Trump antes y después de Trump

Trump vuelve a la presidencia con más experiencia y poder pero en su gobierno coinciden dos visiones difíciles de conciliar. Su segunda victoria es síntoma y causa de la crisis de las políticas woke y el neoliberalismo, pero también amenaza a los presupuestos del liberalismo clásico, como la neutralidad de las instituciones

por Daniel Gascón

Entre los profetas de Donald Trump figuran filósofos, politólogos y novelistas. Algunos han encontrado señales en las canciones de ironía apocalíptica de Leonard Cohen -cuyos descendientes exigieron a la campaña de Trump que dejara de usar “Hallelujah” en los mítines- y otros han escrito que quien anticipó su ascenso fue el genio de la comedia Harold Ramis: según el crítico Titus Techera, director ejecutivo de la American Cinema Foundation, películas de los ochenta como Caddyshack, Back to school y Ghostbusters describirían el conflicto de clases en Estados Unidos y la dinámicas de élites incompetentes, cultura narcisista y populismo cínico que han impulsado su triunfo político. Antes de apuntar unas ideas sobre su segunda venida, señalaré otras dos apariciones.

En 1999, Christopher Hitchens publicó en el Sunday Herald de Glasgow un perfil de Donald Trump, que había anunciado su intención de presentarse a las elecciones de 2000 con el Reform Party. Del magnate ya había dicho que “nadie es más codicioso y avaricioso que los que tienen demasiado”. En este perfil escribía: 

Entonces, ¿qué será? ¿Trump o Donald? Mucho depende del resultado de esta pregunta estúpida. Porque el hombre con muchos apodos encarna de numerosas formas su país, y porque este ciclo electoral es tan absurdo, y está tan en el aire, que es imprudente excluir cualquier cosa.

Hitchens citaba alguna frase del candidato, que casi parece morigerada en comparación con cosas que ha dicho después. Lo que lo diferenciaba de sus rivales, se jactaba Trump, era que “yo soy más sincero y mis mujeres son más hermosas”. Las políticas -la gran apuesta era un impuesto a los ricos cobrado en una sola ocasión y destinado a acabar con la deuda nacional- le parecían al autor de Amor, pobreza y guerra “escaparatismo populista, pero llamativas y fáciles de entender. Cuando llega a las ideas, o a los asuntos, es la agenda típica del magnate incapaz de mantener la atención. En política exterior: echar a Castro y amenazar con bombardear Corea del Norte. En asuntos domésticos: gestos grandilocuentes, exagerados a lo Ross Perot”. No era tan ajeno a la clase política dominante como fingía. Tenía dos ventajas: el nombre era conocido, y la suya era una historia de un regreso tras haber tenido problemas financieros. ¿A quién no le enternece un rico que sufre? Por lo que Hitchens había podido saber, Trump era “un hombre que odia estar solo, que necesita aprobación y refuerzo, que ladra más que muerde, que es grosero, hiperactivo, emocional y optimista”. 

Siete años antes, en 1992, Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre, una relectura de Hegel a través de Alexander Kojève que se interpretó, un tanto injustamente, como la celebración de la victoria de la democracia capitalista sobre el comunismo: la historia habría terminado. El libro no decía exactamente eso, pero daba igual: ha inspirado un montón de chistes (entre ellos uno de Hitchens: “ese payaso no puede ser la última palabra de la historia”). En la parte final del libro, en un capítulo titulado “Immense wars of the spirit”, Fukuyama escribía:  

Es razonable preguntarse si todo el mundo creerá que los tipos de luchas y sacrificios posibles en una democracia liberal autosatisfecha y próspera serán suficientes para despertar lo más elevado del hombre. Porque ¿acaso no hay reservas de idealismo que no puedan agotarse -de hecho, que no se vean siquiera afectadas- si uno se convierte en un promotor como Donald Trump, un alpinista como Reinhold Messner, o un político como George Bush? Por difícil que resulte, en muchos sentidos, ser esos individuos y pese a todo el reconocimiento que merecen, sus vidas no son las más difíciles y las causas que sirven no son las más serias o las más justas. Y mientras no lo sean, el horizonte de las posibilidades humanas que definen no será en último término satisfactorio para su naturaleza timótica.

Lo timótico tiene que ver con la necesidad de reconocimiento. ¿Tendrían los ciudadanos de las democracias liberales suficiente con aspirar a ser un empresario de éxito, un deportista admirado, un político “correcto”? Ni a Trump le bastaba con ser Trump. Ser elegido dos veces presidente de Estados Unidos debería satisfacer ese impulso. Pero seguramente es un deseo insaciable.

Donald Trump ha vuelto a la presidencia de Estados Unidos con más poder y más experiencia. Ha laminado el partido, conoce mejor cómo funcionan los mecanismos del Estado, ha vencido en el voto popular después de despreciar las instituciones democráticas. Ha incrementado su victimismo y su tono mesiánico.

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 Donald Trump ha vuelto a la presidencia de Estados Unidos con más poder y más experiencia. Ha laminado el partido, conoce mejor cómo funcionan los mecanismos del Estado, ha logrado más apoyo electoral y controla el Congreso y el Tribunal Supremo. Por primera vez desde 2004, el candidato republicano ha vencido en el voto popular. Esto ha ocurrido después de despreciar las instituciones democráticas. Ha incrementado su victimismo y su tono mesiánico. Y, como escribió David Brooks, “construyó justo lo que en otro tiempo había tratado de construir el Partido Demócrata: una mayoría multirracial y de clase obrera. Su apoyo creció entre los trabajadores negros e hispanos”.

Su primera presidencia se veía (o se recuerda) como una caricatura. Era un candidato inverosímil, que sorprendió a casi todos; un presidente grotesco pero en realidad incapaz de llevar a cabo sus peores amenazas. Rompía con el decoro poético, y en eso estaba también su atractivo. Ahora es más grave porque se lo conoce, por los casos en progreso y la condena que ha recibido, por la falta de reconocimiento de los resultados electorales en 2020 y su responsabilidad en el asalto al Congreso. Y también porque, como ha escrito el periodista Ezra Klein, 

La victoria cultural de Trump ha superado su victoria política. La elección fue reñida, pero en términos culturales ha sido una debacle. Esto se debe en parte a que está rodeado de algunos de los futuristas más influyentes de Estados Unidos. La aceptación de Trump por parte de Silicon Valley y la cultura cripto ha cambiado su significado cultural más de lo que los demócratas han reconocido. En 2016, Trump parecía un emisario del pasado; en 2025 se le recibe como un heraldo del futuro ("Trump Barely Won the Popular Vote. Why Doesn’t It Feel That Way?", nytimes.com, 19/01/2025). 

En palabras de Arcadi Espada, en 2016 iba en diésel; en 2025 viaja en Tesla.

En su administración coinciden dos visiones difíciles de conciliar: una nativista, que trataría de corregir una especie de liberalismo desintegrador tanto desde el punto de vista social como económico, y otra que sería una versión del “capitalismo emprendedor” a lo Silicon Valley. Además, cada una de esas visiones tiene sus contradicciones: la oposición a la inmigración choca con algunos de los mejores aspectos del ideal estadounidense, la defensa de la libertad de expresión de Musk tiene entre sus límites que hablen mal de Musk y en el alineamiento de los grandes oligarcas tecnológicos con Trump se observa el poder de la gran empresa pero también su debilidad. Entre las razones que les hacen arrimarse al líder de un Estado está el temor a la regulación, principalmente de la Unión Europea: las corporaciones internacionales son muy poderosas pero se tienen que someter a leyes locales, y las normas pueden resultarles muy costosas. Lo vimos en el conflicto entre X y la justicia brasileña hace unos meses: como explicaba el profesor de Derecho Constitucional Víctor J. Vázquez en un artículo de Letras Libres en septiembre del año pasado, a veces Carl Schmitt vence a Karl Marx, y lo político se impone a lo económico. El caso de Elon Musk tiene otros matices, porque hay una implicación personal y algo similar a un proyecto; en los de Zuckerberg o Bezos prima la conveniencia empresarial, y las razones por las que ahora se alinean con la administración son las mismas por las que se alinearon con políticas aparentemente progresistas cuando les convenía. Fue enternecedor ver a los conservadores decepcionados cuando las grandes empresas adoptaban las premisas woke por cuestiones reputacionales (es decir, económicas): quizá, pese a tanto negarlo, creían que el dinero tiene ideología y coincidía con la suya. Ahora vemos un fenómeno paralelo en la izquierda. Perder la inocencia es disculpable; fingir que se recupera, no tanto. 

En la administración Trump coinciden dos visiones difíciles de conciliar: una nativista y otra que sería una versión del “capitalismo emprendedor” a lo Silicon Valley. Además, cada una de esas visiones tiene sus contradicciones.

Los análisis más convincentes, como los de Noah Smith, atribuyen la victoria de Donald Trump al enfado por la inflación, la inmigración y las políticas woke. Para algunos esta victoria señala el final de un sistema. Es, más o menos, la interpretación publicada por Francis Fukuyama en el Financial Times y prefigurada hace tiempo por el escritor español Mariano Gistaín: la democracia capitalista entra en crisis cuando se queda sin competencia ¡como predice la teoría del capitalismo! La política de aranceles marcaría el fin de un proceso (o de una forma de ese proceso) que ha mejorado la vida de muchísimas personas y que ha contribuido a que millones salgan de la pobreza extrema, pero que también ha provocado un empobrecimiento relativo de las clases trabajadoras y medias occidentales. El identitarismo de izquierdas, con su obsesión por lo simbólico, con sus cazas de brujas y áreas donde la posición pregonada por las élites políticas se alejaba de la experiencia y del sentido común de la mayoría de la gente, ha desacreditado causas que tenían valor en sí mismas. 

Hay quien dice que algunos de los episodios que se reprochan a la izquierda woke son exageraciones o parodias: si no eran anécdota, eran caricatura. Es cierto, pero hay otros muchos ejemplos que eran reales, a veces los más asombrosos; la verosimilitud de las historias más alucinantes era un indicio de la gravedad del delirio. 

Desde una posición ideológica distinta, el economista Branko Milanovic llega a conclusiones curiosamente parecidas a las de Fukuyama: las elecciones de 2024 fueron el 1989 del neoliberalismo. Trump es un instrumento de la historia (como todas las herramientas de la historia, no lo sabe). La ideología del presidente estadounidense es mercantilista, con una mentalidad de suma cero. Aunque se ha beneficiado de la globalización, cree que su país y sus votantes no lo han hecho. El suyo es un capitalismo de maximizar los beneficios: él es un gran empresario entre otras cosas porque no ha pagado impuestos, pero considera que hay que ayudar a otros empresarios menos hábiles a que puedan pagar algo menos. Es contrario a la inmigración, cercano a un nacionalismo étnico. Pero ese nacionalismo no es necesariamente imperialista: solo si sale a cuenta. No es Estados Unidos como nación indispensable, tal y como decía Madeleine Albright, sino un país que solo defiende aquello que sirve a sus intereses. Su ideología, dice Milanovic, es una especie de cesarismo global donde líderes como Elon Musk, que no son particularmente patriotas, entienden que esa emoción es necesaria para las clases bajas y para obtener su apoyo.

La pregunta que se hace gente como Milanovic es si realmente el establishment creía en esas cosas que ahora teme perder, o si solo prefería fingir que las creía. ¿Era un orden basado en reglas? Sí, salvo cuando las reglas las rompemos nosotros. O, por decirlo como cuentan que respondió Gandhi cuando le preguntaron por la civilización occidental: me parece que sería una buena idea. ¿Creíamos en las ventajas de la globalización, o solo nos gusta la globalización si somos nosotros los que nos beneficiamos de ella? ¿Estamos a favor de la innovación o nos quejamos de que esa innovación, si es china por ejemplo, se consigue a través del robo, a diferencia de la nuestra, que metafísicamente no entra en esa categoría? Si defendemos ese modelo, se pregunta Milanovic, ¿a qué vienen los aranceles previos a los productos chinos, la configuración de bloques comerciales o la política industrial? El triunfo de Trump mostraría el hartazgo con los fallos de ese orden, y es hasta cierto punto comprensible el hartazgo con las hipocresías, pero no parece que la combinación de cinismo e incompetencia que enarbola la nueva administración sea preferible. Una informe reciente del European Council of Foreign Relations mostraba que la forma de ver a Trump era distinta en Europa y en otros lugares: la idea del hombre fuerte, o la nostalgia del soberano, como diría Manuel Arias Maldonado, era más atractiva en algunos lugares; ciertas edades y poblaciones tenían menos vínculos emocionales con la noción del “mundo libre”; en muchos territorios despertaba optimismo. Si quienes diagnostican el cambio tienen razón, no tiene mucho sentido lamentar la pérdida del sistema anterior; quizá tampoco celebrar el nuevo. Pero un mundo sin reglas, aunque las reglas del pasado fueran a veces vulneradas, tenderá a ser un mundo donde impere la ley del más fuerte. 

La segunda victoria de Trump puede ser también síntoma y causa de un momento en el que se extiende por Occidente y buena parte del mundo una visión más autoritaria de la democracia, a derecha y a izquierda.

Trump no solo amenaza el neoliberalismo, sino presupuestos del liberalismo clásico, como los beneficios del comercio o la neutralidad de las instituciones. Con eso ocurre algo parecido a las orden basado en reglas: eliminarlas para colocar a los nuestros, que es el sueño populista de izquierda y derecha, nos deja en manos de la naturaleza humana sin muchas restricciones. Y la naturaleza humana es a menudo fea: por eso se crearon instituciones.

Para la filósofa política Judith Shklar lo que más aborrece el liberalismo es la crueldad: sería solipsista pensar que Trump y figuras como J. D. Vance no responden al dolor o la humillación de parte de su constituency, o imaginar que no ofrecen protección. Pero en su poética hay un elemento de dureza que fácilmente deriva en crueldad: el ejemplo más claro es la política migratoria.

La primera victoria de Trump fue síntoma y causa de la degeneración de las instituciones estadounidenses. La segunda victoria se ha producido en un momento en el que, como ha señalado Ramón González Férriz, parece que se extiende por Occidente y buena parte del mundo una visión más autoritaria de la democracia, a derecha y a izquierda: como en la política interior, puede ser también síntoma y causa.

La naturaleza voluble y fanfarrona de Donald Trump hace que sea difícil predecir sus movimientos. Intuitivamente, uno diría que las personalidades fuertes y arrogantes de la administración van a tener dificultades para entenderse. Hay también un enfrentamiento ideológico entre los reaccionarios y los futuristas, entre el nacionalismo antiinmigrante y la promesa tecnológica. Dentro de su país, el sistema judicial y los estados tratarán de acotar sus cambios; será un examen interesante. Será también agotador: un elemento central es la lucha por la atención, y así conviene entender algunas de las declaraciones de Trump. Sus ocurrencias y amenazas -alza de aranceles que suspende poco después, convertir Gaza en un resort de lujo- buscan la respuesta inmediata, y la obtienen: los aplausos (porque la frase más estúpida, si la mira el tiempo suficiente, ofrece un ángulo más o menos defendible si no eres demasiado exigente o escrupuloso), las críticas (pero para hablar de él). Entre las respuestas habrá gente que estará hablando de otra cosa: periodistas que atribuyen su victoria a la desinformación; ya se sabe que buena parte de la discusión sobre la desinformación solo genera más confusión, a veces por voluntad propia pero con más frecuencia por un fallo de análisis. Esa incomprensión se ve, disfrazada con apelaciones un poco ridículas a la resistencia, en parte de los demócratas y es aún más clara en otros países; también se intuye una sensación de desánimo.

En ocasiones el proyecto de transformación administrativa hace pensar en la tercera ley de la política de Robert Conquest: la mejor manera de entender el funcionamiento de una organización burocrática es asumir que la controla una camarilla formada por sus enemigos. No podemos calcular las consecuencias sobre la OTAN, la lucha contra el cambio climático o la integración económica. El presidente que según sus defensores y él mismo iba a acabar las guerras ha empezado amenazando; el antiimperialista reclamaba más territorios y control. Por otra parte, parece tan rápido con la amenaza como en la negociación: tiene muchas quejas, propuestas inverosímiles y lo esencial de cada transacción es que él pueda decir que ha vencido. Será la apoteosis del periodismo declarativo. En palabras de Janan Ganesh, es un egoísta y no un fanático: le importa mantener su reputación como alguien que sabe hacer tratos. No hay muchas buenas noticias, pero esos mecanismos y los límites de la política parecen las mejores maneras de contenerlo. En otras cuestiones eso no será suficiente.