"Tenés que tomar la misión de paz como una operación militar"
Alejandro Braconi nació en 1965 en Martin Coronado y es un comando especial del ejército argentino. Martín Rodríguez viajó a Haití en 2010 y ahí lo conoció y mantiene el vínculo a lo largo de los años y aquí lo entrevista para SUPERNOVA. Ejército, La Tablada y el rol de los cascos azules en Haití.
por Martín Rodríguez
Un mes después del terremoto en Haití de enero de 2010 conocí a Alejandro Braconi. Él de uniforme, con tropa al mando. En mi caso, viajaba como parte de una excursión periodística para escribir un informe en el suplemento “Ni a Palos” del diario Miradas al Sur y para la revista Rolling Stone. Itinerario fácil pero no sencillo junto a los colegas Alfredo Ves Losada y Martín De Vedia y Mitre: acompañar un camión de ayuda humanitaria en su travesía desde Punta Cana (República Dominicana) hasta Puerto Príncipe (Haití).
El camionero dominicano nos tuvo en vilo en la charla con su vocación patriótica: odiar a los haitianos. Así que llegamos después de una larga noche a la base de la Misión de Naciones Unidas (MINUSTAH) para convivir en un “hotel” campechano: una carpa en la zona de la base en que se instalaron las fuerzas armadas argentinas. Pasamos diez días “bajo el mando” del suboficial principal Braconi, al que le decíamos “El Coronel”, quien nos enseñó Puerto Príncipe de punta a punta. El trato de esos días permitió conocer a algunos hombres de las fuerzas armadas argentinas. Con Alejandro Braconi, conocido por todos como “El Ale”, forjamos amistad hasta hoy.
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Alejandro Braconi nació el 18 de junio de 1965 en Martin Coronado. Sus padres eran entrerrianos, del sur de esa provincia, venidos a Buenos Aires a probar la suerte, clásico del interior. La mamá fue ama de casa, el papá empezó como lavacopas en una confitería en San Martín hasta ser mozo en la legendaria Confitería del Molino frente al Congreso. Palacio y rosca de ilustres y decadentes. Alejandro estudió en la Escuela de Suboficiales y se retiró con el grado de Suboficial Mayor el 30 de junio de 2018. Hoy vive en las sierras puntanas, hace deporta, disfruta la naturaleza, es senderista. Ajusta sus horarios de la charla, muchas veces, porque tiene que hacer reconocimientos del terreno. Camina kilómetros solo. Atravesó prácticamente toda su carrera bajo el nuevo orden civil. Llegó la hora de hablar.
Braconi es hijo de la Argentina del siglo 20, atado al sueño grande de una familia trabajadora. El abanico, el repertorio aspiracional de una casa era amplio: también se podía anhelar un hijo militar. Él, desde chico, fantaseó con ser soldado. En una Argentina donde lo militar y lo civil “convivían”, se mezclaban en todas las esferas, historia conocida. Pero un amigo de la infancia se había incorporado a la Escuela de Suboficiales “Sargento Cabral” y para Braconi era la referencia en quien pispeaba todo: cómo se vestía, cómo hablaba, cómo se portaba, el respeto que emanaba, así que ese amigo terminó de despertar “la vocación innata”, como la piensa él: seres humanos predestinados al servicio. Tenía diecisiete años. Su viejo pedía para su futuro: “mismo escalón o más arriba”. Le pedía ascenso social.
Y le sugirió ingresar al Colegio Militar, que en ese momento era pago. “Nosotros no íbamos a tener la posibilidad de acceder a una beca”, recuerda Braconi. En esos momentos, además, la fuerza hacía una suerte de “estudio ambiental”: un oficial visitaba el domicilio del aspirante a cadete y hacía un relevamiento. “Era bastante elitista en ese entonces”, se ríe. Año ochenta y pico, aún el gobierno militar, y él no quería someterlos a ese examen, “no me parecía algo justo para ellos, que estaban apenas escolarizados”. Así que desistió del Colegio Militar y se decidió por la Escuela de Suboficiales.
Mientras esperaba el ingreso, se puso a trabajar como aprendiz de herrería. “Me cansé de pintar barandas y rejas artesanales que hacía el herrero”, dice. Laburaba para un tal Miguel, un jefe despótico. “Me levantaba muy temprano, a veces esperaba horas porque no venía y yo estaba sentadito al costado de una de las chapas frías de la persiana”, recuerda. Dos horas a veces hasta que ese Miguel aparecía, excusándose de que había ido a dejar un presupuesto. “No avisaba, no había celulares, y de él aprendí a ser centinela y a tener paciencia.”
Mientras pintaba rejas liberaba su sueño de aventura y coraje. La historia de un soldado existe más allá de todo, como algo nuclear de la Argentina fuera de regímenes y grietas, un genérico argentino en grado cero. Y más cuando bajo las capas de interpretación de este “nuevo” Eternauta de Netflix aflora una pregunta “inocente”: si nos invaden, si cayera la nieve mortal, si enfrentáramos fuerzas desconocidas, ¿a quiénes nos confiaríamos? Braconi tiene la medida justa. Como todo hombre de combate en serio, prefiere la paz y escapa a imposturas. No sobreactúa patriotismo. Lo que es, lo lleva en sangre. Pudo conciliar su sueño de uniforme: nunca soñó un golpe de estado. Conozcamos al Comando Desconocido.
"Mucha gente no volvió igual de Haití. No se vuelve igual de Haití. Son experiencias extremas."

¿En qué momento entrás al ejército?
En febrero del 82, previo a la guerra. El 14 de febrero de 1982. El día de la recuperación de nuestras Malvinas yo ya estaba incorporados y había pasado la instrucción básica. Ese día el encargado de Compañía, un sargento al que le decían “el Negro Varela”, nos dijo que se habían recuperado las islas. E invitaba a irse a los que no estuvieran en condiciones de afrontar la operación bélica. Dejaba entrever que podíamos ser movilizados. Imaginate: de trescientos, cincuenta levantaron la mano. Y el resto nos quedamos en el lugar. Esa fue la astucia del suboficial para hacer un filtro rápido. Igual nos bailó, por culpa de esos cincuenta.
O sea que de prolongarse la guerra ibas a participar.
No dimensionaba en ese momento lo que era la gesta. Pero no tenía miedo de ningún tipo. Creía que me podía tocar, había soldados de 18 años en el frente. Entonces nosotros no teníamos mucha diferencia, eran soldados que tenían la misma instrucción o un poquito más que nosotros. La posibilidad de ir estaba. Y teníamos instructores que eran comandos, que luego una vez movilizados formarían parte de la orgánica de la Compañía 601 y 602 (creada a los fines del conflicto). Que fueron además los que se enfrentaron cuerpo a cuerpo con las tropas de operaciones especiales del Reino Unido. Lo cual proporcionalmente hablando les costó muchas bajas.
Y entonces vimos cómo ellos se preparaban para ir. Incluso venían, se despedían. Éramos chicos de 17 años iniciando la carrera militar. Y ver a un comando que se prepara para ir a la guerra, que prepara su equipo, retira su armamento, que recibe el uniforme. Y pasaba y hablaba con uno y hablaba con otro. La camaradería que existía entre los que iban y los que no iban. Ahí tomamos conciencia de lo que estaba pasando.
Viviste ese momento ahí. Y al tiempo llega la posguerra, ¿tuviste alguna desmotivación?
Nuestra sociedad y nuestra idiosincrasia se caracteriza por la euforia. Una euforia inmediata, desmedida, somos muy futboleros. Cuando fue la guerra era todo a favor: de la institución militar, del gobierno, la movilización a Plaza de Mayo. Lo vivíamos con mucha satisfacción porque se afirmaba el sentimiento patriótico. Pero después que se pierde, y sin entrar en detalles sobre el heroísmo y el sacrificio en el teatro de operaciones (porque no hay que dejar de pensar que nos enfrentamos a un ejército experimentado, aliado de la OTAN), pero cuando volvieron creo que la dirigencia del momento y alguna parte de la sociedad fue injusta con el veterano de guerra.
No era fácil. No fue fácil para los veteranos. Lamentablemente tenemos más muertos por suicidio que caídos en las Islas, lo cual no es sólo patrimonio nacional, sino que les pasa a todos los ejércitos que entran en guerra. El estrés postraumático es real y tangible. Estados Unidos aprendió después de la guerra de Vietnam a montar un sistema de apoyo al veterano de guerra, asimismo este sistema de apoyo tuvo que ser perfeccionado porque los traumas en mayor o menor medida existen. Nosotros los vimos llegar a la Escuela de Suboficiales donde se montó uno de los centros de recibimiento y muchos manifestaban en su rostro lo crudo de la guerra.
Pero a partir de ese momento hubo una agresividad hacia el uniformado. Mi mamá lloraba cuando yo llegaba a mi casa después de viajar en tren porque en una oportunidad vio que mi uniforme estaba escupido en la espalda. De hecho, y a causa de algunos hechos violentos aislados, se tomó la decisión de que por un tiempo no saliéramos uniformados porque había agresiones tanto para cadetes como aspirantes, en general para cualquier uniforme. No obstante, también hubo pueblos que salieron con emoción a recibir a sus veteranos de guerra. Y eso te forja. Te pone en un lugar difícil, de decisión. Yo me puse un escudo y seguí para adelante.
Te tocó atravesar la guerra, la posguerra, el inicio de la democracia, el reclamo de los Derechos Humanos, las sublevaciones. O sea, un momento difícil. ¿De dónde te agarrabas para seguir?
De los ejemplos. De lo que veía. En la Escuela de Suboficiales tenía comandos que eran instructores, tuve la suerte de tener al Teniente Gómez Centurión como instructor, al Sargento Luis Acosta, al “Juanjo” Ramos, todos eran comandos movilizados a Malvinas, tropas de operaciones especiales. Yo me decía: quiero llegar a ser eso. Y en la institución vos ves el ejemplo de lo bueno y lo malo. Cuando sos consciente de tu vocación y querés realmente ser el mejor soldado, no querés ser mediocre o un simple soldado asalariado.
Mi oficial instructor, que en ese momento era Teniente Primero, un día ante la insistencia de otros oficiales que yo podía ir al Colegio Militar en un aparte, a solas, me dijo: “Usted puede ser un oficial más del montón o puede ser un excelente suboficial”. Y me quedé con ese objetivo. Y de hecho creo que me voy a morir siendo soldado. No voy a cambiar mi forma de pensar y sentir respecto a la patria. Sí, fue una época muy dura, donde muchos flaquearon. Yo no soy el único Comando de mi promoción, y me refiero más al arma de Infantería, pero no son muchos los que estamos altamente capacitados, somos pocos en nuestra promoción. Poquitos y muy especiales: hay cazadores de monte, cazadores de montaña, hay excelentes paracaidistas. Entonces vos ves que fue una promoción o una generación que terminaron algunos yéndose y unos pocos apostando a capacitarse por encima de la media.
¿Qué significa ser comando?
Ser comando es lo que se ve en las películas de operaciones especiales. Cuando vos ves eso que tanto llama la atención: “la Fuerza Delta” o los “Rangers” en el caso de Estados Unidos. Cuando ves una recuperación de rehenes en una embajada, como fue en el caso de Perú, o, me atrevo a decir, cuando ves una operación de rescate de rehenes en la embajada argentina en Venezuela. Atrás de eso hay una operación de tropas de operaciones especiales. Los comandos están preparados para actuar sobre objetivos estratégicos, para actuar detrás de la primera línea, o sea, en la profundidad del dispositivo enemigo. Es decir, desequilibran.
Y por eso las unidades de Comandos responden a la máxima conducción. Todo eso que se ve en las películas cuando dependen de la decisión de un presidente no está alejado de la realidad. De hecho, las películas bélicas de Estados Unidos tienen asesoramiento militar preciso justamente para que no sea una fantasía loca, sino demostrar realmente lo que son capaces de hacer un soldado de esas características. Mi primer destino fue el Regimiento de Infantería 25, Colonia Sarmiento, Chubut. Un regimiento patagónico, bravo, que después de Malvinas terminó recibiendo incluso el mote de “el bravo 25”. Fue el que encabezó la “Operación Virgen del Rosario” junto a los comandos anfibios de la Armada, una operación excelente, solamente tuvimos que lamentar una baja, la del capitán Giachino. Esa unidad, antes, era un regimiento de “confinamiento”. Cuando uno se portaba mal dentro de la institución militar, y estamos hablando de una institución que hoy ha evolucionado, pero en aquel entonces doctrinariamente había regimientos de confinamiento para ubicar a esas personas. Y el Regimiento 25 era de confinamiento, o sea, iban los malos, los que se portaban mal. Porque estaba en un lugar bastante inhóspito, aislado.
A siete kilómetros del pueblo. Pero en el año 83, cuando egreso, yo había estado en el cuadro de honor de la Escuela de Suboficiales, egreso con un promedio muy alto, llegué a dragoneante principal. Y me dije: “bueno, me van a mandar a un súper destino, a Córdoba, no sé”. Pero me mandaron al regimiento Infantería 25, y ahí estuve tres años. Y ahí en una oportunidad, mi segundo jefe, que era Comando, me llama y me dice: “Usted es muy informal”. Él sabía que yo venía de Buenos Aires. Y entonces me dice: “Si usted se quiere ir a Buenos Aires lo voy a mandar a una unidad donde rige la informalidad”. Así que consecuente con eso me sale el pase a la Compañía de Comandos 601, con asiento en Campo de Mayo.
Ser comando es lo que se ve en las películas de operaciones especiales. Cuando vos ves eso que tanto llama la atención: “la Fuerza Delta” o los “Rangers” en el caso de Estados Unidos.
Cuando decís comandos son pocos, dame una idea de la proporción. ¿Cuántos son comandos vos te recibiste en los años ochenta, cuántos había en ese año en la Argentina?
En el año 89 había algo de 400 y pico en actividad. Pero te hago un paréntesis: en una oportunidad estando en Centroamérica, que fue mi último destino en una agregaduría antes del retiro, voy a una ceremonia invitado por el ejército de Guatemala. Y entro por un lugar que no era el que tenía que hacerlo, me equivoco e intento entrar por un puesto no autorizado. Uno de los soldados se acerca, le digo que tengo que ir a tal ceremonia, me dice que tengo que dar la vuelta por el otro puesto y me mira.
Cuando ven un militar que no es de su país les llama la atención las chapas que uno tiene. Nosotros llevamos un distintivo de comando por sobre todas las chapas. Y me dice: “usted es un Comando de las cuatro estaciones”. Y no entendí. “¿Cómo de las cuatro estaciones?”, le digo. “Ustedes operan en todo tipo de ambiente”, me dice. Y es real porque nosotros por el curso tenemos una etapa en Mendoza, en la alta montaña, una etapa anfibia en el sur patagónico, una etapa de selva misionera y una etapa de desierto en el centro de la Patagonia. En otra oportunidad, haciendo un curso de tirador especial (sniper) con el 7mo Grupo de Fuerzas Especiales de Estados Unidos acá en Argentina, año 90, nos decían que ellos habían trabajado con todos los ejércitos latinoamericanos, pero nos reconocían a nosotros como los mejores por lejos. Y yo le reclamaba que lo decían porque éramos anfitriones.
Y me decían que no. ¿Sabés qué reivindicaban? Algo, que no me guste tanto, esa cualidad de “atar con alambre” que tenemos los argentinos. “Ustedes se ponen una mochila y en la mochila llevan todo lo que necesitan”, decían. Si a ellos les faltaba algo ya no sabían qué hacer, les costaba resolver la situación, en cambio nosotros resolvíamos con cualquier cosa. Los comandos perfeccionamos esa virtud argentina. Ser comando no pasa por los músculos, pasa por la capacidad de sobrellevar situaciones límites. Un comando opera como cualquier otro, pero somos distintos a la hora en que la voluntad del resto se quiebra.
¿Estuviste en La Tablada?
Después de toda la asonada carapintada de esa época la compañía del Comando tenía una especie de veto por parte del ejército. Yo recién entraba y evidentemente muchos comandos habían estado implicados en dicha asonada. Entonces nosotros estábamos como en una especie de stand by. Eran momentos críticos y hasta se hablaba de disolver a la 601. Pasamos de ser una unidad condecorada por Malvinas a una a punto de ser disuelta. Entonces muchos de los comandos esperando justamente la resolución del Estado Mayor y se fueron a su casa al interior. Y éramos pocos los que habíamos quedado en Buenos Aires.
Yo vivía con mis viejos en Martín Coronado. Y ese enero del 89 mis viejos se habían ido de vacaciones a La Rioja. No teníamos teléfono. Y esa mañana mi vecina Marta, que tenía teléfono, se acercó a la casa. Yo estaba durmiendo. Eran las siete de la mañana más o menos. Dormía plácidamente en la habitación que daba al jardín y me acuerdo que la mujer golpeaba las manos. Gritaba “¡Alejandro, Alejandro, llamaron del cuartel que tenés que ir para allá!”. Yo obviamente me cambié, y sin preguntar nada me fui. Pensé que era para noticiarme de que salió mi pase. Pero cuando estoy llegando a la Compañía de Comandos veo un camión cargado de gente con diferentes uniformes.
Te recuerdo que nosotros habíamos entregado todo el equipamiento y nuestro uniforme. Así que los veo vestidos así nomás, pero reconozco a un par de compañeros míos. Entre ellos el “Pijitriqui” Vera, un veterano de guerra de Malvinas, hoy fallecido, lamentablemente se lo llevó el COVD. Yo había ido en tren, no escuchaba radio, así que cuando llego veo esa situación. Me apersono en la guardia y me recibe un Capitán recientemente destinado que yo no conocía con una lista y me pregunta: “¿usted quién es?”. Le digo y me dice: “Bueno, procesa a tomar su armamento individual y vaya a la sala de armas porque la subversión ha tomado el 3 de La Tablada”. La verdad era como decir: “mañana usted es protagonista del Eternauta”, o sea, era una cosa totalmente ilógica. Venían otros compañeros míos, no entendíamos lo que nos estaban hablando, estaba fuera de contexto histórico decir “la subversión”.
Pero nos equipamos con lo que teníamos, fuimos a un depósito para vestirnos, fuimos a la sala de armas, los que teníamos nuestro armamento designado, pudimos retirar nuestro armamento y así nos dirigimos al batallón de Aviación. Los Comandos normalmente utilizamos diversos medios de transporte, pero en este caso particularmente iba a ser el helicóptero, al que estábamos más que acostumbrados para estos tipos de traslados de corto alcance. Primero fuimos a parar a Puente Doce, ahí había un centro de operaciones con oficiales de alto rango planificando la situación. El oficial que estaba a cargo esa persona se presenta. Obviamente que había un par de Generales en esa sala de situación improvisada. Y le dicen: “Bueno, usted viene de la Compañía de Comandos y van a trabajar así…”. Pero mi oficial lo interrumpe y le dice: “No, yo me voy a reunir con mi jefe de Compañía, necesito saber dónde está mi jefe de Compañía”. Y después de una breve charla nos dimos media vuelta y embarcamos nuevamente en el helicóptero hacia al encuentro de nuestro jefe de Compañía, que era el Mayor Sergio Fernández, otro héroe de Malvinas, que tuvo el mérito de derribar un harrier con un misil, entre otras cosas.
Así que volamos por unos minutos y llegamos a una playa de maniobras del Ferrocarril. Caminamos por el barrio alrededor, teníamos clara la situación, se escuchaban disparos lejos y nos reunimos con el resto de la Compañía de Comandos, que en realidad éramos la mitad de lo que era, porque mucha gente no estaba en jurisdicción. Y nos sorprende la agresividad del entorno. Porque en el avance hacia el cuartel hubo disparos hacia nosotros en ese barrio. Los hubo. Y tratamos de ingresar al cuartel, nos encontramos con una especie de patrulla de Gendarmería que estaba tratando de contener a cualquiera que quería ingresar a la unidad.
Y pudimos entrar por un costado del cuartel. A partir de ese momento se empezó a relevar información de lo que estaba pasando. Y el jefe de Compañía supo llevarnos a ejecutar una operación impecable. Porque si bien perdimos dos hombres (Teniente Ricardo Rolón, al que le decíamos “Walfy”, y el Sargento Ramón Orué, que muere en una acción heroica poniendo a resguardo a soldados que estaban de rehenes) y tuvimos heridos pudimos recuperar el cuartel, recuperar rehenes y logramos que el personal del MTP que estaba resistiendo deponga la actitud y se entregue sin tirar ni un solo disparo. Lo que pasó entre el momento de ingreso a hasta el momento de la rendición fueron acciones sobre diferentes objetivos. Perfectamente planificado de manera precisa con fracciones de comandos adaptadas a la situación que estábamos viviendo. Y se accionó sobre varios edificios donde sabíamos que había resistencia.
Sin embargo, dejame decir que hoy cuando veo lo que pasó en ese combate de Tablada veo una situación caótica donde no había claridad en lo que estaba pasando. Ni tampoco había claridad en la acción. Imaginate que convergieron tres mil efectivos de diferentes fuerzas, sin unidad de comando para coordinar la acción. Entonces, en un momento que estábamos en un edificio en plena noche nos iluminó la explosión de otro edificio, se prendió fuego la Compañía B, nosotros estábamos en el Casino de Suboficiales, en la parte de arriba, y cuando nos ilumina ese resplandor por la explosión, llovieron disparos a mansalva y no era la agresión de un enemigo, era la propia tropa que pensaba que nosotros éramos enemigo. Gracias a Dios no sufrimos víctimas en ese momento. Nosotros perdimos en esa acción al Teniente Rolón, que había hecho el curso hacía muy poquito y había egresado como Comando y se sumó a la Compañía en forma voluntaria y demostró valentía y coraje hasta el último momento, cuando cae delante mío en el Casino de Suboficiales con un disparo en su cabeza. Y fue bastante complejo retirar su cuerpo de ahí, aún herido, y bajo las balas. La gente que estaba intentando tomar el cuartel estaba en su mayoría muy instruida, porque uno se da cuenta cuando se confronta con un enemigo que tiene claro lo que tiene que hacer y cómo emplea una práctica de combate urbano.
Ese fue tu bautismo de fuego.
Sí, ese fue mi bautismo de fuego. Me comprobé en combate y el resultado fue el que anhelé tener. La adrenalina es intensa, llegás al otro día al lugar de descanso con dolores de todo tipo porque vos te golpeás, te rompés todo y trabajás con una exigencia física a full, pero no lo sentís. Estás como narcotizado por la misma adrenalina y después cuando relaja el cuerpo, relaja la mente, vienen los dolores, los golpes y el estrés.
Hablemos de las misiones de Cascos Azules.
Estuve en dos misiones y las dos en Haití. Y Haití es un mundo irreal, totalmente irreal. La primera fue en 2004 y nos agarra el huracán Jeanne, que devasta la mitad de la base. Y esa primera misión fue dura porque nos faltaba experiencia. Y Haití es la pobreza más extrema, no hace falta ir a buscarla a África. Haití es la vergüenza del mundo. Ahí se abarrotan cantidades de alimentos vencidos, de ropa para donación, de iglesias, de lo que se te ocurra. Y es un país que vive en la miseria extrema. Me acuerdo de un viaje larguísimo hasta Gonaives, un viaje con rutas en mal estado. Era el principio, casi no hablábamos el idioma creole, que después aprendí. Me dieron en custodia un contenedor que llevaba comida. Yo iba en un camión militar custodiando a un camión que conducía un haitiano, veníamos varios, y un haitiano manejaba adelante una especie de tractor que llevaba el contenedor de comida.
Pero el tipo iba las chapas, nos dejaba muy atrás, imaginate que íbamos en un Unimog 416, son potentes, pero más lentos. En un alto de la marcha le pido a través de un traductor que por favor vaya más despacio, que lo perdíamos de vista, que teníamos que darle la seguridad. Pero seguimos ruta un par de kilómetros y en una curva termina el contenedor volcado. El tractor se había llevado puesto una choza haitiana. Y nosotros tuvimos que bajar y hacernos cargo de la seguridad de ese contenedor. El que estaba a cargo de la columna era un Mayor del ejército boliviano y me dijo: “Bueno, los que venían custodiando el contenedor se tienen que quedar acá”. Pero el haitiano conductor desapareció, dejó el tractor arriba de la choza destruida. Había un montón de haitianos gritando y llorando alrededor.
El contenedor no lo podíamos llevar. Y el Mayor boliviano dice que nos hagamos cargo de la seguridad hasta que podamos resolver la situación. Te hablo de un contenedor de 22 pies lleno de alimentos, en medio de una ruta y en una curva en la que era posible provocar cualquier accidente frente a una aldea con gente que estaba literalmente pasando hambre. Nos quedamos un Teniente de Navío, mi conductor y yo a darle seguridad al contenedor lleno de comida. El Teniente me pregunta de qué arma era yo, le dije que era Comando y automáticamente me delegó organizar la seguridad del lugar. Estuvimos tres días rodeados de haitianos, estábamos en frente de esa aldea. Y resulta que el contenedor empezó a perder líquidos, había miel y dulce de leche y el calor empezó a derretirlos. Se empezó a derramar por el asfalto y los haitianos preguntaban qué había en el contenedor. Yo como podía les decía que eran explosivos y que era peligroso abrirlo para evitar cualquier tipo de saqueo.
Por propia iniciativa comenzamos a hacer un relevamiento fotográfico del accidente para después entregarlo a Naciones Unidas y estaba el cuerpo de una mujer que vivía ahí, que quedó aplastada por el tractor. Cuando me acerco la gente me gritaba, yo no sabía por qué. Ellos tienen particularidades religiosas: el cuerpo se tiene que dejar así como está hasta que ellos hacen sus oraciones o invocaciones. Entonces yo me había parado arriba de un pedazo de pared de adobe y una chapa, era un rancho, y me empezaron a gritar y dije “acá me linchan”. Tengo entendido que el haitiano que conducía el tractor salió corriendo por una plantación de plátanos y tras de él hombres de la aldea, jamás lo volvimos a ver, probablemente murió a machetazos. Esa fue la primera experiencia en el mismo día de haber desembarcado en Haití la bienvenida fue custodiar un contenedor lleno de comida rodeados de una aldea de haitianos hambrientos. A la noche yo había establecido un lugar para para descansar con una seguridad mínima.
Y en un momento vienen tres personas, había una luz de luna impresionante y ninguna otra luz, porque no hay luz eléctrica. Y vienen con un cubrecama blanco de raso, impecable, te lastimaba ver ese cubrecama. Blanquísimo. Venía una chica con un niño y un hombre, era como el referente. Y nos dicen que era indigno que durmiésemos en el piso. Nosotros estábamos acostumbrados. Pero nos dejaron el cubrecama para que nosotros nos acostemos arriba. Éramos un manojo de mugre, veníamos de una ruta polvorienta. Y nos trajeron dos sillas. Ese fue mi debut en el “Haití Uno”, después del huracán. Y dejame decir que mucha gente no volvió igual de Haití. Así como uno no vuelve igual de Malvinas. No se vuelve igual de Haití. Son experiencias extremas. Cuando voy por segunda vez, en 2009, voy al Estado Mayor como auxiliar de informaciones. Tuve la suerte de ir a Puerto Príncipe. Y en esa oportunidad y por ser repitente en la misión me invitan a darles una charla a la gente que iba por primera vez. Y una de las cosas que dije es que no se apeguen a los niños, nosotros los argentinos somos muy sentimentales y cuando ves la vulnerabilidad de las criaturas haitianas bajás la guardia. Pero tenés que tomar la misión de paz como una operación militar, hay situaciones que te tienen que “resbalar”, porque estás abocado a una misión de estabilización, nuestro rol era un rol activo contra las pandillas y bandas de ex integrantes de las fuerzas armadas que podían hacerle daño a la reeditada democracia. Después vendría la ayuda humanitaria.
Pero en la segunda misión te agarra el terremoto.
Claro, casi volviendo. A dieciséis días de volver, estaba durmiendo la siesta en una casa de Puerto Príncipe cedida por Naciones Unidas, y nos sorprende el terremoto. En 35 segundos un efecto devastador que produjo 330 mil muertes y 1 millón y medio de desplazados. La casa empezó a temblar. Salimos, fuimos a la base. Y otra vez un poco me tuve que hacer cargo. Había que sostener a nuestra gente que tenía en la cabeza que estaba a días de volver. Las misiones están reguladas: te despliegan seis meses porque entre otras cosas Naciones Unidas sabe que después la psiquis humana se empieza a poner difícil. Y la orden fue que no teníamos relevo porque éramos experimentados y teníamos que quedarnos ahí. A partir de ese momento sabíamos que no íbamos a recibir un relevo.
Más tarde la orden fue: “no hay relevo hasta nueva aviso”. Se necesitaba gente experimentada en el terreno. Y empezamos a trabajar en pro de asistir a la gente que había sufrido el terremoto. Estados Unidos desplegó trece mil ochocientos hombres en menos de 48 horas. Fue quizás el despliegue global más importante de ayuda humanitaria. Había uniformes y banderas de todos los colores. Desde Malta hasta Francia, Canadá, Japón. Así, esos primeros días el jefe del componente militar estadounidense toma contacto con el Estado Mayor nuestro para ver si hacíamos un reconocimiento para establecer un lugar donde se pudiera repartir comida en forma segura. Solo por ser Comando me designan para hacer ese reconocimiento. Me toca ir. Me marcaron como punto de reconocimiento el colegio San Gerard, que satelitalmente se veía con una estructura apta, y quedaba en una de las zonas altas de Puerto Príncipe. Cuando vuelvo le digo a mi jefe que el lugar no era viable.
Me pregunta por qué y le digo que porque va a afectar a la moral de nuestra tropa. No lo convencí. Tuvimos que volver al lugar. Y después me dijo: “la próxima vez que vos me digas que no se puede lo voy a tener en cuenta”. El edificio y su parroquia se habían venido abajo. Debajo de esos escombros había niños. Yo ya estaba curtido del espanto por mi primera misión en Gonaives. No se podían recuperar los cuerpos, y algunos estaban bajo toneladas de escombros. Entonces los padres o familiares los prendían fuego porque no se podían recuperar los cuerpos. Si nuestros soldados veían eso podía ser un shock importante en su moral. Teníamos tropa voluntaria, gente joven que tenían chicos y que tenían ganas de volver a casa, a su patria, a su familia. Por eso siempre digo: el ejército argentino está constituido por gente convencida de lo que hace, parada del lado del bien.
…
Braconi está en Haití, rodeado millones de haitianos a los que se les acaba de partir la vida en un terremoto, va con la tropa rumbo al estadio a distribuir bolsas de arroz de 50 kilos, se entrega una bolsa a una mujer por cada familia. En las calles, en el camino, se escucha “¡food, food, food!”. Los haitianos con hambre desde temprano. 50 kilos pesa una mujer que levanta 50 kilos de arroz, una cosa pesa a la otra. El arroz llega a una mujer, la mujer llega al arroz, vapor de un arrozal. Braconi mira. A Braconi no le tocó sobre los hombros la bolsa de arroz, le tocó sobre los hombros el peso de una institución que tiene cuarenta años de adaptarse a los nuevos tiempos y a evolucionar con ellos.
Y los terremotos haitianos, el golpe al presidente Jean-Bertrand Aristide, la instalación de la misión de Naciones Unidas (la MINUSTAH) con la presencia de Cascos Azules ofrecieron la oportunidad impar: moverse como pez en el agua para ser y hacer un ejército nuevo para un pueblo nuevo. La semilla de la regeneración inevitable en la Argentina democrática. Uno de sus hijos eligió también seguir su camino militar. Este es un mundo que sigue en guerra, aunque sea la “guerra en cuotas” como decía Francisco, y entonces algunos tienen que llevar ese peso patriótico. Para eso están los Comandos desconocidos. Braconi, “El Ale”, el soldado.
Braconi está en Haití, rodeado millones de haitianos a los que se les acaba de partir la vida en un terremoto, va con la tropa rumbo al estadio a distribuir bolsas de arroz de 50 kilos, se entrega una bolsa a una mujer por cada familia. En las calles, en el camino, se escucha “¡food, food, food!”.