Precarizados del Mundo, Uníos

La combinación cambiante de tareas complejas y tecnologías es tan vieja como la esclavitud moderna. Con el desarrollo de la Inteligencia Artificial Generativa se asoma un futuro de precarización de todas las formas de trabajo. El actual avance de las extremas derechas puede leerse como una reacción a ese futuro. 

por Ernesto Semán

Pre obreros

Hacia 1780, unos 600 mil esclavos en la isla de Saint-Domingue producían el 40 por ciento del azúcar y el 60 por ciento del café que importaba Europa. Su producción representaba cerca de dos tercios del total de las exportaciones francesas y superaba en valor al total de la producción del resto de las colonias americanas combinadas. Las atrocidades que se infringieron sobre los esclavos son conocidas; las que ocurrían en Saint-Domingue eran aún mayores, alimentadas en parte por el miedo que apenas 50 mil blancos sentían frente a una población doblegada pero diez veces más numerosa. Las torturas eran públicas y visibles, los esclavos enterrados con la cabeza afuera para que fueran devorados por las bestias se colocaban donde todos pudieran verlos y oírlos. Era común que las violaciones ocurrieran delante de testigos. Látigos y cuchillos moldeaban la vida diaria de un esclavo. Ejecuciones y exhibición de los cuerpos desmembrados podían llenar la agenda de un día cualquiera. El conjunto nos devolvía la imagen de la esclavitud como un periodo oscuro, en un contraste económico y moral con la era moderna.

Al menos hasta 1938. Ese año, CLR James publicó una historia de la revolución haitiana en la que proponía ver al régimen de la isla como una forma incipiente de la industria moderna y a los esclavos de la isla como los portadores de formas incipientes de una conciencia de clase. James utilizaba el marxismo para tensionar la división tajante que el propio marxismo establecía entre capitalismo y esclavitud. Cierto, el trabajo libre del cual se extraería la plusvalía aún no existía, pero la riqueza que producían las plantaciones generaba las semillas de una burguesía moderna e interesada en la productividad. Mirada de cerca, además, la producción de azúcar no tenía nada de arcaica. Requería una coordinación exacta y sistemática de una docena de pasos, y demandaba ingentes formas de capital en maquinarias (además de los esclavos), para que la caña se hiciera líquido y el líquido se hiciera melaza y la melaza se hiciera cristales blancos y dulces. Vistos de cerca, los ingenios azucareros de Cuba retratados a principios del XIX son el déjà-vu de las fábricas por venir. Sistematización de tareas complejas, capital fijo, tecnología: el capitalismo moderno ya estaba ahí. 

¿Y las torturas, el exhibicionismo del maltrato? Formas abrasivas de afrontar el problema que definiría la relación de la clase obrera con el capital en las fábricas de los siglos siguientes: la disciplina y subordinación de la fuerza de trabajo. Hacia 1910, Henry Ford le dio forma a la cadena de montaje (inspirado en los ganchos que transportaban los cuerpos mutilados de las vacas en los frigoríficos de Chicago) y seguía protestando porque «los trabajadores no se quedan quietos en sus lugares» .

Pero además de la clase obrera, Saint-Domingue también creó al otro lado del océano al consumidor, el elemento dinamizador del capitalismo moderno consustanciado en una variedad de sujetos sociales. Fue el azúcar que llegaba a Europa en cantidades fabulosas desde fines del siglo XVII uno de los productos que puso en el centro de aquello que hoy organiza nuestras vidas: comprar. Si el consumo suntuario había estado reservado para las aristocracias y el resto de la sociedad funcionaba bajo distintas economías de subsistencia, durante el siglo XVIII el consumo se incorpora a la vida diaria de una parte creciente de la sociedad hasta monopolizarlo todo.

Trabajadores, tecnología, control, consumidores; todos nos reencontramos más de dos siglos después en la reconfiguración de nuevas formas de explotación. En 2024, el CEO que obtuvo el bono más grande de las compañías que cotizan en Estados Unidos no está al frente de una fábrica ni de un agronegocio ni de una de las redes sociales que proveen servicios a cambio de quedarse con nuestros datos. Alex Karp se alzó con 6.800 millones de dólares (sí) al frente de Palantir, una compañía que hace el minado de esos mismos datos para el gobierno de los Estados Unidos, particularmente para sus agencias de inteligencia. Si, como dice Alejandro Galliano en estas mismas páginas, una parte de la riqueza que extrae el capitalismo vectorial actual no es tan solo de nuestro trabajo sino de «los datos que generamos todos los prosumidores en el mismo acto de consumir digitalidad», Karp dedica sus días a transformar esos datos en herramientas efectivas de control y disciplinamiento social.

Lo que ocurrió en el medio, entre Saint-Domingue y Palantir, es la mismísima historia de las clases sociales.

«Una conciencia de los trabajadores»

La adscripción de una clase social a la posición relativa del individuo respecto de los medios de producción organizó nuestra mirada de la sociedad desde mediados del siglo XIX. Esto fue así entre quienes esperaban que la desposesión de todo (salvo de su fuerza de trabajo) llevaría a los trabajadores a la revolución, como entre quienes consideraron, sobre todo durante el siglo XX, que la conciencia de clase no era un derivado natural de sus condiciones materiales. La historia social alimentó esta noción de que esa subjetividad común era construida, como decía David Montgomery «por activistas que promovieron un sentido de unidad y objetivos entre los trabajadores mediante la palabra oral y escrita, huelgas y asambleas en las que se compartían ampliamente análisis de la sociedad y del camino para “la emancipación de los trabajadores”». En su primer discurso desde el balcón de la Casa Rosada en la noche del 17 de octubre de 1945, una de las expresiones que Perón repite con más convicción no es «salario», «dignidad» o «justicia social», sino «conciencia de los trabajadores». 

Los ingenios azucareros esclavistas de principios del XIX son el déjà-vu de las fábricas por venir: sistematización de tareas complejas, capital fijo, tecnología, el capitalismo moderno ya estaba ahí

«Justicia social» fue, en verdad, la fórmula que encontraron quienes estaban más preocupados por prevenir una explosión de esas conciencias trabajadoras ante la evidencia de los regímenes de explotación que tomaban forma alrededor de las fábricas. Fue el concepto subyacente en la creación del sistema de seguridad social de Otto von Bismarck en 1889, apenas dos años antes de que el Papa León XIII lanzara la hoy recuperada encíclica Rerum Novarum (que Perón también imaginó como plataforma de su movimiento) llamando a un sistema de protección de los trabajadores que pusiera un freno a los excesos del capital y el trabajo. Con sus dosis distintas de sangre y protección, esa mirada organizó la relación entre el capital y el trabajo durante el siglo XX.

El apogeo de la clase obrera de occidente formada en esa tensión entre excesos opuestos se da en las décadas de posguerra, que se estiran hasta los años 70. Si en los 50 el fetiche es la fábrica, dos décadas más tarde los trabajadores de la construcción son verdad y símbolo del progreso y el sufrimiento, del movimiento obrero organizado y de la penuria individual, de la sociedad industrial en la que esos obreros construían las casas en las que vivirían; sobre todo, son un mundo que se apaga. Entre peldaños se escucha el canto del cisne: Chico Buarque graba Construção en 1971; Serrat, Caminito de la Obra en 1975; Springsteen, The River en 1979. Al año siguiente, Ronald Reagan gana las elecciones presidenciales de Estados Unidos.

Tanto cantarle al proletariado, y lo que se ponía en marcha, por entre las sombras del mercado, era la creación del precariado. Al margen de un centro industrial primero, indiferente respecto de aquel centro más tarde, desentendiéndose de la existencia pasada de un centro después, el precariado tomó forma alrededor de la desaparición de los trabajos industriales aun cuando la esfera de servicios absorbía buena parte de la mano de obra disponible. Mientras los puestos fabriles se trasladaban de Occidente a China y la India, un sector creciente de trabajadores encontró fuentes de ingreso en los bordes de las transacciones comerciales, por fuera del engranaje que von Bismarck había imaginado para ellos. Pero desde el 2010, cuando el número de trabajadores industriales también empezó a disminuir en China, las ciudades de América Latina, Europa y Estados Unidos han seguido incrementando la masa de trabajadores informales, imposibilitados no tanto de competir con la productividad de las máquinas como de recomponer las herramientas de acción política con las que contrarrestar las formas fundamentales el control del proceso productivo por parte del capital.

Hay precariedades y precariedades

Para artistas y creadores, el perfeccionamiento de la Inteligencia Artificial (y de las múltiples formas de apropiación del trabajo individual y del conocimiento colectivo) significará posiblemente la transformación más severa del mercado del arte, con consecuencias económicamente catastróficas para los creadores humanos. Al mismo tiempo, ese desierto devolverá al arte a su situación de tensión real con el mercado. Una vez que la Inteligencia Artificial logra producir un texto indistinguible del de un alumno de escuela primaria o de Jorge Luis Borges, al escritor le queda por fin el encuentro con su escritura, donde importa menos la calidad del texto en la valoración del mercado y más el acto de escribir. Desaparecido el valor de cambio, reducida a su valor de uso, escribir siendo humano es lo único que la máquina no puede conquistar, porque seguirá siendo máquina, sin importar cuán bien lo mejor. El texto humano será un hijo de puta, pero es nuestro texto.

Pero fue probablemente la clase creativa y el cognitariado la que vivió el apogeo más fulminante y efímero de la historia de las clases sociales. Para el 2010, las sociedades de occidente miraban a China y a los mercados y se reacomodaban a un nuevo orden: el coding se integró a los programas de escuelas primarias de todo el mundo, mientras una multitud de jóvenes de clase media huían de la precarización hacia adelante, situados en el teletrabajo desde fragmentos de ciudades globalmente cohesionadas para proveer diseño, programación, soluciones informáticas, 3D prints de autopartes, menús para restaurantes o softwares para departamentos de recursos humanos. Sin enemigos a la vista, los cognitarios formaron un círculo que empezó a fagocitarse a sí mismo, incrementando los costos del capital estable al que habían accedido en oferta. Los adolescentes tardíos que acampaban con sus computadoras en departamentos berlineses a infraprecios de alquiler y circulaban por un consumo muy similar al que producían desde sus oficios, pusieron en marcha una dinámica que inmediatamente los expulsaría, como lo describe la hermosa novela Le Perfezioni de Vincenzo Latronico, en la que una pareja de nómades digitales disfruta de la vida barata y diversa de Berlín mientras ayuda a encarecerla y homogeneizarla, subalquilando su departamento «a precios extorsivos… usualmente pagados por turistas en búsqueda de una experiencia auténtica en la ciudad», solo para descubrir con el tiempo que eso era «gentrificación, un término usado casi exclusivamente por la gente que la causaba». 

La revolución tecnológica produce un escenario de desigualdades novedoso en el que se acelera la creciente desvinculación entre trabajo, productividad, ingresos y plusvalía

¿Cuánta ganancia producían, cuánto se les podía extraer? ¿En cuánto valuaba el mercado la contribución de sus habilidades? 

La respuesta estaba esperando en la puerta. Los chicos que habían aprendido coding en primer grado de la escuela recién terminaban la educación formal para hacer uso del capital acumulado cuando el presente se disolvió bajo sus pies. El McKinsey Report del 2023 anticipó que la enorme mayoría de los trabajos del cognitariado ―sobre todo el de los codificadores― serían reemplazados por IA. El informe revelaba algo aún más importante para la humanidad: las tecnologías como la Inteligencia Artificial Generativa «tienen el potencial de automatizar tareas hasta absorber hasta el 70 por ciento de las horas de trabajo de hoy». Lo cual no significa exactamente la desaparición del 70 por ciento de los puestos de trabajo, pero se le parece bastante. El precariado se va a ensanchar y globalizar en tiempo récord. 

Lo que pasaba (y está pasando) en ese segmento de precarización puede ponerse en conversación con los efectos que las transformaciones actuales tienen en el mundo más amplio de los trabajos industriales, la agricultura y los servicios. Y para eso, un primer paso es matizar las profecías tecnológicas, las que anuncian el fin del mundo y, ciertamente, las que imaginan un mundo feliz. La revolución tecnológica no hará desaparecer el trabajo ni, por sí sola, la explotación. Lo que produce es un escenario de desigualdades novedoso en el que se acelera el desenlace de lo que empezó con la desindustrialización hace medio siglo: la creciente desvinculación entre trabajo, productividad, ingresos y plusvalía. 

Esto es distopia en vivo y tiene poco que ver con las fantasías del McKinsey Report. Como sostiene Aaron Benanav, «la Inteligencia Artificial no va a cambiar el mundo. Simplemente va a hacer que trabajar sea peor». Benanav, que en el 2020 escribió Automatio and the Future of Work, no es necio ni idiota. Pero en un mundo desarrollado en el que entre el 70 y el 90 por ciento de los trabajadores están empleados en el sector servicios, lo que el autor percibe es el posicionamiento de la tecnología como una fuerza externa a la sociedad, imponiendo sobre ésta condiciones que se presentan, en el discurso de las compañías así como en buena parte del liberalismo y de varias de las derechas, como inevitable. «Sin control, la Inteligencia Artificial Generativa va a seguir transformando el trabajo en formas en las que profundicen la precariedad, intensifiquen la vigilancia y expandan las desigualdades existentes», sostiene. Un Mundo Palantir.

Sin esos recursos políticos en manos de los trabajadores, llámense revolución o poder, los límites a la Inteligencia Artificial Generativa están dados por la superioridad del sistema neuronal humano para adaptarse a nuevas situaciones, para crear. En el límite, el análisis de Benanav se encuentra con las fantasías transhumanistas de Ray Kurzweil (y, dependiendo del día, Elon Musk) en las que el objetivo de compañías como Neuralink es lograr «una simbiosis del cerebro humano con la inteligencia artificial,» que combine la adaptabilidad del primero con el disciplinamiento de la segunda. Cyborgs del mundo, uníos.

Mucho antes que las fantasías de Musk, la relación entre trabajo, tecnología y naturaleza es fundante de la materialidad de las clases sociales. «Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza» fue el único consejo práctico que el Che Guevara le dejó a los hijos en su carta de despedida. Pero la aceleración de la tecnología produce también transformaciones cualitativas en cuanto a cómo se perciben los trabajadores y de qué forma le dan un significado a su experiencia (¿de clase?) como parte de una subjetividad colectiva que se produce de manera global y que no termina de asentarse antes de que sus condiciones materiales queden patas para arriba. 

Nostalgias del futuro

En mi investigación actual, converso con trabajadores de áreas variadas de la industria pesquera en distintos lugares del planeta. En Queilén, un pueblo de 5 mil habitantes en la isla de Chiloé, en Chile, Toño trabaja en una de las varias salmoneras que revitalizaron la economía de la isla en las últimas dos décadas. Su trabajo consiste, sobre todo, en mirar el agua. Toño mira el agua y cuando ve que hay movimiento, «que los salmones están como pirañas», le envía un mensaje a la sede de la compañía en Castro, a 70 kilómetros, donde un colega suyo incorpora el aviso de Toño a la imagen que le proveen las cámaras y abre los feeders para alimentar a los peces. Esa operación está supervisada desde la central de la compañía en Noruega, a menos de diez cuadras de donde estoy escribiendo estas líneas. El sistema ya es una revolución respecto de la historia de esta industria joven: a una cuadra de la casa de Toño vive Aurelia, que en los años ’90 alimentaba a los salmones de la granja vecina tirándoles comida con la mano desde una botella de gaseosa cortada al medio. 

¿Cuánto falta para que el trabajo de Toño, y el de sus colegas en Castro y Bergen sean definidos como redundante? Poco. Los ejercicios con IA permiten controlar desde una central los drones acuáticos que dispersan la comida más eficientemente en centenares de granjas distribuidas alrededor del mundo. Más aún, las modificaciones genéticas producidas en el cuerpo del salmón permitieron que los últimos emprendimientos de salmonicultura se hicieran en piletas cerradas en lugares como Dubai y Florida, lejos de los fiordos, los ríos y las aguas frías y cristalinas que componen al salmón como mercancía global. Y hasta las novedades son viejas: en San Francisco, una compañía acaba de lanzar el primer sushi de salmón producido enteramente en laboratorio. El Che Guevara tenía razón, aun si no dimensionó el alcance de sus consejos.

Toño y sus amigos van a perder sus trabajos. Los puestos que cree la salmonicultura de laboratorio serán menos y no estarán a su alcance. Sus futuros son los del precariado, aunque eso no signifique lo mismo en el sur de Chile que en el oeste de Noruega. Chiloé vivió con la salmonicultura una mejora de casi todos sus indicadores sociales (y una destrucción formidable de varios ecosistemas). Para Toño, esas mejoras se tradujeron en un puesto sanitario que cabe en el baño de una sala de emergencias en Noruega, y la posibilidad de viajar a Santiago, algo que para su madre era casi imposible. En Noruega, los desplazados de los escalones más bajos de la salmonicultura disfrutarán, quizás por una generación, de beneficios sociales y seguro de desempleo mucho antes de caer en la desesperación. 

Sin enemigos a la vista, los cognitarios pusieron en marcha una dinámica que inmediatamente los expulsaría a ellos mismos

Si la precarización del mercado de trabajo es un fenómeno global, la experiencia del precariado es marcadamente local. Evelyn, que dejó la Argentina en el 2022 buscando una línea oblicua que saliera al paso del declinar de los ingresos de sus padres en la economía informal de la zona sur del Gran Buenos Aires, puso todos sus ahorros en llegar a Noruega, fascinada por lo que prometía uno de los países con la mayor renta per cápita de la tierra. Terminada su visa legal, le alquiló la identidad a otro argentino para trabajar bajo su nombre en uno de los servicios de entrega de comida a domicilio. Su precariedad es el rasgo distintivo del escalafón más bajo de la economía de plataformas: trabaja entre 8 y 10 horas por día, seis veces a la semana, parte de su ingreso va al argentino que le alquila la identidad (y que regresó a su casa, también en el sur bonaerense), mientras especula en cada decisión que toma en su vida cotidiana con formas de evitar un control que resulte en su deportación. ¿Tenebroso? En su percepción, no tanto como la vida que dejó en Buenos Aires. La economía de plataformas es el espacio en el que grupos crecientes de trabajadores negocian precariedades a escala global. Las miles de aplicaciones que facilitan a veces la vida de quienes sobreviven atados a sus patrimonios no son un quiebre con el pasado del mundo del trabajo sino su evolución natural.

El futuro va hacia el mismo lugar que los precarizados habitan desde el pasado.

¿Cómo sitúan históricamente los precarizados varios su posición subjetiva de clase? La mala fama de los ludistas transformó el adjetivo en atraso y negación, pero en el lenguaje nostálgico de la destrucción de las máquinas, los trabajadores textiles que rodearon el edificio de Rawfolds Mill en 1812 también hacían una advertencia a las formas en las que la implementación de las nuevas tecnologías destruiría las redes comunes que habían hecho posible la vida diaria de los primeros trabajadores industriales. Muchas veces, las clases sociales subalternas conjugan en las imágenes del pasado y con el lenguaje disponible en el presente las formas de la amenaza del futuro. 

En el Paraná, a 50 kilómetros al sur de Rosario, Emiliano adopta un tono melancólico y hasta le brillan los ojos mientras baja el río para contar cómo se arrincona la economía familiar organizada alrededor de la pesca diaria en su canoa. En los 90, el gobierno autorizó la exportación de pescado de río y las flotas grandes arrasaron con los peces de la zona. Las redes con 100 sábalos de cinco kilos son ahora de cuatro o cinco sábalos de menos de dos kilos, que le vende a acopiadores con suficiente poder como para decidir el precio. Los barcos que bajan la mitad de la producción mundial de soja por el Paraná arrasan las estructuras construidas durante años y muchos de sus amigos terminan trabajando en los frigoríficos que crecieron en las costas, con horarios fijos y sueldos bajos pero estables, más esclavos de la ronda del reloj.

En la charla, Emiliano cuenta: «Me dicen que tienen que estar ahí a las seis de la mañana y les dicen qué tienen qué hacer y qué no». Para él, ahí se perdió algo. No la libertad del individuo solitario sino la libertad de levantarse y encontrarse con sus amigos en las canchas de pesca. En código melancólico, su nostalgia no es por un pasado idealizado (siempre enfatiza lo duro e inestable del trabajo de los pescadores), sino por una libertad horizontal en la que los individuos se unen en relativa igualdad para enfrentar las limitaciones materiales. Su escepticismo no es una resistencia al cambio, sino una crítica tácita a las estructuras jerárquicas de la sociedad moderna, que restringen al mínimo la posibilidad de encontrar en el trabajo un espacio de realización. No, lo viejo no funciona, no siempre, no en todas partes. Pero los que pescan para subsistir ―quizás uno de los trabajos más duraderos de la historia de la humanidad y que ha preservado su formato básico hasta nuestros días― han acumulado un conocimiento ancestral sobre la relación entre la tecnología, el trabajo y la naturaleza, que entre otras cosas ayudó a la expansión de la especie humana en la tierra. 

Desengaño

¿Qué interpretación hacen de sus vidas los postindustriales? Los precarizados viven el colapso de la República de Weimar sin haber tenido a la República de Weimar. Hace un siglo, en aquel experimento tambaleante y mientras los trabajadores desocupados se sumaban a las SA de Adolf Hitler en las que recibían cobijo, salario y una visión de futuro, Ernest Cassirer se preguntaba por ese Tótem Animal que nos construye como seres colectivos. Alrededor de qué nos nucleamos hoy, qué hay de nuevo detrás de las palabras viejas y las nostalgias vagas. El formidable avance de las extremas derechas Europa y América sugiere una reacción ante una experiencia de clase inestable que oscila entre abrazar la intemperie en la que quedaron o reivindicar nostálgicamente un pasado relativamente ficticio. ¿Es un engaño? La discusión sobre lo real o irreal de la experiencia del precariado es tan infinita como irrelevante: a lo que hay que prestarle atención es a su significado. 

Muchas veces, las clases sociales subalternas conjugan en las imágenes del pasado y con el lenguaje disponible en el presente las formas de la amenaza del futuro

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Ese significado tiene la marca del descontento ante el progreso, y por sobradas razones. Lejos de saciarse, ese enfado se expande vital al ritmo del desarrollo de las nuevas tecnologías, el desmantelamiento de las protecciones contra sus efectos más letales y la construcción de formas extenuantes de control político y social. En su análisis de la revolución haitiana, CLR James también señalaba que la toma de la Bastilla había sido fundamental pero no porque sirviera de inspiración a esclavos que venían experimentando por siglos con formas de sublevación varias. La relevancia de lo que ocurrió en París era, para él, comprobar una vez más que las revoluciones finalmente estallan no tanto cuando están dadas las condiciones de conciencia de los trabajadores, sino cuando se producen quiebres fundamentales en las clases dominantes como fue en su momento la desaparición de la monarquía, la crisis de la aristocracia y la configuración de una nueva burguesía. En las plantaciones de azúcar de Saint-Domingue a comienzos de 1789, la idea de que ese terruño perdido en el Caribe sería tan solo ocho años más tarde el primer lugar en la tierra en el que se aboliría la esclavitud era sencillamente inimaginable. Lo irreal está siempre por venir.