Una izquierda libertaria

Ante la falsa dicotomía que presentan las nuevas derechas entre un “hedonismo reaccionario” o con la “izquierda woke puritana”, es posible pensar una izquierda libertaria que recupere el legado de 1968 y se plantee el placer como dimensión creativa, que critique al capital desde el libre mercado y que valore por igual la autonomía individual así como la conformación de una comunidad donde las singularidades se afectan mutuamente, privilegiando al público heterogéneo por encima del Estado y del pueblo homogéneo.

por Luis Diego Fernández

Michel Foucault quiso escribir al final de su vida, en 1983, un libro crítico de la izquierda francesa, incluso ya tenía un título provisorio: La tête des socialistes (“la cabeza de los socialistas”). Sin embargo, a diferencia de sus antecesores, según los documentos y testimonios de los que disponemos, Foucault valoraba a Michel Rocard como el líder de izquierda más innovador; de hecho, participó de una comisión de reflexión, almorzaba con él y veía en el ala rocardista (la llamada “segunda izquierda”) del Partido Socialista la clave para pensar una nueva izquierda centrada en problemáticas de la vida cotidiana (las parejas, la sexualidad, la familia, las mujeres) y la autogestión. Este pensamiento rocardiano conformaba, según su perspectiva, una nueva “cultura de izquierda” que no se regía por la lógica del partido sino, por el contrario, se constituía a partir de pequeños grupos e individuos. Es posible sostener la hipótesis que de alguna manera Foucault encontraba en el rocardismo la clave para la invención de una gubernamentalidad de izquierda, tal como había explorado en el curso Nacimiento de la biopolítica de 1979, al afirmar: “creo que no hay gubernamentalidad socialista autónoma. No hay racionalidad gubernamental del socialismo”. Y posteriormente se interrogaba: “¿Qué gubernamentalidad es posible como gubernamentalidad estricta, intrínseca, autónomamente socialista? En todo caso, si hay gubernamentalidad efectivamente socialista, no está oculta en el interior del socialismo y sus textos. No se puede deducir de ellos. Hay que inventarla”. De modo que Foucault había hecho explícita esta vocación de construir una racionalidad de izquierda ajustada al panorama de fines de la década de 1970 y comienzos de 1980 sirviéndose de conceptos de la tradición neoliberal, a la cual estudiaba en aquella coyuntura, y que se presentaba como una innovación teórica. 

   Esta necesidad de “invención” de una izquierda moderna adquiere cierta convergencia con el rocardismo en la medida en que para el filósofo francés será Rocard quien mejor logre captar los nuevos problemas micropolíticos, más horizontales y desestatalizados, de un pensamiento de izquierda que podríamos llamar “libertario”. En este pasaje de esta entrevista de 1983 revela ciertas características: 

Hay que señalar que el Partido Socialista ha tenido el eco que ha tenido, en gran parte porque ha sido bastante permeable a estas nuevas actitudes, a estos nuevos problemas, a estas nuevas cuestiones. Ha sido permeable a cuestiones relativas a la vida cotidiana, a la vida sexual, a la vida de las parejas, a la situación de las mujeres. Ha sido sensible a los problemas de autogestión, por ejemplo, a todos esos temas del pensamiento de izquierda no anclado en los partidos y no tradicional con relación al marxismo. Nuevos problemas, nuevo pensamiento, esto ha sido capital. Creo que un día, cuando miremos este episodio de la historia de Francia, veremos el surgimiento de un nuevo pensamiento de izquierda que, bajo formas múltiples y sin unidad -quizás éste sea uno de sus aspectos positivos- ha cambiado completamente el horizonte sobre el que se sitúan los movimientos de izquierda actuales. Se podría pensar que esta forma de cultura de izquierda sería totalmente alérgica a la organización de un partido y no podría encontrar su verdadera expresión más que en grupúsculos o en individualidades. 

   Esta búsqueda de una nueva racionalidad de gobierno de izquierda por parte de Foucault, refractaria a sus esquemas tradicionales, tanto en términos organizativos (partido y Estado) como desde lo ideológico (el marxismo), constituye desde mi punto de vista la clave para pensar lo que llamo una “izquierda libertaria”. Una forma que requiere imperiosamente ser pensada en nuestro presente en la cual la izquierda democrática o el progresismo en general atraviesa un momento desértico y de desconcierto frente al auge de las nuevas derechas que se han apropiado del término “libertario” y del concepto de “libertad” de manera monopólica. 

   Un punto de partida para pensar en una izquierda que le dispute la noción de libertad a la derecha requiere nutrirse y reinventar en gran medida el llamado “pensamiento del 68”, quizá la última expresión de izquierda en la cual la libertad ha sido el corazón de sus postulados y cuyo proceso de desmarxistización ha sido objeto de fuertes críticas por parte de intelectuales de izquierda que ven en aquella tendencia teórica el origen del actual desamparo progresista. El filósofo italiano Maurizio Lazzarato quizá sea uno de sus principales exponentes quien desde 2016 viene realizando una crítica sostenida en sus últimos libros a los referentes (Foucault, Deleuze, Guattari, etc.) del “pensamiento del 68”. El núcleo del cuestionamiento de Lazzarato podemos sintetizarlo de la siguiente manera: las “teorías del acontecimiento” que fueron privilegiadas por los autores del pensamiento del 68 focalizaron en el momento creativo, afirmativo y anti-dialéctico de la política a expensas de la dimensión destructiva, negativa y dialéctica. Lazzarato planteará que el pensamiento posterior al 68 profundizó esta divergencia entre la “revolución social” (el devenir revolucionario) y la “revolución política” (la revolución tradicional) permitiendo que las transformaciones sociales, morales y de costumbres (sexualidad, familia, feminismo, minorías, aborto, drogas, etc.) fueran, por usar un término de Deleuze, “axiomatizadas” por la democracia liberal, es decir, insertas en una gubernamentalidad ya existente sin modificar un ápice las bases capitalistas en la cual está enraizada. En este sentido, mayo del 68 habrá sido una “revolución imposible” tan anticapitalista como antisocialista que a la postre será asimilada por la gubernamentalidad neoliberal particularmente en la declinación progresista de sus administraciones concretas (los socialdemócratas alemanes, el giscardismo, Mitterrand-Rocard, la tercera vía de Blair-Clinton-Schröder hasta Obama). Este “neoliberalismo progresista”, según la definición de Nancy Fraser que recupera Lazzarato, “pacificaría” el conflicto constitutivo del desarrollo del capitalismo, ocultando la guerra inherente al capital, concediendo a cambio de esta integración mansa derechos civiles y sociales en un ámbito tolerante a las minorías. 

 Un punto de partida para pensar en una izquierda que le dispute la noción de libertad a la derecha requiere nutrirse y reinventar en gran medida el llamado “pensamiento del 68”, quizá la última expresión de izquierda en la cual la libertad ha sido el corazón de sus postulados.

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   Desde mi punto de vista, este análisis en líneas generales es preciso, sin embargo, en vistas a pensar el proyecto de una izquierda libertaria contemporánea considero necesario marcar dos elementos de divergencia que nos permitan reflexionar de otro modo: en primer lugar, creo, como señala Deleuze, que “todas las revoluciones terminan mal”; si uno analiza el ciclo histórico revolucionario desde 1917 en adelante, todos los procesos han terminado en lógicas liberticidas que cercenan las libertades básicas. En segundo lugar, si bien reconozco los aportes analíticos de Marx (sobre todo en el plano del diagnóstico de la “acumulación originaria”), mi pensamiento no parte de una matriz marxista. La izquierda libertaria que postulo contiene dentro de sí elementos liberales que considero de valor (la autonomía de los cuerpos, el reconocimiento en términos de derechos, la propiedad privada). Esta veta liberal de mi perspectiva política no impide de todas maneras conceder ante la evidencia de la existencia de desigualdades estructurales en materia de género o raza así como admite que la concentración del capital no es beneficiosa para el desarrollo y la profundización de la democracia. Pero es precisamente por ello que diferencio, a partir del libertarismo de izquierda de Kevin Carson, entre capitalismo y mercado libre. La crítica al capital puede hacerse desde un mercado realmente libre y a partir de un principio de propiedad extensible a todas las singularidades. Por otra parte, lo que se llama a menudo despectivamente “neoliberalismo progresista”, aún con todas las críticas que uno le pueda formular a su dimensión capitalista corporativa, es preferible por muy lejos a cualquier expresión neofascista de las derechas radicales del siglo XXI. Si en gobiernos “neoliberales progresistas” los derechos de las minorías y la autonomía de los cuerpos son protegidos normativamente en el plano molar y estatal luego de luchas conquistadas, en los gobiernos “neoliberales reaccionarios” estos se destruyen y se vuelve a una lógica restaurativa de formas de familia, sexualidad y masculinidad arcaica, así como se alienta la denigración de los migrantes y de la comunidad LGBTQI+. Por tanto, no son en absoluto equivalentes ni reductibles estas dos vertientes en el mismo nivel porque sus efectos concretos sobre singularidades y minorías son plenamente divergentes. Comparto con Deleuze y Guattari cuando en Mil mesetas (1980) sostenían que es necesario luchar en el plano de los axiomas. Por eso considero imperativo no solo optar sino defender lo que desde posiciones maximalistas anti-liberales se tilda despreciativamente como “neoliberalismo progresista”, máxime en tiempos de efervescencia de las derechas radicales.   

   Subsiguientemente, la noción de “acontecimiento” es el sustrato fundamental para construir una izquierda libertaria en el siglo XXI. La dimensión creativa, deseante, hedonista y afirmativa del acontecimiento, si bien puede advenir en un marco de una gubernamentalidad neoliberal progresista, no se cierra sobre la mera cuantificación de los afectos ni las políticas identitarias. Al revés, el acontecimiento permite la posibilidad de pensar en lo imprevisto, en los afectos y en lo cualitativo de una izquierda que valora por igual la autonomía individual así como la conformación de una comunidad donde las singularidades se afectan mutuamente. 

   Algunas herramientas teóricas originales que nos permiten pensar en la construcción de una izquierda libertaria se encontrarán a mi juicio en la perspectiva que el filósofo Michaël Foessel sostendrá en Barrio rojo. El placer y la izquierda (2022). En este trabajo el autor francés nos ofrece instrumentos conceptuales que ayudan al diseño de una izquierda que parta de las nociones de “acontecimiento” y “desmesura”. En este sentido, considero que Foessel fija las condiciones para pensar un progresismo alternativo que evite caer tanto en el devenir identitario de las últimas décadas como en la tentación restaurativa de un marxismo más “puro” que recupere las nociones de “clase” y “guerra”. Ni lo uno ni lo otro, la izquierda que podemos visualizar a partir del texto de Foessel está asentada en el placer, un territorio problemático al ser caracterizado como efímero, contradictorio, frívolo o funcional a un esquema subyacente de injusticias que permite que algunos pocos gocen a costa del servicio de otros que nunca lo hacen. Sin embargo, considero que un principio epicúreo-utilitarista constituido desde los placeres en su dimensión material y estable (como ausencia de dolor y búsqueda de bienestar de la mayoría) puede ser la clave para construir una izquierda libertaria en el presente.  

¿Por qué el placer será central para pensar un progresismo alternativo en el siglo XXI? En primer lugar, porque los placeres no admiten la mera reducción cuantitativa de los afectos propia de la lógica psicopolítica y algorítmica de las redes sociales. Además, esta izquierda libertaria y hedonista evita caer en la confusión de asimilar libre expresión sexual con dominación y violencia.

   ¿Por qué el placer será central para pensar un progresismo alternativo en el siglo XXI? En primer lugar, porque los placeres no admiten la mera reducción cuantitativa de los afectos propia de la lógica psicopolítica y algorítmica de las redes sociales (tantos “me gusta”, “corazones”, “visualizaciones” o “compartidas”). Una izquierda libertaria asentada en la dinámica subversiva de los placeres en términos cualitativos permite pensar dos variables: por un lado, al legitimar y valorizar la dimensión sensual y erótica para todos, sin diferenciación jerárquica, coloca en pie de igualdad el reconocimiento de los cuerpos de las mujeres y las minorías sexuales a fin de permitirles la creación de acontecimientos hedónicos habitados por sus cuerpos sin vergüenza, culpa o temor; por otro lado, precisamente por esta apertura de posibilidades es que se desplaza el principio de realidad (lo considerado admisible bajo los marcos normativos de un recorte histórico) para expresar o vivenciar otros vínculos sexo-afectivos, es decir, se mueve el límite molar de lo posible y se habilita, mediante una línea molecular, la irrupción de nuevas experiencias y modos de vida. 

   Esta izquierda hedonista que podemos calibrar a partir de las reflexiones de Foessel no es nueva en tanto se sirve precisamente de la tradición del pensamiento del 68 y nos permite reconectar con un imaginario inédito a un progresismo contemporáneo que valore la autonomía de los cuerpos y la invención de placeres. Además, esta izquierda libertaria y hedonista evita caer en la confusión de asimilar libre expresión sexual con dominación y violencia, como fue evidente en la reacción anti-feminista luego del #MeToo por parte de cierta masculinidad herida que consideraba que estaba siendo censurada, cancelada o cercenada cuando en rigor lo que estaba sucediendo era una reconfiguración de las piezas en el tablero erótico, ético y político que, vista en perspectiva, tuvo su momento “jacobino”, pero que una vez que bajó la espuma permitió observar mejor toda la película para detectar que esa foto ilustraba un instante de un cambio necesario en la correlación de fuerzas, ya que las injusticias y los vínculos abusivos hacia las mujeres requerían de una modificación equitativa. En otros términos, como bien marca Foessel, el “no” a la violencia machista, la misoginia y el abuso es precisamente la condición de posibilidad de un nuevo “sí” a la creación de placeres sexuales por parte de las mujeres pero también de los hombres y las disidencias sexuales a partir de un imaginario novedoso, a construir, en el cual todos los cuerpos adquieran la misma autonomía para gozar en pie de igualdad. Un ejemplo concreto de ello lo podemos observar en el progresivo aumento de directoras de cine mujeres y personas queer en películas de géneros que tradicionalmente habían sido hasta hace poco tiempo patrimonio de hombres heterosexuales como la pornografía y el terror. La proliferación de imágenes sobre el deseo, el placer, la sexualidad o el miedo producidas desde una mirada feminista o queer resulta un síntoma fascinante, por caso films como Titane (2021) de Julia Ducournau o The substance (2024) de Coralie Fargeat, así como en el campo del cine XXX percibimos esta nueva perspectiva del porno feminista de Erika Lust al queercore pansexual de Bruce LaBruce.    

   Lo interesante de esta izquierda hedonista es que nos brinda instrumentos para al mismo tiempo no caer presos de la tentación identitaria sexual o racial (la cristalización de gueto y la fijación de límites que impidan la afectación con otros), así como tampoco, en palabras de Enzo Traverso, navegar en cierta “melancolía de izquierda”, la rememoración de los paraísos perdidos que no volverán ni que tampoco fueron tan paradisíacos.

   Este nuevo progresismo que se asienta en la activación de los placeres críticos e igualitarios contrarresta la hegemonía de un discurso falsamente libertario por parte de la derecha reaccionaria que considera que la totalidad de la izquierda es moralista y victimista (a pesar de que tristemente lo haya sido en muchas situaciones de las últimas decadas) y que esta censura de lo “políticamente correcto” obtura el despliegue del deseo sexual y la vida con plenitud. Precisamente, la posibilidad de una izquierda libertaria logra fugar del chantaje moral que nos pide estar con el “hedonismo reaccionario” o con la “izquierda woke puritana”. Esta izquierda libertaria y hedonista hace de lo lúdico, lo lascivo, lo humorístico (la risa cínica) e incluso lo frívolo un arma. Quizá la primera expresión de esta performatividad izquierdista se haya encontrado en los comienzos de la teoría queer y particularmente en el pensamiento de Judith Butler de la década del noventa. Pensemos que el modelo militante que nos proporciona El género en disputa (1990) es la drag queen que desarma el reglamento de género (heteronormativo y binario) y el punitivismo hacia la disidencia sin apelar al Estado sino con sus estrategias de apropiación de la injuria “queer” (marica, raro, anormal) y la desestabilización de las normas de género (mostrando desde la parodia su carácter cultural y no natural). Asimismo, el activismo de equidad social y de género contra la desigualdad y la discriminación que encontramos en los libertarios de izquierda y en las feministas queer se despliega por medio de acciones comunes, a saber: los boicots, los happenings (que buscan el shock perceptivo), los talleres drag queen y king o el cine post-pornográfico LGBTQI+ son diferentes herramientas político-militantes. En este sentido, resulta sintomático que las nuevas derechas hayan sindicado a la “ideología de género” como su espantajo paranoide predilecto. Según su visión, el “género” es el espectro que aúna la suma de todas las subversiones que combaten, el significante que las crispa y concentra todos sus miedos, así como la piedra de toque que permite visualizar su explosión reaccionaria. Frente a esta amenaza que el paleolibertarismo hizo del género, nada mejor que colocar en primera línea a la drag queen como modelo del activismo militante de una izquierda libertaria y hedonista que luche por el significante “libertad” desde el lugar más radicalmente opuesto. 

Una izquierda libertaria debe partir de dos cosas: en primer lugar, de la multitud heterogénea opuesta a la figura del pueblo homogéneo y conducido por los sindicatos anquilosados y, en segundo lugar, de la reivindicación de lo público contrapuesto a la figura de lo estatal.

   Quizá sea necesario releer los primeros textos de la teoría queer, de Judith Butler a Testo yonqui (2008) de Paul B. Preciado en convergencia con la izquierda hedonista planteada en Barrio rojo de Foessel para construir un nuevo progresismo, fresco, deseante, nada solemne, pero tampoco indiferente a la violencia y la desigualdad estructural que el hedonismo reaccionario “anti-woke” pretende disimular. Podríamos decir que así como el libertarismo de izquierda de Kevin Carson y Sheldon Richman nos permite diferenciar con sutileza analítica entre el capitalismo y el mercado libre, la izquierda hedonista que nos presenta Foessel nos posibilita discriminar entre los placeres de unos pocos privilegiados y los placeres de todos los cuerpos, particularmente de las mujeres y las minorías sexuales:

Los cuerpos de las mujeres, los extranjeros, los trans, las lesbianas y los gays (por no mencionar más que a estos) irrumpen en los discursos críticos, al lado o en medio de los cuerpos de los pobres. Esos cuerpos gozan o se ven impedidos de gozar: en ambos casos, visibilizarlos implica reconocer su sensualidad. Si la cuestión política planteada por el placer es la del derecho a tener más de un cuerpo, y por ende no quedar reducido a una sola dimensión de la existencia social, se le plantea con mayor agudeza todavía a una crítica social atenta a discriminaciones múltiples.

   La invención de una izquierda libertaria requiere de un manifiesto que nos muestre la tradición, su hoja de ruta y sus posibles acciones a futuro. El discurso reaccionario deudor de los principios neofascistas del paleolibertarismo (de Trump a Milei) ha petrificado el significante “libertario” de un modo perverso y el campo progresista (de socialdemócratas y socioliberales a libertarios de izquierda) tiene el deber de descongelarlo y resignificarlo. Se trata, además, de abrir el mapa conceptual para que los progresistas sean permeables a las problemáticas de la actualidad en su diversidad y descubran nuevas ideas que revitalicen el desierto que transitan desde hace mucho tiempo. La orfandad del progresismo actual se debe a errores propios y derivas identitarias que solo condujeron sus posiciones hacia la endogamia y la desconexión completa con las preocupaciones de los trabajadores actuales que fueron interpelados eficazmente por el discurso de las nuevas derechas. Esta nueva izquierda se torna el vehículo propicio para reivindicar los conceptos de “libertad”, “autonomía” o “autogestión” que están en plena concordancia con condiciones equitativas.

   Ahora bien, si es posible pensar en una izquierda libertaria esta debe partir de dos cosas: en primer lugar, de la multitud heterogénea y ciudadana opuesta a la figura del pueblo homogéneo y conducido por los sindicatos estatales anquilosados y, en segundo lugar, de la reivindicación de lo público contrapuesto a la figura de lo estatal. Los bienes públicos como la educación y la salud, que la perspectiva libertaria de derecha considera prescindibles o “privilegios”, deben ser la bandera de la izquierda libertaria ya que sin ellos no hay bienestar alguno de la mayoría, es decir, son la condición de posibilidad para poder efectivamente ejercer la libertad. En este sentido, diferentes formas de políticas de ingreso universal, que han sido pensadas por derecha e izquierda (desde Milton Friedman hasta Philippe van Parijs), son constitutivas de esta posición. Es importante marcar que lo público, a diferencia de lo estatal, es aquello que pertenece a toda la sociedad civil como un activo que precisamente construye la autonomía individual de todos, particularmente, de los menos aventajados socialmente. Lo público es a lo estatal, en términos deleuzianos, lo que lo molecular es a lo molar, si lo primero atraviesa todo el tejido social como un bien o un servicio que pertenece a la ciudadanía en su conjunto, lo segundo es la institucionalización de lo primero en políticas estatales, programas y presupuesto que el gobierno de turno debe administrar. Los gobiernos pasan, el Estado es el marco institucional que se puede modificar, pero lo público queda como un activo de toda la sociedad civil. 

   De este modo, la izquierda libertaria podrá articularse a partir de la multitud ciudadana y de lo público. Se trata de una izquierda molecular, donde lo social no va contra la singularidad de cada uno, al contrario, no hay multitud libertaria sin revalorización del individuo desde sus características más específicas. En este sentido, los tres rasgos más acentuados de la izquierda libertaria son el devenir democrático, la autonomía de los cuerpos y la propiedad descentralizada. En primer lugar, la radicalización de la democracia, según la perspectiva de la izquierda libertaria, no parte del populismo de izquierda sino de una resignificación del concepto de “devenir democrático” de Deleuze y Guattari a partir del liberalismo igualitario de Rawls en tanto que el agente que sustenta esta democracia profundizada es la “multitud ciudadana”. En segundo lugar, la izquierda libertaria hace de la autonomía de los cuerpos su bandera principal, esto conlleva a sostener toda lucha en favor de la defensa y la ampliación de los derechos civiles y sociales de cada singularidad. Las nuevas formas de familia, la creación de placeres, la autopercepción de género, los modos de vida diversos, el reconocimiento de los animales como seres vivos dignos de respeto o la libertad creativa y expresiva son cuestiones fundamentales para la izquierda libertaria que considera que deben ser protegidas desde el punto de vista normativo y molar en la esfera estatal al mismo tiempo que promovidas en el plano molecular, que es siempre prioritario, como fuente perpetua de devenires imprevistos del deseo. En tercer lugar, la propiedad como noción constitutiva de la tradición liberal clásica es recuperada por la izquierda libertaria como el elemento necesario desde el cual construir esta racionalidad de gobierno. Ya sea desde el liberalismo-libertario de izquierda (la alianza del rothbardismo en los sesentas con la New Left y sus continuadores) como en el liberalismo-progresista de cuño rawlsiano, el propietarismo es recuperado de un modo expansivo y multiplicado, vale decir, la izquierda libertaria muestra la divergencia entre capitalismo y mercado libre. Si en el primer caso, encontramos asalariados que solo pueden vender su fuerza de trabajo a cambio de un sueldo, en el segundo, se aspira a potenciar la multiplicidad de pequeños y medianos propietarios de las fuerzas productivas, emprendimientos autogestivos y una disminución del trabajo asalariado. En la actualidad no solo las fuerzas técnicas de producción de bienes son mucho más accesibles y sin intermediarios (con un dispositivo celular podemos vender nuestros productos) sino también nos permiten brindar nuestros servicios de modo autónomo fundados en la autopropiedad del cuerpo como un derecho inalienable para pactar cualquier transacción voluntaria, por ello el trabajo sexual será considerado trabajo con idénticos derechos y garantías que cualquier otra forma laboral. 

   La posibilidad de visualizar un futuro desde otras imágenes, de abrir ventanas que hoy parecen cerradas, requiere construir un presente que se nutra de una caja de herramientas compuesta por elementos como el temperamento irreverente del 68 o la sensibilidad anarquizante de la “ideología californiana” pero que tiene la obligación de ir más allá para extender estas premisas a nuestro ecosistema de la segunda década del siglo XXI. Quizá sea posible continuar esta genealogía diseñando una izquierda libertaria contemporánea desde tres tonos: femenina, potente y afectiva. Una tríada que opera como el reverso de los rasgos emblemáticos de la derecha libertaria: masculina, incel y resentida. A diferencia de la esterilidad, del grito triste y desesperado que blande una libertad del dominio que se busca restaurar, el progresismo que viene debería construir su concepto de libertad desde una lucha no violenta, a partir de la autodeterminación de mujeres, hombres y minorías, fuera del lugar de víctima, desde la empatía y las pasiones alegres.