Principio y ¿fin? de la clase obrera argentina
Moda y pueblo. Política, economía y cultura se cruzan en este texto que hace una sociología de la clase obrera argentina (y también de la clase media y de todas las demás) en relación con la representación política y el Estado. De Justo a Frondizi, de Perón a Milei, de Alfonsín a Kirchner: los consumos culturales como cajas de resonancia de las dinámicas de clase en un texto de un autor que sabe que Dios está en los detalles.
por Luciano Chiconi
En 1970, un arte moderno como el rock, que en esos tiempos debatía su adhesión ambigua a alguna de las tantas formas de liberación que esparciría la década (el flower power, la revolución, el hedonismo), le dedicaría una canción atemporal a la cuna barrial del paisaje obrero argentino. Con "Avellaneda Blues", Manal se metía por casi seis minutos en la piel social de los años ’30, en la memoria de la primera expansión de fuerzas productivas con impacto real en la vida cotidiana de la sociedad.
Cuarenta años después del nacimiento de aquel país, la canción de Manal, con un tono naturalista exquisito pero ineludible, pintaba la despedida respetuosa de ese mundo de costumbres obreras que había fijado las reglas culturales de la organización nacional, a manos del nuevo sol que empujaba la clase media: la revolución global, política, espiritual, sexual, intelectual, pública y privada. Una revolución de la vida social que estaba muy por encima de las necesidades económicas que hasta allí habían movido el conflicto sindical entre el capital y el trabajo. Manal hacía esa evocación final de la vida obrera justo sobre un cielo político que comenzaba a poblarse de nubes oscuras que terminaban de mancarle la hegemonía: la vanguardia estudiantil en las revueltas contra el partido militar, las formaciones especiales, la guerra civil peronista 73-76, el Rodrigazo, la estrategia represiva rubia del Proceso.
Otro rasgo de esta nueva cultura obrera era el rechazo moral de la servidumbre como horizonte laboral propio y costumbre natural de los ricos.

En ese momento final del paisaje industrial que registra "Avellaneda Blues", también se despediría a la clase obrera desde un arte menos moderno pero bastante intuitivo como el teleteatro: Rolando Rivas taxista plantearía una defensa emocional del costumbrismo obrero que forjó a la ciudad de Buenos Aires: el tango, el amor de zaguán, la vida y el ocio nocturno, la pizzería, el trabajar para consumir, el “nunca me metí en política siempre fui peronista”, la barra de amigos, la milonga. Troilo hacía su propia despedida pública (quizás la más masiva de la televisión argentina) en ese patio de Boedo que recrea la telenovela, pocos años antes de su muerte. En esos gestos estéticos se iba el gran trozo de ese siglo –la vida obrera y su larga estela cultural de berretines-, pero Rolando Rivas taxista no se limitaba a llorar la nostalgia por un pasado sino que insinuaba con cierto ánimo de debate que la nueva moda setentista era la que provocaba, quizás a pesar de sus intenciones, la crisis moral que enterraba lo que quedaba de la cultura obrera porteña, y eso se podía notar en una línea argumental central de la novela: la relación traumática entre Rolando y su hermano guerrillero.
Si la música y la ficción televisiva habían logrado captar el declive popular inicial de la organización obrera de la nación, el cine fue el gran arte que junto a su nacimiento sonoro e industrial a principios de los ´30, hizo parir la novedad de la clase obrera y llevarla a un estereotipo de masas que terminó por acreditar, en la realidad política y frente al resto de la sociedad, la existencia concreta de una nueva clase social, culturalmente distinta de la clase media profesional y la “oligarquía”. Este alumbramiento pudo observarse en un conjunto variado de películas que para fines de los ’30 e inicios de los ´40 iban a condensar en “el trabajador” a un fenómeno social mucho más amplio con el cual el espectador de cine promedio (es decir, la clase obrera que comenzaba a consumir) podía identificarse. Con respecto al inicio de los ´30, estas películas establecerían una transición sutil desde el arrabal a la fábrica, del malevo al obrero, de la bataclana a la vendedora de tienda, del caos lumpen al orden laborista. ¿Qué había sucedido en el medio para modificar ese star system? La sustitución de importaciones de Agustín P. Justo.
El cantor o la cancionista de tangos ya no eran guapos de comité o prostitutas. El crecimiento del capitalismo industrial impone cierta decencia: la pertenencia a la clase trabajadora implicaría acatar una moral grupal (los compañeros de trabajo) de orden, honestidad y solidaridad contraria al vicio de la aventura orillera. Así y a través del cine, el régimen conservador moderno de Justo lograba filtrar un decálogo obrero, el programa ético y político de una primera clase trabajadora, que se mantiene estable durante las décadas del 40 y ’50: Mujeres que trabajan (1938, Manuel Romero) colocaba en su primera escena y mucho antes de la aparición del peronismo la inevitabilidad del conflicto clasista entre proletarios y aristócratas que se cruzan en la calle, a las siete de la mañana en el centro de Buenos Aires, la ciudad del “derrame”, unos mientras entran a trabajar en Harrods y otros mientras salen de divertirse de la boite.
La chispa del odio proletario no era la plusvalía ni el capitalismo, sino los “hijos de papá” de una clase alta soberbia, que no reconocía la verdad mayoritaria del nuevo orden laboral ni la victoria cultural de sus costumbres: el odio no era contra la riqueza, era contra la clase alta que no trabajaba, contra el capitalismo que no producía, contra quienes no aceptaban convertirse al obrerismo como causa espiritual de progreso. Otro rasgo de esta nueva cultura obrera era el rechazo moral de la servidumbre como horizonte laboral propio y costumbre natural de los ricos. En este sentido, se puede decir que la lucha de clases argentina fue una guerra de costumbres sociales al calor de la larga marcha de la sustitución de importaciones.
El odio no era contra la riqueza, era contra la clase alta que no trabajaba, contra el capitalismo que no producía, contra quienes no aceptaban convertirse al obrerismo como causa espiritual de progreso
En Isabelita (1940, Manuel Romero), Juan Carlos Thorry interpreta a Luciano, un joven empleado de hotel con ideas proletarias que se gasta el sueldo yendo a bailar los night-clubs más caros de la ciudad para enrostrarle su condición y su bienestar a los “pitucos” que frecuentan el lugar y en esa caracterización quedaría graficado otro rasgo realista de la clase obrera argentina: el trabajo tenía sentido si podía satisfacer una sofisticada propensión a consumir, lo cual lo alejaba de cualquier sacrificio soviético y toda moral revolucionaria.
La maestrita de los obreros (1942, Alberto de Zavalía) presentaba a los obreros como grupo social, como una institución naciente que padece la explotación, los accidentes de trabajo y las horas extras, pero que en la unidad de la fábrica teje una vida común de mayorías que termina por impulsar y reglar la vida social en barrios como La Boca y Barracas. La fábrica desplazaba al arrabal: el ser humano se redime en los nuevos santuarios de la industria liviana, se hace ciudadano en el frigorífico, la fundición, el aserradero. La película narra el melodrama módico de una maestra debutante de dieciocho años (Delia Garcés), hija de un capitán de la Armada, que se desclasa de Barrio Norte a La Boca para dar clases en la escuela nocturna de una fábrica. La cándida maestra sufre el escarnio clasista de la idiosincrasia obrera (maltratos, toqueteos, desplantes picarescos, odio de clase) y siente asco, se quiere ir de la fábrica, pero a base de comprensión bondadosa logra imponer su autoridad normalista y encuentra su vocación política: ser una maestra obrera por el resto de su vida, y pasar a ser parte de una mayoría social.
La docencia argumental de la película sincronizaba bien con el paradigma conservador-liberal del justismo: el obrero era encuadrado políticamente por la educación, no por los sindicatos. El tema de la escuela como ámbito de legitimación de la clase obrera representaría con plena fidelidad el estilo político de Justo, un militar liberal con buena llegada a los políticos civiles (Alvear) y amistades intelectuales (Natalio Botana) que consolidaron su visión universitaria y progresista de la carrera con una reforma del Colegio Militar. La fábula política que dejaba La maestrita de los obreros radicaba en la frase con la que el pedagogo formador de la maestra –y funcionario del ministerio de educación- la convence para ir a dar clases a la fábrica: “No te mando a ese lugar para que les enseñes, sino para que aprendas de ellos”.
Para mediados de los ´40, el cine argentino había logrado esculpir un neorrealismo de la clase obrera que desde la ficción, sentaba las bases documentales de la irrupción de la nueva clase en la vida social de una Buenos Aires con vorágine urbana propia, como una Nueva York latinoamericana. Sobre esa cultura obrera, más moldeada por los impulsos irregulares de la industria liviana que por las ideas socialistas o anarquistas, el peronismo edificaría una hegemonía política que se mecería sobre dos brazos: un mito aspiracional del consumo y una organización autónoma de poder (el sindicato peronista) para lograr tal fin. No se podría entender el nacimiento de la sociedad salarial de los ´50 y su despliegue como centro de gravedad de la política hasta principios de los ´70 sin considerar que el modelo sindical peronista era una estructura de mando y disciplina orientada a contener y encuadrar la expresión de las bases obreras que Perón pensó como un “aparato” de representación laborista labrado a imagen y semejanza de la organización militar.
El peronismo hizo de la clase obrera un sistema, un factor de “negociación democrática” (paritarias, huelgas, dominio hegemónico de las comisiones internas, formación sentimental de los delegados) que marcaba el pulso productivo del capitalismo, primero en su expansión metalmecánica próspera y luego en sus límites desarrollistas, una de cal y una de arena. Perón consagraría la condición mayoritaria de la clase obrera (como en ningún otro país latinoamericano y sin tener una “economía estadounidense” de respaldo macro) justamente por la fortaleza de ese sindicalismo para dosificar la voz justa del obrero (ni revolución ni limosna, ni comunismo ni oligarquía) y montar el teatro de operaciones del ascenso social.
La “tesis maldita” de la formación de la clase obrera argentina: si Justo la indujo a una cultura, si Perón le forjó un sistema institucional y si el “partido desarrollista” de los ´60 le otorgó una conciencia de clase media, entonces “hubo” clase obrera porque “hubo” una asociación política preponderante entre partido militar y economía a los ojos de una sociedad que se democratizó en el corazón y en el bolsillo recién en 1983. En ese aspecto, la clase obrera terminó siendo una especie de hija no reconocida de las certezas capitalistas que distintas formas del partido militar lograron inyectarle a la economía, y luego parte de un régimen corporativo que por fuera de los votos y a través del vandorismo, no le menguó su representación mayoritaria en la sociedad ni el peso de sus derechos económicos. ¿La clase obrera fue el hecho maldito del partido militar? ¿La clase obrera existió porque durante cuarenta años de capitalismo no hubo urgencias democráticas en la sociedad? ¿Pueden coincidir la hegemonía democrática y la hegemonía de una clase obrera en un mismo lapso político?
El peronismo hizo de la clase obrera un sistema, un factor de “negociación democrática” (paritarias, huelgas, dominio hegemónico de las comisiones internas, formación sentimental de los delegados) que marcaba el pulso productivo del capitalismo.
El ascenso de las libertades de la democracia de 1983 se tramitaría como una indemnización política hacia la nueva mayoría posmoderna: la clase media. El Rodrigazo y el liberalismo económico fallido del Proceso habían herido la conciencia de clase media de la clase obrera vandorista; el capitalismo mundial viraba y dejaba en mitad del río al sueño desarrollista argentino. Paradójicamente o no, la extinción política del partido militar y el eclipse institucional de la movilidad social coinciden con la salida progresiva de la clase obrera del eje de la acción política de masas.
El orden democrático fundaría un régimen político de libertades derechos y garantías, de costumbres públicas y privadas pluralistas, de partidos políticos, de paz social. El “partido civil” plantearía una solución política (libertad de expresión, libertad de reunión, libertad de decisión) para los problemas de los argentinos. Alfonsín intuyó el consenso social de la época y obró en consecuencia: dejó fluir el derrame estético (en el cine, en la música, en la televisión, en el teatro) que le otorgaría a la clase media el derecho de forjar una cultura de masas y un régimen de costumbres a imitar.
Esa nueva cultura de masas colocó un mojón hegemónico irreversible para la práctica política: la clase media no crecía por la vía del antagonismo social ni por su identidad laboral, era una “clase líquida”, y cuando Menem ensaya el primer vínculo histórico entre democracia y economía lo hace a través del consumo y no del trabajo. La Convertibilidad fue un plan de clase media sencillamente porque no había una sociedad económica laborista a la cual recurrir.
La crisis del 2001 terminaría por iniciar una larga era traumática para el “partido civil”: la incapacidad de enhebrar un ciclo de reformismo capitalista que transformara a las clases medias (las bajas, las medias, las altas) desde una clase política hacia una clase económica como lo había sido la clase obrera en el siglo XX. En ese sentido, el final traumático de la Convertibilidad no fue solo el fracaso de un programa liberal, sino que frustraría la convicción política general del partido civil para encarar reformas estructurales de la economía, algo que no sucedió en países como Brasil, Chile o México que utilizaron las reformas de los ´90 (Cardoso, Pinochet-Alwyn, Salinas de Gortari) para luego “desarrollarse”.
Después del 2001, el kirchnerismo construyó la hegemonía de la época desde la política: paulatinamente se frizaron las reformas económicas duhaldistas (superávit fiscal, tipo de cambio exportador, baja inflación) y se optó por abrirle la representación a los pobres (movimientos sociales) y recuperar el caudal económico de las estructuras industriales hasta “donde diera” el mercado interno. Este sendero “conservador”, que se planteó inicialmente como una fórmula política de reencuentro entre movilidad social asalariada y clase media que por la magia de las tasas chinas podía invitar a creer en un nuevo mito peronista-frondicista, en realidad configuró el sendero traumático del peronismo realmente existente del siglo XXI: la apuesta dogmática por una aristocracia obrera en nombre de una supuesta nueva clase obrera. Esta persistencia por representar una economía asalariada de minorías no solo dejaría al peronismo sin clase media, sino que frente a la crisis de 2023 había consolidado la llama de un antagonismo social: el odio de la clase media empobrecida –la nueva clase trabajadora- contra la aristocracia obrera (bancarios, petroleros, aceiteros, porteros), que políticamente se proyectaría en el odio a la casta.
La ruptura fundamental de Milei con el sistema político se basó en una verdad histórica de nuestra época: la incapacidad de identificar a la democracia con la creación definitiva de un orden económico. Además, Milei le dijo a la clase media que era pobre y en alguna medida la desangeló, le activó la sed de venganza que la democracia venía conteniendo con derechos y “Estado presente” pero sin economía. La causa odiosa de Milei es una expresión parcial de una nueva clase trabajadora informal que se inserta en la discusión política con desmesura, con violencia, con agresiones “injustas” a empleados públicos, intelectuales, periodistas, actores o músicos.
Con razón o no, hay un sector empobrecido que se subleva confusamente a una noción de elite y es La Libertad Avanza el conductor eléctrico de esa tensión. ¿Puede Milei hacerse cargo de ese odio, darle una “cultura”, darle una identidad laboral, hacerlo clase obrera? ¿Si no lo hace Milei, puede hacerlo otro outsider que esté dispuesto a aprovechar la “baja reputación” del sistema republicano para anudar una nueva relación entre democracia y economía?
La llegada de Milei al poder se conformó sobre la estricta base constitucional de un contrato social antiinflacionario; la representación y la gobernabilidad dependen de ese contrato por encima de cualquier otro derecho, libertad o garantía y ese imperativo define al nuevo sistema político. En ese sentido, Milei logró situar la agenda de masas en la discusión exclusiva del destino capitalista de la economía, como sucedía habitualmente antes de 1983, cuando todavía había clase obrera. Queda por ver si la novedad del ciclo mileísta se extiende, bajo esta urgencia de respuestas económicas, a una mutación cultural de la clase media que la proletarice, que la politice en contra de las instituciones, que la haga más permeable a canjear libertad privada por certeza económica a la hora de votar.
La ruptura fundamental de Milei con el sistema político se basó en una verdad histórica de nuestra época: la incapacidad de identificar a la democracia con la creación definitiva de un orden económico.