Una excusa para la crueldad

Lo woke es la política de identidad de la izquierda. La derecha anti-woke simplificó el significado y las contradicciones de lo woke para librar una batalla cultural que solo es el principio de una nueva era de la crueldad, en donde impera el más fuerte y donde el patrimonialismo político termina reemplazando efectivamente el talento por el personalismo.

por Ricardo Dudda

Como todos los conceptos políticos, hay una enorme brecha entre su verdadero significado (o el intento de darle una definición clara) y su uso real. Ocurre con “libertad”, con “igualdad”, con “democracia”, pero también con algunos neologismos de la última década: de “corrección/incorrección política” a “woke”, de “alt-right” a “islamofascismo” o “cultura de la cancelación”. Al introducirse en el debate público se convierten en armas arrojadizas y significantes vacíos: a veces embarran más que aclaran, y en muchas ocasiones dicen más de quien las pronuncia que de lo que intentan definir. Depende a quién preguntes, significan una cosa o la contraria; o incluso no significan nada. Para un partidario de Trump, lo woke, por ejemplo, es un virus que ha penetrado la sociedad occidental para acabar con ella desde dentro; para muchos progresistas, lo woke directamente no existe, es un término atrapalotodo que usa la derecha para atacar a la izquierda. Un término bastante polisémico acaba reducido a una lógica binaria; sirve solo para identificar ideológicamente a su usuario. 

Pero esto no significa que no pueda definirse lo que es woke. Es difícil elaborar una definición concisa, pero es importante intentarlo. Lo woke es, siendo simplista, la política de identidad de la izquierda. Hay pensadores como Susan Neiman que hablan de “tribalismo de izquierdas”. El espíritu es el mismo. Se ha escrito mucho sobre el giro cultural de la izquierda en las últimas décadas, que ya no se define exclusivamente por la clase social y ha ido abandonando (obviamente nunca del todo) el enfoque materialista. O, por ser más amplio, ha abandonado sobre todo el enfoque ilustrado basado en el universalismo de los valores. Esta posición “tribal” estaba más asociada históricamente a la derecha antiliberal: el liberalismo era pecado, por citar el célebre panfleto del religioso Félix Sardá y Salvany, por disgregador, individualista, relativista. 

Pero en las últimas décadas la izquierda se ha ido volviendo más iliberal (hay pensadores como John Gray que lo explican al contrario; ha surgido un hiperliberalismo, una tesis con la que no estoy muy de acuerdo: se ha producido más un abandono del liberalismo que una radicalización de este). Las posturas que hace décadas se asociarían a la derecha anti-ilustrada las comenzó a adoptar (y a personalizar) la izquierda. Como ha escrito el historiador Benjamin Zachariah, “Antes, esencializar a las personas era considerado algo ofensivo, estúpido, antiliberal y antiprogresista, pero ahora solo lo es cuando lo hacen otras personas. La autoesencialización y el autoestereotipado no solo están permitidos, sino que consideramos que nos empoderan”.

Lo woke es, siendo simplista, la política de identidad de la izquierda

Esa evolución de la izquierda ha sido ya muy tratada. Es la teoría por defecto sobre lo woke y la política de identidad. No es errónea, pero es incompleta y a veces perezosa: “los reaccionarios ahora son de izquierda”. Bueno, quizá no exactamente. Además, Trump 2.0 está empeñado en demostrar que la verdadera reacción pertenece a la derecha. 

Más allá de lo woke

Quizá el pensador que mejor ha reflexionado en los últimos años sobre lo woke es David Rieff, autor de un imprescindible libro de ensayos sobre el tema titulado Desire and fate, nombre también de su blog en Substack. Rieff analiza lo woke en la política, en el arte, en las universidades anglosajonas de élite, pero también en empresas y gobiernos. Para Rieff, lo woke es una especie de movimiento psicológico:

no es política en ningún sentido valioso o potencialmente emancipador, sino más bien una demanda de reconocimiento, por un lado, y una demanda de constante promesa de alivio psicológico tal como lo encarna la fusión de la ‘seguridad’ física y psíquica, por otro. Las relaciones humanas deben estar exentas de fricciones; si no lo están, significa que son opresivas y que urge eliminarlas

En el arte, lo compara con lo kitsch. El arte woke

refleja la idea de que la expresión individual, como la psique individual, es un artefacto de opresión que necesita ser entendido como tal, y demolido por serlo. Como resultado, tenemos un arte que no solo es totalmente didáctico, sin espacio para la trascendencia (como casi siempre ha sido incluso el arte religioso más didáctico), sino inocente de ambivalencia. En otras palabras, kitsch.

Sostiene que lo woke ha sido capaz de convivir cómodamente con el capitalismo. “No es tanto una ideología como un modelo de negocio para una nueva cultura, que no solo es congruente con el capitalismo de consumo, sino que forma parte de él”. Es un movimiento, o una cultura, o una lógica, descafeinada; detrás de la retórica revolucionaria hay solo una revolución de las costumbres. Si el sistema lo ha adoptado (los departamentos de recursos humanos han sido los principales impulsores de lo woke más allá de las humanidades y las artes, donde más penetración tiene) es porque no desafía en ningún momento la estructura del capitalismo financiarizado actual: uno puede sentir que está haciendo el bien desde Deloitte o Mckinsey porque tienen programas estupendos de integración de minorías. Esto, como explicaré más adelante, está cambiando radicalmente con Trump 2.0. 

Si el capital se hizo woke rápidamente, se está deswokizando también rápidamente

Rieff también es muy crítico con la glorificación de los derechos: es la idea progresista de que donde hay una necesidad hay un derecho. De nuevo otro ejemplo más de que lo woke no tiene mucho de revolucionario, ya que busca la aceptación a través de la institucionalización. Pero quizá donde más daño ha hecho lo woke, según Rieff, es “al sustituir la idea de talento por la de representación”

Uno podrá estar o no de acuerdo con sus ideas, pero sus tesis son originalísimas e intelectualmente estimulantes. No son las paranoias extremistas de ideólogos y propagandistas de derechas. Rieff hace una crítica a lo woke desde la izquierda (en su caso liberal), al igual que otros pensadores como Susan Neiman o Asad Haider (este más marxista, defensor de un “universalismo insurgente” frente a la ideología de la raza y la identidad). 

Una ética de la crueldad

Pero la derecha antiwoke, sobre todo la derecha que ha alcanzado el poder, no es tan sutil en su interpretación de lo que significa lo woke.  Simplemente considera que es sinónimo de izquierda. Los guerreros culturales de Trump no distinguen entre izquierda liberal, marxista, identitaria; los más inteligentes ven las diferencias pero las ocultan. Divide y vencerás sirve para la guerra de verdad; agrupa y vencerás es el motto de las guerras culturales. Tu enemigo no puede tener matices, ha de ser “esencializado” siempre. Para la derecha trumpista, cuyo líder llegó al poder con la promesa de que acabaría con el reinado de lo woke, lo woke es un virus que lo impregna todo, un gas que penetra todas las instancias de gobierno, de la cultura, del arte. Pero no está muy definido. Y es mejor que sea así. Porque de esa manera se le puede culpar de todo. A veces la caracterización que hace la derecha sobre lo woke recuerda a la idea que tenía Foucault del poder, algo difuso y oculto en estructuras invisibles. El poder está tanto ahí fuera como dentro de nosotros. Lo woke también. Es, en definitiva, el demonio, una comparación que encaja mejor con la coalición trumpista, en la que tiene un rol muy importante los fundamentalistas cristianos (el pasado miércoles de ceniza el secretario de Estado, Marco Rubio, dio una entrevista con una cruz de ceniza en la frente, un obsceno insulto al Estatuto de Virginia que estableció la separación Iglesia-Estado). El demonio no tiene una forma concreta pero está en todas partes y sobre todo dentro de nosotros; para purgarlo hace falta una expiación, incluso un exorcismo colectivo. 

Recién llegado al poder Trump, un accidente de helicóptero en el río Potomac, en Washington D.C, acabó con la vida de 67 personas. El presidente culpó a las políticas de diversidad, las llamadas políticas D.E.I. (Diversity, equity and inclusion). Trump ha dicho y hecho tantas barbaridades desde entonces que se nos olvida lo grave de sus declaraciones: culpó de la muerte de casi 70 personas a la contratación de minorías en puestos de responsabilidad. Es un discurso extendido en la derecha trumpista. El propagandista (llamarlo periodista es una obscenidad) Tucker Carlson, que fue de los primeros en la derecha estadounidense en posicionarse a favor de Putin, dijo recientemente en una entrevista que si en un hospital lo atiende una cirujana negra, inmediatamente asumirá que tuvo que cumplir estándares más bajos para llegar a su puesto, porque en el hospital la contrataron probablemente solo para poder decir que tienen una cirujana negra. La tesis original de Rieff (lo woke sustituye el talento por la representación) acaba pervertida, desvirtuada y al servicio de una ética y una política de la crueldad. 

Un cambio cultural

Hay pensadores de izquierda que piensan que esta fue siempre la estrategia anti-woke. Como ha escrito John Ganz, autor de un interesante libro sobre el año 1992 en EEUU (muchos personajes de la época, de Ross Perot a David Duke, encajarían muy bien en el clima político actual), en su Substack Unpopular front,

la guerra de la derecha contra lo woke y la DEI es radical. Lo digo en sentido literal: quieren ir al radix, a las raíces, de lo que consideran que es el problema. No pretende detenerse en las formas de corrección política que nos parecen molestas, ni siquiera en los programas académicos estúpidos o contraproducentes: su verdadero objetivo es acabar con la plena ciudadanía y participación social de los negros y otras minorías. 

Ganz menciona la obra de Richard Hanania, un intelectual proveniente del supremacismo de ultraderecha que dice haberse reformado y presenta una cara más amable. Hanania es autor de un libro sobre lo woke que traza sus orígenes en los años sesenta. El problema de su tesis es que no se limita al aspecto cultural. Es cierto que muchas de las ideas de la izquierda cultural contemporánea provienen de los años sesenta y setenta. Pero Hanania ve el problema en las leyes de derechos civiles que acabaron con la segregación racial. Es decir, el origen del problema no está en los hippies o en los estudiantes de Berkeley en 1967, está en la Civil Rights Act de Lyndon B. Johnson que puso punto y final a las leyes segregacionistas de Jim Crow. Es una teoría siniestra. 

Trump ha acabado con todos los matices sobre lo woke y en parte ha reivindicado a la izquierda que insistía en que el concepto no era más que un señuelo, una excusa para la crueldad

Esto no significa que cualquier postura anti-woke sea inmediatamente reaccionaria, como demuestran los agudos análisis de Rieff o Susan Neiman, de la que se ocupó con profundidad y rigurosidad en esta revista Mariano Schuster. Neiman por ejemplo insiste en que la izquierda no es sinónimo de woke, y reivindica sus raíces ilustradas y universalistas. Sin embargo, Trump ha acabado con todos los matices sobre lo woke y en parte ha reivindicado a la izquierda que insistía en que el concepto no era más que un señuelo, un “silbato de perro”, una excusa para la crueldad. 

Ha sido una resignificación brutal: de pronto lo woke, que a muchos liberales preocupaba enormemente, no es nada en comparación con el ruido y la furia trumpistas. Porque el objetivo de Trump va mucho más allá de la resignificación simbólica. Su estrategia es mucho más ambiciosa. Acabar con lo woke es solo el principio, es la parte simbólica o cultural. Y no le está costando mucho. Si el capital se hizo woke rápidamente, se está deswokizando también rápidamente. El alineamiento del mundo empresarial con Trump no tiene nada que ver con la reacción en 2016. Si entonces Trump parecía un bache, ahora está claro que es el nuevo normal. Recientemente Disney anunció que acabaría con sus iniciativas de promoción de la diversidad y que acabaría con los trigger warnings y mensajes que incluyó en sus películas clásicas donde se mostraban estereotipos raciales anticuados (por ejemplo, en Dumbo). Empresas como Pepsi, bancos como Morgan Stanley o Goldman Sachs, tecnológicas como Amazon o Meta están acabando con sus programas de diversidad. Hay otros alineamientos parecidos: Mark Zuckerberg anunció que acabaría con la moderación de contenido (sobre todo discursos de odio) en Facebook e Instagram; Jeff Bezos, el dueño del Washington Post y fundador de Amazon, anunció que ya no aceptaría opiniones en su periódico que no defendieran “las libertades personales y los mercados libres”. Solo alguien muy ingenuo puede pensar que el objetivo de Zuckerberg o Bezos con estas medidas es fortalecer la libertad de expresión. Ambas decisiones no ocurren en un vacío, sino inmediatamente después de la victoria de Trump. 

Entramos en una nueva era de la crueldad. La ideología que la domina es muy sencilla: es la ley del más fuerte. La revolución de Trump va mucho más allá que un cambio cultural que busca revertir los años woke. Es un cambio de régimen. Es una vuelta a formas preliberales de gobierno. El célebre politólogo Francis Fukuyama ha definido este nuevo trumpismo como una vuelta al patrimonialismo. En su libro Los orígenes del orden político, Fukuyama explica que el Estado moderno surgió precisamente cuando los sistemas políticos consiguieron acabar con el patrimonialismo, es decir, con la tendencia que tenemos a elegir a los nuestros antes que a los más preparados. Es irónico que un líder tan contrario a lo woke, una ideología que “sustituye el talento por la representación”, tenga un objetivo tan claro de repatrimonialización y personalización de la política y el Estado: todo debe empezar con él y acabar en él. Ese es el objetivo de Trump. Y si por el camino puede hacer daño, mejor. Que se note quién manda. 

Es irónico que un líder como Trump, tan contrario a lo woke, una ideología que “sustituye el talento por la representación”, tenga un objetivo tan claro de repatrimonialización y personalización de la política y el Estado

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