históricamente sobre la base del hegemonismo y el no reconocimiento del otro como adversario legítimo, erosionando así la democracia y la estabilidad política.
A pesar del énfasis en el carácter liberal de la democracia, el radicalismo alfonsinista no había abandonado del todo la vieja tradición yrigoyenista, según han marcado Gerardo Aboy Carlés y Adrián Velázquez. El respeto a la constitución y el llamado al diálogo se combinó, en algunos momentos, con estrategias de confrontación y con la presentación de la UCR como el único partido capaz de asegurar la transición a la democracia.
No obstante, más allá de la tensión entre pluralismo y hegemonismo que atravesó al alfonsinismo, resulta claro que el credo político que encarnaba ya no era exclusivamente el de la “fe radical” sino que se ampliaba a una “fe democrática” con aspiraciones universalistas. La democracia aparecía no solo como un procedimiento para la toma de decisiones colectivas sino como un valor en sí mismo, como un horizonte ético capaz de regenerar moralmente a una sociedad traumatizada por el autoritarismo.
Desde la crisis de 2001, o incluso desde 1989, podemos observar cómo la fe radical se fue progresivamente apagando. El radicalismo no logró en el siglo XXI recrear aquella poderosa comunidad de creyentes que había conseguido convocar durante gran parte del siglo XX. El partido que alguna vez había movilizado fervorosas multitudes unidas por una fe común, se vio reducido a una expresión política incapaz de generar adhesiones emocionales profundas. Sin la capacidad de ofrecer un horizonte de redención colectiva ni figuras con atributos mesiánicos, el centenario partido dejó de funcionar como una iglesia secular para convertirse en una estructura política convencional, administradora de recursos institucionales pero huérfana del fervor místico que había alimentado su extraordinaria capacidad de supervivencia durante más de un siglo de historia argentina.
La democracia aparecía no solo como un procedimiento para la toma de decisiones colectivas sino como un valor en sí mismo, como un horizonte ético capaz de regenerar moralmente a una sociedad traumatizada por el autoritarismo.
La fe peronista
A mediados del siglo XX, surgió en Argentina una nueva identidad política que aspiraba a transformar profundamente al hombre y a la sociedad: el peronismo. El 17 de octubre de 1945, fecha que se convertiría en el mito fundacional del movimiento, Juan Domingo Perón se dirigía desde el balcón de la Casa Rosada a una multitud fervorosa: “Desde esta hora, que será histórica para la República, que sea el coronel Perón el vínculo de unión que haga indestructible la hermandad entre el pueblo, el ejército y la policía; que sea esta unión eterna e infinita para que este pueblo crezca en esa unidad espiritual de las verdaderas y auténticas fuerzas de la nacionalidad y del orden [...] porque amar a la patria no es amar sus campos y sus casas, sino amar a nuestros hermanos”.
Aquella jornada, que sería rememorada como el “Día de la Lealtad”, instituyó un ritual político que se repetiría anualmente durante los años siguientes en el que el líder dialogaba sin intermediarios con el pueblo. Por ejemplo, Perón le preguntaba al pueblo si estaba conforme con su gobierno. Al finalizar aquel día histórico, los trabajadores vitoreaban “Mañana es San Perón, que trabaje el patrón”, expresión que anticipaba la conversión del 18 de octubre en día feriado y revelaba la sacralización que comenzaba a envolver la figura del líder.
Tal como ha desarrollado detalladamente Mariano Plotkin en su libro “Mañana es San Perón”, el peronismo construyó un elaborado imaginario político alrededor de las figuras de Perón, Eva y del movimiento mismo, utilizando un sistema coherente de mitos, símbolos y rituales. La misión redentora que se asignaba el peronismo cobraba pleno sentido en la medida en que se planteaba como una confrontación contra un enemigo igualmente colosal. Dos fechas estructuraron fundamentalmente el calendario litúrgico peronista: el 17 de octubre y el 1° de mayo.
En el caso del 1 de mayo, la propaganda oficial lo convirtió en una celebración de la “felicidad de los trabajadores” más que en una jornada de protesta. Este cambio semántico buscaba transmitir que, con el ascenso de Perón al poder, se había inaugurado una nueva era para la clase obrera argentina, que ya no necesitaba manifestarse contra un sistema opresor. La tradicional denominación “Día del Trabajo” fue reemplazada por “Fiesta del Trabajo”, subrayando el giro desde la reivindicación combativa hacia la celebración jubilosa. Ya no se trataba de una manifestación organizada desde abajo por los sindicatos, sino de una festividad orquestada desde el Estado, donde Perón y Eva ocupaban un lugar central.
En este proceso de construcción de una identidad política con rasgos religiosos, la “doctrina peronista” ocupó un lugar equivalente al de un texto sagrado. Para Perón, la misión central del movimiento consistía en lograr la “unidad espiritual” del pueblo argentino. En su “Manual de Conducción Política”, afirmaba categóricamente: “Un conductor no va a llegar a todos los hombres, para eso está la doctrina que pone a patear a todos para el mismo arco”. Según esta concepción, no bastaba con tener un conductor carismático, sino que resultaba imprescindible alcanzar una “unidad de concepción” que orientara moralmente a todos los argentinos en una dirección única.
La sacralización progresiva del peronismo comenzó a tensionar sus relaciones con la Iglesia católica. Durante los primeros años de gobierno, prevaleció un acuerdo tácito: el peronismo administraba los asuntos terrenales mientras la Iglesia conservaba el dominio espiritual. Sin embargo, hacia 1952 emergió lo que Pablo Gerchunoff denominó un “conflicto de soberanías”. Como señala Torre, "la afrenta mayor fue el intento de convertir al justicialismo ya no sólo en la doctrina oficial del Estado sino a la vez en la expresión del verdadero cristianismo". Esta disputa por el terreno simbólico-espiritual desencadenó un enfrentamiento abierto con la Iglesia católica en 1954, factor determinante que precipitaría el golpe de Estado de 1955.
Durante los primeros gobiernos de Perón se forjó una identidad política donde la doctrina, los rituales, los símbolos, las figuras mesiánicas y las promesas de redención resultaron elementos fundamentales. Esta dimensión religiosa constituye un componente esencial para comprender la extraordinaria persistencia del peronismo como identidad política, que ha logrado sobrevivir a proscripciones, golpes de estado y profundas transformaciones económicas y sociales.
Durante el kirchnerismo, la identidad peronista se reactualizó en un juego de rupturas y continuidades con el pasado. Una de las continuidades fue el rol central que tuvieron los rituales políticos para inculcar los valores del gobierno como también para impulsar a la movilización política. El 25 de mayo de 2010, tres millones de personas en las calles del centro de Buenos Aires festejan los 200 años del inicio de la revolución. Presidentes de América Latina asisten al evento. Un desfile protagonizado por el grupo Fuerza Bruta representa escenas de la historia argentina. El 20 de noviembre de 2010, la presidenta inaugura un monumento en Vuelta de Obligado, a orillas del río Paraná, para conmemorar el Día de la Soberanía Nacional. Habla con una escenografía de fondo estratégicamente preparada: un monumento representa las cadenas que, en el pasado, debían detener a la flota anglofrancesa. Detrás, unas llamaradas lo iluminan. Junto a ellas, el retrato de Juan Manuel de Rosas enfocado con luces rojas. Más atrás, el río con dos barcos y el atardecer. El 9 de enero de 2014, la presidenta encabeza un acto en Mar del Plata por el retorno de la Fragata Libertad, retenida ilegalmente durante 78 días en Ghana por el embargo de un fondo buitre. Más de 200 mil personas se movilizan para recibir a la fragata. El evento ha sido cuidadosamente preparado: el tenor Darío Volonté, ex combatiente de Malvinas, canta Aurora. Aviones sobrevuelan el cielo formando una fumata azul y blanca. La presidenta habla desde un palco en el mascarón de proa del barco, mientras anochece.
Detrás de las tres escenas hubo un montajista y escenógrafo: Javier Grosman, responsable de la Unidad Ejecutora del Bicentenario. En una entrevista explicó la lógica utilizada para armarlos: “Es casi una misa, una cosa ceremonial para con la gente. Hay un ritual, un diálogo permanente entre el escenario y el público, y en el público hay una especie de cosa coral. Hemos pensado cómo es la posición de la gente. Hemos puesto a la gente más metida en el conjunto del acto, cosas que le pasan por arriba de la cabeza, que le mueven las masas acuosas del cuerpo, que le sucedan muchas cosas a la gente”.
La súbita muerte de Néstor Kirchner constituyó, quizás, el acontecimiento que profundizó decisivamente la dimensión religiosa del kirchnerismo. Sus funerales, como ha demostrado Sandra Gayol al estudiar los rituales fúnebres de Estado de principios del siglo XX, “transmitieron unidad e identificación nacional a través de los restos del 'gran hombre'”. Javier Grosman armó el velatorio público en la Casa Rosada. En el Salón de los Patriotas Latinoamericanos se dispuso el féretro cerrado. La deliberada invisibilidad del cadáver contrastaba, en una escenografía de sobria solemnidad, con la figura central de Cristina, de riguroso luto, acompañada por sus hijos. El ataúd, cubierto con los emblemas presidenciales —bandera nacional, banda y bastón— fue recibiendo gradualmente otros símbolos: pañuelos de organizaciones de derechos humanos, rosarios, banderas del Racing Club, el casco amarillo de un trabajador, un poncho gaucho y numerosos objetos y mensajes depositados por los miles de ciudadanos que desfilaron en silencioso homenaje. Mientras tanto, en la Plaza de Mayo, la militancia en vigilia rompía con el tradicional silencio que caracteriza los actos luctuosos, entonando cánticos como “Néstor no se murió, vive en el pueblo, la puta madre que lo parió” y “Cristina corazón, acá tenés los pibes para la liberación”. La consigna “fuerza Cristina” impregnó por completo las exequias de su esposo.
La súbita muerte de Néstor Kirchner constituyó, quizás, el acontecimiento que profundizó decisivamente la dimensión religiosa del kirchnerismo.
Como ha señalado Gastón Souroujon, diversas narrativas evidencian la dimensión sacra en la muerte de Néstor Kirchner: se presentó como un sacrificio (un hombre que entregó su vida por el pueblo), se interpretó no como un final sino como la ascensión a una nueva forma de vida, y se equiparó su figura con la de Dios y la Patria. Esta última asociación quedó cristalizada en el posterior juramento de Cristina Fernández de Kirchner: “Yo Cristina Fernández de Kirchner, juro por Dios, la patria y sobre estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la Nación Argentina, si así no lo hiciere que Dios, la patria y él me lo demanden”.
La dimensión religiosa que forma parte del peronismo le dio potencia a su excepcional persistencia histórica. Esta sacralización de la política —manifestada en sus rituales, símbolos, figuras redentoras y promesas de salvación colectiva—le dio al movimiento una cohesión que trasciende lo meramente partidario para convertirse en una verdadera fe política que tiene el mayor poder de convocatoria en la historia argentina.
La fe política y la democracia liberal
A diferencia del radicalismo en la primera mitad del siglo XX o del peronismo en la segunda, el PRO no logró constituirse como una fe política capaz de generar adhesiones trascendentes entre sus seguidores. Con la irrupción de Javier Milei parece inaugurarse, sin embargo, una nueva expresión de fe política: la fe libertaria. Este movimiento emergente ha encontrado su narrativa de salvación nacional, su figura mesiánica en la persona del actual presidente, y sus propios rituales de pertenencia y comunión ideológica.
Tal como analizamos en este artículo, la sacralización política es una tendencia profundamente arraigada en la cultura política argentina. Esta dinámica plantea un desafío estructural para la construcción de una democracia liberal. Como señalaba Kalman Silvert al analizar el absolutismo político de los partidos en Argentina, “la concepción mesiánica de la política no deja lugar para una oposición legítima” . Cuando los movimientos políticos equiparan su proyecto con la moral absoluta y lo invisten de carácter sagrado, la disensión es inevitablemente interpretada como herejía.
En conclusión, en la historia política argentina estamos ante una paradoja: las identidades políticas más persistentes y movilizadoras son aquellas que se constituyeron en comunidades de fe. Sin embargo, esta misma potencia dificulta la consolidación de una cultura democrática donde el pluralismo sea concebido como un componente natural del sistema político y no como una amenaza existencial a valores sagrados e incuestionables.
El PRO no logró constituirse como una fe política capaz de generar adhesiones trascendentes entre sus seguidores. Con la irrupción de Javier Milei parece inaugurarse, sin embargo, una nueva expresión de fe política: la fe libertaria.