Peculiares ideas de la libertad
La nueva derecha global libra su batalla cultural en nombre de una peculiar idea de la libertad que esconde en realidad valores tradicionales purificadores. Gente como Trump y Bolsonaro, Meloni y Orban, Abacal y Milei forman una alianza reaccionaria internacional en nombre de “la gente de bien” para quienes todo obstáculo es un enemigo comunista. Roto el dique de la tolerancia la nueva derecha se quita el antifaz.
por José Benegas
Una “batalla cultural” desatada desde la llamada Nueva Derecha ha comenzado por desafiar la comprensión de los términos de la discusión política. Si nos quedamos con el lenguaje que se utiliza, parecería que se están recreando las condiciones y conflictos de la Guerra Fría, aunque el panorama se presenta bien distinto. Si hay una guerra fría entre Rusia y la OTAN, no se da en los términos ideológicos de la primera, pero además, poco tiene que ver con la mentada batalla que no reconoce fronteras.
El presidente argentino Javier Milei dice pelearla por sus “ideas de la libertad”, pero a su vez repite el lema de Francisco Franco y Benito Mussolini: “Dios, Patria y Familia”. Por otra parte la “batalla cultural” es algo que va más allá de difundir un pensamiento, algo que al menos implica cuestionar e intervenir a la cultura. La apelación emocional a sus huestes de su parte está cargada de banderas ultraconservadoras, por decir lo menos, y poco compatibles con un liberalismo tradicional.
Del otro lado del Atlántico, sus contrapartes de la llamada Nueva Derecha, los dirigentes de Vox, levantan banderas nacionalistas y ultraconservadoras sin vueltas y, a su vez, promueven la conformación de una “Iberosfera”, una suerte de mundo hispano supranacional a la manera del Commonwealth británico, sobre la base de la nostalgia del Imperio español. Santiago Abascal, el líder del partido, sostiene que los valores cristianos forman parte de la identidad cultural de España y Europa, y que deben ser defendidos de lo que ven como una “decadencia moral” impulsada por el progresismo y el multiculturalismo. Se trata de unos valores cristianos apegados a normas sociales y a una identidad nacional.
Al norte, el movimiento MAGA de Donald Trump, según Milei, otro gran defensor de esas “ideas de la libertad”, encarna, más allá de él, el sueño de un cristianismo politizado que anhela colocar por encima de la Constitución a la Biblia, cuyo fantasma principal es la inmigración que parece que ha cambiado al país para mal.
Para todos ellos, que comparten el espacio de la llamada Nueva Derecha junto a Jair Bolsonaro, Antonio Kast y Giorgia Meloni, quienes no se identifican con su proyecto son comunistas, progresistas o socialistas, donde las tres palabras son sinónimos. Esto se aplica al presidente Biden y a la candidata demócrata Kamala Harris, hasta los “liberales progres”, que son los liberales que no quieren dar batalla cultural alguna, liberales a secas, entendiendo que todo el mundo debe ser libre y no hay categorías excluidas. Eso los hace, para esta visión, de izquierda.
Para todos ellos, que comparten el espacio de la llamada Nueva Derecha junto a Jair Bolsonaro, Antonio Kast y Giorgia Meloni, quienes no se identifican con su proyecto son comunistas, progresistas o socialistas, donde las tres palabras son sinónimos
Muy especialmente, el comunismo para ellos está representado por unos productos naturales, digámoslo así, de una sociedad abierta capitalista: la diversidad sexual y de género, el feminismo, las corrientes migratorias y el cuidado del medio ambiente. Todo eso ha arruinado, para ellos, un pasado dorado de roles de género definidos en un mundo simple y comprensible bajo el comando indiscutible de hombres blancos heterosexuales, según lamenta el ideólogo paleolibertario y anarcocapitalista Hans Herman Hoppe.
La forma de volver a la “normalidad” es aceptar al cristianismo como rector, pero no porque sea la religión verdadera de los Reyes Católicos, sino porque se quiera o no está en el ADN de Occidente, según la versión del psicólogo Jordan Peterson, un cruzado contra la diversidad sexual.
La Nueva Derecha divide su mundo entre ellos, a quienes Javier Milei llama “la gente de bien”, que representan a Occidente, la libertad, Dios, la patria y la familia, y los otros, que identifican como comunistas, destructores de la patria, la familia, Occidente y la libertad misma. A su vez, se alarman de que las plataformas digitales no representen al mundo como lo ven, como debería ser, y sienten que promueven una agenda de diversidad que los intenta reprogramar. La diversidad, para ellos, es producto de una propaganda políticamente motivada, aunque parece bastante evidente que significa la ruptura de la propaganda cerrada binaria que la derecha asume como la “realidad científica”. En ese sentido, todo lo que los acerque a sus dogmas es científico y todo lo que los refute es anti científico.
La Nueva Derecha divide su mundo entre ellos, a quienes Javier Milei llama “la gente de bien”, que representan a Occidente, la libertad, Dios, la patria y la familia, y los otros, que identifican como comunistas, destructores de la patria, la familia, Occidente y la libertad misma
Es en defensa de la libertad que se oponen a determinadas formas de vida, dado que, por sí mismas, en su concepción destruyen la base fundamental de la civilización, la cual se hace insostenible sin la moral que defienden. La libertad, por lo tanto, se ve amenazada por ciertas libertades por las que el comunismo lucha para acabarla.
En defensa de la libertad de expresión, en algo que comenzó como una reacción contra los excesos del procedimiento de la cancelación, organizan una violencia verbal potenciada por las redes sociales contra todo disidente, objetor, persona que duda sobre sus líderes o discursos, o pregunta cosas que les molestan o los ponen en evidencia. Y ni siquiera esta libertad de expresar agresiones se limita a quienes intervienen en el debate público. Bajo su libertad de expresión, tienen por víctimas propiciatorias a personas privadas como las transexuales que quieren vivir sus vidas fuera de las normas de género, que para ellos siguen una ideología que les quieren imponer.
En el modo en el que la Nueva Derecha maneja la idea de la libertad de expresión hay una clave fundamental para desandar la confusión sembrada en sus “ideas de la libertad”. Isaiah Berlin distinguía entre una libertad en sentido positivo, relativa a lo que podemos hacer, y otra libertad en sentido negativo, relacionada a un ámbito propio en el que los demás no se pueden entrometer.
Autores clásicos liberales, como Friedrich Hayek, se apegan a la noción negativa de libertad como ausencia de coerción. La libertad del nuevo liberalismo de derecha que expresa Javier Milei y una red de fundaciones que han adoptado el mismo tipo de ideología en los últimos años, está vinculada a la libertad de ejercer la homofobia, la xenofobia y el racismo, todas variantes al menos precursoras de coerción y violencia. En cambio, una libertad equivalente, como sería la de levantar la voz contra todo eso, es calificada de “woke”, colectivismo y ultraizquierda. La conclusión es bastante obvia: no es la libertad de odiar lo que defienden, sino el odio en sí.
Es un odio político, organizado y como proyecto de poder que los une. Es una libertad como la del asaltante de asaltar, la del estafador de engañar y la del secuestrador de secuestrar. Una libertad en sentido positivo, como sinónimo de poder, diría Hayek, que se da de patadas con el liberalismo clásico, pero que es útil a un proyecto político opresivo que quiere vestirse de otra cosa. Un odio industrializado con el fin de identificar a unos impuros que están arruinando a la sociedad armoniosa y vistosa que tienen como ideal y cuyos enemigos son los diferentes.
¿Cómo llamaría entonces la Nueva Derecha a una simple y llana lucha por el derecho de las minorías en términos de von Ihering, sin ninguna intención política ulterior? ¿O al simple estudio de cuestiones de género, que esa facción condena, por mero interés científico y académico? Pues simplemente progresismo, que sería como llevar a la libertad más allá de sí misma. La libertad, pasando cierto límite establecido por la Biblia, es amenazada por algo que antiguamente se hubiera llamado herejía.
Nos encontramos entonces con un enorme desorden conceptual en el que, dejando de lado la particular terminología en Estados Unidos, que llama liberal a la centroizquierda, el liberalismo, en sentido estricto, ya no quiere decir libertad y comunismo ya no quiere decir abolición de la propiedad o siquiera lucha de clases. Se parece más a “herejía”. Esto se debe a que, por un lado, la propia Nueva Derecha es una reacción desordenada a muchas cosas, pero también a que apela elementos como la pureza cultural y el odio colectivo que saben que los acerca al fascismo tradicional y buscan disfrazarlas.
Completa el panorama un cristianismo supremacista blanco, xenófobo, homófobo y misógino, es decir, un cristianismo que no se basa en el amor al prójimo y se limita a un prójimo “como uno”. Sigue una tradición que vine de la defensa de la esclavitud primero, el Ku Kux Klan y la segregación después. Cristianismo que, como argumentan Andrew L. Whitehead y Samuel L. Perry en diversos trabajos, es sinónimo de supremacía blanca.
Los llamados conservadores que rescatan los valores tradicionales en Estados Unidos promueven además a un candidato procesado, poco apegado a la verdad, con una vida personal no precisamente tradicional. Esto puede parecer simplemente incoherente, pero es un dato que va más allá de eso. El dogmatismo en esta facción es instrumental, lo importante es el cambio del orden político, lo que nos acerca más a la verdad de la Nueva Derecha, envuelta en una montaña de palabrerío.
Hasta su nacionalismo es complejo. Por un lado, parecen rescatar del arcón de los malos recuerdos a conceptos como el “ser nacional”; por el otro, son favorables a la invasión rusa a Ucrania, porque Vladimir Putin sigue los lineamientos de ese conservadurismo anti minorías, masculinista y que considera que Europa se ha afeminado. Unos lo reconocen, otros no, al menos por ahora, pero Putin es el gobernante modelo para ellos. Entonces, la soberanía de Ucrania resulta prescindible.
Agustín Laje, un militante latinoamericano de esta corriente, ha llegado a definir que Vladimir Putin invadió Ucrania en defensa de los principios del Tratado de Westfalia, como defensa de su soberanía, la que requería, según él, de un espacio vital, el “Lebensraum" de Hitler, fundamento de su captura de Polonia, pero en nombre de la soberanía nacional y Westfalia, prescindiendo de la soberanía ucraniana.
Hasta hace poco, uno de sus enemigos eran los gigantes tecnológicos o “Big Tech”, que según ellos se habían convertido en enemigos de las “ideas de la libertad” por censurar en las redes sociales a las voces discriminatorias y discursos de odio. Objetaban que tuvieran una agenda propia. Eso cesó no bien Elon Musk adquirió Twitter, ahora X, y la transformó en una plataforma “libre”, en una versión de la libertad al estilo de la película “La Purga” de James DeMonaco, y Elon Musk ya participa de los actos de campaña de Donald Trump.
Cuando Musk desafío a la soberanía de Brasil que le exigía estar a derecho y nombrar un representante en juicio, los nacionalistas estaban del lado de la Big Tech supranacional en nombre de la libertad de expresión.
Así como la libertad de expresión para ellos es buena o mala dependiendo del sentido en el que discurra y a quién favorezca, los gigantes tecnológicos, el federalismo y las fronteras son buenas o malas dependiendo de quién esté detrás de cada cosa.
Nos encontramos, por lo tanto, frente a un fenómeno muy confuso en lo conceptual, en gran medida disfrazado, que no puede ser definido por lo que manifiesta.
Del otro lado, la confusión no es menor, porque tanto liberales clásicos como socialdemócratas o centristas se ven un tanto perplejos frente a estos discursos y procedimientos, por lo que la avanzada de esta derecha ha sido sumamente eficaz.
Desde la centroizquierda, la disputa con la Nueva Derecha se realiza en base a ideas previas que se tenían sobre el liberalismo, la economía capitalista o el conservadurismo. Se vio en Argentina cuando Javier Milei fue visto como un extremista liberal que hasta quería habilitar la venta de órganos, porque el usó estas provocaciones para vestirse de cruzado de la libertad mientras construía hacia adentro y afuera una política integrista.
Ese desfasaje entre lo que creen combatir unos y lo que dicen enfrentar otros se notó muy especialmente en el discurso que Milei dio ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre. Mientras apuntó a los fantasmas del globalismo y la “ideología de género”, sus seguidores se emocionaron como si estuvieran viendo a un héroe en su momento de gloria. Sus palabras, sin embargo, solo sonaron peculiares; ninguna fuerza poderosa se desató contra él. Las crónicas lo mostraron como algo curioso, pero nadie le respondió, porque las fuerzas globalistas que promueven la “ideología de género”como un programa político están en su imaginación.
Si nos deshacemos del lenguaje simulado y de los fantasmas, nos encontramos con la crisis de lo más básico de nuestra modernidad política: un sentido racional-democrático y liberal del sistema de gobierno y la forma del Estado. Hay un cuestionamiento virulento al estado constitucional, a las instituciones republicanas y al principio de representación como vehículo del ideal del autogobierno, desde la óptica de una élite iluminada que cuestiona la igualdad ante la ley. Las obsesiones como el aborto, el odio a las minorías sexuales y el conocimiento de género representan a Sodoma y Gomorra en el imaginario de este proyecto pretendidamente restaurador de la moral cristiana y provee una hoguera conceptual donde ofrecer sacrificios a sus fanáticos. La religión, como elemento fundamental de la política, excluye la racionalidad de las relaciones de poder y toda noción de rule of law, recreando las condiciones de la Edad Media. Lo importante es liberar a la política de la noción de límite y dotarla de un dogma que la alimente desde adentro, no desde abajo.
La Nueva Derecha se presenta como una invasión oportunista que viene a ocupar el espacio dejado por la democracia liberal, donde liberal quiere decir algo mucho más elemental y vastamente compartido que una mera economía de mercado, y se refiere a la realización de la igualdad ante la ley, la libertad de las personas comunes bajo la noción de la res pública.
El antecedente clave es el primer ministro húngaro Viktor Orbán, quien, a partir de un célebre discurso de 2014, proclamó directamente a su modelo como una democracia iliberal. Orbán sigue ganando elecciones, pero ha declarado abiertamente que su gobierno no está sujeto a los valores liberales, ya que considera que estos son obstáculos para su visión autoritaria y nacionalista que vela por unos “valores tradicionales”. Inspirado en lo que él llama "experiencias exitosas" de países como Rusia, Turquía, China, Singapur e India —regímenes autoritarios o semi-autoritarios—, Orbán cree que la democracia no necesita ser liberal, e incluso, según él, no debe serlo para ser efectiva.
El autócrata húngaro ha señalado a la crisis financiera de 2008 como un punto de inflexión, destacando los fallos del capitalismo liberal y el dominio de las grandes corporaciones tecnológicas y financieras. Sin embargo, su diagnóstico económico pesimista va mucho más allá y es acompañado por un rechazo radical a la modernidad occidental. Orbán critica abiertamente lo que percibe como una decadencia moral en Occidente, vinculada a la "corrupción, el sexo y la violencia", que, según él, desacredita a los Estados Unidos y su modelo de modernización.
El ascenso de Orbán y su democracia iliberal ha sentado las bases para la nueva derecha populista en Europa y más allá, una forma de autoritarismo confesional y nostálgico de un pasado idílico que se presenta como defensor de los valores tradicionales, sin reclamarlos tanto hacia adentro de la facción como hacia afuera. Aunque en el espectro ideológico pueda parecer opuesto, esta ideología comparte ciertas similitudes con el socialismo nacionalista de la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. En ambos casos, pese a sus diferencias de intereses, retóricas y estilo, abrazan un nacionalismo fuerte en el que se declaran víctimas de algo poderoso y maléfico que proviene del exterior y justifican el debilitamiento de las instituciones liberales para preservar a la patria.
Con la llegada de Donald Trump y su movimiento Make America Great Again (MAGA), la nueva derecha cobra impulso en Occidente, pero con sus propios matices. Trump, al igual que Orbán, ha aprovechado el desencanto con las élites políticas tradicionales y el miedo al cambio para consolidar un proyecto populista que se presenta como la única solución viable a una crisis cultural y económica percibida. Esta es una de las curiosidades que ponen en crisis los términos con los que nos manejamos, porque, mientras el elemento nacionalista es común y fundante en la nueva derecha, esta se comporta como un movimiento global, como un intento de “nuevo orden mundial”, que la emparenta con otro de sus fantasmas: la idea de que élites siguen un plan secreto para dominar al mundo.
Con la llegada de Donald Trump y su movimiento Make America Great Again (MAGA), la nueva derecha cobra impulso en Occidente, pero con sus propios matices. Trump, al igual que Orbán, ha aprovechado el desencanto con las élites políticas tradicionales
A Orbán se le debe también la creación como enemigo espectral de George Soros, el mega millonario que promueve los principios popperianos de la sociedad abierta.
Mientras que para Orbán la democracia debe ser rescatada y la libertad relativizada, para el movimiento MAGA parece ser al revés. Para algunos, MAGA representa una expresión extrema de libertad, lo que es la forma en que los libertarios justifican su apoyo. Estos tomaron protagonismo durante la crisis del 2008, reclamando cambios radicales en cuanto a debilitar al gobierno federal y levantando algunas consignas como “end the FED” (terminemos con la Reserva Federal), esto como consecuencia del rescate de los bancos, y la reducción de impuestos. El Tea Party y los libertarios, más allá del partido que lleva ese nombre, son una de las dos vertientes de la estructuración del discurso MAGA.
La otra es el nacionalismo cristiano que surge de la “Mayoría Moral” de lo que Guy Sorman llamó la “Revolución Conservadora” en los ochentas. Lo que en tiempos de Reagan era un apéndice, con Trump se convirtió en la ideología principal de su facción, que ha cooptado completamente al Partido Republicano. Con ellos viene la idea de que Estados Unidos no es un país con un estado secular, sino una nación cristiana. Aquí se juntan, entonces, el nacionalismo, el cristianismo y lo libertario para cuestionar al Estado Liberal como tal. Unos por opresivo, otros por secular, otros por liberal, pero todos en función de una restauración autoritaria de un pasado percibido.
En el relato de un nuevo conservadurismo alejado de la constitución y acercándose a la teocracia, el argumento de que la Constitución no establece una democracia sino una república, que es algo más exigente que la democracia, se transforma en algo completamente diferente: que Estados Unidos es un país regido por la Biblia, lo que no se ajusta a ninguno de los dos principios.
Con los libertarios, la utopía de la sociedad meramente contractual, donde los incentivos del mercado llevarían a todo el mundo a colaborar, incluso para excluir el crimen y organizar un sistema de justicia, se transforma en un nuevo mundo ideal en el que los xenófobos, masculinistas y supremacistas blancos puedan impedir toda posibilidad de colaboración y crear y excluir a los indeseables.
Sin embargo, esta deriva en la que los libertarios hablan de una “verdadera libertad” y Orbán reconoce que la libertad le ha dejado de interesar no los aleja; al contrario, los une. Orbán y Trump, los miembros del Partido Republicano y los personajes cercanos a ellos, se sienten parte de un mismo movimiento supranacional y a su vez nacionalista, guiados por una versión de la fe purificadora y restauradora, para pocos, junto con el libertario Milei que gobierna en nombre de las “fuerzas del cielo”. República, democracia y libertad son, entonces, discursos y recursos retóricos. Tal vez como un propósito de engaño o disfraz, o tal vez porque esta facción no sabe cómo definir su raíz y su propósito y elabora críticas contradictorias para expresar su disconformidad con la democracia liberal. Lo cierto es que ni siquiera el concepto de democracia, que supone que la gente común tiene derechos, subsiste sin libertad. Sería una cáscara, una simulación más.
Orbán y Trump, los miembros del Partido Republicano y los personajes cercanos a ellos, se sienten parte de un mismo movimiento supranacional y a su vez nacionalista, guiados por una versión de la fe purificadora y restauradora
Se trata en realidad del renacimiento de ideas antiguas “liberadas” de la “opresión” del pensamiento tolerante, de las instituciones, el diálogo racional y respetuoso y la diversidad. Eso es lo que les resulta agobiante y ahora se ha desatado. Es su libertad en sentido positivo, como diría Berlin. Son viejos demonios escapando de una jaula, la jaula de la civilización.