¿Sueñan los androides con ser diputados?

¿Cómo se gobierna una sociedad entre integrados y segregados? ¿Es el ingreso básico universal una salida por arriba de este laberinto? ¿Una pizca de “socialismo real” premeditada desde las elites? El efecto social de las nuevas tecnologías, con la automatización de las actividades humanas a la cabeza, plantea dos problemas para la política: el modelo de gobierno sobre una sociedad dividida entre los integrados a la nueva economía y los segregados por su reemplazo tecnológico, y las ideas recurrentes de gestión impersonal y algorítmica de la sociedad, que implican el fin de la política.

por Pablo Touzon

“No hay documento de civilización que no sea a la vez documento de barbarie”. En esta frase de Walter Benjamin, escrita en 1940 en sus “Tesis sobre la filosofía de la Historia” parece residir el espíritu de todas las discusiones económicas y sociales sobre los fenómenos de la automatización, robotización, inteligencia artificial, digitalización y demás tecnológicos etcéteras. Y esto es natural, dado que se trata ni más ni menos que de una reactualización del viejo debate: la naturaleza, sentido y orientación del “Progreso”. 

En particular, la discusión con mayor carga ansiógena, y la que desata las posiciones más polarizadas trata sobre el futuro del trabajo humano. La acumulación de informes especializados de academias y think tanks, y, mucho más relevante, la misma experiencia empírica de miles de trabajadores alrededor del planeta confirma un mismo diagnóstico compartido por el optimismo y el pesimismo cibernéticos, de izquierda a derecha. Como si en este punto nodal residiese el núcleo duro de la discusión sociológica sobre el futuro y sus modelos posibles de sociedad. Trabajo y Civilización, ¿asuntos separables?

Un estado del Arte

Hija del Tratado de Versalles de 1919, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) le da cuerda anualmente a su propio Reloj del Fin del Mundo. En El futuro del trabajo y el trabajo del futuro, un informe preparatorio del centenario del organismo en 2019 firmado por Alejandro Melamed y publicado en 2015, se contabilizaba la pérdida de un total de 30 millones de empleos a partir de la crisis financiera de 2008, que, sumados a los ya existentes, sumaban un total de 200 millones de desempleados a nivel mundial. Al mismo tiempo, proyectaba la agregación anual de 40 millones de personas al mercado de trabajo por año hasta el 2030, lo que haría necesario la creación de 600 millones de puestos nuevos de trabajo para cubrir las necesidades de empleo en su formato actual. El empleo estable y full time, por otro lado, representa menos de un empleo sobre cuatro. Una universalización del “precariado” (o del informalariado, como lo denomina Federico Zapata en un concepto propio más preciso y menos peyorativo del fenómeno) como formato de trabajo, presente en diferentes variables, formas y clases desde Detroit hasta El Cairo.

“En la actualidad ―sostiene David Rotman, en un estudio publicado por el MIT― cabe preguntarse si la revolución tecnológica en curso, anunciada por muchos observadores y que se caracteriza por la utilización de mega datos (Big Data), impresoras en 3D y robots en los procesos de manufactura ofrece un potencial tan grande para reemplazar la mano de obra que rompe por completo con todo lo que la precedió y si, a fin de cuentas, no es un factor que inhibe en lugar de propiciar el trabajo decente”. Si, cabe preguntar.

En este punto, Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee, profesores de la Escuela Loan de Administración y Dirección de Empresas del MIT argumentan directamente que el salto tecnológico, tanto en su variante digital como robótica, han contribuido directamente y en una relación causal con el muy escaso crecimiento del empleo en los últimos 15 años, destruyendo trabajos en muchísima menor medida que la que los crea. En su libro Race Against The Machine, estos autores van más lejos aún: allí sostienen que a partir del año 2000 aparece lo que denominan “el Gran Divorcio”, que sucede cuando dejan de confluir, como lo hacían sistemáticamente desde la Segunda Guerra Mundial, las curvas de productividad y creación de empleo. A partir de ese año, el crecimiento económico deja de tener correlato con el aumento de los puestos de trabajo, que, de hecho, empiezan a decrecer, contribuyendo de esa manera a la vez  al estancamiento de los ingresos medios y al aumento de la desigualdad. Un desacople estructural: “Es la gran paradoja de nuestra era. La productividad está en niveles récord, la innovación nunca ha sido más rápida, pero al mismo tiempo tenemos unos ingresos medios decrecientes y cada vez menos puestos de trabajo. La gente se está quedando atrás porque la tecnología avanza muy rápido y nuestras habilidades y organizaciones no consiguen mantener el ritmo”. Como un loop en clave económica de la derrota de Kasparov frente a Deep Blue, el campeón informático de IBM. 

Estas tendencias no se encuentran sólo en los más tradicionales empleos del sector de manufacturas. También avanzan, y de manera más exponencial, en los empleos administrativos y demás servicios profesionales del sector terciario: controladores de tráfico aéreo y pilotos, taxistas y camioneros, traductores, intérpretes, agentes de viajes y todo tipo de servicios de atención al cliente son solo algunos de los “nominados” a desaparecer en los próximos 25 años. La creación de nuevos empleos hijos del gran cambio tecnológico (analistas de Big Data, desarrollador de apps, operador de drones, creadores de contenidos de Youtube, ingenieros de sistemas operativos, etc) no alcanzan por ahora para suplir el “gran reemplazo” de hombres por máquinas en esta escala masiva. Incluso aquellos trabajos creados por el mismo desarrollo de la red, como chofer de Uber, pueden constituir sólo un estadio intermedio hasta su desaparición total.  

El mayor peso del progreso tecnológico pesa sobre los sectores medios, provocando una ampliación de la brecha entre ganadores y perdedores económicos: un mundo de Zuckerbergs y empleados de Kentucky Fried Chicken ¿Un mundo sin clase media?

Especialistas en la relación entre empleo y tecnología como David Autor añaden un dato central. El cambio tecnológico ha fomentado la concentración de los empleos en aquellos que exigen mayor creatividad y con mayores sueldos, generalmente ligados a los sectores con recursos educativos altos, y en los de menores calificaciones aun no automatizables, como el servicio doméstico. El mayor peso del progreso tecnológico pesa sobre los sectores medios, provocando una ampliación de la brecha entre ganadores y perdedores económicos: un mundo de Zuckerbergs y empleados de Kentucky Fried Chicken ¿Un mundo sin clase media?

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Este es el año al que H.G Wells hace viajar a su Viajero-a-través-del-Tiempo, que llega a una Londres irreconocible dividida en dos clases de seres. Los ociosos y centennials Eloi, herederos lejanos de la antigua clase dominante, y los monstruosos Morlocks, que viven bajo la superficie y son descendientes de la vieja clase obrera británica. Para el socialista fabiano Wells, era el retrato de la degradación de una sociedad de clases en una humanidad crepuscular (una posthumanidad, en verdad) dividida cruelmente en dos. Y también de una sociedad post laboral y post humana. La metáfora de una sociedad en dos velocidades cuya evolución lejana termina cristalizando en dos biologias opuestas. 

El creciente número de reemplazados, personas definitivamente fuera del sistema laboral efectivo, y la aceptación de este hecho como un dato de la evolución tecnológica más que de la voluntad y la política humanas, han hecho proliferar las iniciativas de contención social de dicho fenómeno. Principalmente, distintas versiones de la renta básica ciudadana, herramienta que aseguraría un “sueldo” ciudadano y evitaría las peores manifestaciones de la pobreza extrema. Imaginando un mundo donde esta utopía fuera financieramente posible, y más allá de su notorio efecto positivo en lo inmediato, la pregunta política que subyace es cómo se gobierna una sociedad en un clivaje tan extremo, y quién queda de un lado y del otro de la línea existencial del fin del trabajo.

Porque para los incluidos en lo alto de la pirámide, el trabajo es por el contrario omnipresente: como sostienen los gurúes de mercado, 24 horas 7 días de la semana, adaptabilidad, conectividad, fin del concepto del “horario de trabajo”. Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo, “The Sky is The Limit”. Es para ellos el mundo del deseo abierto y de lo ilimitado, los prometeos del siglo que vendrá.

 A los reemplazados les toca en cambio la ética socialista. Moderación, anti consumo, espíritu comunitario, “vivir con lo nuestro”. Es curioso, pero en este punto el capitalismo recurre, como otras veces, a una técnica del socialismo realmente existente. La renta universal básica, bajo otras denominaciones y jergas ya existió, y existe aún hoy en La Habana. Un viejo chiste de la era de Breznev rezaba que el lema de los trabajadores en la Unión Soviética era “Yo hago como que trabajo, Uds hacen como que nos pagan”, y, a decir verdad, gran parte del concepto del trabajo en el socialismo tardío remitió a esa práctica.  Un seguro universal que no se atrevía a decir su nombre, y que constituyó uno de los ejes de la derrota espiritual del socialismo en el siglo XX. Incluso bajo el más eficiente de los regímenes comunistas (supongamos, para este caso, la República Democrática Alemana, que tuvo los indicadores socioeconómicos más destacados en la última etapa del socialismo), los trastornos derivados de esa ociosidad lúgubre y angustiante eran notorios, la depresión funcional de la que podría dar testimonio incluso cualquiera que haya sido “ñoqui” en algún lugar de la administración pública argentina. Como en el ya trillado ejemplo de la película Matrix, este era un sueño del que todos querían despertar; o, en todo caso, preferían llamarlo pesadilla. Nadie que saltó el Muro lo hizo buscando suplir necesidades básicas insatisfechas; uno de los logros del socialismo fue precisamente garantizarlas. Lo que buscaban, lo que preferían, era la zozobra de un futuro propio y autoconstruido frente a la certeza de ese presente eterno y opresivo. ¿Hay felicidad sin futuro? ¿Y hay futuro sin conflicto? 

Capitalismo para unos y socialismo para otros. ¿Cómo reconciliar las aspiraciones? ¿Cómo sostener “Enriqueceos” con una mano y “Conformaos” con la otra? Para los primeros el futuro, para los segundos (en el mejor de los casos) el líquido amniótico de un puro presente. 

Bajo un manto de buenas intenciones y una fraseología nórdica este fue tal vez el sueño de las élites occidentales del siglo XXI: construir un aterrizaje suave y controlado para la eutanasia final de la vieja clase obrera nominada a desaparecer, siempre atendiendo, por supuesto, a estar del lado correcto de la nueva frontera social. De los que pueden soñar y progresar. Presente para vos y futuro para mi. “Te doy un cheque y no jodás más”, despachando de manera económica una cuestión ontológica, tal vez la más profunda desde que alguien dijo y escribió: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Un destino manifiesto ante el cual esta clase ensayó distintas formas de rebelión, desde ponerse un chaleco amarillo hasta llegar, incluso, a votar a un redentor tan improbable como Trump. En formato pobre y en el extremo Occidente, la revuelta argentina contra “el plan social” hecha por sus propios beneficiarios, expresada en el voto del informalariado por Javier Milei, tiene un sentido análogo. Una revuelta política contra el sentido de una Historia ya no reconocible como propia.

Un fantasma recorre el mundo 

Existe en la literatura “futurista” un denominador común que resulta singularmente ilustrativo: un desinterés manifiesto por las “formas” que la política adoptará en el nuevo mundo automatizado. La pregunta natural de cómo se gobierna dicho mundo, y de cómo estas transformaciones radicales de la economía y la sociedad impactarán en la naturaleza de los regímenes políticos aparece casi ausente. Revelador de una teleología positivista ya clásica, de aires decimonónicos y ahora resucitada, en donde, a la manera de un Saint Simon Cyborg, se pasaría del gobierno de los hombres a la administración de las cosas. Como si el fin del trabajo implicase necesariamente, como una pareja inseparable, el fin de la política. En este nuevo mundo tecnológico, conectado y super abundante, la política como actividad específica y autónoma perdería sentido. 

En la versión liberal de este credo, se trata de las posibilidades infinitas de un capitalismo finalmente libre del peso de la escasez. El libro Abundancia, el Futuro es mejor de lo que piensas, escrito por Peter Diamandis, empresario de la innovación, es la Biblia de este nuevo mundo feliz, desde la Meca de Singularity University, en California. “Nada es escaso, y todo es ilimitado. Solo es cuestión de tiempo, incentivos y desarrollo tecnológico”. Los problemas de la Humanidad, a un click de ser resueltos para siempre. Como señala la contratapa, “el progreso en inteligencia artificial, robótica, computación infinita, redes de banda ancha, manufactura digital, nanomateriales, biología sintética y muchas otras tecnologías que están creciendo exponencialmente nos permitirán obtener en las próximas dos décadas unos avances muy superiores a los que hemos conseguido en los doscientos años anteriores. Pronto tendremos la capacidad de alcanzar y superar las necesidades básicas de cada hombre, mujer y niño del planeta. La abundancia para todos está a nuestro alcance”. Como si a 70 años del Holocausto, hubiesen vuelto a reconciliarse en algún lugar del desierto californiano el progreso moral con el progreso tecnológico. Juntos otra vez, como antes de 1914.

En este nuevo mundo tecnológico, conectado y super abundante, la política como actividad específica y autónoma perdería sentido. Como todavía no podemos imaginarnos una política del futuro, soñamos un futuro sin política.

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Por izquierda también, el comunismo tecnológico pareciera ser la última versión posible del comunismo, un fin del capitalismo con revolución social y no política. Paul Mason, en Post Capitalismo, hacia un nuevo futuro, habla de una microfísica de la transformación sociológica, en donde la tecnología de la información jugaría un rol estructuralmente anti capitalista, al eliminar tanto la relación valor/trabajo como la capacidad de monetización del saber colectivo. ¿Y la política? “Estamos a las puertas de convertir en realidad una magnífica posibilidad: la de una transición controlada que nos lleve más allá del libre mercado, más allá de la dependencia del carbono, más allá del trabajo obligatorio. ¿Qué ocurrirá entonces con el Estado? Probablemente se irá haciendo menos poderoso con el paso del tiempo y, en última instancia, sus funciones pasarán a ser plenamente asumidas por la Sociedad”. Una democracia sin Estado ni Nación, y sin conflicto. Una versión del estadio último del comunismo marxiano, pero con Iphones. Ciertamente, en Mason hay una versión de la tragedia y de la historicidad, una barbarie en esa civilización, pero comparte a pesar de esto con Diamandis una versión aspiracional de lo que podría denominarse política algorítmica. Una sustitución tecnológica de una democracia devenida sociológicamente imposible. 

En un cuento de Isaac Asimov publicado en 1955, la famosa supercomputadora Multivac logra finalmente construir el algoritmo definitivo de la democracia. Paulatinamente, el mundo libre había pasado del sufragio universal de un hombre un voto, al voto por segmentos sociales, en base los cuales el ordenador extraía los datos correspondientes para inferir la voluntad del resto de los votantes norteamericanos. Más barato, igual de eficaz. De millones pasan a votar miles, luego cientos, para terminar finalmente en uno. Un solo votante por elección. En la elección del cuento vota un tal Norman Muller, y sobre él reposa la elección y el futuro de su país. Una suerte de hombre síntesis, el nuevo sujeto político de una nueva representación algorítmica. La tecnología en auxilio (¿en reemplazo?) de la República imposible. La democracia algorítmica como nueva versión de un viejo sueño, en la era (tan cercana y tan lejana a la vez en el tiempo) optimista de la relación entre tecnología y democracia liberal, donde se creía que la primera podía perfeccionar y refinar la segunda. Hoy domina una versión más ominosa: la tecnología desatando las cadenas de una democracia radical, populista y sin mediaciones a costa de su componente liberal. En el medio, un vacío a ser llenado: como todavía no podemos imaginarnos una política del futuro, soñamos un futuro sin política.